DE LA SEDE AMBROSIANA A LA SEDE DE PEDRO
Alrededor del mediodía del viernes 21 de junio de 1963, el cardenal Alfredo Ottaviani, secretario de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, en su condición de protodiácono de la Santa Iglesia Romana, se asomaba al balcón central de la Basílica de San Pedro y anunciaba a la Ciudad y al mundo la elección del cardenal Giovanni Battista Montini, arzobispo metropolitano de Milán, como nuevo Romano Pontífice, sucediendo al llorado Juan XXIII, fallecido el 3 de junio precedente luego de una larga y trabajosa agonía (que fue seguida minuto a minuto en todo el mundo). En realidad, este resultado del cónclave iniciado dos días antes no sorprendió a nadie, pues el nombre de Montini había circulado entre los de los cardenales papables con mayor posibilidad de ser elegidos.
Sin embargo, sí sorprendió el que decidiese llamarse Pablo VI. El último papa Pablo antes de él –Camillo Borghese– había reinado trescientos cincuenta años antes, marcando su pontificado el inicio del brillante período del Barroco, que rodeó de esplendor a la Roma de la Contrarreforma. Aunque se sabe que Montini era un gran admirador de San Pablo, el Apóstol de los Gentiles, y, por lo tanto, lo más probable era que hubiese tomado su nombre como homenaje a él, no deja de ser sugestivo el antecedente de Pablo V, que había sido un fiel intérprete del Concilio de Trento, cuyas reformas continuó aplicando con firmeza y perseverancia, lo que hace pensar que el mismo rol tocaría desempeñar al neo-electo Pablo VI, que iniciaba su pontificado con el Concilio Vaticano II pendiente de continuación. Lo cierto es que tenía claro que otro papa Juan era irrepetible y que llamarse Pío podía hacer pensar en un retorno a la época pacelliana.
Pablo VI salió a continuación a la logia para darse el primer baño de multitudes y dio la bendición Urbi et orbi sin hacerla preceder de un discurso, como dictaba la tradición. La alocución tendría lugar al día siguiente. Más tarde en ese 21 de junio, cenaría con los cardenales electores, aunque no ocupando el puesto preeminente propio de su recién estrenada dignidad, sino tomando el lugar habitual que había ocupado en el refectorio instalado en la Sala de los Pontífices de los apartamentos Borgia durante el cónclave: entre los cardenales Paul-Émile Léger y Paolo Giobbe. El dato anecdótico de esta comida fraternal lo proporcionó el cardenal Richard Cushing, arzobispo de Boston, quien, en su entusiasmo por la elección de Montini, se levantó de la mesa dando tumbos bajo el efecto de las muchas libaciones en honor del nuevo papa.
¿Cómo llegó Giovanni Battista Montini al papado? Según testimonio de su amigo y confidente Jean Guitton, ya desde su adolescencia y juventud había presentido el futuro Pablo VI que llegaría a ocupar el sacro solio. Su preparación y su carrera podían hacer presagiar, desde luego, ese resultado. Perteneciente a una familia de la alta burguesía lombarda, nació en Concesio (Brescia), el 26 de septiembre de 1897, segundo de los tres hijos del abogado Giorgio Montini, director del periódico Il Cittadino di Brescia, y de Giuditta Alghisi, miembro de la nobleza. Su niñez quedó marcada por los últimos años del pontificado de León XIII, papa que animaba a los católicos a defender sus principios a través de la acción social inspirada en la encíclica Rerum novarum de 1891. Precisamente, el padre de Giovanni Battista era también representante en su provincia del Movimento Cattolico, una suerte de antecedente de la actual Cáritas, para la ayuda a los necesitados.
La educación del niño Montini fue confiada a los jesuitas, en cuyo colegio “Cesare Aricci” de Brescia fue matriculado en 1903 como alumno externo debido a su salud delicada, por cuya razón también se le eximirá de la vida de internado en el seminario después de acabar brillantemente en 1916 sus estudios secundarios en el liceo estatal “Arnaldo da Brescia”. Este doble rasgo de lucimiento intelectual y fragilidad física será una de las varias semejanzas que compartirá con el futuro Pío XII, a quien también se le dispensó de la vida común durante los estudios eclesiásticos. En 1919, Montini entró en la Federazione Universitaria Cattolica Italiana (FUCI), sección estudiantil de la Acción Católica, que tanta significación iba a tener en su vida.
