LA IGLESIA Y EL NUEVO NACIONALISMO
Propósitos y realización de León XIII - Pío X - Benedicto XV - Pío XI - Pío XII
Propósitos y realizaciones de León XIII
Con la elección de León xiii, el 20 de febrero de 1878, dio comienzo, como ahora se reconoce universalmente, una nueva era en la historia de la Iglesia. Pío ix había dicho claramente, poco tiempo antes de morir, que sus métodos y su política habían tenido su época, y que su sucesor necesitaría alterar toda la orientación de la acción papal. El nuevo papa,no sólo lo comprendió así perfectamente — ella fué la señal más evidente de su genio —, sino que emprendió su tarea con los principales objetivos ya previamente establecidos, y con planes definidos para la consecución de los mismos. Era un hombre ya anciano, de sesenta y ocho años, enjuto, frágil y delicado, pero con una resistencia superior a las mejores esperanzas y con vida en una constante actividad para otros veinticinco años más.
Pocos papas iniciaron su reinado tan bien informados sobre la naturaleza de las dificultades que había que afrontar, como León XIII; y esto gracias a su propio estudio personal del pensamiento de la época, tanto como a su atenta observación de los hombres y los acontecimientos. Hubo una fuerte oposición a su elección y abundantes críticas cuando su política se puso de manifiesto. Pero él se mostró insensible y, sin inmutarse lo más mínimo, se desentendió de los reaccionarios. "Esos hombres son demasiado viejos para mí", dijo. A la cordial afabilidad de Pío ix sucedió la férrea determinación de un pontífice que parecía pura inteligencia, todo voluntad, capaz de trabajar sobre la mesa de su despacho diez y doce horas al día, semana tras semana, año tras año; y que daba por descontado que el resto de la humanidad podía hacer, y haría, lo mismo en favor de la Iglesia. No habría más errores de carácter impulsivo, ni gestos sentimentales, ni mutaciones extremistas. Una vasta información, un sereno juicio penetrante y equilibrado, un genio político esencialmente constructivo, pero cuya más impresionante característica acaso fuera un profundo sentido realista de los límites de lo que era inmediatamente posible, iba a presidir durante la siguiente generación a la Iglesia universal.
La nueva política puede resumirse muy simplemente. Los prelados que alcanzaron su madurez en esos años de desastre general que siguieron a los acontecimientos de 1789 y que pasaron a regir la Iglesia en los primeros dos tercios del siglo xix, habían concebido a través de sus experiencias personales tal horror por los principios en cuyo nombre se había llevado a cabo la destrucción, que no podían pensar, desde 1815, en otra tarea más que en trabajar por la extirpación del moderno liberalismo. Pero, infortunadamente para las energías gastadas en ello — allí donde esta generación llegaba a mostrarse enérgica —, el liberalismo estaba demasiado bien atrincherado para poderlo desalojar: en una o en otra forma había de permanecer. Y tampoco, por supuesto, la destrucción del liberalismo había de significar necesariamente un resurgimiento del catolicismo. Estas verdades, no obstante, se les ocultaban a la inmensa mayoría de eclesiásticos en los comienzos del siglo xix. De ahí su persistencia en una lucha tan prolongada como inútil y la consiguiente renovación de un amargor contra la Iglesia en todos los llamados países católicos del mundo. De ahí, también, la casi instintiva predisposición de tantos de esos eclesiásticos a sumarse a las violentas luchas políticas de la época como íntimos aliados de los gobiernos antiliberales, en apoyo de los carlistas en España, de los borbones en Francia y de los austríacos en Italia. Defender estas causas equivalía a estar, en todas partes, del lado de los vencidos; y así, hacia la época en que el largo reinado de Pío ix tocaba a su fin, se respiraba en los círculos católicos una sensación general de frustración, de que era inútil hacer nada, y una tendencia a desperdiciar energías en simples lucubraciones infructuosas.
León estaba resuelto a sacar a la Iglesia de este callejón sin salida. Habiéndose afianzado el liberalismo, había que mostrar a los católicos el modo de vivir, y de vivir según sus principios católicos, en un mundo liberal. Debían aprender, no sólo cómo podían sobrevivir en ese mundo, sino cómo podían ser leales ciudadanos activos de los estados liberales. El papa sería su maestro. En cierto modo la Iglesia debe afrontar la tarea de acomodarse a las nuevas orientaciones políticas. Debe negociar con aquello sobre lo cual ya no puede ejercer su dominio, y debe planear una nueva formación espiritual, más recia, para los católicos que han de vivir, como católicos, en ese mundo no religioso. Fue uno de los méritos más grandes de León xiii el haber insistido, con ocasión y sin ella, ante una generación de católicos inclinados a evitar todo contacto con la cosa impía en nombre de la pureza de su fe, en el hecho de que sólo viviendo en este mundo nuevo podía la Iglesia, en verdad, sobrevivir, pues vivir en ese mundo era la primera obligación de la Iglesia; y sólo mediante este contacto vivo podía cumplir su misión de convertirlo.
Más audazmente todavía, el papa se propuso enseñar también al mundo liberal, mostrar a los hombres sinceros que lo integraban, es decir, a los liberales de buena fe, que el catolicismo es la mejor, más aún, la única garantía de libertad verdadera. Este papa proclama los principios católicos tan estrictamente como sus predecesores del antiguo régimen; pero la verdad de estos principios se razona ahora de un modo persuasivo y se aporta el testimonio de la historia en apoyo de la tesis del papa, de que está en la misma naturaleza de las cosas — y toda la historia del pasado lo atestigua así — el que las civilizaciones que se apartan de Dios perecen inevitablemente. Y León XIII, al tiempo que formula más de una advertencia conmovedora y llena de ansiedad acerca del desastre que él vislumbra cada vez más cerca, ofrece el catolicismo a los gobernantes y a los pueblos del mundo como la guía más segura para ellos, como su más firme protección. Hace constantes advertencias sobre lo razonable de las peticiones de la Iglesia, cuando se dirige al mundo exterior; y sobre lo razonable de las órdenes de la Iglesia, cuando se dirige a los católicos. He aquí un papa con el cual nadie tendrá ocasión de armar pendencia.
El espíritu de la acción de León XIII puede estudiarse en sus grandes encíclicas, en los diversos decretos administrativos que modernizaron el gobierno de la Iglesia, y también en su modo de afrontar las muchas dificultades con que se encontró como herencia de los sucesos de les cincuenta años que precedieron a su elección. Las tres dificultades principales estaban en las relaciones del catolicismo con las tres nuevas entidades políticas, ninguna de las cuales contaba todavía, en 1878, con diez años de existencia: el reino de Italia, la tercera república francesa y el imperio alemán. Las relaciones con las tres eran ya tirantes antes de que León XIII iniciara su reinado. Tuvo éxito en la pacificación de Alemania; pero, aunque no por falta de habilidad ni de buena voluntad, fracasó con Francia y la crisis italiana fue, hasta el fin, insoluble.
Las medidas de Bismarck para someter al catolicismo, en Prusia, al dominio del estado han sido ya descritas, así como la consiguiente persecución de los católicos. El aprieto de éstos era, al parecer, ansiedad ante el nuevo papa, pues dio lugar a su primera demostración de que pensaba mandar en la Iglesia y de qué manera, cuando en la misma tarde de su elección echó a un lado la carta preparada para su firma, en la que se anunciaba su elección al emperador alemán, y se puso él mismo a escribir, en sustitución de aquélla, una carta personal expresando, además, su esperanza de que la guerra religiosa tendría una pronta terminación.
