JESÚS DE NAZARET, FUNDADOR DE LA IGLESIA

JESÚS DE NAZARET, FUNDADOR DE LA IGLESIA

1. EXISTENCIA HISTÓRICA DE JESÚS DE NAZARET

El problema de la existencia histórica de Jesús de Nazaret ha agitado mucho a exegetas e historiadores en los últimos tiempos; pero hay que tener en cuenta que no se trata en modo alguno de contraponer al Jesús de la historia, la figura de un mito o de una leyenda apócrifa, porque al empezar el tercer milenio de la era cristiana, la existencia histórica de Jesús de Nazaret ha quedado ya definitivamente demostrada, tanto para los exegetas como para los historiadores, de cualquier tendencia que sean. La negación de la historicidad de Jesús de Nazaret, que se ha cimentado en el racionalismo del siglo XVIII, en la crítica bíblica radical de Bruno Bauer, en el estudio de los mitos de Drews, en el movimiento social de liberación de los pobres y esclavos de Kalthoff o en el sincretismo de Alfaric, hoy día carece por completo de avales.

La existencia histórica de Jesús de Nazaret está probada con los mejores argumentos que ofrece la ciencia pura para tales investigaciones. Para Rudolf Bultmann, uno de los críticos más radicales de las fuentes evangélicas, la duda acerca de si Jesús ha existido realmente, carece de fundamento y no merece ni una sola palabra de réplica porque está plenamente demostrado que Jesús está, como autor, detrás del movimiento histórico, cuyo primer estadio palpable lo constituye la más antigua comunidad cristiana palestinense. Y, además, las noticias fidedignas de origen gentil y judío anulan por completo cualquier esfuerzo por negar su existencia histórica. No obstante, G. A. Wells niega la existencia histórica de Cristo, apoyándose de nuevo en el estudio de los mitos de la necesidad de un Salvador y de la Sabiduría encarnada, ampliamente difundidos en el Oriente Próximo, en los que se habrían apoyado los autores del Nuevo Testamento.

Después de la resurrección de Cristo, quienes habían sido sus discípulos durante los años de su vida pública, empezaron la difícil misión de ser testigos de la resurrección. Y entonces ocurrió algo verdaderamente prodigioso: aquellos que, durante los acontecimientos dolorosos de la pasión y muerte del Maestro, habían estado muertos de miedo, empezaron a decir que aquel a quien Poncio Pilato había mandado ejecutar, estaba vivo; es verdad que el propio Jesús había anunciado en varias ocasiones que sería crucificado y que al tercer día resucitaría; pero no es menos cierto que no lo habían comprendido.

Y más prodigioso aún es el hecho de que los testigos de la resurrección empezaron a encontrar gentes dispuestas a creerles por el simple testimonio de su palabra: primero Jerusalén, después Palestina, y finalmente toda la cuenca del Mediterráneo se adhirió al mensaje de Jesús.

2. FUENTES HISTÓRICAS DE JESÚS Y DE LAS PRIMERAS COMUNIDADES CRISTIANAS

Las fuentes relativas a Jesús de Nazaret tienen un triple origen:


San Pablo
1) Fuentes cristianas. Es preciso admitir que las fuentes principales relativas a la existencia de Jesús y a los orígenes de la Iglesia tienen unas características muy peculiares; las fuentes cristianas escritas se reducen al Nuevo Testamento, especialmente los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, los Hechos de los Apóstoles del propio Lucas, y algunas Cartas de Pedro, de Juan, de Santiago, de Judas, y especialmente de Pablo.

Los evangelios relatan hechos históricos, pero son relatos que están condicionados por su finalidad específica: el anuncio de que Jesús de Nazaret muerto y resucitado es el Señor, el Kyrios. Esto supone que los redactores de esas fuentes neotestamentarias han hecho una selección de los acontecimientos (Jn 20,30), de acuerdo con unos criterios que no coinciden con los exigidos por la ciencia histórica propiamente dicha, y algunas adaptaciones en cuanto al tiempo y al escenario de la vida de Jesús.

