LA CONVERSIÓN AL CRISTIANISMO DURANTE LOS TRES PRIMEROS SIGLOS
1. EL TIEMPO DE LA MISIÓN DE LA IGLESIA
Los primeros cristianos esperaban que la generación siguiente a la muerte, resurrección y ascensión de Cristo, ya podría contemplar su retorno glorioso; pero esto no significa, sin embargo, que los seguidores de Jesús no reflexionaran y se esforzaran, a la luz del Espíritu Santo, por comprender cada día mejor lo que creían, y por dar razón de su esperanza, tanto a los judíos como a los paganos. De hecho, solamente después de la venida del Espíritu Santo empezaron a entender de verdad todo lo que Jesús había dicho y había hecho (cf. Jn 2,19-22). Este esfuerzo de comprensión, sin embargo, era para ellos algo meramente provisional, porque los autores del Nuevo Testamento afirman reiteradamente que, con la encarnación del Verbo, la muerte y resurrección de Cristo, y la venida del Espíritu Santo, el Padre había cumplido todas las promesas hechas en el Antiguo Testamento acerca de su plan de salvación de los hombres.

Antes de la última revelación de Dios en Cristo, el tiempo tenía un sentido y una dirección, porque caminaba hacia esta revelación definitiva: cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo nacido de mujer (Gal 4,4). Por eso los autores del Nuevo Testamento se esforzaron por establecer la correlación perfecta entre las profecías del Antiguo Testamento y lo acaecido en Jesús de Nazaret, Verbo de Dios encarnado. Parecía, por tanto, que si con la encarnación, predicación, muerte y resurrección de Cristo había llegado la plenitud, ya no había nada más que esperar en adelante.

Pero, como el tiempo pasaba y el Señor no retornaba, entonces el tiempo adquirió un nuevo sentido; empezó a ser considerado desde el ángulo de la misión de la Iglesia; es decir, si el tiempo «antes de Cristo» tendía hacia él como a su plenitud, el tiempo «después de Cristo», en cambio, representa la duración necesaria para que los Apóstoles, y con ellos la Iglesia, prediquen «la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén » (Lc 24,47).

De este modo, el tiempo «después de Cristo» es el tiempo de la Iglesia, durante el cual el propio Cristo colaborará con ella (cf. Me 16,20), y el Espíritu Santo la guiará a la verdad completa (cf. Jn 16,13).

El tiempo «después de Cristo» será medido por la memoria litúrgica, o sea, por la «representación» —hacer presente de nuevo— de los acontecimientos salvíficos de Cristo, como espera profética de su retorno glorioso; este tiempo de la Iglesia será ocupado por la predicación de la ley santa del Señor a toda criatura. Pero ahora cabe preguntar cuál es el sentido salvífico de los acontecimientos concretos del tejido histórico, en contraposición a los acontecimientos salvíñcos del Antiguo Testamento que estaban orientados hacia la llegada del Verbo de Dios hecho hombre.

A medida que la evangelización se extendía por todo el mundo entonces conocido, que en realidad se reducía al Imperio Romano y a los pueblos «bárbaros», fue preciso cambiar de modo de pensar respecto al tiempo que ha de transcurrir entre la ascensión del Señor y su segunda venida. En efecto, el tiempo ya no podía ser entendido en el sentido de anunciar el Evangelio a todas las naciones, porque este anuncio se daba ya por concluido, y entonces se empezó a pensar que ese tiempo intermedio, entre la Ascensión y la Parusía, es el tiempo del perfeccionamiento progresivo del anuncio ya cumplido.

Es cierto que, si los planes de salvación del Padre, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4), se habían cumplido ya en Cristo resucitado porque el Espíritu Santo había llevado a su cumplimiento la comprensión del misterio de Cristo en la tradición de la Iglesia, de ahora en adelante, la misión de la Iglesia se reducirá únicamente a conservar y desarrollar la perfección cumplida ya por Cristo y por el Espíritu.