Así, mediante su acción personal, se inició una reanudación de relaciones y un largo duelo diplomático entre él y Bismarck, que no terminó hasta al cabo casi de diez años. El emperador no era en modo alguno hostil a las instancias del papa de que fuesen derogadas las leyes de la persecución. Bismarck nada había ganado con ellas; pero su orgullo estaba hondamente comprometido en el asunto, así como sus sentimientos personales, profundamente anticatólicos. Y, a medida que se desarrollaba la lucha, se le sugirieron nuevos planes. Los católicos de Alemania habían demostrado que no había límites en lo que estaban dispuestos a sufrir por no ceder; habían demostrado también, con el nuevo partido del Centro por ellos creado, una habilidad para organizar su independencia política que constituía una novedad en Alemania. Eran, en verdad, una fuerza dentro del imperio. Esta lucha, llamada ahora Kulturkanlpf, los había forjado. Se le ocurrió de pronto a Bismarck que podría hallar en el papa el instrumento para mediatizar el nuevo partido católico y utilizarlo en sus maniobras parlamentarias. Tendió más de un lazo al papa en este sentido. Pero el pontífice era demasiado leal para dejarse tentar y, a la vez, demasiado prudente para inferir ofensa al eludir a su adversario. Los planes del canciller para deshacer la alianza del papa y los católicos fracasaron una y otra vez; y cada vez León XIII daba a los jefes del partido del Centro mayores seguridades de que su voluntad era ver resuelto el asunto. Cuando el delegado pontificio, el entonces nuncio en Munich, pareció correr peligro de ceder demasiado a las hábiles maniobras de Bismarck, se le trasladó con el mismo cargo a Lisboa, transfiriéndose la gestión del asunto al nuncio en Viena, Ludovico Jacobini, uno de los consejeros más capacitados de León XIII, y más tarde (1882-1887) su secretario de estado. El papa se mantuvo inflexible en su exigencia de que se anulasen las leyes que sometían la educación del clero al gobierno de este país protestante y que sometían a los tribunales del mismo la tutela de los obispos católicos sobre su clero. En cuanto a la reivindicación por parte del gobierno del derecho al nombramiento para ciertos cargos eclesiásticos, el papa se mostró dispuesto a negociar. Pero ninguno de los favores que Bismarck ofrecía, siendo el principal de ellos el restablecimiento de una embajada en el Vaticano, logró que el papa cediera un ápice en su primer punto. Enmiendas a un código inconveniente, mejoras... anotaba simplemente; aprovechando cada vez la ocasión para expresar cuán radicalmente inaceptables eran las leyes. Y, con habilidad suprema, León xiii supo hacer todo esto sin aumentar la hostilidad del canciller alemán, como supo también mantener sus buenas relaciones, sin crearse la menor desconfianza, con el partido del Centro y su gran jefe, Windthorst.
Bismarck no estaba dispuesto a retractarse en unas leyes que él había promovido. El papa, por su parte, no se avendría a nada que no fuese una revocación formal de las mismas. Pero, al correr del tiempo, el canciller vio en el incremento del socialismo una amenaza para cuanto él había realizado. Un día tendría necesidad del partido del Centro como aliado. La solución del conflicto religioso se hacía cada vez más urgente para él... Y. sin embargo, no cedería aún. En 1885 hizo un gran esfuerzo para ganarse el favor del papa. Había. surgido una disputa entre el nuevo imperio y España sobre la ocupación por Alemania de las islas Carolinas, en el Pacífico. Bismarck propuso, con la anuencia de España, que se solicitase de León xiii su mediación entre las dos potencias. El papa aceptó, y pronunció una sentencia que, de modo notable, satisfacía a las dos partes. Pero los cumplidos que con esta ocasión se hicieron llegar de Berlín, ni por un momento hicieron vacilar al papa en su firme voluntad de que las leyes de mayo fuesen revocadas.
Al fin se puso término a la larga disputa gracias a la habilidad diplomática de Mons. Galimberti, enviado del papa, en 1887, para asistir a las solemnidades del jubileo de Guillermo 1. En marzo y abril de este año la dieta prusiana votó las nuevas leyes. El propio Bismarck pronunció un elocuente discurso en defensa de las mismas y ensalzó al papa como agente de paz en el imperio.
La admirable unidad de los católicos de Alemania durante la larga lucha fué, sin lugar a dudas, un elemento capital para el triunfo del papa. Los obispos se mostraron unánimemente leales a las normas pontificias; y sus fieles no sólo les fueron leales, sino que estuvieron perfectamente organizados y dirigidos por un político del genio de Windthorst, que era a la vez un excelente católico.
Las condiciones bajo las cuales León xiii había de actuar en Francia, eran muy diferentes. Aunque, también aquí, se trataba de uno de los nuevos estados democráticos donde la religión se vería perseguida; es decir, bajo un régimen en que el poder residía en un parlamento elegido por votación popular; y también aquí la política del papa se cifraba en que los católicos se asegurasen la justicia dentro del régimen, utilizando sus derechos como ciudadanos. Era éste un objetivo que, en Francia, persiguió León XIII durante veinticinco años, con una tenacidad y una paciencia que tuna larga serie de contratiempos no pudo quebrantar. Fracasó, no obstante, en su empeño. La mala voluntad de los enemigos del catolicismo fue algo superior a él, así como también, no hay que omitirlo, las discordias increíblemente enconadas entre los propios católicos. Estas divisiones eran, en buena parte, una herencia del turbulento proceso de la historia de Francia durante el siglo xix, cuando en menos de sesenta años hubo media docena de revoluciones políticas. En el curso de su propia vida había visto el papa en Francia un imperio (bajo Napoleón), un reino bajo los restaurados Borbones, una monarquía más liberal bajo el príncipe Luis Felipe, una república, un nuevo imperio (bajo Napoleón iii) y ahora de nuevo una república, que era la tercera en la historia de la nación. Cada revolución había dejado tras sí a un sector deshecho y desposeído que esperaba la futura restauración del régimen más particularmente favorable para poder desquitarse. Ninguno de esos regímenes, por cierto, cualesquiera que fuesen sus ideales, había dado realmente al catolicismo el lugar que lógicamente le correspondía dentro de lo que era, oficialmente, un país católico. Algunos le habían sido violentamente hostiles; otros habían favorecido a la Iglesia, perosólo como el medio de utilizar su prestigio para fines políticos.
Hacia la época de la elección de León XIII había, pues, en Francia, una agitada masa de políticos de todas las tendencias, en extremo descontentos : y los católicos estaban tan hondamente divididos como el resto del país. La nueva república se había establecido hacía sólo tres años, y por una mayoría de un solo voto, casi por casualidad, con una constitución ideada para una restauración monárquica. Y dentro de esta tercera república, una crisis muy reciente había barrido a los conservadores del poder, para siempre, según los acontecimientos habían de demostrar, introduciendo la primera de esas combinaciones de grupos radicales que, en adelante, habían de dominar toda la historia de la república, hasta que el ensañamiento crónico de sus luchas sin cuartel arrastró al país a la catástrofe de 1940. Una sola cosa tenían esos grupos radicales de común : su odio y temor a la vez al catolicismo; y recientemente habían llegado al poder, en 1877, en tales circunstancias, que un nuevo ataque concertado contra la Iglesia no se haría esperar.
Tal era la situación con que se enfrentó León xiii en 1878. La solución que él propuso era tan simple como categórica. El papa consideraba que la causa de la monarquía estaba muerta. No había la menor probabilidad de que el pueblo francés volviera a colocarse de un modo permanente bajo otra restauración, ni borbónica ni de la casa de Orleáns. Los católicos, como hombres sensatos, debían aceptar el "hecho consumado" y acatar la república, luchando dentro de ella, por medios constitucionales, por sus derechos como leales ciudadanos. Desgraciadamente, apenas había un solo católico francés que fuese republicano. En su gran mayoría eran monárquicos de la extrema derecha; y entre éstos se contaba casi todo el clero, los obispos y todos aquellos seglares que tenían alguna representación en la vida pública de la época. El papa se enfrentaba con una tarea poco menos que imposible, pues no podía hacer más que insistir sobre la sensatez de lo que proponía y abonar su legitimidad. Quedaban ya muy atrás los tiempos en que era posible dictar órdenes para tales casos, suponiendo que el papa hubiese querido recurrir a ello.