Sin embargo, aunque los escritos neotestamentarios, especialmente los evangelios, no sean una obra histórica propiamente dicha, contienen, sin duda, una información muy valiosa desde un punto de vista histórico sobre los acontecimientos relacionados con Jesús.

Tampoco son de despreciar algunas noticias procedentes de la literatura apócrifa, pues aunque no tenga el carácter de los libros inspirados, y admitiendo que en su mayor parte son fabulaciones, sin embargo, contiene, a veces, informaciones que, contrastadas con otras fuentes, pueden tener alguna fuerza probatoria.


Flavio Josefo
2) Fuentes judías. El judaísmo en general no ha dejado muchos vestigios acerca de la figura de Jesús; parece que existió un silencio premeditado, por parte de las autoridades, en torno a la figura del profeta de Nazaret que se arrogaba el título de Mesías, el salvador esperado por Israel. Sin embargo existen algunas fuentes judías de importancia. En primer lugar está el historiador Flavio Josefo, uno de los intelectuales judíos mejor situados en la segunda mitad del siglo I; hacia el año 96 escribió las Antigüedades judías, una obra de extraordinario valor para conocer la historia del pueblo judío en tiempos de Jesús. En un pasaje de esta obra, Flavio Josefo llama a Santiago el Menor «hermano de Jesús, el llamado Cristo»; y en otro pasaje de la misma obra que, aunque tal como se conserva parece que ha sido manipulado por un autor cristiano, está fuera de duda que en él Flavio Josefo se refería explícitamente a la vida de Cristo.

También existen en la Tradición talmúdica algunas referencias acerca de la existencia histórica de Jesús de Nazaret, y acerca de su influencia sobre el pueblo judío, especialmente por sus milagros que son considerados simplemente como obras de magia.


Cornelio Tácito (c. 55-c. 120), historiador, senador, cónsul y gobernador del Imperio romano.
3) Fuentes paganas. Hay varios historiadores paganos que, por diversas circunstancias, se refieren a Jesús o a los cristianos primitivos. Tácito, al referirse a la persecución de Nerón contra los cristianos, alude a la ejecución capital de Cristo por sentencia de Pilato. Suetonio dice que el emperador Claudio expulsó a los judíos de Roma por las peleas que armaban entre sí a causa de un tal Cresto. La crítica moderna ve en este pasaje un paralelo de los Hechos de los Apóstoles (17,2), donde se habla de la misma expulsión de los judíos; Suetonio, mal informado, confundió a Cristo (Cresto) con los primeros predicadores del Evangelio, a quienes los judíos de Roma contradecían no sólo con palabras, sino también con hechos violentos. Plinio el Joven escribe a Trajano hacia el año 112 que los cristianos entonaban a Cristo cánticos como si fuera un dios. Estos autores merecen la máxima credibilidad; es, en cambio, absolutamente espuria la correspondencia mantenida por el rey Abgar de Edesa con Cristo; y lo mismo se ha de decir de la Relación de Pilato dirigida al emperador Tiberio sobre la muerte y resurrección de Cristo. Es también muy posterior la carta de Léntulo dirigida al Senado, en la que describe los rasgos físicos de Jesús; tampoco se sostiene ante la crítica histórica la carta del sirio Mará a su hijo, en la que habla de Cristo como del Rey Sabio.

3. DEL «CRISTO DE LA FE» AL «JESÚS DE LA HISTORIA»

Los evangelios no fueron escritos como libros de crónica o de historia propiamente dichas, sino como relatos que reflejan la situación de las distintas comunidades cristianas en que fueron escritos; se puede afirmar que los cuatro evangelios son una reflexión sobre las palabras y los hechos de Jesús a la luz de la situación concreta de las comunidades primitivas; y, viceversa, una reflexión sobre la situación de las comunidades primitivas, a la luz de las palabras y de los hechos de Jesús.

