LA IGLESIA DEL SIGLO IV
1. GRANDEZAS Y MISERIAS DE LA IGLESIA DEL SIGLO IV
Constantino
a) Actitudes contrapuestas
Los historiadores, al enfrentarse a la Iglesia en el decurso del siglo IV, corren el riesgo de caer en uno de estos dos peligros: el panegirismo o el criticismo. Hay historiadores que solamente ponen de relieve los éxitos de la Iglesia, que fueron muchos sin duda, y los atribuyen en su totalidad a la conversión del emperador Constantino. Esta actitud panegirista frente al primer emperador cristiano fue iniciada por Eusebio, padre de la historia eclesiástica, y biógrafo del propio Constantino; y la reflejó muy bien, al describir la nueva situación de la Iglesia:
«En consecuencia, se eliminaba de entre los hombres todo miedo a los que antes los pisoteaban; y, en cambio, se celebraban brillantes y concurridos días de fiestas. Todo estallaba de luz. Los que antes andaban cabizbajos, se miraban mutuamente con rostros sonrientes y ojos radiantes; y por las ciudades, igual que por los campos, las danzas y los cantos glorificaban en primerísimo lugar al Dios, rey y soberano de todo, porque eso habían aprendido; y luego, al piadoso emperador, junto con sus hijos amados de Dios.
Había perdón de los males antiguos, y olvido de toda impiedad; se gozaba de los bienes presentes, y se esperaban los venideros. Por consiguiente, se desplegaban por todo lugar disposiciones del victorioso emperador llenas de humanidad, y leyes que llevaban la marca de su munificente y verdadera piedad.
Expurgada así, realmente, toda tiranía, el imperio que les correspondía se reservaba seguro e indiscutible solamente para Constantino y sus hijos, quienes, después de eliminar del mundo antes que nada el odio a Dios, conscientes de los bienes que Dios les había otorgado, pusieron de manifiesto su amor a la virtud, su amor a Dios, su piedad para con Dios y su gratitud, mediante obras que realizaban públicamente a la vista de todos los hombres» (EUSEBIO DE CESÁREA, Historia Eclesiástica, X, 9, 8-9.).
La actitud crítica, por el contrario, no contempla en la Iglesia del siglo IV nada más que aspectos vituperables; y todos se deben a la connivencia de la Iglesia con el Imperio, porque vendió su libertad, tan característica de los tres primeros siglos, por el plato de lentejas del favor imperial, quedando así hipotecada para los siglos siguientes. Ninguna de estas dos actitudes, tan extremas, puede hermanarse con la verdad histórica; sin duda que en cada una de ellas hay aspectos negativos que se han de rechazar y también aspectos positivos que se han de aceptar como tales.
b) Elementos positivos
La ventaja más importante que consiguió la Iglesia con la conversión de Constantino al cristianismo fue sin duda la libertad, porque, a partir de aquel momento, la Iglesia, libre ya de las persecuciones, pudo comprometer todas sus fuerzas religiosas, morales e intelectuales, en la conversión del mundo pagano; con la libertad llegó también la protección de las leyes imperiales, para que se cumpliera el principio general de libertad religiosa promulgada en Milán (313). Al verse libre de las cortapisas de las persecuciones, la Iglesia se organizó con mayor facilidad, tanto interna como externamente; se crearon instituciones nuevas, como los concilios ecuménicos; y se afianzaron otras, como el primado del Papa y los metropolitanos, el culto litúrgico, la construcción de basílicas y baptisterios; y se pudo prestar una atención más esmerada a la cura pastoral, especialmente al catecumenado y a la beneficencia.
Solamente después de la conversión de Constantino fue posible organizar a gran escala nuevos métodos para la conversión de los gentiles; los misioneros cristianos llegan a lugares impensables poco antes: el campo y especialmente las regiones montañosas, lugares en los que hasta entonces no se había pronunciado el nombre de Cristo. Los paganos eran hasta entonces los sencillos campesinos que habitaban los pagos, es decir las pequeñas aldeas; pero desde que las aldeas empezaron a ser evangelizadas, el vocablo pagano cambió de significado y pasó a ser sinónimo de infiel o de hombre que todavía no ha oído hablar de Cristo. Si a principios del siglo IV solamente una décima parte del Imperio Romano era cristiana, a finales del mismo siglo más de la mitad de la población ya había abrazado la fe.