Entretanto, el enemigo común estaba a punto de lanzar su primer ataque bien planeado, encontrando en la abierta oposición de todos los sectores católicos al régimen republicano una evidente excusa para imponer la tiranía que se disponía a ejercer.
En marzo de 188o promulgáronse nuevas leyes que privaron de sus asientos en el Consejo Superior de Instrucción pública a los miembros nombrados por los distintos cuerpos religiosos, y retiraron todo reconocimiento oficial a las universidades católicas. Cuatro meses después, por un decreto gubernamental, los jesuitas fueron expulsados de Francia: las demás órdenes disponían de tres meses para pedir su reconocimiento al estado; aquellas a las que se negase este reconocimiento debían ser disueltas. Esta ley afectó a unos 8.000 hombres y 100.000 religiosas. La reacción católica fue inmediata y enérgica: 2.000 letrados emitieron la opinión colectiva de que los decretos eran ilegales, y 400 magistrados dimitieron antes que forzar su aplicación. Todo ello sin resultado. Otra serie de decretos prohibió la instrucción religiosa en las escuelas: en las primarias y en las de humanidades; fueron suprimidas las facultades de teología católica en las universidades, y las capellanías en las grandes escuelas normales; los seminaristas quedaron sometidos a las leyes del servicio militar y se abolieron las capellanías castrenses; se les prohibió a las monjas servir como enfermeras en los hospitales, y las capellanías de los hospitales se suprimieron también. Creóse, en fin, un tribunal para divorcios.
Esta radical y despiadada secularización de la vida francesa, realizada en cosa de seis años, engendró un amargo resentimiento que difícilmente se puede expresar. Pero el papa se mantenía en su punto. Su consejo a los católicos franceses seguía siendo siempre el mismo: que abandonasen para siempre el sueño de reconquistar sus derechos mediante el derrocamiento de la república; que se organizasen; y que reprimiesen las imprudencias que sólo servían para hacer el juego a sus enemigos. Se ha alegado, en defensa de los católicos irreconciliables, que León xiii nunca llegó a darse cuenta de lo profundo que era el odio antirreligioso que inspiraban esos enemigos. No obstante, la política que el papa recomendaba era la única política posible; y por muchas que fuesen las críticas a esta política y a su autor, ninguna otra hubiese podido triunfar en un cuerpo cuyos jefes se combatían y despedazaban unos a otros en público como lo hacían los primeros católicos de Francia en esos años. Durante largo tiempo muchos de ellos fingieron que dudaban si esa política de "adhesión" era, realmente, la que deseaba el papa. Cuando esto quedó más que claro, por las propias declaraciones del pontífice, se hicieron el remolón. Luego, en 1894, surgió el asunto Dreyfus, y para consternación del papa los católicos tomaron cartas fanáticamente en el asunto y aun del lado malo. Sus adversarios veían claramente la sabia orientación práctica de la política de León xiii; ésta era, también, lo último que ellos deseaban ver triunfar, y saludaban cada nuevo paso de aproximación a la república que daba el papa, con aullidos de rabia.
Hacia el fin de su pontificado (1899-1903) la persecución activa empezó de nuevo, bajo el mando de un ex seminarista, Emilio Combes. Las últimas religiosas que quedaban fueron ahora expulsadas de Francia; sus conventos y escuelas fueron embargados. Se introdujo un sistema de espionaje en el ejército, y los oficiales tildados de católicos practicantes fueron perseguidos y arrojados del cuerpo militar.
Todos los esfuerzos de León xiii habían sido, al parecer, inútiles. A un cardenal francés que, para consolarle, le dijo unos días antes de su muerte: "Francia no es un país antirreligioso. Hay sólo un pequeño grupo de perseguidores", le replicó secamente : "Sin duda. Pero son los amos; y se les deja hacer". Pero la larga y paciente diplomacia y la abundancia de sabios consejos no habían sido inútiles. El papa, aunque él no llegara a darse cuenta, había infundido realmente un nuevo espíritu al catolicismo francés; su paciencia había impedido que aumentase el divorcio con la idea de un régimen republicano; había enseñado a la joven generación de católicos que un buen católico podía ser un buen republicano, y por muy lentamente que llegaran a aprenderse la lección, lo cierto es, como los hechos se encararían de demostrarlo, que la llevaron bien aprendida; y la insistencia del papa había disipado para siempre, en la mente de todo hombre sensato, la fábula de que el catolicismo estaba ligado a los sistemas políticos del antiguo régimen, y, en fin, había evitado a los católicos la torpeza última y fatal de ser los agresores en una especie de guerra civil.
Lo que León xiii había sembrado con lágrimas habían de cosecharlo un día sus sucesores jubilosamente. Pero antes tendría que producirse la tormenta del pontificado de San Pío x.
Las probabilidades de que algún papa llegase a conciliarse al gobierno de la república francesa habían de parecer escasas, para los que conocían el espíritu que animaba a los partidos triunfantes de izquierda. Las posibilidades de León xiii en Italia, ante el nuevo poder, eran nulas. La violenta invasión y conquista de los estados pontificios habían traído, como complemento, la célebre ley de garantías (1871), que, intento extraordinario de los poderes victoriosos para conseguir de su víctima una tácita renuncia a la soberanía, ofrecía una compensación monetaria por la expoliación, pero eludía todo reconocimiento de la condición del papa como soberano, para tratarle sólo como a un súbdito favorecido de la monarquía sarda. A esto sólo podía haber una respuesta; y al ser conocida la determinación de Pío IX, de negarse rotundamente a reconocer el hecho consumado, el nuevo gobierno, a fin de coaccionar su voluntad, inició una violenta campaña contra la religión. Las órdenes religiosas aún existentes fueron disueltas, con la confiscación de sus monasterios en Roma utilizados para fines del estado; los sacerdotes se vieron forzados a ingresar en el ejército como soldados; en los tribunales se abolió el juramento religioso; la enseñanza religiosa se desterró de las escuelas; violando sus propias leyes, el gobierno permitió que circulasen diarios y revistas llenos de blasfemias anticristianas e injuriosos ataques al papa, y consintió manifestaciones antipapales junto a los muros del propio Vaticano. Con un abuso sistemático de los poderes que había usurpado, llegó hasta prohibir el nombramiento de obispos hasta que hubo más de sesenta sedes vacantes. Verius in aliena potestate sumus quam nostra, dijo León xiii, en protesta.
La inseguridad de la que nunca cesaba de lamentarse públicamente estaba lejos de ser imaginaria. Un incidente tras otro han quedado registrados como testimonio de la realidad de la inquietud del papa. Existió el intento, por parte del gobierno italiano, de apoderarse de los fondos de Propagación de la fe, las limosnas enviadas de todas las partes del mundo con destino a las misiones entre infieles, así como el de confiscar los fondos de la asociación católica italiana de caridad. Tuvieron lugar las conmemoraciones oficiales, que se tradujeron en una orgía blasfema de odio antirreligioso, de unos acontecimientos históricos tan remotos corno la muerte de Arnaldo de Brescia en la hoguera (1155) y las Vísperas Sicilianas (1282). Se celebraron igualmente las exequias de Garibaldi. Se desarrollaron las terribles escenas del traslado del cuerpo de Pío IX al cementerio de San Lorenzo cuando, con la connivencia del gobierno, una chusma de la más vil calaña infiltrada en el fúnebre cortejo, logró casi arrojar al Tíber el cuerpo del difunto pontífice. Pero, sobre todo, en la inauguración del monumento a Giordano Bruno, se puso de manifiesto aquel espíritu por los honores rendidos a las banderas que presidían la manifestación: la bandera roja de la revolución, la bandera verde de la masonería y la bandera negra de Satán. Ese horrible día lo pasó el papa en oración ante el Santísimo expuesto.