Los evangelios fueron escritos «para que creáis que Jesús es el Mesías, el hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida eterna» (Juan 20,31); y «para que llegues a comprender la autenticidad de las enseñanzas que has recibido» (Lucas 1,4). El interés primordial de los autores del Nuevo Testamento fue suscitar o consolidar la fe de los creyentes. Al principio está la confesión: Jesús es el Kyrios, el Mesías, formulación que, por otra parte, no se plasmó sino con la experiencia de la resurrección de Jesús y de la comunicación del Espíritu Santo. Solamente después de esta experiencia pascual se presentó la prueba de la credibilidad de la fe predicada por los Apóstoles, acudiendo a lo que Jesús «hizo y enseñó» (Hechos 1,1) antes de Pascua. Esto lo atestigua el propio San Lucas en el comienzo de su Evangelio: «he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Lucas 1,3-4).

La figura central, el protagonista total, de los cuatro evangelios es el Cristo de la fe, el Señor resucitado, no el Jesús que sus discípulos contemplaron y palparon durante su peregrinación por los caminos polvorientos de Palestina, cuando no acababan de entender lo que estaba ocurriendo en su entorno, porque después de tres años de catequesis, aún no comprendían nada, como lo demuestra el episodio protagonizado por Felipe en la Última Cena: Señor, muéstranos al Padre y esto nos basta; a lo que Jesús responde: «Felipe, tres años llevo con vosotros y aún no habéis entendido nada; ¿no te das cuenta de que quien me ve a mí ve también al Padre?» (Juan 14,8-9).

Hay abundantes referencias al hecho de que los evangelistas escribieron sus relatos con una evidente visión retrospectiva, desde su modo de comprender a Jesús después de los acontecimientos de su muerte y resurrección; es decir, escriben los evangelios desde su condición de testigos de Jesús resucitado. Los evangelistas partieron de su experiencia de fe, y desde ella veían a Jesús de Nazaret como el Cristo, el Kyrios; y desde ahí transmitieron sus enseñanzas y sus milagros, para reforzar esa misma fe en los destinatarios de sus evangelios.

Pero, por otra parte, los evangelios no son relatos ficticios; no muestran intención alguna de falsear la realidad; los evangelistas reconstruyeron la realidad del Jesús de la historia, del Jesús prepascual, anterior a su manifestación como Señor resucitado, como Kyrios.

Éste es el paso obligado del Cristo de la fe al Jesús de la historia. El concepto del Jesús de la historia se refiere a Jesús de Nazaret en tanto que es objeto de una investigación histórica de tipo metódico y crítico, y la imagen que de él se puede trazar por medio de tal investigación. Sin embargo, la afirmación de exegetas e historiadores en el sentido de que, tal como están las fuentes hoy día, ya sería imposible escribir una biografía propiamente dicha de Jesús, porque no se puede saber con exactitud cuándo nació Jesús, cuánto duró su vida pública, ni cómo ocurrieron realmente los acontecimientos de su vida, tiene que ser muy matizada históricamente.

Es cierto que los evangelistas utilizaron los hechos reales de la vida de Jesús desde su finalidad de suscitar o confirmar la fe; pero esto no significa que haya que admitir, sin muchas reservas, la afirmación de que ya nadie está en condiciones de escribir una vida de Jesús porque, al término de estas investigaciones, «aparece el convencimiento del propio fracaso»; porque, por otra parte, no es menos cierto que se conocen, con la mejor garantía histórica, más hechos y más palabras auténticas de Jesús que de la mayor parte de los personajes más famosos de la antigüedad. Jesús de Nazaret, evidentemente, no es un invento de la segunda y tercera generación cristiana.

El verdadero problema está en encontrar las claves adecuadas para la identificación de los hechos y de las palabras de Jesús porque, sin duda, se puede afirmar que muchos relatos evangélicos son rigurosamente históricos, aunque se carezca del método adecuado para poder comprobarlos. No hay problema de la vida de Jesús en cuya resolución no se haya trabajado con minuciosidad y agudeza; exegetas e historiadores de todas las tendencias han trabajado en esta tarea, pero la oscuridad se ha ido haciendo cada vez mayor.

4. ¿QUÉ SE SABE DE JESÚS CON CERTEZA HISTÓRICA?