Aunque en Milán (313) se proclamó el principio general de libertad religiosa, puesto que se concedió a todos los ciudadanos del Imperio, incluidos los cristianos, adorar al Dios que se hubiera apoderado de su conciencia, sin embargo, los emperadores convertidos ya al cristianismo no pudieron menos de trasvasar a las leyes imperiales sus propios sentimientos cristianos, como anteriormente los emperadores paganos habían hecho otro tanto con la religión oficial pagana. Pero, realmente, en aquel tiempo todavía era impensable un principio de libertad religiosa en su sentido más estricto; por eso, antes o después, ese principio se inclinaría de nuevo hacia una u otra religión con exclusividad de las demás. En este caso, la inclinación religiosa imperial favoreció al cristianismo. Un hecho así no es justificable, pero sí explicable en aquellas circunstancias.
c) Elementos negativos
En primer lugar, la Iglesia, al ser reconocida oficialmente en el Imperio como una religión libre, perdió el carisma de lo prohibido o de la clandestinidad. Y esto traerá consigo la pérdida, en gran medida, de aquel espíritu vigilante que había hecho posible que solamente gentes muy selectas pidieran el ingreso en las filas del catecumenado. Ahora todo se torna más fácil; y ahí comenzó una pendiente que en poco tiempo conduciría a la Iglesia a una profunda decadencia del espíritu cristiano, aunque, como reacción contra ella, el Espíritu Santo suscitó la contestación del monacato. Con la conquista de la libertad, la Iglesia empezó a perder aquella independencia, tan característica de sus tres primeros siglos, para pasar a la sujeción del emperador cristiano, el cual, si bien es cierto que en alguna medida sirvió a la Iglesia, no es menos cierto que también se sirvió de ella a gran escala, hasta el punto de considerarse a sí mismo obispo desde fuera o, lo que es lo mismo, piadoso vigilante de la Iglesia desde fuera; y, como consecuencia de esto, empieza aquella plaga de los que, con el correr de los siglos, se llamarán obispos áulicos, que pasarán la mayor parte de su tiempo en la corte del emperador y de los reyes en busca de favores políticos y sociales.
A lo largo de esta centuria se van manifestando cada día claramente los síntomas de un distanciamiento entre la Iglesia oriental y la occidental, con ocasión de las contiendas arrianas, a pesar de que, al mismo tiempo y con la misma ocasión, el primado romano se manifiesta en todas sus virtualidades, porque los obispos orientales apelaban con frecuencia al Papa, a fin de solucionar crisis y problemas propios de la Iglesia oriental.
Durante el siglo IV la Iglesia se vio muy perturbada por cismas y herejías, como el donatismo y el arrianismo, que obligaron a los Pastores a ausentarse de sus sedes episcopales para reuniones sinodales y conciliares, en unos momentos en que más necesaria se hacía su presencia para atender a los paganos que por entonces pedían a borbotones el ingreso en las comunidades cristianas.
d) A grandes desafíos, grandes respuestas de Dios
El siglo IV tuvo sin duda una excepcional grandeza, hasta el punto de que en su posterior evolución, tanto en el campo de la ortodoxia como en el ámbito de la pastoral, los teólogos y los Pastores de todos los tiempos tendrán que estar proyectando constantemente su mirada tanto a los acontecimientos que tuvieron lugar en aquella centuria como a las personas que los protagonizaron. André Mandouce sintetiza en un apretado párrafo algunos de los grandes testigos de Dios que brillaron con luz propia y contribuyeron sobremanera a iluminar las sendas por las que la Iglesia tenía que transitar en aquella encrucijada de tantos caminos diferentes:
«Jamás florecerá en la Iglesia un siglo donde simultáneamente aparezcan hombres como Atanasio de Alejandría, Basilio de Cesárea, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Hilario de Poitiers, Ambrosio de Milán, Jerónimo y Agustín. Y conviene añadir que en otros tiempos, personajes como los dos Cirilos (de Jerusalén y Alejandría), Epifanio, Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro, y tantos otros, hubieran atraído todas las miradas, mientras que en su época, quedaron eclipsados por los más prestigiosos Padres». (A. MANDOUCE, citado en AA.VV., 2.000 años de Cristianismo, I, p.196.)
Y a estos grandes escritores y Pastores de la Iglesia del siglo IV es preciso añadir otra buena lista de personajes carismáticos, como Antonio Abad, Pacomio, Martín de Tours, fundadores de nuevas formas de seguimiento de Cristo, a los que monjes y religiosos de todos los siglos posteriores tendrán que volver sus ojos para aprender cómo conducirse por las sendas ásperas del monacato y de la vida consagrada en general. Si durante los tres primeros siglos las miradas de todos los fíeles estaban vueltas hacia el impresionante espectáculo de los mártires que daban su vida por defender su fe, a partir del siglo IV los ojos de todos los cristianos se dirigían hacia los centros neurálgicos de los desiertos, donde se desarrollaba el combate de los nuevos héroes del cristianismo, los monjes, que eran considerados en todo como los verdaderos sucesores de los mártires. En la actualidad, por una parte, resulta bastante fácil constatar esa multiforme manifestación de la gracia de Dios en la Iglesia del siglo IV, pero es mucho más difícil explicarla, si no se tiene en cuenta la especial providencia de Dios que dirigió a su Iglesia en medio de las tempestades del mundo. Y, por otra parte, sería un error imperdonable aislar a estos grandes hombres, como si se tratase de islas en medio del océano, y no de Pastores que vivieron en medio de sus comunidades eclesiales, y en todo apoyados por ellas.