El 29 de mayo de 1920, recibió la ordenación sacerdotal de manos de su obispo diocesano monseñor Giacinto Gaggia, ordinario de Brescia. Al día siguiente ofrecía su primera misa en el Santuario de las Gracias. Ese mismo año, en noviembre, se estableció en de Roma, donde se inscribió en la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Gregoriana y en la de Letras en la Universidad estatal de la Sapienza, residiendo en el Colegio Lombardo. El 27 de octubre de 1921 su vida experimentó “un giro completo de 180 grados” (como él mismo escribiría a su madre): gracias a las gestiones del sub-secretario de Estado Giovanni Maria Longinotti, fue recibido por el entonces substituto de la Secretaría de Estado monseñor Giuseppe Pizzardo, quien le propuso entrar al servicio directo de la Santa Sede, para lo cual debía prepararse en la Academia de Nobles Eclesiásticos (hoy Pontificia Academia Eclesiástica) en el Palazzo Severoli de la Piazza della Minerva. El joven Don Montini ingresó en esta institución –donde se preparaba la élite del clero católico– en noviembre, abandonando los estudios filosóficos y matriculándose en Derecho Canónico en la misma Gregoriana. Ya papa, evocará la Academia como “un cenáculo de ideas y de debates; sobre todo, de lectura y de meditación”.
En 1922 obtuvo el doctorado en Derecho Canónico en la facultad del seminario de Milán gracias a la dispensa de examen en las disciplinas ya estudiadas en la Gregoriana, obteniendo la calificación de 32 sobre 40 en la prueba oral y la escrita. Con ello podía proseguir su preparación en la Academia. A principios de 1923, monseñor Pizzardo le indicó que debía prepararse para un próximo servicio en la Santa Sede, posiblemente en alguna nunciatura. Para ello, alternó los cursos recibidos en Palazzo Severoli con los del Estudio de la Congregación del Concilio, donde los jóvenes clérigos se familiarizaban con el trabajo jurídico y administrativo de la Curia Romana. En mayo, finalmente, fue enviado como agregado a la nunciatura de Varsovia, regida por monseñor Lorenzo Lauri (sucesor de monseñor Achille Ratti, convertido en Pío XI). No se quedó, sin embargo en el puesto mucho tiempo, ya que en octubre monseñor Pizzardo lo autorizaba a volver a Roma por motivos de salud (ésta no habría resistido bien el invierno polaco).
Vuelto a la Academia, asistió como alumno libre a las clases de Derecho Civil en la Pontificia Universidad Lateranense y a fines de noviembre de ese mismo año fue nombrado capellán del Círculo Romano la FUCI por monseñor Pizzardo (que era, además de substituto en la Secretaría de Estado, asistente eclesiástico general de la Acción Católica Italiana). A partir de este momento y durante una veintena de años la vida de Don Montini quedaba ligada al mundo estudiantil.
En el verano de 1924, en medio de las turbulencias en la vida política italiana que terminaron con el secuestro y asesinato de Giacomo Matteoti, jefe socialista de la Asamblea, después de que éste pronunciara una enérgica requisitoria contra el fascismo, Don Montini viajó a Francia, donde se quedó un mes y medio, visitando la abadía de Hautecombe y más tarde yendo a París, donde se quedó para seguir los cursos de la Alianza Francesa de la rue Raspail. Esta estancia parisién dejó en el joven clérigo lombardo un recuerdo imborrable y un amor incondicional a la cultura francesa (como el que Pacelli sintió siempre hacia la cultura germana). De hecho, volvería varias veces a Francia antes del estallido de la Segunda guerra Mundial.
