SAN PABLO Y LOS CAMINOS DE LA GENTILIDAD

SAN PABLO Y LOS CAMINOS DE LA GENTILIDAD


San Pablo

1. CONVERSIÓN DE SAN PABLO

San Pablo fue el gran protagonista de la liberación del cristianismo respecto de la cultura judía. Pablo es la figura más señera del cristianismo primitivo; verdadero «super apóstol» porque él mismo dice que ha trabajado «más que los demás Apóstoles» (1 Corintios 15,10). Era de raza judía, de la tribu de Benjamín; y era ciudadano romano por su nacimiento en Tarso de Cilicia. Por su formación infantil conocía la lengua y la cultura helenistas; por su formación religiosa, recibida en Jerusalén en la prestigiosa escuela del rabino Gamaliel (Hechos 5,34-39), pertenecía a la secta de los fariseos; y sobresalía por el celo en defensa de las tradiciones judías.

Pablo aparece por primera vez en la escena cristiana en torno al año 36, cuando el martirio de Esteban; él no intervino directamente, pero «guardaba las ropas» de quienes lo apedreaban (Hechos 8,58). Se distinguió por su animosidad contra los cristianos, hasta el punto de pedir cartas credenciales para las autoridades de la sinagoga de Damasco, a fin de apresar a los seguidores de Jesús, «hombres o mujeres », y «llevarlos atados a Jerusalén» (Hechos 9,2).

Pero el Señor le salió al paso en el camino de Damasco; y le dio un giro de noventa grados a su vida; se convirtió al Señor Jesús, y se hizo bautizar por Ananías en Damasco. La conversión de San Pablo es la más célebre de todo el cristianismo primitivo; pero esta conversión resulta ser también la más misteriosa; se han dado muchas versiones sobre ella; hay quienes la atribuyen a la reverberación del sol sobre la arena que le trastornó la cabeza; otros opinan que fue la consecuencia de la excitación nerviosa, que, al acercarse al fin del viaje, se conmueve y se pasa al bando de las víctimas; y otros piensan que es la consecuencia de la alteración de sus convicciones a causa del martirio de Esteban. De lo que no cabe duda es que, una vez convertido, Cristo se ha apoderado de él de tal manera, que ya no podrá ser otra cosa que discípulo suyo. Pablo no fue nunca hombre de medias tintas; judío, lo fue hasta las últimas consecuencias; y cristiano, se entregó por completo a la causa de Cristo.

Pablo empezó de inmediato a anunciar la Buena Nueva en las sinagogas de Damasco; y era tal su ardor, que provocó las iras de los judíos, que quisieron asesinarlo (Hechos 9,25); después pasó tres años en el desierto de Arabia, probablemente en el ambiente de alguna comunidad cristiana relacionada con los esenios, pues en sus cartas aparecen vestigios de las doctrinas sadocitas, propias de los esenios de Qumrán. Después viajó a Jerusalén, donde los cristianos lo recibieron con recelo por su historial de perseguidor de la Iglesia; pero por la mediación de Bernabé que lo presentó a los Apóstoles y les contó su conversión, la comunidad lo aceptó, y él «andaba con ellos por Jerusalén, predicando valientemente en el nombre del Señor», hasta el punto de que los judíos helenistas de Jerusalén lo consideraron un traidor, e intentaron asesinarlo; y al saberlo los «hermanos, lo llevaron a Cesárea, y le hicieron marchar a Tarso», su ciudad natal (Hechos 9,26-30).