2. EL GIRO CONSTANTINIANO DE LA IGLESIA
a) La religión de Constantino
El emperador César Valerio Constantino Augusto nació en Naissus (Dacia) de Constancio Cloro y de Elena, el 22 de febrero del año 288; al año siguiente Constancio Cloro se separó de Elena, y se casó con Teodora, hijastra de Maximiano. Constantino se educó en la corte de Diocleciano, y fue retenido allí como rehén. Después de la abdicación de Diocleciano (1-5-305), Constancio Cloro llamó a su hijo a las Galias, y cuando poco después murió en Eboracum (York) (25-7-306), el ejército proclamó a su hijo Constantino como Augusto. Los años de transición del siglo III al siglo IV fueron una «época de angustia» en la que tanto los paganos como los cristianos aparecen unidos en el desprecio del mundo y de la condición humana sobre la tierra, y en la importancia que daban al elemento sobrenatural, divino o demoníaco, a los sueños y a las profecías, por el ansia mística de unión con la divinidad, que les permitía captar otro aspecto característico de aquel tiempo de transición, a saber, la «alianza con la divinidad»; ahí estaba el fundamento de la política religiosa de los últimos emperadores del Imperio Romano pagano.
El fin del Imperio parecía muy cercano a los ojos tanto de los paganos como de los cristianos. Otro tanto cabe decir de la elección que hizo el emperador Aureliano del sol como «Dios y Señor» del Imperio Romano; ahí está el fundamento de la consecución de la paz con los dioses, perturbada por los impíos cristianos, y de asegurarse la alianza con el dios más fuerte, que pudiera salvar al Imperio vacilante. En esta misma dirección apuntaba Diocleciano cuando sustituyó al antiguo Júpiter Óptimo Máximo de la tradición romana por el Sol Invicto.
El matrimonio de Constantino con Fausta (31-3-307), hija de Maximiano, le proporcionó una mayor legitimidad en la lucha por el trono imperial; entonces Majencio expulsó a Maximiano, el cual se refugió junto a Constantino en las Galias, donde murió en el año 310. Por el matrimonio con Fausta, Constantino entró a formar parte de la familia hercúlea y, por consiguiente, se hace adorador de los dioses de la Tetrarquía, especialmente de Hércules; pero en el año 310, Constantino se aleja de la familia de Maximiano, porque éste había conjurado contra él, y fundó la nueva dinastía de los Flavios, cuyo origen se remontaba a Flavio II que adoraba al Sol, con lo cual Constantino retornó a la tradición religiosa de su padre.
Los Panegíricos o sermones públicos pronunciados en su honor después de su ascensión al trono imperial, muestran una rápida evolución religiosa en Constantino: en el panegírico del año 307, después de haberse casado con Fausta, el orador apela a Maximiano y a los dioses de la Tetrarquía: Júpiter y Hércules; en cambio en el panegírico del año 310, después de la muerte de Maximiano, el orador ya no menciona a Maximiano, sino a Constancio Cloro y al dios de su familia, Apolo, el cual se identifica con el Sol Invicto. En el panegírico del año 312, pronunciado en la ciudad de Autun, ya no se habla de Apolo, sino de aquella mente que gobierna todo el mundo; es decir, Constantino se ha convertido en adorador de un «dios supremo», una religión que recibe el nombre genérico de henoteísmo. En cambio, en el panegírico pronunciado en Tréveris en mayo del año 313, es decir, después del Edicto de Milán, el orador conmemora la expedición italiana de Constantino en la que venció a Majencio, y habla del secreto que mantiene con aquella mente divina que se le había aparecido.
De estos panegíricos se deduce la rápida evolución religiosa de Constantino, que lo ha llevado del politeísmo, pasando por el henoteísmo, al cristianismo.
b) «Con este signo vencerás»
En el otoño del año 312 empieza la guerra entre Constantino y Majencio; no se sabe con certeza quién inició las hostilidades; pero en el fondo de la cuestión está el hecho de que, si se hubieran observado los principios que regulaban la sucesión de la Tetrarquía, tanto uno como otro se podían acusar de usurpadores. Constantino pasó los Alpes con 30 mil soldados, y se apoderó rápidamente de las principales ciudades del norte de Italia: Turín, Milán, Verona y Aquileya; Majencio, en cambio, esperaba bien atrincherado con cerca de 100 mil soldados en Roma, y envió algunas expediciones militares para frenar la marcha triunfal de Constantino hacia Roma. Majencio consultó a los augures, y tuvo una respuesta ambigua, como siempre: perecerá el enemigo de Roma. Batalla del Puente Milvio
Durante esta guerra, sucedió algo que, a tenor de las fuentes cristianas, influyó de un modo extraordinario en la conversión de Constantino. Dos autores cristianos, Lactancio y Eusebio de Cesárea, relatan este acontecimiento; son dos versiones muy distintas, pero la tradición las ha fundido y sintetizado, basándose fundamentalmente en la versión de Eusebio en su Vida de Constantino: Constantino estaba preocupado por la batalla decisiva contra Majencio; y entonces, al atardecer, estando delante de su tienda, advierte una cruz sobre el sol, con esta inscripción: τουτω νικα (con esto vence); este fenómeno solar lo vieron también sus soldados; y después, por la noche, en sueños, se le apareció Cristo, quien le ordenó grabar sobre los escudos de sus soldados el signo (el Crismón) que había visto sobre el sol, que no era otra cosa que la letra X griega con el tramo superior circunflejo, y le prometió la victoria; Constantino, al experimentar el poder del Dios de los cristianos en la batalla del Puente Milvio, se convirtió al cristianismo.