Pero después de los grandes descubrimientos geográficos de los siglos XV y XVI, y muy especialmente después del Concilio de Trento, la Iglesia se percató de que, con la conversión de los nuevos pueblos descubiertos, que todavía no conocían a Cristo, sería posible aportar algo «nuevo» a la comprensión de la Buena Nueva traída por Cristo, dando así lugar a una reflexión sobre lo que a la comprensión del Evangelio podían aportar esos pueblos caracterizados por unas culturas diferentes de aquella en la que les había sido presentado el Evangelio. De este modo la misión evangelizadora de la Iglesia tomará un nuevo impulso.

2. LA CONVERSIÓN CRISTIANA Y OTRAS «CONVERSIONES»
La conversión, desde una perspectiva meramente religiosa, no es patrimonio exclusivo del cristianismo, sino que pertenece a todas las religiones, en cuanto que todo hombre es susceptible de un cambio en el modo de obrar y de pensar, y en la orientación que, en un determinado momento, quiere dar a su vida; de este modo, la conversión puede entenderse, desde una perspectiva estrictamente religiosa, como el reconocimiento y aceptación del Dios único, y en consecuencia, del abandono de la idolatría; y la conversión también puede entenderse, desde una situación de escasa influencia de la religión en la vida, para pasar a otra situación de máxima coherencia, como es el caso del cristianismo, con las consecuencias que conlleva reconocerse liberado del pecado por medio de la acción salvífíca de Jesucristo.

En el judaismo tardío y en los orígenes del cristianismo que empalma con aquél, la «conversión» es un concepto escatológico en el que la libre elección del individuo no tiene nada que hacer, porque, del mismo modo que la salvación es colectiva, también es colectiva la conversión, conversión de todo el pueblo; en el mundo grecorromano la «salvación» es salvación del individuo; en cambio, para la escatología es salvación de una colectividad; el individuo se salva en cuanto constituye parte de la colectividad. Después de la caída de Jerusalén en el año 70, la escatología hebrea perdió vitalidad respecto a la dimensión colectiva de la salvación; y por ese mismo tiempo también en el cristianismo la salvación ya es, al menos tendencialmente, salvación individual; y, en consecuencia, al perder la inminencia escatológica de los orígenes, se dará lugar, con el Pastor de Hermas, a una segunda penitencia para los pecados cometidos individualmente después del bautismo.

El cristianismo no fue la única fuerza espiritual que se empeñó en la captación del mundo antiguo, sino que los heraldos de la fe en Jesucristo tuvieron que concurrir con otras muchas fuerzas, no sólo religiosas como el judaismo, el mitraísmo y los cultos orientales y egipcios, sino también filosóficas como el pitagorismo, el estoicismo, y el neoplatonismo. Cada una de estas religiones y movimientos filosófíco-culturales provocaron adhesiones y también rechazos.

El mundo grecorromano era sin duda profundamente religioso y ofrecía una variedad inmensa de posibilidades, pero su religión estaba ligada a las familias, a las ciudades y a los estados; por eso mismo el mayor sufrimiento de los desterrados consistía en verse privados de su religión y no tener derecho a participar en el culto de la ciudad en la que habían encontrado asilo; de esta misma condición participaban los esclavos. Ninguna de aquellas religiones antiguas era universal y exclusiva, es decir, que exigiese por su propia identidad una expansión universal y, además, que sus adeptos tuvieran que rechazar expresamente todos los demás dioses como una pura vacuidad; y que, por lo mismo, tampoco pudieran participar en las funciones de su culto. Los seguidores de cualquier religión pagana eran libres para adorar en privado o en público los dioses que quisieran, con tal de que no rechazasen el culto oficial de la Ciudad o del Estado. Quien se daba de baja de la religión oficial, se daba también de baja de la pertenencia a la Ciudad o al Estado.

En cambio, la conversión al judaismo y al cristianismo excluía por principio el reconocimiento de otros dioses y la participación en su culto. Éste comportamiento religioso por parte de los judíos y de los cristianos no llevaba consigo la negación de la Ciudad o del Estado; pero las autoridades imperiales y la sociedad en general pensaban que los cristianos eran traidores al Imperio; y ésta fue la causa fundamental de las persecuciones contra los cristianos, no contra los judíos, los cuales gozaban de ciertos privilegios, entre ellos el de poder practicar su culto, sin atender para nada al culto oficial del Imperio. Si los cristianos fueron perseguidos se debió, en última instancia, a la falta de libertad religiosa.