2. EL PRIMER VIAJE APOSTÓLICO DE SAN PABLO


Primer viaje apostólico de San Pablo
En la comunidad de Antioquía se incrementaba día a día el número de gentiles que se convertían al cristianismo; entonces la comunidad de Jerusalén envió a Bernabé para que inspeccionara la realidad de la comunidad antioquena. La impresión de Bernabé no pudo ser mejor; «cuando llegó y vio la gracia de Dios se alegró y exhortó a todos a permanecer con corazón firme» (Hechos 11,23); la presencia de Bernabé en Antioquía, «porque era un hombre bueno, lleno del Espíritu Santo y de fe» (Hechos 11,24), aumentó aún más el número de creyentes. Entonces Bernabé fue a Tarso en busca de Pablo y lo rescató para la comunidad de Antioquía, donde permanecieron juntos un año entero, adoctrinando a una gran muchedumbre (Hechos 11,26). Después de la visita de unos profetas venidos de Jerusalén, uno de los cuales se llamaba Agabo, que anunciaron una gran hambre «sobre toda la tierra» (Hechos 11,27-28), la comunidad antioquena designó a Bernabé y a Pablo para llevar a los hermanos de Jerusalén un donativo recogido en una colecta para paliar los efectos del hambre que, en efecto, se desató en tiempos del emperador Claudio (cf. Hechos 11,27-30). Al regresar de Jerusalén, Bernabé y Pablo trajeron consigo a Juan Marcos.

La comunidad de Antioquía, ante la buena acogida que los paganos prestaban al evangelio, decidió enviar algunos hermanos en una misión, a fin de explorar las posibilidades que se ofrecían al evangelio en el mundo de la gentilidad. Los profetas de la comunidad de Antioquía, impulsados por el Espíritu Santo, pronunciaron este oráculo : «separadme a Bernabé y Saulo para la obra a que los he llamado » (Hechos 13,2); eligieron a Bernabé y Pablo, «les impusieron las manos y los enviaron» (Hechos 13,3); les acompañó Juan Marcos (Hechos 13,5).

En torno al año 46, Bernabé, Pablo y Juan Marcos se embarcaron para Chipre, donde encontraron una comunidad cristiana que había sido fundada por los cristianos helenistas expulsados de Jerusalén con ocasión del martirio de Esteban. Convirtieron al gobernador romano Sergio Paulo, en cuyo honor Saulo cambió su nombre, Saulo, por el de Paulo. En Chipre, Bernabé, que era el jefe de la expedición misionera, pasa a un segundo plano y Pablo se coloca al frente de la misma.

Desde Pafos regresaron al continente, desembarcando en Perge de Panfilia; Juan Marcos no quiso proseguir el viaje y regresó a Antioquía. Bernabé y Pablo prosiguieron su campaña misionera, recorriendo Pisidia, Iconio, Listra, Derbe, Licaonia, y regresaron por el mismo camino hasta Atalía, donde se embarcaron para Antioquía. Esta campaña misionera iba dirigida en primer lugar a los judíos de la diáspora, de modo que, al llegar a una ciudad, se dirigían a la sinagoga, donde anunciaban la buena nueva del reino a sus hermanos de raza; pero, ante su oposición sistemática a abrazar la fe, se dedicaron a los gentiles, los cuales se mostraron muy bien dispuestos para recibir el evangelio que les anunciaban (Hechos 13,46).

3. EL «CONCILIO» DE JERUSALÉN

a) «Recorréis el mundo entero para hacer un prosélito»

Yahvé había elegido a Abrahán y su descendencia para ser portadores de una promesa universal de salvación: «por ti serán benditos todos los linajes de la tierra» (Génesis 12,3); y a su descendencia, como recompensa, le prometió que de ella nacería el Mesías; pero el pueblo confundió la promesa universal de salvación con el premio; y entonces nación y religión se identificaron.

El pueblo judío tenía la obligación de extender el culto del Dios único; y en todas partes se esforzaban al máximo por convertir a los gentiles; era especialmente activa la propaganda judía en el mundo greco-romano; pero, si bien es verdad que muchos gentiles llegaban a simpatizar con el pueblo judío, eran muy pocos los que se atrevían a dar el paso definitivo, aceptando todas las prácticas judías, incluida la circuncisión; los que se convertían por completo eran llamados «prosélitos» (Hechos 2,11); la mayor parte no daban el paso definitivo, se quedaban a la puerta, y se les llamaba «prosélitos de la puerta» o «temerosos de Dios» (Hechos 10,2). Jesús mismo reprochó a los judíos la inutilidad de su proselitismo: «¡ Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y, cuando llega a serlo, le hacéis hijo de condenación el doble más que vosotros! » (Mateo 23,15).

