EL CLERO EN EL SIGLO XII

EL MOVIDO SIGLO XII

EL CLERO EN EL SIGLO XII

A partir del siglo XI se dispone de una variada documentación acerca del clero, su reclutamiento, su vida cotidiana, sus relaciones con la jerarquía y su influencia sobre los fieles. Los cánones de los concilios y sínodos, el Decreto de Graciano, las vidas de los santos obispos, la correspondencia de los papas con los prelados, las obras sobre teología, las summae confessorum, las homilías, los libros litúrgicos nos proporcionan esta información.

Los obispos


Obispo del siglo XII

Son las tres las funciones del obispo: el orden, el magisterio y la jurisdicción. Los obispos son el eslabón entre el papa y el cura párroco, los verdaderos jefes de la cristiandad local o diócesis. Les están reservados dos sacramentos: la confirmación y el orden sacerdotal, además de algunos campos de la penitencia. Son los verdaderos poseedores del poder de atar y desatar, que, por el sacramento del orden, trasmiten a otros. Ordenan a los subdiáconos, diáconos y sacerdotes que forman la parte más importante del clero diocesano, bendicen a los abades y a las abadesas, reciben los votos de las monjas, dedican y reconcilian las iglesias, bendicen los cementerios y valoran altamente las reliquias —que es igual al reconocimiento de la santidad de una persona—. La reforma precisa los deberes episcopales: la castidad, la caridad, la humildad. Además, la actividad de los obispos se ve modificada por los ataques contra el nicolaísmo y la simonía.

Los obispos se preocupan más de los fieles, pues deben reunir sínodo dos veces por año, publicar las excomuniones y regular los litigios diocesanos. Asimismo asumen la supervivencia del clero regular. El propio obispo es el fundador de monasterios dentro de las órdenes nuevas, ya sea con su iniciativa o con una donación. Si durante el siglo X y XI los monasterios buscaban la exención episcopal, las fundaciones del siglo XII, generalmente, estaban sometidas a los obispos.

Diócesis u obispados

El obispo, jefe espiritual de los fieles, es también un señor, un príncipe de la tierra, un interlocutor de los soberanos, un jefe de guerra. Administra un patrimonio (obispado), donde ejerce su poder señorial. En ocasiones, el obispo es el señor de dominios y castillos situados en otras diócesis. Castillos, bosques, pueblos, peajes, abadías constituyen la fortuna de una iglesia catedral y de su santo patrón.


Catedral de Wells, del siglo XII

La extensión de las diócesis varía considerablemente de una región a otra; en general, son más extensas las zonas más recientemente convertidas: las del norte de Francia que las de Pro venza, las de Escocia que las de Inglaterra, las del Imperio que las de Francia. Se cuentan cinco diócesis en la sola bahía de Nápoles. Rochester y Canterbury son muy pequeñas comparadas a la de York o Chester; Zamora y Ciudad Rodrigo frente a Burgos, Calahorra o Santiago. En el siglo XII, en el territorio del Imperio había 40 diócesis, en Francia 77 y en Italia 200. Esta geografía está continuamente modificándose por repartos, restauraciones, creaciones o traslados, incluso algunas diócesis del Imperio mantuvieron su situación de grandes principados.

Esta diversidad de diócesis y obispados repercute en la tipología de los prelados. No es igual un obispo italiano, que gobierna una docena de pequeños lugares, que un obispo alemán, dueño de centenares de parroquias y príncipe del imperio; aunque existe un punto común a todos los obispos: la necesidad de aplicar las decisiones de los concilios y sínodos.

La jerarquía episcopal y sus problemas: arzobispos y primados

No todos los obispos eran iguales, los arzobispos y los primados constituían el eslabón entre los obispos y el papa. Las diócesis se agrupaban en provincias eclesiásticas, divisiones calcadas de las provincias romanas. Pero tuvieron también muchos problemas. Algunas provincias reunían diócesis del mismo reino, otras no —podían ser de Francia y del Imperio, por ejemplo—; unas eran grandes, otras pequeñas. Cada sede metropolitana era administrada por un arzobispo, cuyo poder jurisdiccional estaba ligado a la atribución del pallium por Roma. Las ambiciones de algunos prelados provocaron conflictos y discusiones por su deseo constante de ampliar sus dominios.