3. FUERZAS QUE COMPITIERON CON EL CRISTIANISMO POR LA CONVERSIÓN DEL MUNDO ANTIGUO
a) La conversión al judaismo
Antes del advenimiento de Cristo, los judíos se hallaban esparcidos por toda la cuenca del Mediterráneo; y en todas partes hacían esfuerzos gigantescos para convertir a los gentiles. La religión judía, como el cristianismo, es religión excluyente de todas las demás religiones, pero los judíos tenían privilegios imperiales para practicar su religión sin necesidad de practicar el culto oficial del Imperio. El judaismo compitió con el cristianismo de dos modos: en primer lugar, oponiéndose a él como a una secta de renegados que habían abandonado las prácticas judías y predicaban a Jesús de Nazaret como el Mesías; según Justino, esta oposición radical del judaismo entorpecía en gran medida la expansión del cristianismo, no sólo en Palestina, sino incluso en la Diáspora, porque enviaron «hombres escogidos» para que hicieran frente a los cristianos en las ciudades principales del Imperio; y en segundo lugar, compitiendo con los cristianos en la conversión de los gentiles.

Los judíos vencieron parcialmente en el primer punto porque, en algunos casos concretos, se aliaron con el Imperio en la persecución de los cristianos; tal fue el caso del martirio de San Simeón, pariente del Señor, que fue acusado por los judíos ante el procónsul Ático que lo condenó a ser crucificado en el año 107; pero en el segundo caso, la conversión de la gentilidad al judaismo fue un verdadero fracaso.

La religión judía tuvo sin duda muchos simpatizantes entre los gentiles, siendo el monoteísmo uno de sus principales atractivos, como asimismo la elevada moralidad familiar, en contraposición a la decadencia familiar en que se hallaba sumergido el Imperio Romano. Los judíos de la Diáspora consiguieron que la sociedad romana aceptase costumbres y usos judíos, hasta el punto de que en muchas ciudades se impuso el descanso sabático.

Sin embargo, el judaismo presentaba a los ojos de los gentiles unos obstáculos muy difíciles de superar; el mayor de todos era sin duda la circuncisión que para la mentalidad gentil constituía una mutilación vergonzosa. Y además estaba el hecho de que, después de haber dado el sí definitivo al judaismo, los gentiles tenían los mismos deberes que los judíos descendientes de Abraham, pero no gozaban de los mismos derechos. Jesús reprochó a los judíos la incoherencia de su afán proselitista (cf. Lc 23,15).

En realidad fueron muy pocos los «prosélitos», es decir, gentiles convertidos a la religión de Israel; fueron, en cambio, muchos los gentiles que no se atrevieron a dar el paso definitivo para entrar de verdad en el judaismo; y se quedaron en simpatizantes, que no se atrevieron a cruzar el umbral de la sinagoga; de ahí el nombre de «prosélitos de la puerta».

b) La conversión a la filosofía
La filosofía era una especie de «religión laica», una religión sin dioses, que, sin embargo, tuvo una poderosa fuerza de atracción de las conciencias, sobre todo en los estratos más altos de la sociedad, porque no se contentaba con la simple especulación abstracta, sino que discurría sobre la vida real de cada día, exigiendo unos determinados comportamientos. Muchos filósofos, coherentes con los principios que enseñaban, se apartaron de la sociedad para no verse contaminados por las preocupaciones de este mundo.

Las enseñanzas de filósofos como Pitágoras, Sócrates, Diógenes el cínico, Epicuro, Séneca y Epicteto, influyeron en gran medida en la formación espiritual de los hombres de su tiempo; algunos filósofos tenían escuelas privadas donde impartían sus lecciones; y otros iban de ciudad en ciudad predicando su mensaje filosófico, al estilo de lo que hacían los misioneros cristianos, con quienes se cruzaron muchas veces por los caminos, y compitieron con ellos en las plazas públicas; hubo filósofos estoicos, como Séneca en el siglo I, y Epicteto y el propio emperador Marco Aurelio en el siglo II, que se convirtieron en verdaderos maestros espirituales o directores de conciencia de los estratos más altos de la sociedad romana de su tiempo.