Las diferencias, sin embargo, entre el relato de Lactancio y el de Eusebio son muy notables: Lactancio habla de una sola visión o, más bien, de un aviso en sueños, que tuvo lugar unas noches antes de la batalla del Puente Milvio; en cambio Eusebio, cuando se refiere a este hecho en la Vida de Constantino, habla de dos visiones, y las sitúa en las Galias; en cambio cuando escribió la Historia Eclesiástica, no habla de ninguna visión, sino que dice simplemente: Constantino, «después de invocar como aliado en sus oraciones al Dios del cielo y a su Verbo, y aun al mismo Salvador de todos, Jesucristo, avanzó con todo su ejército, buscando alcanzar para los romanos su libertad ancestral».
Si se pregunta qué autor se aproxima más a la realidad histórica, posiblemente habría que inclinarse por Lactancio porque su relato es muy sencillo, sin dramatismo de ninguna clase, y lo escribió mucho antes que Eusebio. Lactancio, además, estaba en el entorno del emperador, y pudo escuchar directamente de él, en un tiempo todavía muy próximo a los acontecimientos, la narración de los mismos, de modo que, si hubiese escrito algo menos conforme con la verdad, el propio Constantino le podría haber corregido.
Eusebio, en cambio, dramatiza en exceso los hechos; escribe la Vida de Constantino después de su muerte (22-5-337), cuando ya no podía ser corregido por él. El testimonio de Eusebio, sin embargo, no se debe considerar enteramente falso, porque su relato está avalado por el Crisman constantiniano que se populariza muy poco después del año 312. No habría que descartar la posibilidad de que esas diferencias en el relato de un mismo hecho, se puedan deber al propio Constantino, el cual, después de más de veinte años de los acontecimientos, pudo narrar los hechos a Eusebio de un modo diferente a como se los había narrado a Lactancio.
Evidentemente, no hay por qué descartar una intervención directa de Dios; pero tampoco es necesario entender así la conversión de Constantino. Se puede dar por cierto que Constantino se convenció subjetivamente de que había recibido un aviso o admonición de parte del Dios de los cristianos, aunque no fuese nada más que en sueños; pero incluso aunque se hubiera tratado de un simple sueño, la realidad sobrenatural podía ser la misma; no hay que olvidar que para los antiguos, incluido el pueblo de Israel, los sueños representaban la realidad misma.
c) El Edicto de Milán (313)
Durante el pontificado del papa Milcíades (311-314) tuvo lugar el gran giro de la Iglesia, cuyo principal punto de partida fue la conversión de Constantino y la firma, junto con su cuñado Licinio, del llamado Edicto de Milán por el cual la Iglesia consiguió su plena libertad en el Imperio Romano. El precedente inmediato de la libertad de la Iglesia jurídicamente reconocida en Milán, fue el Edicto de tolerancia promulgado por Galerio (30-4-311) y aceptado por Constantino, Licinio y probablemente también por Maximino Daja, pero no por Majencio, el cual sin embargo, para demostrar que era el legítimo emperador, ordenó que se promulgara también en Roma de un modo más amplio de lo que exigía el promulgado por Galerio. Constantino, desde su ascensión al trono imperial (306), no promulgó ninguna ley favorable a los cristianos, sino que se limitó a proseguir la política de tolerancia que su padre había implantado en sus territorios. En el mes de febrero del año 313 se reunieron en Milán Constantino y Licinio con ocasión de las bodas de éste con Constancia, hermana de Constantino; y uno de los asuntos que se trataron en sus conversaciones sobre la marcha del Imperio fue la situación de los cristianos; y concordaron nuevas provisiones que iban más allá del Edicto de tolerancia del año 311. Este acuerdo se plasmó en un documento que se conoce como Edicto de Milán, aunque no fue un edicto propiamente dicho, sino un rescripto en el que se trazaban unas líneas de actuación política homogénea respecto a los cristianos, que Licinio publicó en Nicomedia (13-6-313), después de su victoria definitiva sobre Maximino Daja.
El texto del rescripto redactado por Licinio ha sido conservado por Lactancio en su libro De mortibus persecutorum. También Eusebio lo ha incluido en su Historia Eclesiástica, juntamente con otra disposición imperial dirigida al gobernador del África proconsular, Anulino, urgiéndole la devolución de los bienes confiscados a la Iglesia, tal como disponía el llamado Decreto de Milán.