No exageraba León xiii; no era propio de su carácter. Sabía perfectamente cuáles eran las fuerzas que le combatían, la naturaleza de su hostilidad y la impotencia de los sucesivos gobiernos italianos para sujetar a esas fuerzas del mal que habían llamado en su ayuda. En más de una ocasión — tan intensamente acusaba la presión del bando cuya finalidad era la destrucción del papado — el pontífice pensó seriamente en abandonar Roma. Nunca cesó la hostilidad contra él, iniciada el mismo día de su elección, en que una circular del gobierno prohibió a todos los funcionarios asistir a los oficios en acción de gracias por la elección del nueva papa. De semejante régimen hubiera sido locura esperar una política de juego limpio. Nada cabía hacer sino, con toda la paciencia posible, evitar cuidadosamente cuanto pudiera considerarse una aprobación de la iniquidad masónica, y, manteniendo intactos los principios, esperar los tiempos mejores que un día habrían de llegar.
Fue uno de los principios básicos del largo reinado de León xiii, mantenido a lo largo de todas las vicisitudes — principio, además, que ciertamente ha caracterizado toda la ulterior gestión pontificia —, el de que nunca debía la Iglesia consentir en verse aislada de la vida general de la época. La lucha del pontífice para llevar al papado a un contacto cada vez más estrecho con la vida cotidiana de la Iglesia en todo el mundo no fue sino una consecuencia del mismo. Entonces es cuando empieza, por ejemplo, no la costumbre de las peregrinaciones a Roma, sino un desarrollo tal de las mismas, que bien pronto no queda apenas una ciudad en el mundo que no cuente con algunos católicos que hayan visto al papa, escuchado su voz y recibido su bendición. Desde la época de León xiii, el papa reinante es una figura más familiar para los católicos, en general, de lo que lo fueron los propios obispos, con harta frecuencia, en épocas anteriores.
Cuando el invento de la telefonía sin hilos hizo posible a toda la Iglesia escuchar la misma voz de su cabeza en la tierra, la Iglesia ya estaba mucho más familiarizada que en cualquiera otra época con la dirección práctica y activa de todas las cuestiones del día. León XIIIno prestó a la Iglesia servicio más grande que el de establecer la práctica de instruirla y guiarla mediante frecuentes encíclicas, verdaderos tratados sobre el dogma y la moral. que adaptaban los principios eternos a las necesidades siempre cambiantes de la humanidad. Aquí, mejor tal vez que en ningún otro aspecto, puede medirse la importancia de León xiii como creador de una nueva era en la historia del catolicismo. Esas grandes encíclicas constituyen su monumento más perdurable. Las fuerzas hostiles que tan a menudo obstaculizaron su acción han desaparecido : el imperio de los Hohenzollern, la tercera república, la Casa de Saboya, y también los mismos monarcas católicos, que le correspondieron poco más que con palabras : los Habsburgos en Austria y los Borbones en España. Sus propios nombres empiezan a ser arqueología. Pero las encíclicas siguen tan vivas, tan eficaces y tan oportunas como el día en que fueron escritas. Hoy se estudian con más atención que nunca, y los sucesores más ilustres de León xiii han tenido que hacer poco más que edificar con mayor extensión sobre los cimientos que él dejó.
Debemos mencionar aquí tres de esas encíclicas, por representar los tres aspectos principales de la influencia de León XIII sobre el pensamiento católico y encarar en su conjunto la nueva orientación que todavía rige la vida del catolicismo. Son el origen de todo lo mejor que ha sucedido desde entonces, sucede ahora y es probable que suceda en las generaciones venideras. Estar familiarizado con sus enseñanzas, saturado de su espíritu, es poseer el secreto de una inteligente cooperación con el gobierno del pontífice en la más crítica de todas las épocas. Esas tres encíclicas son : la Aeterni Patris, del 4 de agosto de 1879; la Immortale Dei, del 1 de noviembre de 1885, y la Rerum Novarum, del 15 de mayo de 1891.
La primera de ellas trata de la restitución de Santo Tomás de Aquino al lugar que le corresponde, como príncipe de la filosofía y la teología católicas, y es el origen de toda esa influencia contemporánea del catolicismo en los pensadores contemporáneos, menos acusada quizá en Inglaterra que en cualquier parte del mundo, excepto Rusia, y que constituye una característica tan nueva del mundo moderno. Es también origen de un restablecimiento tan general de esos estudios dentro de la Iglesia, que, en este aspecto de capital importancia, esté acaso más sana que en cualquier otro momento desde la muerte del propio Santo Tomás. La Immortale Dei es la carta magna del católico que cree en la democracia como el mejor sistema de gobierno. Es un compendio de doctrina católica sobre el estado, desde el punto de vista de toda la larga controversia entre católicos y los postulados de 1789, y sienta unos principios prácticos para guiar al ciudadano católico de los nuevos estados seculares. La tercera encíclica, Rerum Novarum, es tal vez la más conocida de todas las obras de León xiii, su tema es La condición de las clases trabajadoras, y es la base de toda esa actividad católica en cuestiones sociales que, desde 1891, ha caracterizado cada vez más al catolicismo del siglo xx.
El reducido espacio de que disponemos no nos permite más que catalogar el resto, incluso las otras obras capitales, de este gran reinado : las cartas Divinum illud sobre el Espíritu Santo, Mirae caritatis sobre la sagrada eucaristía, las cinco encíclicas sobre la devoción al rosario, la consagración de toda la humanidad al Sagrado Corazón; la institución y desarrollo de los congresos eucarísticos; la extensión de las misiones extranjeras; la encíclica sobre los estudios bíblicos y la creación de la Comisión Bíblica; la carta sobre el deber de los católicos de ser historiadores íntegramente sinceros, y la decisión de abrir de par en par los archivos secretos del Vaticano para los estudiosos de todo el mundo; la fundación de las nuevas universidades católicas de Friburgo y Washington, y de un Instituto de filosofía tomista en Lovaina; la enorme expansión de la jerarquía. Pero aún debemos mencionar un último punto: el raro don del papa en la elección para colaboradores suyos, de entendimientos realmente privilegiados. Desde la época de Paulo iii, nunca, en ningún momento, contó el sacro colegio en sus filas con un conjunto de personalidades semejante; y entre ellas, creado en el primer consistorio de su pontificado, nuestro propio Newman.
León xiii murió a los noventa y cuatro años, el 20 de julio de 1903.
Pío X.
El cardenal José Sarto, que, con el nombre de Pío x, fue elegido como sucesor de León XIII (4 de agosto), era de carácter tan diferente que los historiadores se han dado con excesiva facilidad a exagerar la diferencia entre las respectivas políticas. Hubo, ciertamente, un cambio de orientación en la gestión pontificia, hacia una manera que acaso fuera más española que romana en la diplomacia y en el modo de tratar y ejecutar las medidas para la persecución del modernismo. Pero no se trataba únicamente de que, con la política de suaviter in modo, se había hecho ya el más sereno experimento, sino que el ataque se hizo ahora tan súbitamente rudo que sólo una enérgica réplica podía servir de algo. Ante la propia herejía y los nuevos herejes, las medias tintas no hubieran sido posibles en ningún pontificado. Y haberse allanado a los nuevos actos del régimen anticatólico de Francia no hubiera sido más que un fúti "apaciguamiento".
