EL MONACATO, DON DEL ESPÍRITU A SU IGLESIA
1. CRISTO, IDEAL DEL MONJE
La vida consagrada o el monacato «imita más de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para hacer la voluntad del Padre » (LG 44); «los consejos evangélicos, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre» (PC 43); «la aspiración a la caridad perfecta, por medio de los consejos evangélicos, trae su origen de la doctrina y ejemplos del divino Maestro» (PC 1).

Estos párrafos del Concilio Vaticano II vienen a decir de alguna manera que la vida consagrada o el monacato puede describirse como una representación dramática de la Palabra de Dios encarnada y habitante en medio de nosotros; es decir, que la vida consagrada solamente se puede entender en su razón de ser y en su dinamismo último desde Jesús de Nazaret, desde sus palabras y, sobre todo, desde su estilo de vida, en cuanto que él vivió así, y en cuanto que él enseñó también a vivir así. Jesús de Nazaret, desde su vida y desde su doctrina, es fundamento y modelo del monje.

Jesús de Nazaret, el Jesús total del evangelio, y sus palabras, todas sus palabras, y su propio estilo humano de vivir en pobreza, celibato y obediencia, tienen un metasentido, en cuanto que esas formas humanas se convirtieron en la vida de Jesús de Nazaret en signos y en modos de realizar y hacer presente el reino de Dios en medio del mundo. La vida consagrada ha brotado de la semilla de la palabra de Dios escrita o proclamada, que creció y dio copioso fruto, distinto ciertamente de la semilla misma, pero con la misma savia y el mismo dinamismo vital, hasta el punto de poder afirmar que en la historia de la Iglesia, la vida consagrada es el «comentario más vivo y rico que se haya hecho del seguimiento de Cristo que se propone en el evangelio, y de la comunidad primitiva de Jerusalén que nos proponen los Hechos».

La Sagrada Escritura encierra todas las cualidades de la Palabra encarnada que es Cristo, el cual, como decía San Jerónimo, es «la Palabra consumada y abreviada»; y, por lo mismo, siempre será posible acudir a la palabra de Dios en busca de nuevas maneras de crecer en su conocimiento, porque, como decía San Gregorio Magno, «las palabras de Dios crecen con el lector», siempre que éste se deje guiar por el Espíritu de vida que da sus dones a quien quiere y como quiere.

2. EL ASCETISMO PREMONÁSTICO
El ascetismo, entendido como esfuerzo constante y purificación progresiva para conseguir un ideal moral, y así agradar a la divinidad, es un fenómeno común a todas las religiones. El cristianismo desde sus mismos orígenes no fue una excepción a esta regla general. Jesús mismo invitó a sus discípulos a renunciar a sí mismos y tomar la cruz para ponerse en su seguimiento (Mc 8,34; Mt 16,24; Lc 9,23).

La historia de la Iglesia se abre con una conversión del corazón y de las costumbres que se manifiesta en el estilo admirable de vida de la comunidad primitiva de Jerusalén: comunicación de bienes, perseverancia en la oración y fracción del pan, comunión con los hermanos para formar «un solo corazón y una sola alma», y escucha de la palabra y obediencia a los apóstoles (Hch 2,42; 4,32). Los Apóstoles, que lo habían dejado todo para seguir a Cristo, predicaban un ascetismo radical, y lo practicaban; y su ejemplo fue seguido por muchos cristianos, de modo que se puede constatar la presencia de ascetas en todas las comunidades de las que existe alguna noticia desde el siglo primero.

En el siglo I San Pablo alude a la presencia de un grupo de vírgenes en la comunidad de Corinto, de lo contrario no tendrían explicación las alabanzas que tributa a la vida en virginidad (1 Cor 7,25-35). El propio San Pablo alude a las viudas que se han consagrado a Dios (1 Tim 5,3). Las cuatro hijas del diácono Felipe abrazaron la vida en virginidad (Hch 21,9). Clemente Romano (+95) atestigua la presencia de un grupo de ascetas, continentes y vírgenes, en la comunidad de Corinto, a finales del siglo I.

En el siglo II, ya son muy abundantes los testimonios explícitos sobre la existencia de ascetas y vírgenes en las comunidades cristianas; San Ignacio de Antioquía les aconseja la humildad para permanecer en su propósito. San Justino conoce hombres y mujeres instruidos que han permanecido desde su infancia sin contaminarse. En el mismo sentido se expresa Atenágoras: «vemos en torno a nosotros a muchos hombres y mujeres que permanecen célibes, movidos por la esperanza de unirse a Dios».

En el siglo III, los ascetas, vírgenes y continentes, se hacen cada día más numerosos; testigos cualificados de ello son Tertuliano, San Cipriano y Orígenes.

Son muchos los nombres con que se designa a quienes practican el ascetismo; para los varones se reserva generalmente el nombre de ascetas o continentes y, a veces, el de confesores, para significar que padecen por la fe en Cristo en su vida cotidiana, como los que en las persecuciones, sufrieron tormentos, pero no murieron en ellos; para las mujeres se reservaba en general el nombre de vírgenes, al que durante el siglo III se le añadieron algunos calificativos, como vírgenes santas, vírgenes desposadas con Cristo, siervas de Dios, y el de vírgenes sagradas cuando en el siglo IV ya se introdujo el rito de la consagración de vírgenes. Filoxeno de Mabbug resumió en un apretado párrafo los nombres y calificativos con que se designó primero a los ascetas y, después, a los monjes.