b) El centurión Cornelio, primera conversión de un gentil

Los cristianos hebreos no negaban a los gentiles la posibilidad de ingresar en la comunidad; pero para ello les exigían el cumplimiento de la Ley mosaica, incluida la circuncisión que para los gentiles era una barrera muy difícil de sobrepasar; es decir, para aquellos cristianos de la primera hora, si algún gentil quería hacerse cristiano, como ellos, tenía que adoptar las costumbres judías; al fin y al cabo, el cristianismo había nacido judío; el propio Hijo de Dios, al nacer de una mujer judía, había asumido todo lo que el judaismo comportaba; judíos eran los Doce, y judíos todos los miembros de la comunidad primitiva.

Los problemas surgieron cuando el primer gentil pidió el ingreso en la comunidad. Fue el caso de Cornelio, centurión de la cohorte Itálica; es muy probable que este centurión romano fuese de origen español, porque, por lo menos al principio, las cohortes del ejército romano recibían el nombre del lugar donde habían sido reclutadas; en este caso Itálica, cuyas ruinas todavía se admiran muy cerca de Sevilla. San Jerónimo, en efecto, lo considera español, pues escribiendo a un tal Lucinio y a su esposa Teodora, naturales de la provincia romana de Bética, probablemente de Sevilla, les dice: «Cornelio, centurión de la cohorte itálica, prefiguraba ya entonces la fe de mi amigo Lucinio» '.

San Pedro bautizó al centurión Cornelio sin exigirle ningún cambio de tipo cultural; fue suficiente la fe en Jesucristo; y la irrupción del Espíritu Santo sobre él y toda su familia, fue la mejor demostración de esa fe; y, en consecuencia, Pedro no pudo negarse a admitirlo en la Iglesia. El propio San Pedro experimentó un progreso en la fe en Jesucristo: «Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato» (Hechos 10,34-35).

Este episodio debería haber servido de modelo para la conversión de todos los gentiles; pero no todos los cristianos que había en Judea, celosos de las costumbres mosaicas, comprendieron la actuación de Pedro, porque tuvo que justificar ante ellos su modo de proceder: «si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros (el Espíritu Santo), por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?» (Hechos 11,17). Ante estas palabras, los opositores de Pedro se tranquilizaron, porque consideraban sin duda el bautismo del centurión Cornelio como un caso excepcional (cf. Hechos 11,18).

c) «Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros»

Cuando, después de su primera campaña misionera, Pablo y Bernabé llegaron a Antioquía, encontraron una gran agitación entre los cristianos provenientes de la gentilidad, pues durante su ausencia habían venido algunos hermanos de Jerusalén que les decían que no se salvarían con la sola fe en Jesús, sino que tendrían que abrazar también la Ley de Moisés con todas sus consecuencias. Pablo y Bernabé se enfrentaron a ellos, y se produjo una dura discusión; y entonces, como no había modo de ponerse de acuerdo, la comunidad de Antioquía comisionó a Pablo y a Bernabé para que subieran a Jerusalén, a fin de presentar la cuestión a los apóstoles y presbíteros de aquella comunidad.

Bernabé y Pablo, y con ellos toda la comunidad antioquena, se percataron de que era necesario plantear, de una vez por todas, esta cuestión tan grave, porque, de lo contrario, se cerrarían todas las puertas de la gentilidad al anuncio del evangelio. Durante su viaje por Fenicia y Samaría contaban a las comunidades que encontraban por el camino las maravillas de conversión obradas entre los gentiles, con gran alegría de los hermanos (Hechos 15,3); pero en Jerusalén los cristianos provenientes de la secta de los fariseos, después de escuchar a Pablo y a Bernabé, se reafirmaron en la opinión de que era necesaria la observancia de la Ley mosaica.