El arzobispo era un clérigo elegido para su sede, ya que se trataba de un obispo promovido a un rango superior. Aunque las funciones metropolitanas no estaban bien definidas, les estaban reservadas algunas tareas: el examen y vigilancia de los obispos sufragáneos, el derecho de visita de todas las diócesis, la reunión regular de concilios provinciales. Esta última prerrogativa se vio oscurecida durante el siglo XII, pues la mayoría de los concilios se reunieron a instancias del legado pontificio, y es en el siglo XIII cuando se estableció.

Por encima de los arzobispos y las provincias eclesiásticas estaban los primados. Un solo arzobispo por Estado llevaba el título de primado y era el verdadero representante de la Sede Apostólica en el país. Esto lo colocaba en situación de fuerza frente al soberano; es el caso de los primados de Lyón, de Canterbury o de Toledo, por ejemplo. Los obispos o arzobispos cancilleres del reino, o los archicancilleres del Imperio que desempeñaban funciones de importancia en el reino o en el Imperio, ocuparon un puesto por encima de los demás obispos y arzobispos.

Los hombres elegidos obispos

De los obispos del siglo XII conocemos su reclutamiento, su origen, su formación y sus actividades. El obispo del siglo XII es un clérigo noble que había recibido una buena formación intelectual. Con frecuencia procede del cabildo catedral, especialmente de entre las dignidades; algunas regiones estuvieron abiertas a los religiosos: abades benedictinos, canónigos regulares —menos abundantes—, cistercienses. Un caso excepcional fue Inglaterra, donde la mitad de los cabildos catedrales eran regulares.

El obispo es generalmente un hombre instruido. Cuando las escuelas monásticas retroceden, las de los cabildos —catedrales o no —se hacen más activas, destacando las de Laón, Chartres, Reims, Orleáns, París, Oxford, Cambridge o Bolonia. Quince prelados del Imperio fueron a estudiar a las escuelas de Francia, pero otros frecuentaron las escuelas de su diócesis. El éxito en la enseñanza era un mérito para ser elegido obispo: Juan de Salisbury, de origen modesto y tesorero del cabildo de Exeter, estudiante en Chartres y París, fue obispo de Chartres; Guillermo de Champeaux enseñó en París antes de ser elegido obispo de Chalons-sur-Marne. Canónigos regulares o monjes instruidos eran elegidos obispos. En el sur de Italia, al carecer de escuelas, los obispos provenían del norte. Otros obispos habían sido clérigos que vivían y actuaban alrededor del príncipe, su familia, sus consejeros y su capilla.

Las elecciones

El proceso de la elección episcopal estaba teóricamente bien definido. Cuando una sede quedaba vacante, el cabildo catedral se reunía para elegir a su sucesor. Un conjunto de conversaciones previas conducía a una propuesta que los canónigos confirmaban por un voto en debida forma, y el resultado era comunicado al obispo y al soberano. Generalmente, era en domingo la fecha en que tenía lugar la consagración realizada por el arzobispo, asistido por otros dos obispos. Si procedía, se le concedía la investidura temporal.

Éste proceso, simple en apariencia, estuvo lleno de incertidumbres y dificultades. ¿En qué medida intervenía el rey? Él hacía saber su elegido o, al menos, sus opuestos. Los electores podían proceder solos o asistidos por los abades de la ciudad o algunos laicos, por los vasallos o por los príncipes vecinos. Si se presentaban dos candidatos era necesario encontrar la sanior pars. A causa de las elecciones episcopales, las relaciones entre el papado y los poderes laicos se agravaron.