El contenido del Edicto de Milán se divide en dos partes bien diferentes: en la primera parte se proclama el principio general de libertad religiosa para todos los subditos del Imperio; y se menciona expresamente a los cristianos, porque, en realidad, ellos habían sido víctimas directas de la persecución religiosa; y en la segunda parte, referida solamente a los cristianos, se establece la restitución de los lugares de culto y bienes inmuebles que les habían sido confiscados durante la última persecución de Diocleciano. Esta restitución se ha de hacer a la colectividad de los cristianos en cuanto tal, «corpori christianorum», tanto si los bienes confiscados están en manos del fisco imperial como en manos de particulares; pero en este último caso, se indemnizará por parte del fisco imperial a los damnificados por la disposición de restitución.
La parte más importante, lógicamente, es la primera, porque en ella se reconoce el principio general de libertad religiosa, cosa que no contenía el Edicto de tolerancia del año 311; también la segunda parte tiene mucha importancia, pero no tanto por la restitución de los bienes cuanto porque se reconoce a los cristianos como colectividad, con derecho para poseer bienes.
Inmediatamente después, Constantino donó al papa Milcíades la gran finca de Letrán perteneciente a su familia, que se convirtió en residencia de los papas hasta finales del siglo XIV; y, a expensas del fisco imperial, Constantino construyó allí la primera gran basílica cristiana de Roma, que más tarde recibió el nombre de San Juan de Letrán.
En el siglo V se atribuyó tendenciosamente al papa Silvestre la conversión, el bautismo y la curación milagrosa de Constantino afectado de lepra; y en el siglo VIII se falsificó la célebre Donación de Constantino, por la que el primer emperador cristiano, otorgaba al papa Silvestre la ciudad de Roma, Italia y el Occidente entero, y concedía también al clero de Roma la dignidad y vestimenta senatoriales.
Mil años después, esta Falsa donación de Constantino será objeto de la burla de Dante en la Divina Comedia: «¡ Ah Constantino! Semilla de corrupción sembró, no tu bautismo, sino el don del que disfrutó el primer padre (papa) que fue rico»; pero solamente en el siglo XV el humanista Lorenzo Valla sería capaz de desmontar esta falsa Donación constantiniana que se puso en la Edad Media como fundamento de la soberanía temporal de los papas.
d) ¿Fue sincera o política la conversión de Constantino?
Es un hecho indudable que Constantino se convenció internamente de la intervención del Dios de los cristianos en su favor durante la guerra contra Majencio; y esta convicción fue el fundamento de su adhesión al cristianismo. Ahora bien: Constantino ya estaba bien dispuesto para con los cristianos; quizá incluso la religión cristiana no era totalmente desconocida en su familia, pues una de sus hermanas se llamaba Anastasia, nombre que, en general, no era usado nada más que en los ambientes judíos y cristianos. La aversión hacia Diocleciano y Galerio que lo habían excluido de la sucesión imperial, y que habían perseguido a los cristianos más cruelmente que ningún otro emperador romano, impulsaba sin duda a Constantino a adoptar una actitud religiosa favorable para con los cristianos.
Sin embargo, no resulta fácil decir hasta qué punto fue sincera su conversión; se puede admitir incluso que no procedió en un principio de un espíritu netamente cristiano, sino que pudieron influir en él la superstición y otras consideraciones humanas y políticas. Constantino ya se había percatado de que el cristianismo era una fuerza en continuo ascenso, puesto que en Oriente, y especialmente en Nicomedia, una gran parte de la población era ya cristiana; y entonces optó por ella, como quien opta por subirse al carro vencedor.
Sin duda alguna la fe inicial de Constantino no era perfecta; dejaba mucho que desear, porque: no recibió el bautismo hasta tres meses antes de morir (337); perduran, por largo tiempo, manifestaciones de paganismo en su comportamiento: en el Edicto de Milán abundan las ideas sincretistas; en sus monedas aparecen vestigios del culto al Sol Invicto; retuvo para sí el título de Pontífice Máximo del paganismo. Sin embargo todo esto tiene una explicación bien sencilla: muchos de esos vestigios paganos se explican por su propia condición de emperador; si no hubiera conservado el título de Pontífice Máximo, que iba aparejado al título de Emperador, sin duda que se habría suscitado un rival en la persona que ostentase ese título.
En contra de la leyenda que afirma que Constantino fue bautizado por el papa Silvestre (314-335) en el baptisterio de San Juan de Letrán, como atestigua la inscripción del obelisco que se halla ante él, la realidad es que difirió el bautismo hasta la hora de la muerte (22-5-337); esto, sin embargo, no era infrecuente en la Iglesia de su tiempo, pues eran muchos los cristianos que recibían el bautismo de los clínicos, es decir, se difería el bautismo hasta una enfermedad grave o hasta la misma muerte, por la gravedad que implicaba la práctica penitencial de aquel tiempo, cuando se administraba la penitencia una sola vez en la vida.