El presidente francés, en 1904, ignoró el protocolo de los jefes de estados católicos y efectuó una visita al rey de Italia en Roma, declarando así ante el mundo que Francia había abandonado la política seguida desde 1870 y había aceptado el hecho consumado de que el papa no era ya un soberano independiente. Cuando Pío x protestó, se retiró del Vaticano al embajador francés. Poco después, cuando dos obispos llamados a Roma para responder de las graves acusaciones formuladas contra ellos apelaron al gobierno, el primer ministro, Emilio Combes, presentó al papa un ultimátum. O se retiraba la demanda, o el gobierno francés consideraría anulado el concordato. Entretanto se promulgaba en Francia una ley que establecía la separación de la Iglesia y el estado. ¿A quién pertenecerían ahora las iglesias, las escuelas, las rectorías, los seminarios y otras propiedades eclesiásticas? No a la Iglesia, pues ésta no existía ya a los ojos de la ley. Fue el estado quien decidió la cuestión estableciendo como propietario un sistema de comités : lasAssotiations cultuelles. Pío x adoptó una postura firme: negóse por entero a reconocer el nuevo sistema y prohibió a los católicos de Francia que se relacionasen para nada con él; y los católicos de Francia, aunque tal decisión no constituyera, ni mucho menos, su felicidad, obedecieron leal y unánimemente. Antes que admitir un sistema que dejaba toda la vida de la Iglesia a merced de un gobierno fanáticamente hostil, prescindieron de todos sus bienes y de algo así como unos 3.000.000 de libras de renta al año. Esta crisis puso de manifiesto la esencial ortodoxia del catolicismo francés y la energía de la generación que se había formado durante los veinticinco años del reinado de León xiii. Sacrificios inmensos: ésta era ahora, por doquier, la orden del día; y el fruto de estos sacrificios fue un resurgimiento católico de una calidad y en una escala como jamás se había visto. A partir de ese gran momento, el catolicismo francés jamás se ha visto retroceder.
La herejía conocida por el nombre de modernismo intentaba acomodar el catolicismo a las ideas de la época, a base de desechar su objetivo carácter sobrenatural y reducirlo a una cuestión de psicología religiosa individual. Los modernistas nunca fueron, en realidad, muy numerosos, y las actuaciones de Pío x contra ellos, el decreto Lamentabili, en julio, y la encíclica Pascendi, en septiembre de 1907, constituyeron para la mayoría de los católicos las primeras noticias de su existencia. Pero el grupo ocupaba importantes puestos en varios seminarios y universidades, y se preveía el peligro de que poco a poco corrompiera la fe del clero y de los seglares más cultos, pervirtiendo la teología y la filosofía y toda la teoría de la vida espiritual. La enérgica acción del papa, sin embargo, desenmascaró a los encubiertos modernistas y en un plazo muy breve la Iglesia quedó libre de ellos.
Estos sucesos espectaculares, y aun dramáticos, eran, sin embargo, como los duelos político-religiosos de León xiii que hemos referido, distracciones, aunque inevitables y necesarias, de la verdadera obra del reinado de San Pío x, eminentemente constructiva, práctica y reformadora. Ningún papa había llevado a cabo, desde e' concilio de Trento. tantos cambios importantes y necesarios en la vida católica. En su mero recuento resalta su trascendencia.
En el centro de la vida de la Iglesia está la eucaristía. San Pío x inició una gran campaña por hacer que esto fuera una realidad entre los fieles. En primer lugar zanjó para siempre con su autoridad las disputas en torno al significado exacto de la instrucción tridentina sobre la frecuente recepción del Sacramento ; y en segundo lugar estableció que los niños habían de ser admitidos a la primera comunión en cuanto tuviesen la suficiente edad para comprender, de un modo proporcionado a su edad, las verdades necesarias para la salvación y la diferencia entre el Santísimo Sacramento y el pan ordinario. Estos dos decretos (del 23 de junio de 1905 y 8 de agosto de 1910) han revolucionado poco a poco la piedad católica. En cuanto a la liturgia en general, San Pío x restituyó ante todo la música llamada canto llano a su justo lugar en todas las funciones sagradas, adoptando las sabias investigaciones de los benedictinos de Solesmes, a los que confió la composición de la nueva versión oficial por él publicada y estableciendo en Roma un instituto pontificio de música sacra, con facultad para dar grados. Luego procedió a una severa revisión del calendario de fiestas y restituyó a su antiguo lugar el ciclo de los oficios dominicales, que es un importante recordatorio sistemático de las verdades fundamentales de la fe. Finalmente, el papa transformó el mismo centro del rezo oficial cotidiano de la Iglesia, el Oficio divino, al disponer el salterio, de modo que, semana tras semana, el sacerdote recitase todo el libro de los salmos. Mejorar la educación del clero fue una constante preocupación para San Pío x, que introdujo muchas mejoras en los seminarios de Italia. De su protección a la cultura religiosa, dada la limitación del espacio, sólo nos cabe mencionar el impulso todavía mayor que dio a los estudios tomistas y la creación de una comisión de sabios benedictinos encargada de reconstruir el texto primitivo de la traducción de la Biblia efectuada por San Jerónimo : la Vulgata. San Pío x llegó a la jefatura suprema de la Iglesia con una experiencia personal de las realidades de la vida pastoral, poco frecuente en los papas. Había pasado por todos los grados eclesiásticos : vicario, párroco, profesor de seminario y luego, durante veinticinco años, vicario general y obispo en tres grandes sedes italianas.
Consecuencia natural de tal carrera fue su experiencia y conocimiento de los puntos débiles en el mecanismo central del gobierno de la Iglesia, efectuando como papa un reajuste de cargos, deberes y procedimientos cual no se había visto desde el reinado de Sixto v. Y mientras así se transformaba la curia romana a la vista de todo el mundo, quedamente, y sin que nadie lo viera, iba progresando la reforma más importante de todas, reforma tiempo hacía necesaria, como todos lo reconocían, pero de la que se hablaba siempre como de algo imposible, y que había sido intentada, en parte, por muchos papas, sin que ninguno de ellos llegara a afrontarla, con todo, de un modo decisivo : la recodificación del derecho canónico. Desde la Edad Media ningún papa se había lanzado a hacerlo en semejante escala, constituyendo ese conjunto de leyes desde hacía tiempo el laberinto que describe el prefacio del nuevo código. San Pío x murió cuando la gran obra, que fue promulgada. por su sucesor en 1917, ya se había completado.
Fue San Pío x un hombre de vida verdaderamente santa, un párroco modelo, un obispo virtuoso y un papa ejemplar. No tiene nada de sorprendente el que, a partir de su muerte, se apreciara un gran movimiento en pro de su canonización. Difícilmente cabe exagerar lo que la Iglesia debe a las múltiples iniciativas personales de su breve reinado de once años.
Benedicto XV.
El siguiente pontificado había de ser más corto todavía, pues Benedicto xv (elegido el 2 de septiembre de 1914) duró poco más de siete años. Corrían los años de lo que, hasta recientemente, se venía llamando la gran guerra. Había ésta empezado en los primeros días de agosto de 1914, y su estallido tuvo, indudablemente, mucho que ver con la muerte de San Pío x.