En estos nombres se advierte la peculiaridad vocacional con que las comunidades cristianas creían que estaban adornados los ascetas y los monjes:

«se les llama renunciante, libre, abstinente, asceta, venerable, crucificado para el mundo, paciente, longánime, espiritual, imitador de Cristo, hombre perfecto, hombre de Dios, hijo querido, heredero de los bienes del Padre, compañero de Jesús, portador de la cruz, muerto al mundo, resucitado para Dios, revestido de Cristo, hombre del Espíritu, ángel de carne, conocedor de los misterios de Cristo, sabio de Dios» (FILOXENO DE MABBUG, Homilías, 9: SC 44,250.).
El ascetismo premonástico fue durante los tres primeros siglos un fermento de virtud en medio de las comunidades cristianas; pero también se corrió el serio peligro de dividir a los cristianos en dos grupos, o en dos modos posibles de existencia cristiana con dos grados diferentes de vocación a la santidad; lo pone de manifiesto Eusebio de Cesárea: «el primer género supera la naturaleza y la conducta normal, excluyendo el matrimonio, la procreación, el comercio y la propiedad; apartándose de la vida ordinaria, se dedican exclusivamente a Dios, al servicio de Dios; y el de la mayoría es menos perfecto ». Aquí está el primer germen del «perfeccionismo monástico », según el cual, como dirá un monje medieval, los cristianos que quieran salvarse tendrán que parecerse lo más posible a los monjes, con lo cual quedaría anulada la obligación que tiene todo cristiano de tender a la perfección.

3. DEL ASCETISMO PREMONÁSTICO AL MONACATO
Durante los tres primeros siglos, aquellos y aquellas que optaban por vivir en continencia o en virginidad, no vivían en comunidades especiales, sino que permanecían en medio de sus familias, ocupándose en el mismo género de actividad que antes, porque la sociedad circundante no admitía el hecho de que una mujer soltera pudiera vivir independientemente del núcleo familiar.

El ascetismo de los tres primeros siglos es, en cierto sentido, la primera manifestación de la vida monástica, porque en torno al núcleo fundamental del celibato, que constituía la renuncia más radical y visible del ascetismo, se institucionalizó la pobreza voluntaria, y se fueron perfilando también los primeros rasgos de la vida en comunidad que ya implica una cierta obediencia; todo lo cual constituirá, con el tiempo, el sustrato esencial de la vida monástica.

El contraste entre los ascetas y los fieles en general se hacía cada vez más patente en las comunidades cristianas, como consecuencia de que los ascetas, ellos y ellas, advierten la necesidad de separarse del estilo de vida de los fieles, a fin de encontrar un ambiente más favorable en el que poder realizar más fácilmente su específica modalidad de vocación cristiana. Lo que distinguirá al monje del asceta será el hecho de que el asceta practica el ascetismo en el seno de una comunidad cristiana, y, en cambio, el monje lo practicará en un mundo separado, primero en medio de las ciudades, y después en la soledad de los desiertos.

La Carta a las vírgenes, falsamente atribuida a Clemente Romano, puede ser considerada como el eslabón que une el ascetismo premonástico y el monacato propiamente dicho. Los ascetas varones, tales como los presenta este documento, son cristianos arrebatados por el celo apostólico, hasta el punto de que se puede afirmar que esta Carta tuvo su origen en una comunidad o grupo de apóstoles itinerantes, «obreros tales que traten rectamente la palabra de la verdad, obreros inconfundibles, obreros fieles, obreros que sean luz del mundo, obreros tales cuales eran los, Apóstoles». La misión apostólica arrebató desde el principio a los ascetas, muchos de los cuales se dedicaron a la predicación itinerante; iban de comunidad en comunidad confirmando a los hermanos en la fe y, quizá, predicando también el evangelio a los paganos; la Didajé ya se ocupaba de ellos, determinando cuál debería ser su comportamiento para con las comunidades, y el de éstas para con ellos.

Los ascetas itinerantes de los que habla la Carta a las vírgenes constituyen ya un grupo o una comunidad bien organizada, con reglas de comportamiento muy precisas para sus desplazamientos y para su conducta en las comunidades de ascetas, hombres o mujeres, que los reciben.

La Carta a las vírgenes también da normas concretas de comportamiento para las vírgenes que ya viven en grupo o en comunidad: «quien se consagra a Dios por la virginidad, renuncia al mundo y se aparta de él para vivir en adelante, como los ángeles, una vida celeste y divina; y para servir a Dios omnipotente por medio de Jesucristo por amor del reino de los cielos». Este documento señala también las distintas actividades apostólicas que han de desempeñar las vírgenes en favor de los hermanos: atención a los pobres, cuidado de los enfermos, confirmar a los hermanos en la fe, lucha contra los demonios por medio de los exorcismos.