Tuvo lugar entonces una gran asamblea de la comunidad, presidida por los Apóstoles y presbíteros. Pablo y Bernabé, apoyados en la experiencia de su primer viaje apostólico, plantearon esta cuestión: ¿Es necesario imponer a los gentiles la circuncisión y demás prescripciones de la Ley, como si de su cumplimiento dependiera la salvación? Y, naturalmente, su respuesta era contraria; basta la fe en Jesucristo para ser salvos. En contra de la propuesta de Pablo y Bernabé hablaron los cristianos judaizantes; la asamblea se dividió en dos bandos; y, después de una larga y acalorada discusión, San Pedro dio la solución al problema; después de narrar su experiencia en la conversión del centurión Cornelio, dijo: «Hermanos [...] Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe. ¿Por qué, pues, ahora tentáis a Dios queriendo poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar? Nosotros creemos más bien que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos» (Hechos 15,7-11).

San Pedro dio una solución que iba más allá del planteamiento inicial, puesto que Pablo y Bernabé habían planteado la cuestión únicamente respecto a los gentiles; y ahora San Pedro extiende la respuesta también a los cristianos procedentes del judaísmo; tampoco para éstos es obligatoria la Ley mosaica. Santiago, el hermano del Señor, ratificó, con su autoridad incuestionable entre los cristiano-judíos, el discurso de San Pedro y el relato de los hechos proclamados por Pablo y Bernabé (Hechos 15,13-21).


Concilio de Jerusalén
Entonces la asamblea decidió escribir a los hermanos de Antioquía una carta en la que se daba la solución definitiva a su problema; Judas y Silas fueron los encargados de llevar a Antioquía la misiva: «hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que estas indispensables: abstenerse de los sacrificios a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza. Haréis bien en guardaros de estas cosas» (Hechos 15,28-29).

El paso que se dio en el concilio de Jerusalén fue decisivo para la expansión del cristianismo por toda la cuenca del Mediterráneo. Desde una encarnación monocultural, el cristianismo tenía el camino abierto para una encarnación pluricultural. Se puede afirmar que del concilio de Jerusalén emergió un hombre nuevo: ya no hay hombre ni mujer..., ya no hay judío ni gentil, no hay libre ni esclavo, ya todos sois UNO en Cristo: surgió el hombre cristiano (cf. Efesios 2,13-18); y surgió también un Pueblo nuevo: el Pueblo de los que, desde la propia cultura, creen en Jesús de Nazaret, y tendrán su peculiar manera de encontrarse con Dios: la Iglesia, Pueblo de Dios (cf. Efesios 2,19-22).

La validez o no validez de la Ley mosaica para los cristianos, estaba solucionada doctrinalmente; pero en la práctica tardará aún mucho tiempo. Muy poco después del concilio de Jerusalén, hubo algunos rebrotes en la comunidad de Antioquía, porque al llegar «algunos del grupo de Santiago», indujeron a San Pedro a distanciarse del grupo de los cristianos de la gentilidad, siendo imitado por otros cristianos, incluso por Bernabé; esto dio lugar a un enfrentamiento entre San Pablo y San Pedro (cf. Gálatas 2,11-14) que se solucionó sin crear problema alguno.

El problema de la validez de la Ley rebrotará también en otras comunidades, pues los cristianos judaizantes persiguieron con saña a San Pablo como a un traidor a las costumbres judías; gran parte de la Carta a los Gálatas gira en torno al problema de la libertad cristiana frente a la Ley mosaica. Esta cuestión se acabó prácticamente cuando en el año 70 el emperador Tito conquistó Jerusalén; no obstante, algunos cristianos judaizantes se reagruparon en Pella, al otro lado del Jordán, y desde allí se extendieron por Asia Menor, Mesopotamia, Egipto y Roma. En el año 135 el emperador Adriano, después de la segunda Guerra judía, convirtió Jerusalén en una nueva ciudad que denominó Aelia Capitolina, y levantó un templo a la diosa Venus sobre el solar del Templo.