Constantino había seguido la línea trazada por Aureliano y Diocleciano en materia de religión; por eso mismo, la opción que hizo en el año 312 por el Dios de los cristianos, fue sin duda, además de una opción religiosa, una opción política hacia la divinidad; lo cual se podrá considerar como una «conversión pagana» al cristianismo, es decir, una conversión implantada en la religiosidad típicamente romana; una conversión que tenía al emperador más en cuenta que al hombre. Esta actitud, religiosa y política a la vez, quedó muy bien reflejada en el Edicto de Milán, en el cual la reverencia que se ha de tributar a la divinidad suprema es el primer punto, y el más esencial, de su programa imperial.
La tolerancia perfecta y la plena libertad religiosa que se establecen en ese Edicto, se extienden a todos los ciudadanos del Imperio, «incluidos también los cristianos»; todo lo cual en la política religiosa de Constantino no es nada más que una fase intermedia, es decir, un compromiso con Licinio, su colega pagano en el Imperio, a la espera de que la situación le permita ser el único emperador, y que la religión por él elegida se convierta paulatinamente en la religión oficial del Imperio.
Esa actitud religiosa se advierte en la versión que, acerca de su conversión, le contó el propio Constantino a Eusebio poco antes de morir, a saber, la visión de la cruz sobre el sol, fue seguida por una oración de Constantino dirigida al dios de su padre; dios que no era otro que el summus deus que se manifestaba con muchos rostros, y al que Constancio Cloro había venerado como Sol Invicto, y que a Constantino se le manifestó como el único Dios de los cristianos; pero la actitud de Constantino hacia este nuevo Dios, fue sin duda la misma de su padre, y de sus predecesores en el trono imperial: la búsqueda de una alianza y de una fidelidad de las cuales se esperaba la victoria y la salvación del individuo y del Imperio.
Aunque Constantino no se decidiera a recibir el bautismo hasta poco antes de morir, no significa que su adhesión a Cristo, a la Iglesia y a los obispos, no fuese absolutamente sincera; su fe cristiana se fue clarificando a medida que la fue conociendo, a través de sus múltiples intervenciones en los asuntos de la Iglesia, especialmente en las controversias del donatismo y del arrianismo. Osio de Córdoba, a quien desde el principio tuvo a su lado como asesor en los asuntos de la Iglesia, sin duda que fue un buen catequista para Constantino.
3. EL CRISTIANISMO, DE RELIGIÓN PERSEGUIDA, A RELIGIÓN OFICIAL DEL IMPERIO
En el año 314 estalló la guerra entre los dos emperadores; probablemente fue Constantino quien inició las hostilidades, a fin de adueñarse del Ilírico, como punto de paso obligado para combatir a los bárbaros en Tracia; Constantino se adueñó del Ilírico sin que Licinio opusiera una especial resistencia, de modo que la paz no se rompió realmente entre los dos. Constantino no sólo se mantuvo fiel al principio de libertad pactado en Milán, sino que paulatinamente favoreció de un modo especial a los cristianos, al contrario de la actitud hostil de Licinio, el cual no tardó mucho en convertirse en auténtico perseguidor de los cristianos. Empezó por echar de su propio palacio a los cristianos; obligó a los soldados cristianos de su ejército a sacrificar a los dioses, rompiendo así el Edicto de Milán; prohibió a los obispos reunirse en sínodos para tratar asuntos eclesiásticos; entorpeció las reuniones del culto, prohibiendo la asistencia simultánea de mujeres y de hombres al mismo; finalmente, hacia el año 319, apresó a varios cristianos, y condenó a unos a trabajos forzados, y a otros incluso los condenó a muerte. La Iglesia del Ponto sufrió una dura persecución: en Sebaste fueron martirizados su obispo San Blas y cuarenta soldados.
Naturalmente, los cristianos de la parte oriental del Imperio miraban a Constantino como a un verdadero bienhechor; por eso, no es de extrañar que, cuando, en torno al año 319, se pusieron tirantes las relaciones entre los dos emperadores, los cristianos de la parte oriental del Imperio se declarasen a favor de Constantino. En el año 324 Licinio fue vencido en la batalla de Adrianópolis (Tracia) (3-7-324); y definitivamente derrotado en la batalla de Crisópolis (Bitinia). Por intercesión de su hermana Constancia, Constantino perdonó la vida a su cuñado, a condición de que se alejase por completo de la política; y lo relegó a la vida privada en Tesalónica (Macedonia), pero antes de concluir el mismo año 324, Licinio fue asesinado; no se puede afirmar con certeza que fuese por orden de Constantino. De este modo se unificó de nuevo todo el Imperio Romano en la persona de Constantino.
Después de! Edicto de Milán, Constantino inició una larga serie de privilegios y de leyes muy favorables para la Iglesia, que concluirán a finales del siglo IV con el reconocimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio:
— 316-320: Represión del donatismo en el norte de África.
— 318: Se concede a los obispos jurisdicción en causas civiles no sólo para los cristianos, sino también para los paganos que quisieran acudir al tribunal de la Iglesia; y fueron muchos porque su justicia era más rápida y gratuita.
— 321: Se suprime los domingos el trabajo en los tribunales, a fin de que los cristianos puedan asistir al culto; pero no se suprimen los trabajos agrícolas.