El problema del obispo elegido y no consagrado se planteó permanentemente. Puesto que estaba admitido que el elegido no tenía derecho a administrar su diócesis antes de que la elección fuese confirmada, su ausencia alargaba peligrosamente la vacante. El elegido podía tardar en recibir la consagración de su metropolitano si existía entre ellos algún desacuerdo. El elegido no podía conferir el sacramento del orden.

El clero secular

El orden de los monjes y el de los clérigos constituían dos grupos perfectamente diferenciados tanto en el plano religioso como en el social. A finales del siglo XI el conjunto de los clérigos era menos coherente que el de los monjes y las monjas. Por otra parte, existían ocho diferentes pasos en el clericalato: simples clérigos, cuatro órdenes menores, subdiaconado, diaconado y presbiterado. El número de sacerdotes era pequeño, sólo la tercera o cuarta parte de los clérigos llegaba al sacerdocio e, incluso, algunos de ellos sólo al final de su vida.

Entre los clérigos hay que distinguir a los que vivían en común bajo una regla, los canonici, los canónigos, y los que vivían aislados, dispersos en la ciudad y en el campo: curas de las parroquias, vicarios, capellanes, simples tonsurandos que eran en realidad laicos con privilegios de clérigo. Las comunidades de clérigos aparecen desde los comienzos del cristianismo junto a los obispos, aunque su tipología fue amplia: unos nacieron en torno al obispo, otros en torno a un abad; unos fueron suscitados por los obispos, otros por los reyes o los príncipes.

Los cabildos catedrales

San Crodegando de Metz jugó un papel importante en cuanto a precisar el funcionamiento de la vida de los canónigos que vivían en torno al obispo. Muchos de los principios por él establecidos estaban tomados de la Regla benedictina. Los canónigos debían componer un grupo homogéneo con el obispo, que era para ellos como el abad a la cabeza de sus monjes. Las Capitulares de Aquisgrán del 816 autorizaron a los canónigos a poseer bienes personales. Una lenta evolución condujo a la separación del obispo y los canónigos y, poco después, a la diversificación de éstos. La creación de la mesa capitular hizo de los canónigos una persona moral, un grupo de clérigos que reclamaban un poder particular y sobre el cual el control del obispo fue cada vez menor. La existencia de la mesa capitular permitió a los canónigos repartir las rentas en prebendas, consecuencia del abandono de la vida en común.


Cabildo de la Catedral de León

Muchos cabildos catedrales aceptaron en el siglo xn restaurar la vida comunitaria, con el dormitorio y el refectorio común y el abandono de las rentas personales. En Francia y en Inglaterra se volvió a la vida en común, pero pronto fue olvidada. En el Imperio la vida en común se olvidó muy pronto. En la Península Ibérica los cabildos de las diócesis orientales aceptaron la vida en común bajo la forma de los canónigos regulares, mientras que los cabildos de las diócesis occidentales nacieron o se restauraron con la Reconquista en la forma de vida individual.

Los cabildos catedrales durante los siglos XI y XII tuvieron una gran importancia. Los canónigos eran ricos e influyentes, representaban la élite de la sociedad, sus casas y su iglesia estaban situadas en el centro de la ciudad. Constituían una entidad eclesiástica, los canónigos, y una entidad jurídica, el cabildo. Esta comunidad, cada vez más independiente del obispo, estableció estatutos y llevó una vida corporativa: se determina el número de prebendas, la obligación de residencia, la atribución o privación de rentas, las relaciones con otras iglesias. La elección del obispo recae en el cabildo, que, después, puede presionar sobre el elegido. El obispo tomaba de entre los canónigos las personas que le ayudarían a dirigir la diócesis, con lo que la influencia del cabildo creció sobre las parroquias y los monasterios. El cabildo catedral era numeroso, pero su número dependía de las rentas y fluctuaba entre quince y cien miembros. El prestigio de estos clérigos fue considerable y suscitó envidias y animó a la creación de otros cabildos análogos. Los canónigos vivieron en casas particulares agrupadas junto a la catedral, en el claustro de ésta, junto a otras iglesias o capillas. Todo ello dio lugar al nacimiento de un barrio importante con plazas y calles que llevaban los nombres del cabildo, del deán, de los canónigos, de los abades.