Toda la energía de su sucesor estuvo condicionada por la guerra y sus secuelas. Jamás el papado dio al mundo un ejemplo más grande de caridad universal, y pocas veces se vió a la par un papa tan denigrado por todas las partes. Desde el principio de su reinado, Benedicto xv, diplomático formado en la escuela de León xiii y de Rampolla, evidenció dos cosas con la mayor claridad: en una cuestión en la que sólo poseía informes de una de las partes, no se pronunciaría entre los contendientes, ni diría cuál de los bandos tenía razón; tampoco determinaría la cuestión de hecho sobre ciertas atrocidades que cada una de las partes imputaba a la otra. Sería auténtica y perfectamente neutral; y, no obstante. repetiría, con ocasión y sin ella, que hay una ley moral que impera en el modo de hacer la guerra, protestando en cuantas ocasiones se produjesen hechos que fuesen indudablemente una violación de esa ley. A veces. las protestas se hicieron en declaraciones públicas, pero más a menudo a través de representaciones diplomáticas ante los jefes de las naciones beligerantes. La segunda característica del programa del papa consistió en que iba a mostrar la misma compasión por todas las víctimas de la guerra, sin que importase el bando a que pertenecían, cualesquiera que fuesen los crímenes de sus gobernantes. y, formando parte de ese programa de caridad, aprovecharía cuantas ocasiones se presentasen para proponer tuna tregua y el restablecimiento de la paz.
Los tres documentos clásicos del apostolado de la paz de Benedicto xv son: su encíclica inaugural. Ad beatissimi (1 noviembre 1914); la nota diplomática a las potencias en guerra (1 agosto 1917), que contenía sus proposiciones de paz, y la carta Pacen Dei munus (23mayo 1919). No han perdido nada de su actualidad, y hoy. cuando después de un desastre mayor todavía, los jefes de estado parecen estar próximos a repetir tantos de los errores de veinticinco años atrás, resulta dolorosa su lectura. El papa, como su Maestro, tiene muy parecidas razones para llorar cuando mira a Jerusalén.
En lo que se refiere al amor al prójimo de Benedicto xv... es una historia maravillosa que nunca ha sido contada realmente, y ya se ha olvidado. Realizó, por ejemplo, numerosas intervenciones ante las potencias beligerantes: proposiciones para el intercambio de heridos incurables, para el cambio de cierta clase de prisioneros civiles, para el traslado a un país neutral de los lisiados sin posible recuperación, y de los prisioneros que fuesen padres de tres o más hijos. La acción diplomática del papa obtuvo también éxito al conseguir de los Imperios Centrales la seguridad de que a los prisioneros de guerra no se les obligaría a trabajar en domingo. Debemos anotar también las protestas del papa ante Alemania contra la deportación de súbditos franceses y belgas para hacerlos trabajar en la propia Alemania; protestas, también ante Alemania, por las represalias tomadas sobre prisioneros de guerra; ante Austria, por el bombardeo de ciudades abiertas, y ante Italia, por la confiscación de la residencia romana del embajador austríaco cerca de la Santa Sede. Y por el Osservatore Romano del 31 de diciembre de 1917, sabernos que varias veces había formulado Benedicto xv sus protestas ante Alemania y Austria por su violación del Derecho Internacional en los métodos de guerra empleados.
Buena parte de esta actividad diplomática de la Santa Sede no fue públicamente conocida hasta después de terminada la guerra. Más conocida, aunque nunca realmente bien conocida, fue la inmensa labor de caridad por él realizada en favor de todos los beligerantes, independientemente de sus nacionalidades y religiones. El instrumento principal de esta obra fue la oficina de prisioneros de guerra, creada en el Vaticano en diciembre de 1914, como un medio de comunicación y consuelo entre los prisioneros y sus familias. Luego se dio curso a una serie de cartas de adhesión a los obispos y pueblos de los diversos países, doce de ellas a Bélgica y veintidós a Francia. Y, con las cartas, se enviaron limosnas en cantidades realmente espléndidas si se tienen en cuenta los escasos recursos del pontífice. Durante la guerra, fue a los países devastados por la ocupación alemana adonde se destinaron las limosnas principalmente; después a Rusia y a la hambrienta población infantil de la Europa central. En el transcurso de la guerra, Benedicto xv repartió unos cinco millones y medio de liras de su bolsillo, más otros treinta millones reunidos mediante colectas en aquellas iglesias católicas con las que pudo establecer contacto.
Pío XI.
La política de los tres pontificados que se han sucedido a partir de 1914, ha tenido una continuidad no poco rara en la historia papal. Ello se ha debido, primero, a la inusitada circunstancia de que el nuevo papa Pío xi, elegido en 1922, retuviera en su empleo al cardenal que desde 1914 había sido el secretario de estado de Benedicto xv, Pedro Gasparri ; y, luego, a que el mismo papa designase como sucesor de Gasparri a su propio discípulo, Eugenio Pacelli ; y a que, finalmente, a la muerte de Pío xi, fuera elegido papa el propio cardenal Pacelli, felizmente reinante como Pío XII.
¿Cómo describir, en un compendio, la rica, intensa y constructiva actividad pontificia de estos últimos veinticinco años con sus múltiples enseñanzas, su administración, su expansión y reformas? En primer término, debemos subrayar la rara combinación de talentos en Pío xi; hombre vigoroso, consciente de su fuerza, de aguda inteligencia, desarrollada en grado sumo ; erudito, sobre todo, formado a lo largo de cuarenta años de estudios constantes y escrupulosos; de un interés universal por las cosas del espíritu y poseedor de un conocimiento enciclopédico del mundo moderno; con una predilección, abiertamente proclamada, por su propio tiempo y una apreciación de los períodos de crisis como momentos de la oportunidad católica. Era propio de su instinto planear en gran escala, dar y hacer con esplendidez ; era la encarnación de la liberalidad, la generosidad y la magnificencia; poseía un valor inasequible al desaliento y tuvo la capacidad de reafirmar las antiguas verdades de la fe en función del apostolado que requerían las necesidades de la época. Los diecisiete años de su reinado (6 febrero 1922-10 febrero 1939) fueron, indudablemente, trascendentales.
En Europa habían sucumbido recientemente tres grandes imperios, y de la hecatombe habían surgido varios nuevos estados. Uno de los primeros problemas del papa fue concertar con esos nuevos estados diversos tratados que garantizasen a sus ciudadanos católicos el libre ejercicio de su religión. De ahí esa serie de doce concordatos, el más famoso de los cuales, atendiendo a sus resultados, fue el concluido con el Reich alemán, suscrito el 18 de septiembre de 1933 y destinado a ser violado por los nazis cuando la tinta de su firma estaba todavía húmeda. En Francia, el peligro nacional de 1914-18 había quemado los restos del miserable anticlericalismo de tiempos pasados. Hacia el fin del reinado de Benedicto xv se restablecieron las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, y en 1924 Pío XI tuvo la satisfacción de negociar un acuerdo sobre los bienes eclesiásticos mediante un nuevo proyecto de Associations Cultuelles, en las que la Iglesia estaba ahora oficialmente representada.
El acontecimiento más sensacional, empero, en este campo de la diplomacia político-religiosa, fué la solución de la Cuestión romanaen 1929. Nunca se ha puesto bastante de manifiesto que lo que entonces tuvo efecto no fue simplemente un acto diplomático por el cual el estado italiano reconocía plenamente la soberanía legal del pontífice, y la independencia omnímoda del pequeño territorio que satisfacía al papa por considerarlo adecuado a los fines de expresar su estado legal de soberano; fue también, y sobre todo, un acto religioso, un auténtico concordato entre la Santa Sede y el estado italiano, que liberaba a la Iglesia en Italia de un yugo que había tenido que soportar durante siglos. No será exagerado decir que, para Pío xi, la importancia política del tratado residía, sobre todo, en que este concordato hizo posible "la restitución de Italia a Dios", según sus propias palabras. Por vez primera desde hacía siglos, elpapa podía ahora designar obispos para todas las sedes de la península italiana, sin estorbo ni obstáculo por parte de la autoridad civil, y la educación en Italia quedó definitivamente centrada en torno de la enseñanza religiosa. Luego de casi un siglo de virulencia antirreligiosa, el catolicismo gozaba al fin de seguridad jurídica para sus derechos más elementales. Inútil es decir que los malos hábitos de esa centuria no se extirparon inmediatamente. Muchos efectos perniciosos del largo período de agitación y servidumbre habían de seguir manifestándose: sólo el tiempo, la paciencia y la prudencia lograrán borrarlos. Después del gran acontecimiento de 1929 se produjo más de una crisis. Pero, de la oportunidad tan audazmente aprovechada por Pío xt, y de los tratados que con tanto interés negoció con Mussolini, está ya surgiendo una nueva Italia católica, que no parará ahí.
