SAN EVARISTO
Papa V (97-105)


Fue San Evaristo griego de nacimiento, hijo de un judío llamado Judas, natural de Belén, que fijó su residencia en la Grecia, y educó á su hijo en la doctrina y principios de su religión. Nació por los años de 60, con tan bellas disposiciones para la virtud y para las letras, que su padre dedicó el mayor cuidado á cultivarlas, dando al niño maestros hábiles que le instruyesen, tanto en éstas como en aquélla. Era Evaristo de excelente ingenio, de costumbres inocentes y puras, por lo que hizo grandes progresos en breve tiempo. No se sabe cuándo ni dónde tuvo la dicha de convertirse á la fe de Jesucristo, como ni tampoco con qué ocasión vino á Roma; sólo se sabe que era del clero de aquella Iglesia, madre y maestra de todas las demás, centro de la fe y de la religión, á quien tributa tantos elogios San Ignacio, obispo de Antioquía.

Alaba el Santo á los fieles de Roma singularmente por su fidelidad, por su valor y por su constancia en la fe, por la pureza de sus costumbres y por aquella caridad que los constituía modelos de los fieles esparcidos en todas las demás iglesias. Sobre todo ensalza la grande unión que se observaba entre ellos y el sumo horror que profesaban al cisma y á los horrores de tantos herejes como á la sazón afligían y despedazaban la Iglesia de Jesucristo.

Pero todos convienen en que estos elogios eran propiamente el panegírico del santo papa Evaristo, cuyo celo y cuya santidad, generalmente reconocida y celebrada en toda Roma, sostenía la virtud de todos los fieles; pues, siendo todavía un mero presbítero, encendía el fervor y la devoción en los corazones de todos con sus instrucciones, con su caridad y con sus ejemplos. Era tan universal la estimación y la veneración con que todos le miraban, que, habiendo sido coronado del martirio el santo pontífice Anacleto, sucesor de San Clemente (glorioso fin de todos aquellos primeros papas), sólo vacó la Silla Apostólica el tiempo preciso para que se juntase el clero romano, que, sin deliberar un solo momento, á una voz colocó en ella á San Evaristo. No hubo en toda la Iglesia quien desaprobase esta elección, sino el mismo Santo.

Luego que el nuevo Papa se vio colocado en la Silla de San Pedro, aplicó todo su desvelo á remediar las necesidades de la santa Iglesia en aquel calamitoso tiempo, perseguida en todas partes por los gentiles, y cruelmente despedazada por los herejes. Los simoniacos ó simonianos, los discípulos de Menandro, los nicolaítas, los gnósticos, los cayanienos, los discípulos de Saturnino y de Basílides, los de Carpócrates, los valentinianos, los elcesaítas y algunos otros herejes, animados por el espíritu de las tinieblas, hacían todos sus esfuerzos y se valían de todos sus artificios para derramar por todas partes el veneno de sus errores. Todos los fieles de Roma conservaron siempre la pureza de su fe; y aunque la mayor parte de los heresiarcas concurrió á aquella capital para pervertirla, el celo, las instrucciones y la solicitud pastoral del santo papa fueron preservativos eficaces.

Pero esta pastoral solicitud del vigilante pontífice no se limitó precisamente á preservar los fieles de doctrinas inficionadas; adelantóse también á perfeccionar la disciplina eclesiástica por medio de prudentísimas reglas y decretos, que fueron de grande utilidad á toda la Iglesia.

Aunque el emperador Trajano fue en realidad uno de los mayores príncipes que conoció el gentilismo, tanto por su dulzura como por su moderación, no por eso fueron mejor tratados en su tiempo los que profesaban la religión cristiana; antes bien no cedió ni en tormentos ni en crueldades á las demás persecuciones la que padeció la Iglesia en tiempo de este emperador.

Luego que se dejó ver en la Tierra nuestra Santa Religión, comenzó á experimentar el odio que ordinariamente sigue á la verdad, contando tantos enemigos como ésta tiene contrarios. Uno de los principales motivos de esta pública y general aversión fue la pureza de la doctrina evangélica, tan opuesta á la universal corrupción de los gentiles; y como las potestades del Infierno, que tenían tiranizado al mundo, habían sido vencidas por la cruz de Jesucristo, cabeza y fundador del Cristianismo, convirtieron éstas todo su furor contra el nombre y contra la religión de los cristianos.

Eran éstos la execración de los grandes y el horror de los plebeyos, porque la pureza de sus costumbres y la santidad de su vida servía de muda pero cruel censura de sus comunes desórdenes, y de la impiedad del paganismo. Fuera de eso, para hacer todavía más odioso el Evangelio, á todo el mundo, no cesaba el demonio de sembrar en todas partes las más horribles calumnias contra los cristianos, pintándolos como hechiceros y como magos, que con sus sortilegios y hechicerías encantaban á las gentes. Sus milagros eran encantamientos; sus juntas nocturnas y secretas, conventículos de infamias y de prostituciones, ocultando bajo una aparente modestia y compostura unas almas negras, corrompidas y disolutas. Preocupados todos de esta manera, lo mismo era ver á un cristiano, que gritarle públicamente: ¡Al malvado! ¡Al facineroso!; y, por consiguiente, sin otra formalidad que confesar uno que lo era, condenarle al último suplicio. De este mismo principio nacían aquellos tumultos populares en el circo, en los anfiteatros, en los juegos públicos, en los cuales, sin que precediese por parte de los fieles el más mínimo motivo, levantaba el grito la muchedumbre pidiendo alborotadamente su muerte y la extirpación de su secta. A estos amotinamientos populares se atribuye la persecución de la Iglesia en el imperio de Trajano. Esta persecución se señala en la crónica de Eusebio hacia el año 108 de Jesucristo , el decimoprimero de dicho emperador, y duró hasta la muerte de este príncipe, que sucedió el año de 117, á los diez y nueve de su reinado.

No podía estar á cubierto de esta violenta tempestad el santo pontífice Evaristo, siendo tan sobresaliente la eficacia de su celo, y tan celebrada en toda la Iglesia la santidad de su vida. Siendo tan visibles y tan notorias las bendiciones que derramaba Dios sobre su celo, de necesidad habían de meter mucho ruido, ó á lo menos era imposible que del todo se ocultasen á los enemigos de la religión. Crecía palpablemente el número de los fieles, y, regada la viña del Señor con la sangre de los mártires, se ostentaba más lozana, más florida y más fecunda. Conocieron los paganos que esta fecundidad era efecto de los sudores y del celo del santo pontífice; por lo que resolvieron deshacerse de él, persuadidos á que el medio más eficaz para que se derramase el rebaño era acabar con el pastor. Echáronle mano, y le metieron en la cárcel. Mostró tanto gozo al ver que le juzgaban digno de derramar su sangre y dar su vida por amor de Jesucristo, que quedaron atónitos los magistrados, no acertando á comprender cómo cabía tanto valor y tanta constancia en un pobre viejo, agobiado con el peso de los años. En fin, fue condenado á muerte, como cabeza de los cristianos; y aunque se ignora el género de suplicio con que acabó la vida, es indubitable que recibió la corona del martirio el día 26 de Octubre del año del Señor de 117 ó 118, honrándole hasta el día de hoy como á mártir la universal Iglesia.


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