El 24 de octubre de 1924, entraba como encargado (el nivel más bajo del escalafón curial) en la Secretaría de Estado. Después de unos mes de aprendizaje, fue nombrado minutante el 9 de abril de 1925, incorporándose a la sección de Asuntos Eclesiásticos Ordinarios bajo la autoridad de su protector monseñor Pizzardo. Empleados contemporáneamente a Montini se hallaban otros personajes destinados a cruzarse en su vida en altos cargos eclesiásticos: Alfredo Ottaviani, Francis Spellman, Domenico Tardini, Antonio Bacci. Sus obligaciones en la Secretaría de Estado no distrajeron a Don Montini de la asistencia espiritual del Círculo Romano, pero en la primavera de 1925 se produjo un incidente que le ocasionó problemas con sus superiores. El cardenal vicario de Roma Basilio Pompilj se quejó a monseñor Pizzardo de que el capellán del Círculo Romano mezclaba a éste en política. Es más, le hizo responsable de los altercados entre estudiantes fascistas y miembros del Círculo con ocasión de la procesión de Corpus de ese año. Don Montini, que sólo había querido ilustrar a sus dirigidos en cuestiones sociales, presentó entonces su dimisión, la que fue rechazada.
En septiembre de ese mismo año, la FUCI tuvo su congreso nacional en Bologna. Sin consultar a la Santa Sede, sus dirigentes, el capellán monseñor Luigi Piastrelli y el presidente nacional Pietro Lizier, enviaron un telegrama de saludo al rey Víctor Manuel III, grave error dado que la Cuestión Romana aún no había sido resuelta. Pío XI se negó a recibirlos cuando fueron a cumplimentarle días después de clausurado el congreso y acabó por destituirlos, poniendo a la cabeza del movimiento a Don Montini y a Igino Righetti. El primero fue agraciado con el título honorífico de camarero secreto supernumerario, que le hacía entrar en la corte pontificia y le daba derecho a usar el título de monseñor.
Tanto monseñor Montini como Igino Righetti eran mirados con recelo por los miembros de la FUCI en tanto “hombres del Vaticano”. En realidad, eran los instrumentos fieles a la consigna de Pío XI, que deseaba hacer de la Acción Católica –la niña de sus ojos– una milicia bien organizada y preparada al servicio de la Iglesia para contrarrestar la corriente anticristiana que se iba difundiendo por Italia con el fascismo en el poder, especialmente mediante la captación de la juventud. Los nuevos dirigentes de la FUCI le imprimieron una línea más cultural y religiosa. En verdad el combate por la cultura fue la constante preocupación de monseñor Montini, que veía a la ignorancia de las masas como el caldo de cultivo de los fanatismos. Así fue como dio un nuevo impulso a Studium, la revista del movimiento, y fundó con el mismo nombre la conocida editorial. También hizo publicar una revista bimestral llamada Azione fucina.
En la segunda mitad de los años veinte Giovanni Battista Montini tomó contacto con dos de las corrientes que más iban a influir en su pensamiento y acción: el humanismo integral de Jacques Maritain y el movimiento litúrgico. En 1925 había leído la Introducción general a la filosofía del autor francés, libro que anotó profusamente y que fue el punto de partida de su admiración hacia él. Por otra parte, con motivo de la llegada a Roma desde Brescia en 1928 de su antiguo amigo el padre Giulio Bevilacqua, monseñor Montini se trasladó a vivir al Aventino, donde habían alquilado ambos una casa cerca de la abadía de San Anselmo. Allí Montini pudo seguir los oficios monásticos y frecuentar a los monjes dedicados a los estudios litúrgicos en el cuadro del movimiento litúrgico, animado en aquella época por la idea de una renovación en el sentido de una simplificación y vuelta a los orígenes y de una mayor participación de los fieles. Un viaje que le llevó por ese entonces a través de las abadías de Maredsous, Saint-André-de-Lophem, Mont-César, Maria Laach y Beuron (todas ellas comprometidas con el movimiento) ganaron a Montini a la causa.
1929 fue el año de los Pactos Lateranenses, que ponían fin a la Cuestión Romana mediante la creación de un minúsculo Estado soberano en el Vaticano que garantizaba al Papa su independencia para poder ejercer libremente y sin cortapisas su misión espiritual. El hecho de que la Santa Sede los hubiera negociado con el gobierno fascista no agradaba a monseñor Montini ni a su entorno demócrata-cristiano (que, a la sazón se reunía en la casa del Aventino). Se mostraban escépticos en cuanto a la buena fe de Mussolini, temiendo que la Iglesia hubiera comprometido realmente su libertad de acción. Por otra parte pensaban que no se le perdonaría a los ojos del mundo el recibir un trato de favor de parte de un régimen autoritario. De allí que Montini expresara su más extrema reserva, la que se vería desgraciadamente justificada cuando, poco después de la firma de los acuerdos, el régimen comenzó a hostigar a la Acción Católica.