Tres elementos distinguían al canónigo del monje: no hacía votos, podía poseer y legar bienes personales, y por ello hacer testamento, y residía en una vivienda o habitación privada. Los canónigos se debían a la celebración del culto, aunque no fuesen sacerdotes —lo que era muy frecuente—, y sus tareas se pueden resumir en: la liturgia, la vida intelectual, la función caritativa. En algunas ocasiones fueron curas de las parroquias urbanas, o patronos de numerosas iglesias, donde nombran vicarios, predican y celebran la misa.

Su actividad intelectual fue mayor que la desarrollada en los monasterios. Existía una escuela cuyos libros, estudio y enseñanza no estaban limitados a los canónigos y a los futuros candidatos, sino abierta a otros clérigos, a la ciudad entera; las otras escuelas fueron confiadas a su supervisión. Importante fue, también, la función caritativa; muchos cabildos catedrales fundaron, dotaron y gobernaron hospicios y hospitales.

Había muchos aspirantes al canonicato, y, generalmente, eran elegidos por la autoridad canonical o por la presión exterior. El seguro de tener una vida confortable y una casa individual atraía particularmente a los hijos de la aristocracia señorial y caballeresca. Los padres se preocupaban por obtener una prebenda para el niño que acababa de nacer y le hacían entrar muy joven en la escuela capitular para que recibiera una formación intelectual que no se conseguía en el castillo. El cabildo catedral abría el acceso a una dignidad y a la sede episcopal. La mayoría de los obispos del siglo XII eran antiguos canónigos. La alta nobleza se reservaba las dignidades canonicales; pero fue mayor el nepotismo. El origen geográfico fue, también, determinante. Se mantuvo un numerus clausus.

Los canónigos estaban organizados conforme a una jerarquía precisa. El jefe del cabildo fue el preboste, el prior, el primicerio y, a partir del siglo X u XI, el deán (título tomado de la Regla de San Benito). El deán gozaba de doble prebenda, velaba por el servicio del coro y de la disciplina; era el gerente de lo temporal y presidía todas las transacciones y contratos. El chantre, asistido por un subchantre, se preocupaba del canto en el coro, organizaba la liturgia, se ocupaba de los libros necesarios para el culto —adquirirlos, copiarlos, reemplazarlos— y escogía las lecturas del refectorio. El tesorero tenía en sus manos las rentas del cabildo, aseguraba el reparto de las rentas a cada prebenda, se preocupaba de las construcciones, de la catedral —mobiliario, vestiduras sacerdotales, vajilla litúrgica, iluminación, campanas—. Estaba asistido por los sacristanes. El canciller guardaba los sellos del prelado y del cabildo, redactaba las actas, controlaba y verificaba la redacción confiada a escribas o notarios. El escolástico era el maestro de las escuelas del cabildo. Mientras los monasterios tuvieron el monopolio de la formación intelectual, el escolástico tuvo un papel discreto. A partir del siglo XI, y hasta el XIII, con el apogeo de las escuelas catedralicias, cambió la situación: el escolástico enseñaba en la escuela del cabildo y vigilaba la enseñanza impartida en las otras escuelas de la ciudad. Además, hubo otros oficios menores: limosnero, enfermero, cillero, etc.

Un personaje importante en el cabildo fue el arcediano. Era el sucesor del corepíscopo, es decir, el canónigo que suplía al obispo en el mundo rural y cuya función se confiaba al jefe de los diáconos. En los comienzos había uno por diócesis, después se fue desdoblando y multiplicando, con dos, tres, cuatro, cinco arcedianatos o más. Tenía diferentes funciones asignadas: vigilancia de las costumbres de los curas y de las parroquias, reunión de sínodos, aplicación de sus medidas e introducción de reformas.