Los autores del Nuevo Testamento no escribieron ni un solo libro, ni una sola frase que no esté sujeta a la finalidad primordial de dar testimonio de la fe de que Jesús de Nazaret es el Cristo; solamente en una segunda instancia se podrá preguntar hasta qué punto y en qué sentido hay una realidad histórica, unas palabras realmente pronunciadas por Jesús o un milagro hecho por él. Este modo de proceder no comporta escepticismo por principio respecto a la historicidad de esas palabras o de esos hechos, sino simplemente una ordenación de los intereses; y el interés primordial de sus autores fue sin duda alguna despertar o consolidar la fe de los creyentes; es decir, en primer lugar hay que dar testimonio de la fe; y después fundamentar ese testimonio en la historia de Jesús.

El historiador de la Iglesia, como los primitivos cristianos, tiene que captar ante todo el testimonio de la fe en cada acontecimiento que narran los escritos neotestamentarios, y después, como hicieron sus autores, se presentan las pruebas de la credibilidad del anuncio (cf. Lc 1,4) por medio de los hechos y de las palabras de Jesús.

Ciertamente, como se deja dicho anteriormente, no se conoce la fecha exacta del nacimiento de Jesús; el monje Dionisio el Exiguo, hacia el año 526, hizo algunos cálculos para establecer el primer año de la era cristiana; y señaló el año 753 de la fundación de Roma; pero, según la cronología actual, se puede asegurar que se equivocó en el cálculo, de modo que habría que adelantar el nacimiento de Cristo entre un mínimum de cuatro años y un máximum de siete.

Tampoco se puede dar por seguro el tiempo que duró la vida pública de Jesús; hay autores que la reducen a un año, otros a dos e incluso a tres y medio. Por consiguiente, tampoco se puede calcular la fecha exacta de su muerte; si, como dice Lucas (Lc 3,23), Jesús tenía treinta años al iniciar su vida pública, habría muerto a la edad de 31 o de 33 años, según se acepte una u otra teoría sobre el tiempo de su vida pública.

Por otra parte, aunque sea imposible ofrecer una prueba histórica segura para la mayor parte de los acontecimientos de la vida de Jesús, sin embargo existen algunos hechos para los que es posible aportar una prueba de su historicidad. Existen algunos hechos en los relatos de los evangelios que, de no haber sido plenamente históricos, no los habrían inventado los evangelistas, porque, más que favorecer, serían un obstáculo para la fe en Jesús de Nazaret como el Señor, como el Mesías prometido y esperado por Israel.


Vista panorámica de la actual Nazaret, ciudad donde vivió Jesús en su infancia.
Entre estos hechos sobresalen los siguientes: 1) Jesús vivía en Nazaret, «en donde no podía haber cosa buena» (Jn 1,46); 2) Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán, como alguien inferior a quien le bautiza, y que tiene necesidad de convertirse; 3) Jesús fracasó externamente en el ejercicio de su misión evangelizadora, porque, de hecho, fueron muy pocos los judíos que lo aceptaron: «vino a su casa y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,14); 4) Jesús fue juzgado y murió, como un malhechor, en una cruz, condenado por el poder de Roma, a instancias de las autoridades y del pueblo de Israel (cf. Jn 19). Todo esto, de no haber sido rigurosamente cierto, a ningún evangelista se le habría ocurrido narrarlo, porque constituía un escándalo para los judíos y una locura para los gentiles (1 Cor 1,23).

También se puede considerar como históricamente cierto: su condición de profeta que anunció la buena nueva del reino de Dios; su poder taumatúrgico; sin duda que él realizó hechos portentosos o milagros, los cuales, sin embargo, fueron interpretados por algunos como obras de magia, y por otros incluso como obras del demonio (cf. Lc 11,15).