Los emperadores en sus palacios, los aristócratas en sus villas de recreo, y los altos jefes del ejército en sus tiendas de campaña, escuchaban gustosos las lecciones de sus filósofos preferidos que los acompañaban y amaestraban en los principios del buen comportamiento privado y público. Por eso se puede hablar no sólo de una «conversión» a la filosofía, sino incluso de una santidad filosófica, porque transformaba interior y exteriormente a sus adeptos.

Sin embargo, la filosofía fracasó estrepitosamente en la conquista espiritual del mundo antiguo porque no pudo ofrecer una solución válida a las preguntas fundamentales de los hombres de todos los tiempos, en torno a la vida y la muerte, ante el presente y el más allá.

c) La conversión a las «religiones mistéricas»
Cuando el mensaje de Jesús empieza a ser conocido en la cuenca del Mediterráneo, el politeísmo había recibido ya un severo correctivo de parte de los grandes filósofos griegos, principalmente estoicos y epicúreos; y la fe judía en la existencia de un único Dios, que había popularizado la penetración del judaismo en todo el Imperio Romano, facilitó en gran medida la buena acogida del mensaje monoteísta cristiano.

Como contrapartida a la desaparición del panteón griego y romano, se advierte, desde el siglo I antes de Cristo, una profunda penetración de las religiones orientales y egipcias en el Imperio Romano. Todos los esfuerzos del Senado romano por alejar al pueblo de esa influencia religiosa oriental fueron inútiles. A finales del siglo III, la sociedad romana había abandonado definitivamente a las divinidades griegas y romanas, y se refugió en el henoteísmo que reconocía la existencia de un dios que estaba por encima de todos los demás dioses, que, si bien al principio se identificaba con Júpiter, posteriormente se identificó con el Sol invicto, el «dios eterno», el «dios supremo»; esta tendencia religiosa ya se advierte en los filósofos de finales del siglo II; por ejemplo Celso aboga por la adoración de un gran dios, entre el cual y los hombres están los ángeles, los demonios y los héroes; esta ideología henoteísta abunda en muchas inscripciones halladas en las más distantes provincias occidentales del Imperio Romano.

El culto al Sol invicto entró en Roma en tiempos de Septimio Severo (193-211) y especialmente bajo Heliogábalo (218-222), y tuvo una gran difusión a lo largo del siglo III. El emperador Aureliano (270-275) parece que tuvo la intención de unificar todas las religiones del Imperio en el culto al Sol invicto; y ya desde los tiempos de Galieno (260-268) el Sol invicto se convirtió en la divinidad protectora del emperador. Desde entonces la imagen del sol aparece con frecuencia en las monedas romanas con inscripciones como éstas: Señor del Imperio Romano; Sol invicto; Sol conservador. Antes incluso que el culto al Sol invicto, se extendiese por todo el Occidente, el culto mistérico de Cibeles, la diosa de la fecundidad, y el culto de Apolo gozaron de gran prestigio en toda la cuenca del Mediterráneo.

La religión egipcia alcanzó también una gran penetración en el Imperio, especialmente en la capital. Roma dedicó varios templos a las divinidades oficiales de Egipto, Isis y Osiris; Isis era venerada como la diosa universal que trajo al mundo la moral y la civilización, y protegía a los necesitados; era muy vistosa y concurrida la procesión que en su honor se hacía anualmente en Roma. Y Osiris, esposo de Isis, era el dios de la vegetación, que muere y resucita; sus adeptos veían en la muerte de Osiris su propia muerte; y en su resurrección la propia resurrección. Los ritos de iniciación en este culto egipcio estaban revestidos de una extraordinaria grandiosidad que causaba la admiración de los espectadores. Posteriormente Isis dejó su puesto de honor en el corazón de sus adoradores al dios Sérapis, divinidad y culto creados por Ptolomeo I, que pretendía unir con esta nueva divinidad a sus subditos griegos y egipcios. Sérapis recuerda a los dioses griegos Júpiter y Esculapio. Juliano el Apóstata quiso restaurar su culto.