A excepción del deán, todos los canónigos recibían una sola prebenda que se le entregaba en especie y que aumentaba con numerosas distribuciones provenientes de fundaciones particulares y de defunciones. Esta prebenda podía estar unida a un territorio o a un dominio de la mesa capitular. Algunos clérigos poseían prebendas en dos o más cabildos. Los abades o deanes de algunos pequeños cabildos fueron canónigos de los cabildos catedrales.

El clero parroquial y las parroquias

El número de lugares de culto aumentaba constantemente. En el siglo XII sólo las regiones montañosas y boscosas permanecían sin ellos. Oratorios, capillas, iglesias parroquiales, priorales, colegiales, abaciales llenaban el paisaje. Todo un mundo de clérigos aseguraba el servicio divino con una gran variedad de situaciones sociales y religiosas. Fijación de las parroquias.—Hasta el siglo XI no existe una señalización de las parroquias. La palabra parroquia, que en el siglo XII designaba la diócesis, comienza a ser utilizada para designar la más pequeña unidad de los fieles dependiente de un sacerdote, encargado de la cura animarum. Los límites de las diócesis se iban precisando cada vez más, a la vez que se iban definiendo los espacios parroquiales.


San Cipriano de Zamora, iglesia del siglo XII

Debido al aumento de la población se asiste a la reagrupación de casas en torno a ciertas iglesias o a la construcción de nuevas iglesias. En los campos se produce una concentración en torno a la iglesia principal, que posee pila bautismal y es dotada de un espacio protegido beneficiado del derecho de asilo, donde se comienza a enterrar a los muertos. Este espacio, de una amplitud indeterminada, es un lugar abierto a los mercados y a los tribunales, acoge casas, protege a los débiles y huidos que allí se refugian para evitar la violencia o la justicia expeditiva. En Italia y el sur de Francia se denominaron píeve, plebania, plebs. En ocasiones, la nueva parroquia nace en torno al nuevo castillo.

Conforme se producía el desarrollo demográfico, aumentó el número de parroquias de la ciudad. En unas ciudades no hubo más parroquia que la de la catedral, en otras aumentaron excesivamente (34 en Zamora, 32 en Lovaina, 13 en Colonia). Aun en las ciudades que no tenían catedral, una era la iglesia principal, la iglesia madre (matrix o mater ecclesia), también llamada iglesia bautismal, relacionada con otras iglesias que no disponían de fuentes bautismales. En ellas se encontraba el cementerio y a ella debían acudir todos los feligreses tres veces al año, en las fiestas solemnes de Pascua, en las que entregaban su óbolo, su ofrenda, su contribución al pan y al vino de la misa.

Con la reforma gregoriana se fue poniendo fin a la situación de las iglesias en poder de los laicos. El obispo se convirtió en el único que podía conferir la cura animarum a los sacerdotes de las parroquias de su diócesis. Muchas iglesias fueron donadas a los monjes benedictinos —aunque el concilio de Clermont (1095) les prohibió el servicio parroquial que debían ejercer por medio de vicarios—; los cistercienses rehusaron recibir iglesias, pero se apropiaron de los diezmos; los canónigos regulares tenían vocación pastoral y recibieron en algún caso el servicio parroquial. Por último, las iglesias fueron donadas a los clérigos de la ciudad, a los canónigos y al obispo.

Sacerdotes, clérigos y clerizones

La clerecía se componía de dos grandes grupos de clérigos: de órdenes mayores y menores. Las órdenes menores se recibían en una ceremonia más simple, en la que se indicaban los deberes a cumplir y la entrega de los objetos simbólicos: portero (abrir las puertas y tocar las campanas), lector (leer las lecturas), exorcista (expulsar los demonios y expulsar de las iglesias a los excomulgados), y acólito (llevar los cirios y ofrecer el agua y el vino para la misa). Las órdenes mayores eran más complejas, especialmente la de los presbíteros. Los subdiáconos asistían directamente al oficiante, preparaban el agua y el vino, los paños y los vasos sagrados, el cáliz y la patena. El diácono podía predicar, administrar el bautismo y dar la comunión. El presbítero ofrecía el sacrificio de la misa y administraba los sacramentos.