Artífice de los Pactos Lateranenses había sido el cardenal secretario de Estado Pietro Gasparri, el cual, una vez concluida la que consideraba su última gran empresa, pidió a Pío XI poder retirarse. El Papa aceptó su dimisión con efectos del 7 de febrero de 1930. En esa misma fecha fue sucedido por el flamante cardenal Eugenio Maria Pacelli, creado en el consistorio del 19 de diciembre anterior y que había sido nuncio en Baviera y en Alemania entre 1917 y 1929. Una nueva etapa se abría en la vida de monseñor Montini con la llegada de Pacelli, etapa que iba a durar casi un cuarto de siglo y durante la cual, el futuro Pablo VI haría su aprendizaje como papa.
Eugenio Pacelli, había recibido el rojo capelo y el título de los Santos Juan y Pablo en el monte Celio, de manos de Pío XI en la capilla Sixtina, el 19 de diciembre de 1929. Se sabía ya que el Papa lo había llamado a Roma para hacerlo su nuevo secretario de Estado, aunque el anuncio aún no se había hecho público. Fue en el curso de un banquete ofrecido por la Academia de Nobles Eclesiásticos en honor del nuevo purpurado cuando Montini tuvo su primer contacto con el hombre que tanta importancia iba a tener en su vida y carrera eclesiástica. En una carta a sus padres, fechada el 27 de enero de 1930, escribe: “Es una persona que suscita verdadera admiración”. El joven monseñor seguramente vio en Pacelli rasgos comunes con él, que le hacían presagiar que podía seguir sus pasos.
La llegada de Pacelli a la Secretaría de Estado había sido precedida por un ascenso de Montini en el escalafón, convirtiéndose en primer minutante, puesto hasta entonces ocupado por monseñor Domenico Tardini, promovido a sub-secretario de los Asuntos Ecclesiásticos Extraordinarios, mientras monseñor Pizzardo había pasado a ser el secretario. Al mismo tiempo, monseñor Alfredo Ottaviani había sido nombrado substituto de la Secretaría de Estado. El cardenal impuso su propio estilo y ritmo de trabajo (los cuales continuó observando siendo papa): era ordenado meticuloso hasta en los detalles y se mostraba tan exigente con sus subordinados como lo era con él mismo, aunque siempre usó con ellos de una exquisita cortesía, sin jamás levantar la voz. Para los que temblaban ante el formidable Pío XI (de quien Montini llegaría a decir que le inspiraba las palabras “Rex tremendae maiestatis” del Dies irae), Pacelli era auténtico alivio.
El trabajo de Montini en la Curia se multiplicó y lo mismo sus actividades en la FUCI. Frecuentemente se ausentaba de Roma para visitar las secciones locales de la organización. Estos viajes y los que realizaba a su tierra natal y al extranjero le compensaban de la rutina de sus responsabilidades en la Secretaría de Estado. Asimismo, su apostolado con los jóvenes universitarios constituía para él un continuo reto. Su visión de la formación que debían recibir era la de un continuo diálogo entre la fe y la cultura. Sólo mentes ilustradas, cultivadas y abiertas eran verdaderamente capaces de hacer progresar la religión en un mundo cada vez más ajeno a ella. Creía en el “gran potencial de conquista” de la actividad cultural y huía de los esquemas tradicionales de formación católica de los estudiantes, piadosos sí, pero poco anclados en la realidad, una realidad que planteaba nuevos retos que sólo una sólida preparación podía asumir.