d) La conversión al mitraísmo
También el mitraísmo es una religión mistérica, pero merece un tratamiento aparte, porque se ha llegado a decir que, si el Imperio Romano no se hubiera convertido al cristianismo, se habría hecho mitriaco, por la extraordinaria penetración que llegó a tener el culto del dios Mitra en todo el mundo, desde la India hasta España, y desde Alemania hasta África. Se trataba de una religión personal, no étnico-política o nacional, cuyo origen se ha de buscar en el antiguo Irán; su simbolismo fundamental está en conexión con el dios persa de la luz; Mitra es un dios solar que se presenta en tres figuras sin que se trate propiamente de una triada y mucho menos aún de una trinidad, sino más bien de las tres fases diarias de la carrera solar: amanecer, mediodía y ocaso, y de las tres fases anuales respectivas: primavera, verano y otoño.

Mitra no es un dios supremo, sino un dios subordinado que ocupa un lugar intermedio entre el cielo y la tierra; es un dios mediador, o mejor, un dios protector de los hombres, especialmente en su viaje después de la muerte. Mitra caza, por orden de Apolo, un toro salvaje para un sacrificio. Los iniciandos en el culto de Mitra se bañan en la sangre del toro, haciéndose así merecedores de la salvación eterna significada en el banquete ritual que se celebraba después de ser bautizados en la sangre del toro.

El mitraísmo llegó a su apogeo en tiempos de Diocleciano (275-305); en un tiempo, por tanto, en el que el cristianismo estaba ya tan arraigado en el Imperio Romano, que era imposible desplazarlo. Por otra parte, a pesar de su extraordinaria extensión geográfica, el mitraísmo fue siempre, por su exotismo, una religión minoritaria, en la que no podían participar las mujeres; y precisamente por este carácter varonil, tuvo mucha aceptación entre los soldados.

La prueba más evidente de su extraordinaria penetración son los numerosos templos que le fueron dedicados en todo el Imperio Romano de Occidente, especialmente en Roma y sus cercanías; solamente en Roma y su entorno se conservan los vestigios de 11 templos; también en España encontró adeptos, como lo demuestra el mitreo descubierto en Mérida (Badajoz).

4. EXPANSIÓN DEL CRISTIANISMO ANTES DE LA CONVERSIÓN DE CONSTANTINO
a) En Palestina, Grecia y Asia Menor
La expansión del cristianismo en Palestina se terminó de momento con la caída de la Ciudad Santa en manos de los romanos en el año 70. Algunos cristianos huyeron a Pella, al otro lado del Jordán, hasta el año 74, fecha en que por lo menos algunos volvieron a Jerusalén y reorganizaron la comunidad, cuyo obispo San Simeón, pariente del Señor, la dirigió hasta su muerte (107). El fue quien empezó de nuevo la predicación del Evangelio por Palestina con resultados bastante positivos, puesto que Eusebio dice que, hasta la muerte de San Simeón, «muchos de la circuncisión se convirtieron a la fe»; pero las dificultades eran cada vez mayores porque el cristianismo palestinense se dejó inficionar por diversas corrientes gnósticas propagadas por Simón Mago, Dositeo, Menandro y Cerinto. El cristianismo palestinense sufrió un nuevo descalabro a causa de la sublevación de Bar-Kochba (132-135) que provocó el martirio de no pocos cristianos; y la mayor parte tuvieron que huir de nuevo más allá del Jordán; Jerusalén fue arrasada y sobre sus ruinas los romanos edificaron la nueva ciudad con el nombre de Aelia Capitolina, siendo prohibida en ella la presencia de judíos.

De este modo la nueva comunidad cristiana de Jerusalén estaba integrada solamente por cristianos provenientes de la gentilidad, siendo Marcos, de origen griego, su primer obispo; y griegos fueron también todos sus sucesores hasta mediados del siglo III. Todas las demás comunidades palestinenses, a lo largo de los siglos II y III, también estaban integradas casi exclusivamente por cristianos de etnias gentílicas.