5. PREPARACIÓN DEL MUNDO PARA LA VENIDA DE CRISTO

La humanidad, en su conjunto, tuvo una larga etapa de preparación para la venida de Cristo. Desde un punto de vista histórico-sociológico, la expresión paulina «cuando llegó la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4) se asienta sobre las bases que ha labrado el conjunto de todas las culturas y civilizaciones, desde la aparición del hombre sobre la tierra, pasando por las grandes culturas y religiones del Extremo Oriente: hinduismo, budismo, no desconocidas en la cuenca del Mediterráneo; del Próximo Oriente: Asiría, Babilonia, Persia, Egipto; y de Occidente: Grecia, Roma; hasta el mundo judío que estaba especialmente ordenado a preparar y anunciar la venida de Cristo, Redentor del Universo, y de su Reino mesiánico.

El pueblo judío fue elegido por Dios para ser portador de su promesa universal de salvación. La importancia histórica de Israel está en su religión; el cristianismo tendría que haber sido la culminación natural de su historia religiosa; pero la realidad es que solamente un pequeño núcleo, «un pequeño resto» aceptó a Jesús como el Mesías esperado. El monoteísmo y la espera de un Mesías son las dos notas que diferencian al pueblo judío de todos los demás pueblos; y esas dos notas características son los elementos positivos que el Judaísmo ofrece al cristianismo naciente. Pero de ahí procederán también los dos obstáculos principales que dificultarán la expansión de la Iglesia naciente: el nacionalismo judío contrario al universalismo cristiano, y la piedad farisaica que se expresaba únicamente en el cumplimiento exacto de la Ley, y no valoraba de un modo suficiente la intención interior que es algo esencial al cristianismo. En tiempo de Jesús el pueblo judío se hallaba dividido en dos grandes bloques: el judaísmo palestino, y el judaísmo de la diáspora. Los judíos de la diáspora serán una buena plataforma para la predicación del cristianismo en medio del mundo de la gentilidad. Los judíos de la diáspora estaban muy influenciados por el helenismo que los circundaba; y por consiguiente eran más abiertos que los judíos palestinenses, que estaban muy cerrados sobre sí mismos. Algunos autores cristianos, como Orígenes, han interpretado el Imperio romano, en una presuntuosa valoración del mismo, como si fuese la plenitud de los tiempos de que habla San Pablo: «queriendo Dios que todas las naciones estuvieran dispuestas para recibir la doctrina de Cristo, su Providencia las sometió a todas al emperador de Roma». Y más expresamente aún dice el gran poeta latino Prudencio: «¿Cuál es el secreto del destino de Roma? Que Dios quiere la unificación del género humano, porque la religión de Cristo pide un fundamento social de paz y de amistad internacionales. Hasta ahora la tierra ha estado desgarrada, desde Oriente hasta Occidente, por continuas guerras. Para domar esta locura, Dios ha enseñado a todas las naciones a obedecer a unas mismas leyes y a convertirse todos en romanos. Ahora vemos a los hombres vivir como el ciudadano de una sola ciudad y como los miembros de una misma familia. Ellos llegan a través de los mares, desde países lejanos, hasta un Foro que les es común; las naciones están unidas por el comercio, la civilización, los matrimonios; de la mezcla de los pueblos ha nacido una sola raza. He ahí el sentido de las victorias, de los triunfos del Imperio: la paz romana ha preparado el camino a la venida de Cristo».

Pero no fue realmente el Imperio Romano el que dio la «plenitud» al tiempo. Es cierto que el Imperio Romano contribuyó de un modo notable a la buena acogida que las gentes prestaron al evangelio de Jesús; pero no es menos cierto que el Imperio Romano también puso barreras que se oponían frontalmente a la expansión del cristianismo; barreras que se hubieran podido predecir fácilmente, si se hubiera tenido en cuenta el elogio dedicado a Augusto en una inscripción hallada en Halicarnaso, y redactado en el sentido de que Dios había puesto punto final a sus obras benéficas en favor de la humanidad al concederles a César Augusto como bien supremo, padre de su propia Patria, diosa Roma, Zeus paternal, y salvador del género humano. Y otra inscripción proveniente del Asia Menor también se refiere a César Augusto en términos muy parecidos a los que en los evangelios presentan el nacimiento del Verbo de Dios hecho hombre: la Providencia nos ha enviado a Augusto como un Salvador, para acabar con la guerra y ordenar todas las cosas. El día de su nacimiento fue para el mundo el principio de la Buena Nueva.