Esta concepción de monseñor Montini le acarreó no pocos sinsabores. No sólo chocaba contra los sectores más conservadores del ambiente eclesiástico, sino también contra la educación promovida por el fascismo, dirigida toda ella a crear al “hombre nuevo”, que no otra cosa era que un simple engranaje del Estado totalitario, sin capacidad crítica y proclive al fanatismo. En 1931 vería confirmado su pensamiento cuando se produjo la gran crisis entre la Santa Sede y el gobierno de Mussolini, que puso en grave peligro el concordato de 1929. La causa estuvo justamente en las organizaciones juveniles. El presidente de la Juventud Católica Italiana (JCI) propuso en una circular del 19 de marzo de aquel año la creación de un secretariado obrero con el fin de promover obras de asistencia social, lo cual fue interpretado como intolerable injerencia católica en un campo de la exclusiva competencia de las corporaciones fascistas. Mussolini hizo cerrar todas las sedes de la JCI.
La polémica se extendió a todas las ramas de la Acción Católica, entre ellas la FUCI, cuyas actividades fueron saboteadas por militantes fascistas espoleados por la prensa del partido y apoyados por la tácita complacencia del gobierno, que pretendía la desaparición de la organización o, por lo menos, su neutralización. Pío XI –a quien con ello tocaban “la niña de los ojos”– protestó mediante el nuncio Borgongini-Duca ante el ministro italiano de Relaciones Exteriores y puso a la Acción Católica bajo la inmediata protección de los obispos. Ante el nulo caso del gobierno, el Papa publicó –en italiano– la encíclica Non abbiamo bisogno del 29 de junio de 1931, en la que denunciaba el acoso de la Acción Católica por parte de aquél y las continuas violaciones del concordato. El fascismo reaccionó virulentamente al documento y prohibió a los afiliados al partido la pertenencia a la Acción Católica. La ruptura de relaciones entre los signatarios de los Pactos Lateranenses parecía inminente.
El papa Ratti, no obstante, no deseaba ver a Italia sumida en la persecución religiosa que afectaba a Méjico y comenzaba en España por parte de gobiernos hostiles a la Iglesia. Veía en el concordato, a pesar de sus violaciones, una última garantía contra una situación semejante. En septiembre el jesuita P. Pietro Tacchi-Venturi, en nombre del Papa, llegaba a un arreglo con el Duce: ningún miembro de Acción Católica se mezclaría en política ni pertenecería al Partido Popular Italiano y los círculos de la FUCI pasaban a llamarse “Asociaciones universitarias”, dependientes más estrechamente de la dirección general de Acción Católica. Monseñor Montini había sido mantenido al margen de las negociaciones y, por supuesto, experimentó un gran malestar con su resultado.
La crisis de 1931 puso de manifiesto la hostilidad de ciertos sectores de la Curia Romana hacia él y sus métodos. Los problemas vinieron por parte del vicariato de Roma y de los jesuitas. Por un lado, el cardenal-vicario Francesco Marchetti-Selvaggiani nombró capellán el círculo de la Asociación Universitaria romana a monseñor Roberto Ronca, cuya concepción del apostolado estudiantil era opuesta a la del capellán nacional. Por otro lado, la Compañía tenía su propia organización juvenil: la de las congregaciones marianas, con los métodos apostólicos que Montini consideraba superados y que constituía la competidora de la FUCI. Las tensiones creadas y alimentadas por malentendidos e intrigas curiales llevaron en marzo de 1933 a su destitución de su encargo en las Asociaciones Universitarias en forma de relevo de funciones por acumulación de responsabilidades en la Secretaría de Estado.
No era del todo incierto. Monseñor Montini tomó parte –aunque subalternamente– en las negociaciones que llevaron a la firma del Concordato con Alemania (Reichskonkordat) el 20 de julio de 1933 por el cardenal-secretario Pacelli por parte de la Santa Sede y Franz von Papen en nombre del Tercer Reich. En la foto oficial tomada en la ocasión aparece Montini entre los asistentes. El concordato, subscrito cuando aún Hitler no había desplegado la malicia del nazismo en todos sus horrendos alcances, era visto por Pío XI y el cardenal Pacelli como un instrumento válido para no dejar a los católicos alemanes en la total indefensión jurídica (como los hechos demostraron). Por otra parte, Montini comenzó a interesarse por esta época en los asuntos internacionales, gracias al antiguo miembro de la FUCI Guido Guanella, comentarista de política extranjera de L’Osservatore Romano a través de los Acta diurna, recomendado por él al director Giuseppe Della Torre. Guanella manejaba información privilegiada y de primera mano, que fue útil al primer minutante para hacerse una idea práctica de los complicados recovecos de la diplomacia, cuya historia enseñaba desde 1930 en la Pontificia Universidad Lateranense.