En la parte oriental del Imperio, cuando Diocleciano alcanzó el trono imperial (275), ya era cristiana casi la mitad de la población de las grandes urbes, especialmente en aquellas zonas geográficas que habían experimentado un mayor influjo de la cultura helenística; entre ellas sobresalían naturalmente las ciudades de Grecia, como Corinto y Tesalónica, de Tracia y de Macedonia; la isla de Chipre, que también había recibido las primeras luces evangélicas directamente de San Pablo, presentó tres obispos en el Concilio I de Nicea (325) y 12 en el Concilio de Sárdica (342); no se conoce en cambio la presencia de ningún obispo a principios del siglo IV en Creta, la isla evangelizada por Tito, discípulo de San Pablo; pero sí se constata la presencia de los obispos de Rodas y Lemos en el mencionado Concilio I de Nicea.

Las provincias romanas del Asia Menor: Capadocia, Armenia, Ponto, Frigia, Galacia de Pisidia, Licaonia, Panfilia e Isauria, la mayor parte de ellas evangelizadas por San Pablo, constituían a principios del siglo IV, junto con Egipto, la zona más cristianizada del Imperio, a pesar de que el cristianismo tuvo que luchar duramente con la presencia preponderante de las religiones mistéricas orientales.

Expediciones misioneras provenientes de Antioquía, que conservó muy vivo el espíritu misionero de sus orígenes, evangelizaron por la provincia romana de Cilicia, donde predominaba la ciudad de Tarso, cuyo obispo ejercía funciones de metropolitano, pues junto con otros nueve obispos de la región firmaron las actas del Concilio I de Nicea.

Las ciudades costeras de Fenicia, como Tiro, Sidón, Biblos y Trípolis, recibieron con gran éxito el evangelio de las comunidades sirias más próximas; en cambio fue muy escasa la penetración en el interior, donde los cultos del dios solar mantenían su predominio. En Tiro murió y fue sepultado el gran maestro de Alejandría, Orígenes.

b) En Italia, Francia, Islas Británicas, Alemania y España
La expansión del cristianismo a finales del siglo III era muy desigual, según las diferentes provincias occidentales del Imperio. El cristianismo fue en sus orígenes una religión urbana, como urbana era la civilización romana; por eso su gran expansión empezó por las principales ciudades de la cuenca mediterránea, de modo que la evangelización de los campos solamente pudo llevarse a cabo a gran escala después del Edicto de Milán (313). En general, a finales del siglo III, la expansión del cristianismo en la parte occidental era muy inferior con relación a la parte oriental del Imperio.

En Italia, al margen de Roma, donde ya en la persecución de Nerón (64) «una multitud ingente» consiguió la gloria del martirio, a lo largo de los siglos II y III el número de cristianos creció ininterrumpidamente, hasta el punto de que en tiempos del papa Cornelio (251-253) había 46 presbíteros, 7 diáconos, 7 subdiáconos, 42 acólitos, y 52 exorcistas, lectores y ostiarios; y atendían a 1500 pobres y viudas, «a quienes alimentaba la gracia y la caridad del Señor»; lo cual es un buen indicio del elevado número de cristianos que componían la célebre comunidad de la capital del Imperio.

Por las mismas fechas, con ocasión del cisma de Novaciano se celebró en Roma un concilio en el que participaron 60 obispos provenientes de las ciudades más cercanas del centro y sur de Italia. Los más de 100 obispos que participaron en el concilio celebrado en Roma en el año 313 demuestran que por esas fechas todas las ciudades más importantes de Italia contaban ya con un obispo, a excepción del norte donde el cristianismo no tuvo una expansión profunda hasta bien entrado el siglo IV.

En las Galias, como en Italia, también empezó el cristianismo por sus ciudades costeras del sur, especialmente por Marsella; pero llegó bastante pronto a las ciudades más importantes del interior hasta el Rin: Burdeos, Bourges, Sens, París, Rouen, Soissons, Reims, Chálons, Tréveris, Maguncia y Colonia.