Estas frases hacen presentir, sin duda, de dónde le vendrán las máximas dificultades al cristianismo naciente, a saber: la divinización de los emperadores, y la identificación del paganismo con el Imperio Romano. Solamente Cristo puede dar la «plenitud» al tiempo. Evidentemente es mucho más conforme con la concepción cristiana de la historia lo que dice Juan Pablo II cuando identifica la «plenitud de los tiempos» con el misterio de la Encarnación y con la redención del mundo. Y de una manera mucho más directa aún lo dijo Lutero en su comentario a Gal 4,4: «No fue tanto el tiempo lo que provocó la misión del Hijo, sino que la misión del Hijo fue la que constituyó la plenitud del tiempo».

Con la venida de Cristo la religión ya no consiste en que el hombre se esfuerce por buscar, a tientas, a Dios, sino que es la aceptación de Dios que sale al encuentro del hombre en Jesucristo: ése es el nuevo comienzo y también el fin de todas las cosas (TMA 6). La encarnación del Hijo de Dios significa el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo, y por eso, es su única y definitiva culminación o plenitud.

En Cristo, Dios se entrega a la humanidad; y en Cristo la humanidad entera y toda la creación se entregan a Dios. De este modo, todo retorna a su principio. Cristo es la «recapitulación de todo» (Ef 1,10); y, a la vez, el cumplimiento de cada cosa en Dios; cumplimiento que es gloria de Dios. Cristo es alfa y omega, principio y fin de todas las cosas. «Jesucristo ayer como hoy es el mismo, y lo será siempre» (Heb 13,8).

6. CRISTO, FUNDADOR DE LA IGLESIA

Los orígenes de la Iglesia presentan un problema difícil de resolver porque, para verificarlos con exactitud histórica, como en el caso de cualquier otra institución humana, hacen falta los documentos y los monumentos que den fe de su existencia; pero una institución no deja rastros documentales de sí hasta que pertenece plenamente a la vida pública. Y ésta es la dificultad fundamental a la hora de relatar los orígenes o la fundación de la Iglesia. Es cierto que ahí está el Nuevo Testamento como testimonio colectivo de la existencia de Jesús y de la Comunidad que está detrás de él; no cabe duda de que ningún autor del Nuevo Testamento escribe en nombre propio sino en tanto que es miembro de esa Comunidad de discípulos de Jesús. Se puede afirmar que cada libro, cada párrafo, cada frase del Nuevo Testamento es una interpretación de la vida, de los hechos y de las palabras de Jesús a la luz de la situación de la comunidad en que fue escrito; y, viceversa, una interpretación de la situación de esa comunidad a la luz de la vida, de los hechos y de las palabras de Jesús.

La crítica no se cansa de repetir, desde hace mucho tiempo, que la Iglesia primitiva nació de la «fe pascual»; pero esta idea, que, en principio, ha sido aceptada por los exegetas e historiadores católicos, tiene que ser muy matizada en el sentido de que, sin duda, la doctrina de Jesús no es solamente inspiradora de la Iglesia que nacería después de su muerte y resurrección, sino que Jesús es el verdadero fundador de la Iglesia porque el Jesús «prepascual» tuvo una decidida intencionalidad y la expresa voluntad de formar una Comunidad de discípulos a la que conocemos y llamamos «Iglesia de Cristo», tal como hoy existe en sus elementos constitutivos. La Iglesia no aparece en la historia como una comunidad que surge de la iniciativa de unos hombres que toman como punto de referencia el recuerdo, la admiración y las enseñanzas de un Maestro religioso que se llamó Jesús de Nazaret, porque él no habría tenido proyecto fundacional alguno. Al contrario, la persona de Jesús, y su mensaje, sus hechos y sus palabras, conllevan la fundación de la Iglesia; es decir, la Iglesia no tiene solamente su origen en la intención y en el mandato del Jesús prepascual, sino en todo el acontecer de Cristo. La Iglesia es el proyecto y la obra de Jesús; la obra, por tanto, de Dios, y no la obra de una iniciativa humana cualquiera.