Tras su salida de la dirección eclesiástica de las Asociaciones Universitarias, Giovanni Battista Montini se dedicó a publicar algunos textos propios y traducciones y a su pasión por los viajes, que lo llevó nuevamente a Francia y por la Gran Bretaña. Gran parte de 1935 la pasó fuera de Roma por motivos de salud, aprovechando para pasar una temporada en el Bresciano, gozando de las visitas de familiares y amigos. Esta larga ausencia perjudicó, al parecer, su carrera, ya que cuando monseñor Ottaviani fue promovido en diciembre a asesor de la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, su puesto como substituto de Asuntos Extraordinarios fue dado a monseñor Tardini y no a él. Dos años más tarde, sin embargo, obtuvo el ascenso que lo colocó en las alturas del poder eclesiástico: el 16 de diciembre de 1937 era nombrado substituto de la Secretaría de Estado para los Asuntos Ordinarios y secretario de la Cifra (es decir responsable del servicio encargado de cifrar y descifrar despachos confidenciales). Tardini lo había recomendado para su puesto al ir a ocupar el de monseñor Pizzardo –creado cardenal por Pío XI– como substituto de Asuntos Extraordinarios.
La jornada del substituto Montini –cuya competencia consistía en las relaciones de la Santa Sede con los grandes organismos de la Iglesia– comenzaba temprano por la lectura de los expedientes que llegaban a su mesa; seguía la audiencia con el cardenal secretario de Estado (que podía durar una o dos horas, según los asuntos a tratar); más tarde tocaba la revisión de los documentos preparados por sus subordinados para corregirlos, firmarlos y elevarlos a la instancia superior; hacia las 11 horas, en fin, era el turno de las audiencias, en las que recibía a cardenales, obispos, diplomáticos, políticos, personalidades y dirigentes de la antigua FUCI. A las 2 de la tarde sonaba la hora de la comida y finalizaba su trabajo en la Secretaría de Estado. Esta rutina iba a cambiar bien poco en los años sucesivos.
Sólo fue rota por algunos acontecimientos importantes, como el XXXIV Congreso Eucarístico Internacional de Budapest, que tuvo lugar en mayo de 1938 y al que asistió acompañando al cardenal-secretario de Estado, que acudía como legado a látere de Pío XI. Pacelli tuvo un discurso inaugural en el que denunció a los perseguidores de la Iglesia, refiriéndose claramente a la Unión Soviética y a la Alemania nazi (que acababa de anexionarse Austria mediante el Anschluss). El substituto escribió entusiasmado: “Nuestro cardenal ha dado una magnífica impresión”, lo que traslucía su personal admiración, la que no se desmintiría jamás, ni siquiera en los momentos de prueba.
El 10 de febrero de 1939 se produjo la muerte de Pío XI, a la que asistieron su cardenal-secretario de Estado y los dos substitutos. En el cónclave que siguió resultó elegido –como era previsible y como deseaba el difunto Achille Ratti– Eugenio Pacelli, que tomó el nombre de Pío XII. El contacto entre el nuevo papa y Montini se hizo más estrecho, aun cuando entre uno y otro se interpuso un nuevo secretario de Estado en la persona del antiguo prefecto de la congregación del Concilio, el cardenal Luigi Maglione, que iba a dirigir la diplomacia y política pontificias durante la mayor parte de la Segunda Guerra Mundial hasta su muerte en agosto de 1944.
A pesar de las solemnes advertencias de Pío XII y de su admonición de que “nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra”, estalló ésta en septiembre de 1939. Si el Papa no pudo evitarla, sí quiso paliar de algún modo sus horribles consecuencias para muchas de sus víctimas, creando al efecto el Servicio Vaticano de Informaciones, que tenía como objeto poner en contacto a los prisioneros de guerra e internados civiles con sus familiares. Esta importante oficina fue puesta bajo la dirección de monseñor Montini, el cual también colaboró activamente con la red de ayuda material consistente en víveres y dinero, confiada a la gobernanta del Papa, sor Pascualina Lehnert.