4. SEGUNDO VIAJE APOSTÓLICO DE SAN PABLO


Segundo viaje apostólico de San Pablo
Después del concilio de Jerusalén, San Pablo tiene el camino expedito para la evangelización de los gentiles, e inicia de inmediato su segunda campaña apostólica, visitando las comunidades fundadas en el primer viaje; invitó a Bernabé para que lo acompañara, pero éste quería a toda costa que de nuevo Juan Marcos fuera con ellos; San Pablo se opuso porque no le parecía oportuno que los acompañara quien los había abandonado en el viaje anterior. Entonces Bernabé abandonó a San Pablo y, en compañía de Juan Marcos, se embarcó para Chipre; y por su parte San Pablo tomó como compañero a Silas, que se había quedado en Antioquía después de haber cumplido la misión que el concilio de Jerusalén les había encargado a él y a Judas; éste, en cambio, regresó a la ciudad santa. Pablo y Silas partieron «encomendados por los hermanos a la gracia de Dios» (Hechos 15,40).

Recorrieron Siria y Cilicia consolidando las Iglesias: Licaonia, Pisidia, Listra; aquí, Pablo tomó como compañero a Timoteo; cruzaron Frigia y Galacia; y en Tróade San Pablo conquistó para la fe al que será su más fiel compañero, el médico Lucas. Pasó a Macedonia, y fundó las Iglesias de Filipos, Tesalónica y Berea. Predicó la Palabra en el areópago de Atenas, pero no fue bien recibida; fueron pocas las conversiones, entre ellas la de una señora llamada Damaris y, sobre todo, la de Dionisio el Areopagita (Hechos 17,34), que ha pasado a la leyenda, sobre todo después que en el siglo v el «Pseudo Dionisio » le atribuyera sus propias obras; también se le ha querido identificar con San Dionisio, primer obispo de París.

Con una cosecha más abundante predicó en Corinto durante año y medio; aquí se encontró con el hermano del cordobés Séneca, el procónsul Galión, el cual rechazó las acusaciones que contra Pablo promovieron los judíos. En Corinto se encontró con el matrimonio cristiano compuesto por Áquila y Priscila que habían sido expulsados de Roma por el emperador Claudio en torno al año 48, junto con los demás judíos, a causa de los alborotos provocados por un tal Cresto, con lo que se alude sin duda alguna a la predicación del evangelio de Cristo a los judíos romanos. En compañía de este matrimonio, emprendió el camino de regreso hacia Antioquía, pasó por Éfeso, desembarcó en Cesárea y, después de visitar Jerusalén, regresó a Antioquía a rendir cuentas a la comunidad que lo había «encomendado a la gracia» y enviado en misión apostólica.

5. TERCER VIAJE APOSTÓLICO DE SAN PABLO


Tercer viaje apostólico de San Pablo
Después de algún tiempo, que San Pablo pasó en Antioquía, emprendió su tercera campaña apostólica, siguiendo el itinerario de su segundo viaje: cruzó de nuevo Galacia y Frigia; en Éfeso permaneció dos años y tres meses; expulsado de allí pasó por Macedonia y llegó hasta el Ilírico; volvió a Grecia, y se detuvo tres meses en Corinto. A principios del año 58, pasando por Macedonia, Tróade y Mileto, se embarcó para Palestina, y volvió a Jerusalén, donde los judíos quisieron asesinarlo; estuvo prisionero en Cesárea, donde apeló al César; y, después de un accidentado viaje, llegó a Roma donde tuvo una prisión mitigada, mientras se solventaba su caso en los tribunales del César; tuvo libertad suficiente para anunciar el evangelio; y, después de dos años, fue puesto en libertad. Y así concluye San Lucas en los Hechos de los Apóstoles la intensa actividad evangelizadora de San Pablo.

Después de la liberación de su primera prisión romana, San Pablo continuó su actividad apostólica, tal como se desprende de sus Cartas Pastorales, aunque no se pueda seguir, paso a paso, su itinerario apostólico. San Pablo fue un apóstol apasionado por Cristo, un alma de fuego que no supo de medias tintas; se entregó por entero a la causa de Cristo, sin que le importaran los trabajos ni la muerte misma; todo lo que no fuera Cristo no le interesaba, porque su vivir era Cristo, y nada más que Cristo.

6. PABLO APÓSTOL, ESCOGIDO PARA ANUNCIAR EL EVANGELIO

San Pablo ha pasado a la historia de la Iglesia como el apóstol por antonomasia, y prototipo de todos los evangelizadores; se caracteriza fundamentalmente por ser un servidor del evangelio; fue elegido por Dios para ser evangelizador a toda costa; y no pudo menos de estar al servicio directo del plan salvífico de Dios que quiere que todos los hombres conozcan y vivan el misterio de Cristo.