Las Islas Británicas no conocieron tan pronto el cristianismo como las regiones más cercanas del continente; pero en el Concilio de Arles (314) estaban presentes los obispos de Londres, Lincoln, y York.

En España, como ya se ha visto en un capítulo anterior, había en tiempos de San Cipriano (+258) obispos en Astorga-León, Calahorra, Mérida, Córdoba, Alcalá (de Henares), Zaragoza, Tarragona, Sagunto, Barcelona, Gerona, e Ilíberis (Granada); estas comunidades cristianas eran bien conocidas por sus mártires. En la segunda mitad del siglo III se celebraron sínodos en los que participaron numerosos obispos; y en el comienzo mismo del siglo IV, se celebró el Concilio de Ilíberis (305) en el que tomaron parte 19 obispos y 24 presbíteros que representaban a sus comunidades en ausencia de sus obispos; la mayor parte eran representantes de las Iglesias del sur de la Península Ibérica, no sólo por la mayor cercanía, sino porque en el sur había una mayor densidad de población cristiana; pero en él estaban representadas todas las provincias de la Península.

Con ocasión de las invasiones de los vándalos, también se constata la presencia de obispos en Mallorca, Menorca e Ibiza. El carácter combativo del cristianismo ibérico quedó plasmado en el canon 60 del Concilio de Ilíberis, que prohibía considerar como mártires a los cristianos que hubieran muerto por destruir estatuas de dioses paganos.

c) En África proconsular y Egipto
En el norte de África, la Provincia proconsular estaba tan romanizada que era llamada otra Italia, y era la región con mayor número de obispos, si se tiene en cuenta que en los concilios reunidos a finales del siglo IV para combatir el cisma donatista, se congregaron cerca de 750; aunque esta proliferación episcopal se debió en gran medida a que todas las comunidades cristianas, incluso en las aldeas más insignificantes, estaban presididas por un obispo, a fin de contrarrestar la influencia del donatismo. Desde principios del siglo III, tal como aparece en los escritos de Tertuliano, Cartago era la capital eclesiástica de toda la región, que influía incluso más allá del norte de África, como acaecerá a mediados de la misma centuria, cuando San Cipriano intervino en los asuntos de las Iglesias españolas de Astorga y Mérida. Tertuliano es también testigo de que a finales del siglo II había comunidades cristianas en Numidia y Mauritania; solamente menciona las comunidades de Adrumeto, Tysidus, Lámbese y Útica, pero por el martirologio se puede deducir que había muchas más.

La fundación de la Iglesia de Alejandría por San Pedro no pasa de ser una leyenda. En Egipto, especialmente en Alejandría, convergían la cultura griega, el poder de Roma y una numerosa colonia judía; era una de las provincias del Imperio con mayor número de cristianos, aunque solamente hacia el año 180 se tienen noticias ciertas de esta cristiandad con la figura de San Demetrio, obispo de Alejandría, el cual consagró tres obispos para otras tantas ciudades de la zona; y Heraclas, su sucesor en la silla alejandrina, consagró otros 20 obispos; la vitalidad de esta comunidad está bien atestiguada por su Escuela catequética fundada por San Panteno en las postrimerías del siglo II; y, sobre todo, por los 10000 mártires que, según Eusebio, provocó allí la persecución de Septimio Severo. El cristianismo creció espectacularmente en Egipto a lo largo del siglo III porque, cuando la cuestión arriana, el patriarca Alejandro de Alejandría convocó un concilio en el que tomaron parte 100 obispos, amigos suyos, provenientes de Egipto, Tebas, Libia y Pentápolis, sin contar los partidarios de Arrio, que también fueron muchos.

d) El cristianismo más allá de la cuenca mediterránea
Antes de la paz constantiniana, el cristianismo ya se había extendido más allá de las fronteras del Imperio. La primera evangelización de Armenia se debió a misioneros provenientes de Edesa; pero la gran expansión del evangelio en este reino, procedió de Capadocia, donde se había refugiado el armenio Gregorio durante las luchas por el poder político entre los Sasánidas persas, los príncipes de Palmira, hasta que intervino el Imperio Romano, que dominó la situación e hizo de Armenia un reino aliado de Roma. En Cesárea de Capadocia fue bautizado Gregorio (285-290); y al regresar a Armenia fue el gran evangelizador de su pueblo, que lo apellidó como Gregorio el Iluminador; los 40 mártires de Sebaste, durante la persecución de Diocleciano, son el mejor indicio de que, a principios del siglo IV, la práctica totalidad de la población armenia se había convertido ya al cristianismo. La vecina Georgia se convertirá al cristianismo un poco más tarde, bien entrado el siglo IV, por misioneros provenientes de las comunidades cristianas del occidente de Asia Menor.