Montini fue testigo de excepción del celo pastoral de Pío XII cuando el 19 de julio de 1943, poco después del bombardeo del barrio romano de San Lorenzo, le indicó que sacara todo el dinero de la caja fuerte del despacho papal y lo acompañara en coche hasta el epicentro del desastre. Allí se mezcló el obispo de Roma con sus diocesanos golpeados por el cruel infortunio, repartiendo entre ellos sentidas palabras de consuelo, bendiciones y la ayuda material que pudo acopiar. La imagen del Papa con la blanca sotana rota y manchada de sangre y una expresión de hondo dolor y compasión en su rostro quedó grabada en quien por ese tiempo empezaba a ser considerado como un eventual digno sucesor. En efecto, el trato frecuente de Montini con los embajadores de las potencias aliadas refugiados en el Vaticano le ganó el aprecio de éstos, en especial del representante británico D’Arcy Osborne.
El período de guerra fue implacable con todos y también se cebó en Giovanni Battista Montini, que perdió en 1943 a sus padres y vio deportar en 1944 a tres de sus amigos a Alemania, donde uno de ellos –Andrea Trebeschi– murió internado en el campo de concentración de Gusen. A la muerte del cardenal-secretario Maglione, decidió Pío XII no nombrar un sucesor. Los dos substitutos volvieron así a depender directamente de Pacelli. Se abría así un decenio de especial colaboración, durante el que Montini, en virtud de sus funciones, se convirtió en el intérprete oficial del pensamiento del Papa, que, concentrándose mayormente en los asuntos exteriores, le dejó en buena medida los asuntos internos italianos. En materia política y sindical, por ejemplo, Montini se mostró partidario de organizaciones oficialmente independientes de la Iglesia, en nombre de la autonomía del laicado, pero dirigidas por católicos de solvencia intelectual y moral (sobre los cuales se pudiera eventualmente influir).
Esta relativa libertad de acción llevó a Montini a cometer ciertas imprudencias, una de las cuales fue una especie de preludio de la Östpolitik vaticana que, como papa, habría de poner en práctica. Mantuvo, en efecto, contactos con autoridades del otro lado del telón de acero con el objeto de tantearlas acerca de un suavizamiento de la penosa condición de los creyentes, perseguidos por razón de su fe en los países comunistas. Hasta dónde llegaron estos contactos, no se sabe a ciencia cierta, pero un escándalo de proporciones le salpicó cuando un monseñor jesuita de la Secretaría de Estado –Alighiero Tondi– fue descubierto como agente secreto del espionaje comunista.
Es improbable que en esa traición tuviera que ver Montini, pero parece que afectó su carrera. Algunos atribuyen a este asunto el que no fuera creado cardenal en el consistorio de 1953, pero el proprio Pío XII en una alocución del 12 de enero de ese año anunció que sus dos más inmediatos colaboradores habían declinado la púrpura (cosa corroborada más tarde por monseñor Tardini). En lugar del capelo, el Papa les concedió el título de pro-secretario de Estado a cada uno de los substitutos en su respectiva esfera. Aun así, dos años más tarde, Giovanni Battista Montini partía del Vaticano para regir la arquidiócesis de Milán, en lo que muchos vieron un exilio, según el axioma promoveatur ut amoveatur (“que se le ascienda para quitarlo de en medio”). Pío XII lo había preconizado para la sede ambrosiana el 1º de noviembre de 1952, como sucesor del fallecido cardenal Ildefonso Schuster, OSB. El 12 de diciembre siguiente recibió la consagración episcopal no por el Papa (que se encontraba seriamente enfermo), sino por el cardenal decano Eugenio Tisserant, asistido por monseñor giacinto Tredici, obispo de Brescia, y monseñor Domenico Bernareggi, vicario capitular de Milán. Pacelli quiso, no obstante, homenajear a Montini, dirigiendo a la concurrencia una alocución que fue transmitida por radio y en el curso de la cual dijo que el nuevo arzobispo era su “regalo personal a Milán”.