Que un papa de los antecedentes de Pío xi hiciera mucho por la causa de las letras y las ciencias, era naturalmente de esperar. Fundáronse nuevas universidades católicas en Milán, en Polonia y en Holanda; en la propia Roma se crearon nuevos Institutos Pontificios para Estudios Orientales ; se elevó el nivel de estudios en las diversas universidades romanas, y todo el sistema docente de la Iglesia quedó regulado por el importante decreto Deus Scientiarum,de 1930. He aquí otra de esas providencias que adquirirá toda su importancia a medida que transcurran los años.
Otra importante reorganización se llevó a cabo en la obra de las misiones extranjeras. El primer indicio de lo que la Santa Sede se proponía se puso de manifiesto en la carta Maximum illud, de Benedicto xv, de 1919. Lo que este papa había planeado, lo cumplió su sucesor. El instituto mundialmente conocido por Asociación para la propagación de la fe, se convirtió, durante el reinado de Pío xt, en un organismo oficial de las misiones, encargado de la colecta de limosnas, trasladándose su sede de Lyon a Roma. Otras congregaciones auxiliares fueron agrupadas en torno de ésta. Una gran exposición misional permanente en el Palacio de Letrán es el signo visible de la nueva ciencia de la "Misionología". Es un signo, también, del nuevo espíritu que ha fomentado, como cosa esencial, el celo de los misioneros por el bienestar social de los nativos, y que ha tenido por consecuencia el interés activo por las misiones extranjeras que forma parte de la vida de todas las parroquias del mundo.
Pero el aspecto más importante de los nuevos avances es la realización del viejo ideal, de que el mejor clero para cualquier pueblo es un clero indígena. Hacía ya muchos años que había, ciertamente, sacerdotes indígenas, pero con Pío xt se consagró una serie de obispos indígenas que ha culminado con la creación de los dos primeros cardenales, chino e indio, por Pío xii. Y estos dos últimos papas han dado a los fervientes misioneros europeos en esos países la lección de que una de sus principales tareas consiste en formar un clero indígena tan eficiente que esté en condiciones de asumir la dirección de ese naciente catolicismo. "Sería un criterio totalmente erróneo, dijo Pío xi, clasificar a esas razas indígenas como si estuvieran hechas de una clase de naturaleza inferior y degenerada". Son también necesarias nuevas órdenes religiosas, dice el papa, órdenes indígenas, de religiosos especialmente; y el papa insiste en que las artes tradicionales de esos países deben hallar su expresión en la iglesia y en la escuela y que no hay por qué seguir importando e imponiendo los estilos europeos.
Pío xi adoptó y amplió la práctica iniciada por León XIII de instruir a la Iglesia mediante frecuentes encíclicas. Su encíclicas fueron más frecuentes y son mucho más largas. Analizan las causas de la inquietud del mundo, discuten la nueva evolución de la autoridad de los estados, exponen la verdadera naturaleza de la educación cristiana, recuerdan, con la más honda preocupación por las aberraciones contemporáneas amparadas en la moda, todo lo que se entiende por matrimonio, y por matrimonio cristiano; y consideran, con verdadero interés por la novedad como tal, las posibilidades para el bien y los peligros latentes de un invento no menos poderoso que el de la imprenta : el cine.
Pero las encíclicas más célebres de esa colección son las que tratan de las cuestiones sociales propiamente dichas, de la cuestión de la guerra y la paz y del desarrollo del totalitarismo en Italia, Alemania y Rusia. El cuadragésimo aniversario de la Rerum Novarum, de LeónXIII, fue conmemorado con una amplia revisión de la cuestión capital-trabajo, de la naturaleza y el valor de la sociología cristiana corno remedio para los abusos del capitalismo, de la participación que los católicos habían tenido y no habían acertado a tener en el movimiento mundial para un mejoramiento de las condiciones sociales; y una vez más insistió el papa en que todos esos problemas son, en el fondo, no una cuestión de técnica sino de moral.
El hecho más impresionante ocurrido en la historia del mundo en los años que siguieron a la guerra de 1914-18 fue, indudablemente, la reaparición, desnuda y descarada, del estado totalitario, que tuvo su primera manifestación en Italia, sólo unos meses después de la elección de Pío xi. No es de extrañar que, desde el primer instante, el papa vigilase el régimen de Mussolini con gran inquietud. Año tras año habló públicamente de los peligros que encerraba la teoría de que el estado es omnipotente. Hasta cierto punto, el peligro podía parecer menor a los ojos de otros observadores, porque el estado fascista se mostraba dispuesto a llegar a un arreglo en la "cuestión romana". Pero, incluso en los procedimientos parlamentarios que ratificaron las actas de 1929, Mussolini inspiró bastante desconfianza para que Pío xi lo arriesgase todo rechazando públicamente sus ideas, como incompatibles con el cristianismo. Dos años después, cuando los valentones de Mussolini irrumpieron en los círculos del movimiento de la Juventud Católica y se cebaron a golpes en todos aquellos a los que pudieron echar mano, estalló realmente la tempestad, y Pío xi, en una carta sumamente enérgica, Non abbiamo bisogno (29 junio 1931), proclamó que ningún católico podía ser un genuino fascista. No hubo respuesta por parte del gobierno, y la cosa quedó por algún tiempo en un incómodo punto muerto. Luego se estableció un modus vivendi.
La versión italiana del estado absoluto resultaba, no obstante, una cosa pálida e insignificante en comparación con la que, diez años después, conoció Alemania con el advenimiento de Hitler al poder, en 1933. No es necesario detenerse sobre su peculiar combinación de engaño y violencia e ignorar su maravillosa capacidad de organización. Todos lo conocemos sobradamente. El primer acto de los nazis fue una aproximación a la Santa Sede con la oferta de negociar un concordato para toda Alemania; oferta que, de ser sincera, hubiera puesto término a las inquietudes que habían preocupado a los papas durante más de cincuenta años. Pío xi aceptó, y las negociaciones dieron como resultado el concordato de 1933. Apenas se había suscrito cuando el régimen empezó, no ya a violar simplemente el tratado, sino incluso a utilizarlo para rechazar con él los esfuerzos de la Santa Sede para remediar la violación. Pronto empezó una lenta exterminación oficial del catolicismo en Alemania, con toda la técnica nazi en pleno funcionamiento y por ser la víctima simplemente la religión cristiana, sin la menor conmoción en el mundo exterior. La paciencia del papa tuvo, finalmente, que ceder el paso a otra actitud, y, en la encíclica Mit brennender Sorge,del 14 de marzo de 1937, Pío XI expuso con "fuerza arrolladora" la mezcla nazi de fraude y crueldad, y denunció toda la concepción nazi de la vida como entera y necesariamente anticristiana.