Predicar el evangelio no es para Pablo ningún motivo de gloria, sino más bien un deber que le incumbe (1 Corintios 9,16); su gloria es el evangelio de Cristo «que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (1 Corintios 3,9); se declara disponible para todos, «débil con los débiles para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos para salvar a toda costa a algunos» (1 Corintios 9,22); se debe a los griegos y a los bárbaros, a los sabios y a los ignorantes (Romanos 1,16); pero sabe que es instrumento de otro, «colaborador de Dios en el campo de Dios, edificación de Dios» (1 Corintios 3,9); se entrega por completo al anuncio del evangelio, hasta gastarse y desgastarse totalmente «por vuestras almas» (2 Corintios 12,15) porque la caridad de Cristo lo apremia, «al pensar que si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Corintios 5,14); no se predica a sí mismo, «sino a Cristo Jesús como Señor» (2 Corintios 4,5).

Todo el ser y todo el quehacer de Pablo están condicionados por el evangelio; su actividad apostólica es impresionante; es imposible trazar una semblanza de su temple apostólico; viaja incansablemente de una parte a otra; predica con audacia el mensaje salvador de Cristo; funda comunidades; escribe cartas para solucionar conflictos comunitarios cuando no puede ir personalmente; anima constantemente a sus discípulos. Y toda su labor transcurre en medio de las mayores dificultades y luchas de todo género: «en peligro de muerte varias veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez fui apedreado; tres veces padecí naufragio..., muchas veces en viajes me vi en peligro de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi linaje, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre los falsos hermanos, trabajos, y fatigas, vigilias, hambre y sed, ayunos, frío y desnudez; esto sin hablar de otras cosas, y de mis cuidados de cada día, de la preocupación por todas las iglesias » (2 Corintios 11,23-28).

Todas las controversias paulinas, tanto con los gentiles como con los judaizantes, tienen una misma motivación: para salvarse es necesaria la fe en Cristo; la fe es el principio universal de salvación para todos los hombres de todos los tiempos y lugares (Romanos 1,16; Gálatas 2,16); la salvación se realiza por la benevolencia gratuita de Dios, por medio de Jesucristo (Romanos 11,6); la fe lo es todo, pero «la fe que obra por la caridad» (Gálatas 5,6).

Y el final de su vida, gastada y desgastada por el evangelio, no pudo tener un mejor desenlace: «he combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe» (2 Timoteo 4,7); mantener la fe es lo mismo que ser fiel a Cristo: «vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gálatas 2,20). Y «ahora me aguarda la corona merecida con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día» (2 Timoteo 4,8); pero Pablo, que ha vivido enteramente volcado sobre sus comunidades, alarga su corona «a todos los que tienen amor a su venida» (2 Timoteo 4,8). Y selló su fe, como buen soldado de Cristo, en el último combate, entregando su vida por él y por su evangelio, en las arenas de la Vía Ostiense de Roma durante la persecución de Nerón.

7. LA INCULTURACIÓN DEL EVANGELIO, TAREA PERMANENTE DE LA IGLESIA

a) ¿Qué es la cultura?

La naturaleza, desde una consideración antropológica, se distingue de la cultura. La naturaleza es aquello que constituye a un ser determinado con el dinamismo de sus tendencias hacia sus finalidades propias, de modo que en ella se puede percibir «la intención creadora de Dios». La cultura, en cambio, es la prolongación, a través del cultivo, de las exigencias de la naturaleza humana, o, como la define el Concilio Vaticano II, la cultura designa «todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla las múltiples capacidades de su espíritu y de su cuerpo»; de modo que «el hombre no llega a un nivel verdadero y plenamente humano sino por la cultura, es decir, cultivando los bienes y valores de su naturaleza» (GS 53).