— 321: Se reconoce la manumisión de los esclavos hecha por la Iglesia; los sacerdotes cristianos pueden dejar libres a sus esclavos sin necesidad de las solemnidades jurídicas habituales.
— 321: Se reconoce a la Iglesia el derecho de recibir herencias.
— 324-337: Múltiples intervenciones de Constantino para reprimir el arrianismo, aunque algunas fueran demasiado ambiguas.
— 330: Constantino traslada la capital del Imperio a la Nueva Roma, construida sobre la antigua Bizancio en el estrecho del Bosforo, porque, como dice la falsa Donación de Constantino, «no es justo que tenga poder el emperador terreno allí donde reside el Emperador celestial, Príncipe de los Sacerdotes y cabeza de la religión cristiana »; de este modo el Papa se convierte en el representante principal de la antigua Roma, lo cual le proporciona un ascendiente muy importante, no sólo para la Iglesia, sino también para la sociedad civil.
— 336: Inauguración de la gran Basílica de San Pedro en el Vaticano. A lo largo y ancho del Imperio, construyó numerosas basílicas: San Salvador de Letrán, San Pablo extramuros, Santo Sepulcro (Jerusalén), de la Natividad en Belén; otras en Tiro, en el norte de África y en muchos otros lugares.
— 337 (22 de mayo): Muere Constantino, tres meses después de recibir el bautismo. La Iglesia oriental lo venera como santo, juntamente con su madre Santa Elena; la Iglesia occidental solamente venera a Santa Helena.
Constantino es llamado con toda justicia el Grande por más que haya algunos puntos muy oscuros en su vida, como la muerte de su cuñado Licinio y la muerte de su segunda esposa Fausta y de su hijo Crispo; tampoco son de alabar algunas injerencias excesivas en los asuntos internos de la Iglesia; con él se empieza a vislumbrar en el horizonte el dogma político del emperador como señor de la Iglesia o cesaropapismo. Constantino dividió el Imperio entre sus tres hijos: Constantino II: las Galias, España y Gran Bretaña; Constante: Italia, África, Ilírico, Macedonia y Dacia; Constancio: Tracia, Asia Menor, Capadocia, Ponto, Siria y Egipto. Los hijos de Constantino prosiguieron con la misma actitud a favor del cristianismo, pero dejaron a un lado la tolerancia del Edicto de Milán: — Constante, que había quedado como dueño de todo el Occidente al morir Constantino II en el año 340, prohibió (346 y 347) los sacrificios paganos.
— 347: El emperador Constante continúa con la represión contra los donatistas en África.
— 350: Constancio quedó como único emperador al morir su hermano Constante; y entonces dictó algunas leyes que castigaban con la confiscación de los bienes e incluso con la muerte los sacrificios paganos. Constancio fue un cristiano convencido, pero favoreció en exceso al arrianismo.
— 357: El emperador Constancio ordenó quitar la estatua de la diosa Victoria del aula del Senado; pero de nuevo fue repuesta hasta que el emperador Graciano la quitó definitivamente, a pesar de la defensa que a favor de la misma hizo el gran escritor pagano Símaco.
— 361: Al morir Constancio, sube al trono imperial Juliano el Apóstata, sobrino de Constantino; por influjo de sus maestros paganos, apostató del cristianismo; durante su breve reinado (361-363), privó a la Iglesia de sus privilegios; prohibió a los maestros cristianos explicar los autores clásicos; favoreció los cismas y las herejías; escribió un libro contra los cristianos, Contra Galileos; restauró y organizó el culto pagano; y, aunque no decretó ninguna persecución, sin embargo, hubo algunos mártires: Santos Juan y Pablo, Basilio de Ancira, Macedonio, Teódulo y Taciano.
— 363-364: El emperador Joviano restituyó a los cristianos todo lo que se les había confiscado en tiempos de Juliano; y privó al paganismo de todos los privilegios que Juliano le había concedido.
— 364-375: Valentiniano I dividió el Imperio con su hermano Valente (364-378) que era arriano convencido y causó muchas vejaciones a los católicos, especialmente al quedar como único emperador cuando murió su hermano Valentiniano (375).
— 376: El emperador Graciano, hijo de Valentiniano I, aconsejado por San Ambrosio de Milán, renunció al título e insignias de Pontífice Máximo del paganismo; promulgó nuevas medidas para cristianizar el Imperio, a pesar de la fuerte oposición de los paganos; y prosiguió también con la represión del donatismo en África.
— 379 (agosto): El emperador Graciano prohibe a los herejes (en la parte occidental del Imperio) cualquier forma de propaganda y confisca sus lugares de culto.
— 380 (febrero): El emperador Teodosio, por un decreto promulgado en Tesalónica, declara al cristianismo religión oficial del Imperio Romano.
— 381 (enero y julio): Teodosio prohibe el arrianismo en Oriente; y prohibe también los sacrificios paganos.
— 381 (primavera): Teodosio convoca el Concilio I de Constantinopla que define la divinidad del Espíritu Santo, y condena de nuevo el arrianismo.
— 381 (septiembre): En el Concilio de Aquileya son depuestos los últimos obispos arríanos.