Ni el fascismo ni el nazismo esperaban, ni recibieron, de la Iglesia católica otra cosa que la más rotunda condenación de sus teorías fundamentales. La razón fundamental de esa condenación estaba en el hecho de que ambos sistemas eran una negación de los derechos del hombre como ser humano. El estado que habían erigido reivindicaba unos derechos que pertenecían tan sólo a Dios; y reivindicaba el ejercicio de esos derechos, no como los ejerce Dios, que obra siempre de acuerdo con la naturaleza por Él creada, sino en flagrante violación del fin del hombre. Por idéntica razón tenía que condenarse también el comunismo, que, condenado ya por León XIII en 1878, estaba entronizado ahora, al igual que esas otras tiranías con él emparentadas, como estado soberano. Pío xi trató el problema de Rusia en una larga encíclica fechada cinco días después que la carta dirigida a Alemania. No era la primera vez que el papa hacía referencia a Rusia. Este imperio, ciertamente, nunca se había mostrado sino hostil al catolicismo. Los zares habían perseguido a sus súbditos polacos a lo largo del siglo xix; habían perseguido a los pocos rusos que eran católicos, y sobre todo a aquellos rusos católicos que adoptaban la misma liturgia y los mismos ritos griegos que sus opresores cismáticos. Esto no impidió, en modo alguno, que los papas, cuando las terribles epidemias de hambre del período de postguerra asolaron la Europa central y oriental, enviasen a Rusia toda la ayuda posible en especies y en dinero. Si más no hicieron, fué principalmente debido a que los soviets, una vez afianzados en el poder, rehusaron aceptar su ayuda. Hacia 1920 la persecución adquirió mayor ensañamiento, y no sólo contra los católicos, ya fuesen latinos o uniatas, sino contra toda religión, en nombre de un nuevo ateísmo militante. El número total de víctimas todavía nos causa vértigo, no obstante estar ahora mejor preparados para creer en la realidad de las crueldades en gran escala por la referencia de los horrores perpetrados, más recientemente, por los nazis. Contra las crueldades del sistema soviético no cesó el papa de protestar; lanzó un llamamiento a los católicos del mundo entero para que hicieran reparaciones por su blasfema cruzada anti-Dios, y ordenó que se hicieran rogativas por Rusia al término de cada misa, todos los días, en todo el mundo. Finalmente, se publicó la encíclica sobre el Comunismo ateo, en 1937. Esta referencia de la reacción de Pío xi frente al comunismo requiere, para ser completa, una alusión al menos a sus diversas declaraciones sobre las persecuciones en España y en Méjico, que asimismo tuvieron lugar durante su pontificado.
Hasta aquí las actividades externas del pontificado que acabamos de describir. Como siempre, la parte más significativa de la acción pontificia se sitúa en otro plano. La clave de toda la realización de este gran papa hay que buscarla en los dos temas que nunca cesó de desarrollar e inculcar a lo largo de los diecisiete años en que rigió los destinos de la Iglesia: que el único modo de lograr la paz es mediante el reinado de Cristo sobre toda la vida humana, y que actuar constantemente como católico sobre el medio en que Dios le haya situado es, para todo católico, un elemental deber apostólico. "Cristo Rey" y "Acción católica" : he aquí los ideales máximos de su pontificado, el camino de salvación para nuestro tiempo.
Pío XII.
Pío XI murió, tras breves días de enfermedad, el 10 de febrero de 1939, justamente a medio camino entre los acuerdos de Munich y el comienzo de la última guerra. El conclave de 1939 hizo algo por demás inusitado. A la primera votación eligió al cardenal secretario de estado del último papa, que tomó el nombre de Pío XII.
Cualesquiera que sean las glorias o amarguras que el futuro le tenga reservadas a un pontificado que cuenta actualmente con dieciocho años, la historia siempre asociará el nombre del actual pontífice a una inmensa labor en favor de la paz. En los siete meses críticos que mediaron entre su elección y el estallido de la guerra, Pío xii dirigió nada menos que seis llamamientos públicos, firmes, desapasionados y patéticos a las naciones del mundo entero. Eran los llamamientos de un experimentado hombre de estado y de negocios públicos, de una mente y un corazón llenos de angustia al pensar en los horrores que amenazaban a millones de seres inocentes ; llamamientos surgidos del fondo del alma de alguien para quien el mensaje de paz de Nuestro Señor Jesucristo tenía más valor que la vida misma. Y a través de las vías diplomáticas a su alcance, el papa desarrolló una incesante actividad. Pero el destino de la humanidad estaba, un vez más, a merced de las fuerzas del mal, y los inocentes habían de pagar muy cara la larga incompetencia práctica y la indiferencia moral de los gobernantes de ambos bandos. Llegó la guerra. Pío xii,aun consumido en la angustia de su conmiseración universal por la humanidad doliente, no flaqueó en su gran obra. En los dieciséis primeros meses de la guerra, hizo otros treinta llamamientos públicos de una u otra especie.
Estos llamamientos, para darles un nombre genérico no del todo satisfactorio, no eran, en modo alguno, simples efusiones de sentimiento humanitario. Eran el producto de una gran inteligencia, patentemente realista, y fundida en el molde de una gran tradición jurídica. Juntos constituyen el más grande toque de llamada a los postulados de la Ley que jamás se haya hecho a la civilización occidental: la absoluta necesidad del imperio de la ley, los derechos inalienables del hombre, los derechos de las naciones, por muy pequeñas que sean, la criminal perversidad del estado tiránico, la naturaleza de la verdadera democracia y sus derechos, la necesidad de desterrar la mentira, y el semi-embuste, de la política oficial, y de reconocer que ésta se ha basado en gran parte, y aún sigue basándose, en falsedades y semi-falsedades... Así, llevando en su mente tales pensamientos, y haciendo la más aguda exposición de todos ellos como elementos que harán triunfar o frustrarán el esfuerzo por la paz, es cómo Pío xii ha desempeñado su gran misión. Su esfuerzo ha suscitado abundantes encomios en sectores que, durante siglos, fruncían el ceño con sólo oír el nombre del papa, y numerosas manifestaciones de asentimiento. De los estados totalitarios, cuyo sistema de gobierno fue, una vez más, el blanco inevitable de la condenación papal, surgieron incesantes denuestos, calumnias, ofensas y amenazas... y surgen todavía del poder que tiene a Rusia esclavizada.
Estas alocuciones de Pío xii en tiempo de guerra son, pues, una fuente de sabia orientación sobre los más apremiantes temas del día. Son una constante, detallada y explícita afirmación del cristianismo como única solución al problema que mueve todo el mecanismo de la política y la diplomacia. Pero, comprendiendo que la Iglesia debe ser en el mundo como la sal para conservarlo sano, el papa nunca cesa en su esfuerzo de mantener la sal en vigor. Recuerda a su grey que las cuestiones de la justicia social e internacional son cuestiones de conciencia, no simple idealismo político. Y en grandes encíclicas, tales como Summi Pontificatus y Mistici Corporis Christi, exhorta y guía a los fieles a una práctica más firme y más real del catolicismo, basada en una comprensión cada vez más profunda de su significado. Al lado de estas encíclicas debemos también hacer mención del nuevo programa de estudios bíblicos, la encíclica Divino afflante.
La paz sólo puede lograrse por la justicia, por el triunfo de lo justo y de lo recto. Y los católicos, por encima de todo y antes que nadie, es necesario que practiquen la justicia. Éste, creemos, es el gran principio clave de la cruzada de Pío xii por un mundo mejor, en la que invita a ponerse a su lado a todos los hombres de buena voluntad, comprometiéndose él explícitamente a "realizar la obra de la Verdad en la Caridad". De esta caridad universal, su propia actuación ha sido el ejemplo más impresionante, y esto lo sabe todo el mundo: el mundo, en todo caso, de esas gentes sencillas con las que, decía Lincoln, Dios debe de estar muy encariñado, puesto que las creó en tan gran número.
Fuente:
PHILIP HUGHES
Síntesis de Historia de la Iglesia, Herder 1996
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