La cultura, como problema vital, de autorrealización de la persona humana y, a la vez, como proceso de inculturación, en el sentido antropológico, es tan antigua como la aparición del hombre sobre la tierra. El primer acto cultural acaeció cuando el hombre, urgido por la necesidad de sobrevivir, dio una primera respuesta a los desafíos que le planteaban su propia naturaleza física y el mundo circundante. En este sentido, solamente el hombre es un ente cultural. El animal no tiene cultura porque su naturaleza está programada de antemano para responder siempre del mismo modo a los estímulos; su respuesta se manifiesta siempre de forma estática y repetitiva.

El hombre, en cuanto sujeto de transmisión, recepción y reinterpretación de la cultura, se ve expuesto permanentemente a un triple proceso: en-culturación, en tanto que proceso de transmisión, recepción y reinterpretación de la cultura en que se nace; in-culturación, en cuanto que se asumen los valores de una cultura diferente de la propia; a-culturación, en cuanto que designa los fenómenos resultantes de la lucha de una cultura que se quiere imponer a otra, y ésta que se defiende de esa agresión. En realidad no hay culturas superiores ni culturas inferiores, sino culturas distintas unas de otras.

b) «¿Éstos no son galileos? ¿Cómo les oímos cada uno en nuestra lengua nativa?»

La relación entre la Iglesia y la cultura es un problema tan antiguo como la evangelización misma. Dios, «en su condescendencia» (DV 13), al revelarse a la humanidad asumió el lenguaje de los hombres y, por consiguiente, se encarnó en una pluralidad cultural. La religión es parte integrante de la cultura de cada pueblo; de ahí la necesidad de que el mensaje salvador de Jesús se instaure en cada cultura. La inculturación del evangelio significa que los hombres de cualquier espacio cultural abracen el evangelio sin que se vean obligados a perder ninguno de los auténticos valores de su propia cultura, aunque tienen que purificar aquellos elementos que no estén conformes con el evangelio.

La inculturación del evangelio empezó desde el momento mismo de la Encarnación del Verbo en el contexto del mundo judío palestinense. La Iglesia tiene que seguir el comportamiento de su Fundador que nació judío, se sumergió en la cultura de su pueblo y la evangelizó, es decir, la purificó de todos aquellos elementos que discordaban del mensaje del reino de Dios que él anunciaba. Las culturas constituyen el espacio en que los cristianos tienen que vivir su fe. Y éste fue el mayor problema que se le planteó a la Iglesia naciente, y fue solucionado en el concilio de Jerusalén.

La Iglesia mantuvo desde sus comienzos una doble fidelidad: fidelidad hacia la enseñanza de Jesús y hacia la cultura religiosa de las personas a las que dirigió su mensaje salvador. Ningún pueblo, ningún idioma pueden ser extranjeros para la Iglesia (Hechos 2,1-11). El Espíritu Santo elimina la dispersión de Babel, reconduciendo todos los pueblos a la comunión en medio de la diversidad; el Espíritu no crea una supercultura, sino que se comunica en la diversidad cultural sin dividirse; crea unidad sin reducir a la uniformidad; el Espíritu Santo no exige a los nuevos creyentes, sea cual sea la cultura de que provengan, el abandono de la propia cultura en favor de otra (éste fue precisamente el riesgo del judeocristianismo), sino que capacita para permanecer unidos en lo esencial del mensaje evangélico (Hechos 15,28) sin renunciar a la propia cultura.

De ahí que fuese preciso muy pronto que la Iglesia planteara este problema: ¿Cómo deberán vivir su fe en Jesús los gentiles convertidos? ¿Tendrán que vincularse a la cultura judía, o basta la fe en Jesús? La Iglesia es la casa de todos; en ella todos los creyentes pueden sentirse a gusto, conservando su propia idiosincrasia y sus propias tradiciones culturales, mientras éstas no estén en abierta oposición con el evangelio (Hechos 15,28).

San Pablo no hizo otra cosa que aplicar estos principios; para él ya no existen diferencias sustanciales entre los hombres porque la fe ha hecho de todos un hombre nuevo; y de todos los pueblos un pueblo nuevo, que vivirá la novedad del reino sin que se menoscabe ni uno solo de los valores propios de cada cultura, porque esos valores culturales fueron asumidos por el Verbo encarnado. Entre las culturas y el evangelio tiene que existir una relación de mutua reciprocidad. La inculturación es «la forma concreta de alianza entre Dios y los hombres, en este lugar y en este tiempo», es decir en el contexto de cada cultura.