Jesús entrega las llaves del Reino a Pedro.
No se puede afirmar, sin embargo, que hubo un momento concreto en que Jesús declaró fundada la iglesia, como cuando se firma el acta de constitución de una sociedad. Fue con la totalidad de su acción salvadora como Jesús constituyó su Iglesia en el mundo. En el acontecimiento prepascual que es todo el hacer y el acontecer de Jesús, se pueden distinguir algunos momentos decisivos:

1) La predicación del Reino de Dios: «Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la Escritura» (LG 5). No es exacto afirmar que, cuando Jesús predicaba el reino de Dios, no pensaba en la Iglesia. Gran parte de las parábolas tienen una evidente referencia a la Iglesia como comunidad de salvación para todos los hombres.

2) La constitución de los Doce: la formación del grupo de los Doce y el envío de los discípulos a predicar apuntan hacia el futuro; lo cual significa, por lo menos implícitamente, la fundación de la Iglesia. Los Doce son quienes garantizan el anuncio de salvación (1 Cor 11,23). Un indicio muy fuerte de que la Iglesia primitiva se aferra a la intención y a los actos institucionales de Jesús, es precisamente la conservación del grupo de los Doce con la elección de Matías en lugar de Judas Iscariote (Hch 1,21-26).

3) El Primado de Pedro: en el grupo de los Doce sobresale la figura de Pedro que fue puesto por el mismo Jesús «al frente de los demás apóstoles e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y comunión» (LG 18). La institución del primado de Pedro no cabe duda de que es un momento decisivo en la fundación de la Iglesia en cuanto tal que aparece en Mt 16,18; este pasaje de Mateo no es simplemente una categoría pospascual, sino algo prepascual que en labios de Jesús se refería a la estabilidad de la comunidad salvífica que se asienta sobre la Roca que es Pedro.


La institución de la Eucaristía.
4) La institución de la Eucaristía, centro de la celebración litúrgica de la comunidad de los discípulos, es presentada como un elemento estable, intangible, que garantiza la permanencia y la unión de los discípulos entre sí. Según San Pablo, la vida litúrgica de la comunidad cristiana centrada en la Eucaristía es inseparable del núcleo más primitivo de la Iglesia (1 Cor 11,22). Y la Eucaristía no es en modo alguno invención humana sino pura iniciativa de Jesús.

5) El envío de los Apóstoles por todo el mundo a predicar la Buena Nueva y la promesa de enviar el Espíritu Santo son la garantía de la perpetuidad del proyecto salvífico de Jesús de Nazaret.

6) Ciertamente, no hay ruptura entre la comunidad prepascual y la comunidad pospascual de los creyentes en Jesús de Nazaret como el Mesías prometido por Dios. La venida del Espíritu Santo en Pentecostés es, según los Hechos, un acontecimiento de capital importancia para la eficacia posterior de la Iglesia, pero no significa la fundación propiamente dicha de la Iglesia, porque ésta ya estaba allí, reunida en torno a María la Madre de Jesús (Hch 1,15); pero sí fue la hora en que aquella pequeña comunidad de discípulos fue revestida de la fuerza de lo alto (Lc 24,49) que la habilitó para su expansión por el mundo entero.

7) La Iglesia primitiva tiene una conciencia muy explícita de que es la comunidad salvífica del Mesías, de Jesús de Nazaret, a quien Dios ha elevado a su diestra.

La Iglesia fundada por Jesús es una semilla que tiene que germinar, crecer, para dar cobijo a todos los hombres, de todos los tiempos y lugares; pero su crecimiento y expansión, y su adaptación a todas las culturas, no pueden oscurecer los vínculos directos que la unen al Jesús prepascual. La Iglesia, como el propio Hijo de Dios que la fundó, tendrá que encarnarse en los hombres y culturas de todos los tiempos y lugares, para ser la continuadora de la misma obra salvífica de Jesús, y testimoniar así la presencia del reino de Dios en medio del mundo.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS


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