El pontificado del arzobispo Montini en Milán le dio una experiencia pastoral muy valiosa y parece haber sido éste el verdadero propósito de Pío XII, que siempre extrañó la labor de pastor. El nuevo prelado se preocupó igualmente por construir iglesias como por la promoción social de los más desfavorecidos. Impulsó nuevamente la Acción Católica según sus criterios renovadores y favoreció el diálogo con la cultura contemporánea. Las homilías y discursos del prelado tuvieron un amplio eco y sus viajes al extranjero contribuyeron a que se le conociera en los más importantes ámbitos eclesiásticos, de modo que, ya antes de morir Pío XII se le consideraba un deseable sucesor. Salvo que no era cardenal…
Pero el 28 de octubre de 1958 era elegido nuevo papa el cardenal Angelo Giuseppe Roncalli, patriarca de Venecia, el cual no tardó en hacer del arzobispo Montini un príncipe de la Iglesia, elector y elegible. En el consistorio del 15 de diciembre, menos de dos meses de su exaltación al Sumo Pontificado, Juan XXIII lo creó cardenal presbítero de los Santos Silvestre y Martín ai Monti.
El cardenal Montini supo jugar bien sus cartas durante la primera sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 de octubre-8 de diciembre de 1962). Apoyó al ala liberal de manera prudente y mantuvo una actitud discreta en el aula para no comprometerse. Al morir Juan XXIII el 3 de junio de 1963, la candidatura de Montini empezó a perfilarse como firme. Por de pronto, recibió la visita del cardenal Francis Spellman (amigo de larga data), quien le informó que podía contar con los votos de los cardenales norteamericanos (cinco estadounidenses y dos candienses). El 17 de junio, tuvo lugar una reunión en el convento de los Capuchinos de Frascati, en la que, además de Montini, estuvieron presentes los cardenales jefes de cinco episcopados: Achille Liénart (Francia), Joseph Frings (Alemania), Leo Suenens (Bélgica), Franz König (Austria) y Bernard Alfrink (Países Bajos). Al parecer estos cinco purpurados anunciaron su franco apoyo al cardenal de Milán. Su candidatura fue puesta a punto en una misteriosa reunión en Grottaferrata, en una villa de propiedad de Umberto Ortolani, gentilhombre de cámara del cardenal Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia.
Durante el cónclave, que comenzó el 19 de junio, ochenta cardenales debían elegir al sucesor de Juan XXIII. Se necesitaban por lo menos cincuenta y cuatro votos para proclamar un nuevo papa. El nombre de Montini se repitió muchas veces, pero no llegaba a la mayoría necesaria. Los cardenales conservadores, a cuya cabeza se hallaba el proto-diácono Alfredo Ottaviani, le opusieron a su candidato el cardenal Ildebrando Antoniutti (ya que Giuseppe Siri de Génova no había querido entrar en liza, aunque recibió varios votos). Hicieron falta seis escrutinios para que, finalmente, fuera proclamado Giovanni Battista Montini el 21 de junio.
El historiador Yves Chiron, citando en su inestimable libro Paul VI, le pape écartelé un largo pero elocuente pasaje del periodista y profesor de Historia Philippe Levillain (“Le pontificat de Paul VI…” en Paul VI et la modernité dans l’Église, École française de Rome, 1984, p. XVIII), dice:
«La elección de Montini había estado en gran parte determinada por el “sentimiento latente de que la Iglesia se dirigía probablemente hacia una crisis que el concilio había creado y que era necesario, para intentar resolverla, un moderador, con quien cada cual pudiera identificarse. En esta perspectiva, la carrera de Giovanni Battista Montini desempeñó sin duda un papel capital: hombre de curia, pero no representante de la Curia Romana en el sentido estricto del término; próximo a Pío XII (que se había desprendido de él), y reconocido por Juan XXIII, que no escondía el ver en él a uno de sus sucesores, Giovanni Battista Montini encarnaba una síntesis entre pasados […]. El cónclave buscó probablemente un moderador que fuera también un alquimista”».
RODOLFO VARGAS RUBIO, 21-06-13 (http://infocatolica.com/)
No hay comentarios:
Publicar un comentario