— 382: Graciano suprime en Occidente las subvenciones a los sacerdotes paganos.
— 386: Teodosio cierra todos los templos paganos, los cuales deberían convertirse en iglesias cristianas.
— 389: Teodosio suprime las vacaciones en los días festivos paganos.
— 392 (septiembre): Teodosio prohibe, como crimen de lesa majestad, el culto pagano bajo cualquiera de sus formas. De este modo el edicto de libertad religiosa promulgado en Milán (313) quedaba anulado; triunfaba el cristianismo y los paganos pasaban a la situación de perseguidos; aunque entre ellos no hubo mártires, como había sucedido con los cristianos durante los tres primeros siglos.
Todo esto provocó las iras de los paganos, de modo que en el año 392 estalló una revolución en Occidente contra Valentiniano II que fue asesinado por Arbogasto, el cual, con el apoyo de Flaviano Nicómaco, prefecto del Pretorio, hizo proclamar al pagano Eugenio como nuevo emperador de Roma. Se introdujo de nuevo el culto pagano, y se colocó la estatua de la diosa Victoria en el Senado; pero esta revuelta fue reprimida por Teodosio, al derrotar al usurpador Eugenio (394). Teodosio murió al año siguiente; y de nuevo dividió el Imperio entre sus dos hijos: Arcadio (395-408) recibió el Oriente, y Honorio (395-423) el Occidente. En el espacio de ochenta años, el cristianismo pasó de ser una religión perseguida a ser la religión oficial del Imperio; con lo cual no teóricamente, sino en la práctica, se revocaba el principio de libertad religiosa establecido en Milán, y el cristianismo se integró, con todos sus riesgos, en la estructura del Imperio Romano.
4. CAUSAS DE LA VICTORIA DEL CRISTIANISMO
Muchas han sido las causas que han esgrimido distintos historiadores para explicar el triunfo del cristianismo sobre el Imperio Romano que tan duramente lo persiguió durante dos siglos y medio. Gibbon ha pretendido explicarlo por la decadencia en que se encontraba el Imperio Romano y su civilización, de manera que el cristianismo ha sustentado su victoria sobre el fracaso de un mundo que estaba moribundo; y, por tanto, el cristianismo no tiene un mérito especial; pero, en realidad, Gibbon no da una solución verdadera, porque ¿a qué se ha debido que el cristianismo triunfase allí donde todas las demás religiones que compitieron con él fracasaron? Tampoco es suficiente la razón aportada por Arnold Toynbee, patrocinada también por la historiografía marxista, que pretende explicar la victoria del cristianismo como la victoria de una revolución proletaria contra una clase superior dominante. Es cierto que el cristianismo ganó la mayor parte de sus adeptos entre las clases inferiores de la sociedad romana, a pesar de que se dirigía a todos los estamentos de aquella sociedad imperial; y precisamente esta universalidad del mensaje cristiano puede ser considerada como uno de los eficaces motores de su triunfo. También a Toynbee y a la historiografía marxista se les podría preguntar: ¿Por qué el cristianismo tuvo una mayor fuerza de atracción que las demás religiones en los estamentos más bajos de la sociedad?
El hecho de que Constantino le prestara su favor al cristianismo tampoco es la causa de su triunfo; en este caso se confunde más bien la causa con el efecto; cuando Constantino dio la libertad al cristianismo (313), no hizo otra cosa que reconocer la victoria ya conseguida por los cristianos; Constantino se alistó en las filas de los vencedores; Galerio, Maximino Daja y el propio Majencio, se habían percatado ya de la inutilidad de seguir persiguiendo a unos hombres que no habían sido vencidos durante dos siglos y medio. Antes o después, un emperador romano se vería obligado a reconocer la victoria conseguida por el cristianismo sobre el Imperio.
La verdadera causa del triunfo del cristianismo hay que buscarla en algún factor proveniente del mismo cristianismo; se ha apelado al nivel moral de los cristianos, ciertamente muy superior al de los paganos; también se ha tenido en cuenta la asistencia caritativa de las distintas comunidades cristianas; pero la causa real, que explica incluso el valor de esa moralidad y de esa caridad fraterna, no es otra que la figura misma de Jesucristo, y el mensaje anunciado por él. Jesucristo fue y sigue siendo la causa de todo lo que se hace y dice en la Iglesia; y en él se afirma el triunfo de la Iglesia.
Por otra parte, la novedad de la libertad constantiniana no era tan grande en sí misma; la aproximación de Constantino, en cuanto emperador, a los cristianos no fue un cambio tan radical como a veces se dice, porque empezando por los apologistas que fomentaban una relación tolerable del Imperio con los cristianos, y pasando por los frecuentes contactos habidos entre los cristianos y las autoridades imperiales, y la tolerancia promulgada por Galerio, no fueron nada más que los peldaños de una larga y empinada escalera que llevó a los cristianos a la plataforma de su libertad y a su reconocimiento oficial en el Imperio, como punto de partida para una estrecha y duradera colaboración.
ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
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