Una gran variedad de nombres designaba a los titulares del sacerdocio. La palabra capellán comprende muchas funciones: designa al clero que rodea a un grande —el rey, el duque, el obispo—; es el titular de ciertas capillas o altares de iglesias donde se han fundado capellanías; es el sirviente de una iglesia. En la parroquia el sacerdote es el presbiter parrochialis, el propius pastor, el rector. El término clericus es muy amplio, designa, en general, al que no es sacerdote y, en particular, al estudiante.

La elección y la investidura de un clérigo para el servicio de una iglesia le corresponde a quien posee el derecho de patronato. El patrono es el santo protector de una iglesia, el verdadero beneficiario de la dote, el destinatario de las ofrendas; la palabra designa también a la persona o a la institución que tiene el poder de elegir al cura. En la práctica, el patrono es quien lleva ante el obispo o el arcediano al candidato elegido para el curato vacante, a fin de que reciba la cura animarum. La intervención del obispo estaba justificada por la necesidad de saber si el propuesto era apto para su función. En el caso de una iglesia exenta era el abad benedictino quien concedía la cura animarum en lugar del obispo, pero un monje no podía administrar los sacramentos. En el caso de los canónigos regulares, un miembro de la comunidad podía estar encargado de una parroquia.

Desconocemos en esta época la formación de los clérigos. En general, podemos pensar que los clérigos novatos eran colocados junto a un sacerdote que les enseñaba latín y las Sagradas Escrituras. Se dio con mucha frecuencia nepotismo y el sobrino sucedía al tío. El aumento de vicarios y capellanes procedentes de los canónigos regulares, favorecido por la Santa Sede, contribuyó a elevar la escasez y el nivel de formación de los curas.

Oficio y beneficio, cargos y recursos

El sacerdote estaba presente en todos los momentos de la vida cotidiana. Ayudaba al fiel a entrar en la vida cristiana por el bautismo y a salir dignamente de ella por el viático, la extremaunción y la sepultura; y a lo largo de la vida celebraba la Eucaristía, confesaba y daba la comunión. Se debía preocupar de los libros, de las vestiduras sacerdotales, de los vasos sagrados; de la cera necesaria para iluminar, del pan y el vino para la Eucaristía aportados por los fieles. Acogía a los peregrinos, bendecía a los viajeros que partían, a los jóvenes que se casaban, a la mujer después del parto, asistía al matrimonio y visitaba a los enfermos. En la medida de su capacidad, explicaba el Credo y el Padrenuestro y las prescripciones sinodales. Era responsable del nivel moral y religioso de sus parroquianos.

El arcipreste rural era el responsable de un grupo de parroquias. El arcediano reemplazaba al obispo en la visita pastoral. Si el cura era acusado de cualquier falta, justificaba su conducta delante de la justicia episcopal. Si era reconocido culpable podía ser depuesto. Los recursos materiales del sacerdote eran diversos. Normalmente disponía de la dote de la iglesia o del beneficio presbiteral constituido por algunas tierras para cultivar, de una viña, de un prado. Recibía una parte de los diezmos, pues el patrono se quedaba con el resto. Los parroquianos aportaban espontáneamente limosnas y depositaban ofrendas sobre el altar con ocasión de la recepción de algún sacramento: el bautismo, el matrimonio, la sepultura, o de una fiesta, o solicitaban que dijera en su memoria una misa privada o un treintanario. Todos estos ingresos no eran en su totalidad para el sacerdote; debía contentarse con una tercera parte; las otras dos eran para el obispo y los canónigos, y la fábrica de la iglesia.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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