Arabia recibió el cristianismo de dos corrientes distintas: la región del norte fue evangelizada por misioneros provenientes de Transjordania; y la región del sur por misioneros de Alejandría, hasta el punto de que el propio Orígenes estuvo en varias ocasiones en Bostra, capital de la región, a petición de su obispo Berilo, tomando parte, hacia el año 240, en dos sínodos de aquella Iglesia en que se trataron temas relativos al misterio trinitario. Varios obispos árabes tomaron parte en el Concilio I de Nicea (325).

El centro más importante del cristianismo en Mesopotamia fue Edesa, capital de Osroene, donde existía a finales del siglo II una cristiandad muy floreciente; el propio rey de Edesa se convirtió con toda su familia; una muestra de la gran penetración del cristianismo en esta región mesopotámica, fueron las cartas que sus obispos escribieron a Roma con ocasión de la controversia pascual; la gran labor misionera primero de Taciano (+165) y después de Bardesanes (+222) consiguió que la práctica totalidad de la población del reino de Edesa se convirtiera al cristianismo; aunque posteriormente, con la decadencia del reino, decayó también la presencia cristiana; así lo atestigua el Itinerario de la monja española Egeria, de finales del siglo IV, en el que se dice que solamente quedaban algunos sacerdotes y monjes. En el interior de Mesopotamia, siguiendo el curso del río Tigris, se constata a principios del siglo III la existencia de 17 comunidades cristianas con sus obispos al frente. En el siglo III se crearon los obispados de Nisíbide donde floreció una escuela teológico-catequética, y el de Seleucia-Ctesifonte, junto al Eufrates; este obispado será posteriormente la capital eclesiástica de todo el territorio.

El cristianismo penetra en Persia a comienzos del siglo III, por medio de los prisioneros de guerra del rey Sapor I; y después por los misioneros enviados por la comunidad de Antioquía. Merced a la protección de Sapor I se incrementó en gran medida la presencia cristiana; pero la actitud contraria del rey Sapor II, que emprendió una dura persecución contra los cristianos, hizo disminuir su número. No obstante, florecieron especialmente las comunidades de Persépolis, Ardaschircara, Bisapur y Cazerum.

Los orígenes del cristianismo en el inmenso territorio de la India hay que buscarlos, con plena certeza, a principios del siglo IV, pues Arnobio de Sicca, apellidado el Antiguo, supone la existencia de algunos cristianos aislados en aquellas latitudes. Es cierto que los cristianos de Santo Tomás, instalados en el sur de la India, quieren remontar sus orígenes a la predicación de este Apóstol, tomando como fuente los Hechos de Tomás, un libro apócrifo en el que se habla de un rey llamado Gundafor, cuya existencia parece atestiguada merced a algunos descubrimientos arqueológicos recientes. Lo más cierto parece ser que el norte de la India fue evangelizado bastante pronto por cristianos persas; y sus habitantes convertidos al cristianismo, debido a algunas persecuciones, se vieron obligados a emigrar hacia el sur de la India.

Es cierto que solamente en el año 525 se conocen comunidades cristianas bien organizadas en Malabar y en Ceilán; pero esto obliga necesariamente a admitir la presencia cristiana en estos territorios en un tiempo anterior muy largo. El hecho es que los cristianos de la India dependieron durante mucho tiempo del Patriarcado de Seleucia- Ctesifonte; y aunque el convencimiento acerca de la presencia de Santo Tomás en la inicial evangelización de estas tierras permanece muy arraigado, sin embargo, no se puede confirmar con fuentes plenamente seguras.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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