El ejemplo prototípico de inculturación del mensaje de Jesús lo expone San Lucas: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra lengua nativa?» (Hechos 2,7-8). Lucas quiere explicar sencillamente que, cuando él escribe los Hechos de los Apóstoles, el evangelio de Jesús, por la fuerza del Espíritu Santo, ha alcanzado ya a las diferentes culturas de la cuenca del Mediterráneo e incluso más allá de esos límites: «Partos, medos, elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene... cretenses, árabes; todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios» (cf. Hechos 2,9-11).

El Espíritu Santo se ha servido de los evangelizadores de la primera época, y muy especialmente de San Pablo, para llevar a la práctica el diálogo entre el evangelio y las diversas culturas, unificando de nuevo, en contra de la dispersión de Babel, a todos los pueblos en la cultura fundamental de la obediencia a Dios, aceptando a Jesús como el único salvador del género humano.

Esta unidad fundamental de todos los hombres en la única fe es plenamente compatible con el respeto a las diferencias culturales, como se pone de manifiesto incluso en los diversos libros del Nuevo Testamento, pues cada uno de ellos manifiesta una sensibilidad cultural distinta, porque cada uno de los autores neotestamentarios se dirige a comunidades cristianas encarnadas en distintos contextos culturales. Cada uno de ellos tiene su propio matiz, su color distinto, pero entre todos esos colores se construye la unidad maravillosa del arco iris de la única fe. Por eso mismo, la inculturación del evangelio, llevada a cabo en los orígenes mismos de la Iglesia, será el modelo que se habrá de seguir siempre; aunque, a lo largo de los siglos, surgirá constantemente la tentación de identificar el evangelio de Jesús con una concreta cultura o con un pueblo determinado.

Sin embargo, los misioneros no siempre han seguido las huellas de Pablo; como había acaecido con el judeocristianismo, también los cristianos encarnados en la cultura grecorromana quisieron hacer tabla rasa de la cultura de los Pueblos Bárbaros; el propio San Gregorio Magno en los comienzos de la evangelización de Inglaterra ordenó que los misioneros destruyeran los templos paganos, aunque posteriormente cambió de método; los misioneros debían conservar y bendecir los lugares de culto a los que los paganos solían acudir, «porque si la gente ve que no se destruyen sus templos depondrá más fácilmente el error para conocer y adorar al verdadero Dios, frecuentando voluntariamente aquellos lugares que les eran familiares».

Los hermanos Cirilo y Metodio dieron luminosos ejemplos de inculturación del evangelio 6; pero no siempre, antes ni después de la creación de la Congregación de Propaganda Fide, se siguieron los principios de inculturación propuestos por el papa Gregorio XV; la doctrina era sumamente clara y precisa: «No busquéis de ninguna manera persuadir a los pueblos que evangelizáis a que cambien sus ritos y costumbres, con tal de que no sean de manera muy clara contrarios a la religión y a las buenas costumbres. No hay nada más absurdo que llevar Francia, España, Italia, u otra parte cualquiera de Europa, a China. No introduzcáis estas naciones, sino la fe, la cual no rechaza ni lesiona los ritos y costumbres de ningún pueblo, si no son malos, sino que, por el contrario, quiere conservarlos en todo su vigor».

En esta misma línea se coloca el actual Código de los Cánones de las Iglesias Orientales: «La evangelización de las gentes se ha de hacer de modo que, conservando la integridad de la fe y de las costumbres, el evangelio se pueda expresar en la cultura de cada pueblo, es decir, en la catequesis, en los propios ritos litúrgicos, en el arte sacro, en el derecho particular, y finalmente en toda la vida eclesial».

A lo largo de la historia la Iglesia se planteará sucesivamente el encuentro del evangelio con las culturas de todos los pueblos; y, como sucede siempre que los hombres transmiten el mensaje de la salvación, habrá experiencias positivas y experiencias negativas.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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