El paso siguiente en la organización del ascetismo, ya será el monacato propiamente dicho.

4. EL MONACATO, FENÓMENO UNIVERSAL
El monacato no es monopolio del cristianismo, sino un fenómeno universal que encuentra su expresión en todas las religiones con un determinado nivel de desarrollo. En muchas religiones anteriores al cristianismo han existido y existen aún formas «marginales» de vivir que pueden ser calificadas de «monacato»; lo cual significa que el monacato, antes que un hecho religioso, es un hecho antropológico; por eso mismo, antes de hablar de una teología del monacato habría que hablar de una antropología del mismo, porque todo hombre lleva dentro de sí la búsqueda de un absoluto por el impulso de fuerzas interiores más fuertes que la atracción de las metas inmediatas de la vida que se desarrolla en torno a él. En este sentido, el monacato, en cuanto fenómeno antropológico, podría ser definido como un género de vida organizado en función de una meta espiritual que trasciende los objetivos de la vida terrestre, y cuya consecución es considerada como «lo único necesario».

Ante el hecho de que el monacato existió en religiones anteriores al cristianismo, cabe preguntarse si el monacato cristiano no será una copia de ese monacato anterior. Y efectivamente, H. Weingarten suscitó, a finales del siglo XIX, una gran polémica al afirmar que el monacato cristiano no era original sino una copia del monacato de algunas religiones anteriores, apoyándose para su afirmación en el hecho de las coincidencias existentes entre el monacato cristiano y esos monacatos anteriores. En la actualidad esta polémica está superada; no se niegan esas semejanzas, porque, como fenómeno antropológico universal, sin duda que ciertas semejanzas tienen que existir; tampoco se niega que en algún caso pudiera haber también influencias de algunas formas monásticas anteriores sobre formas monásticas cristianas; pero esto habrá que demostrarlo en cada caso; y hasta ahora nadie ha sido capaz de hacerlo.

En todas las formas de monacato existen al menos tres coincidencias fundamentales: la separación del mundo, algunas prácticas ascéticas, y una aspiración mística; después, cada religión revestirá estas coincidencias monásticas con su originalidad específica, de manera que, la meditación y la contemplación tienen en cada tradición religiosa contenidos diferentes; o las prácticas ascéticas, que en todos los monacatos tienen como meta común la renuncia al egoísmo y la negación del propio yo, tendrán en cada monacato una raíz distinta.

5. LOS MONJES, SUCESORES DE LOS MÁRTIRES
El martirio constituyó en la Iglesia primitiva el testimonio más completo del amor a Dios, y de la forma más perfecta de caridad para con los hermanos; pero el derramamiento de la sangre por amor a Cristo fue siempre un hecho extraordinario. En comparación con el número de fieles, los mártires fueron más bien pocos; no a todos los cristianos les fue concedida una meta tan sublime, porque el martirio siempre fue considerado como una vocación especial a la que Dios invitaba personalmente.

El martirio exigía una preparación constante para que, si llegaba la ocasión suprema, el fiel no se volviera atrás. El martirio era una meta ambicionada por muchos, pero alcanzada por muy pocos. De ahí el empeño de los Pastores por señalar a los fieles otras formas de perfección cristiana, que fueran capaces de encauzar el anhelo de la entrega total a Dios. En realidad no se trataba tanto de formas alternativas al martirio cruento, cuanto de profundizar y extender a la vida de los fieles los mismos ideales que estaban en la base del martirio cruento; y estos ideales son los mismos de la espiritualidad bautismal, que no tiene otra meta que el seguimiento radical y la configuración total con Cristo muerto y resucitado.

A principios del siglo II, los Pastores ya empiezan a proponer el paso del ideal del martirio cruento al martirio de la vida ascética, entendida antes como preparación para el martirio, y después como martirio cotidiano, demostrando así que la vida cristiana, vivida en todas sus exigencias más radicales, constituye un verdadero martirio, porque en definitiva el ideal de la vida cristiana consiste en cargar con la propia cruz y seguir, paso a paso, al Maestro (Mt 16,34; Mc 8,34).

El mártir cristiano se distingue no sólo por su fe en Cristo, sino también por la referencia explícita a la muerte de Cristo. Este carácter cristiforme permite comprender el papel preponderante jugado por el martirio en la Iglesia primitiva. El martirio era la forma de la vida cristiana porque se puede afirmar que la formación que recibían los cristianos de los primeros siglos, desde el momento de su inscripción en el catecumenado, era un adiestramiento para el martirio. Los fíeles necesitaban un constante entrenamiento, a fin de estar siempre en forma, porque el combate definitivo podía llegar en cualquier momento.

Durante aquellos tempranos siglos, todo cristiano era un candidato permanente para el martirio; así lo reconocía Orígenes: «entonces éramos de verdad fieles, cuando el martirio llamaba a la puerta desde que nacíamos en la Iglesia; cuando volviendo de los cementerios en que habíamos depositado los cuerpos de los mártires, volvíamos a las reuniones litúrgicas; cuando la Iglesia entera se mantenía inconmovible; cuando los catecúmenos eran catequizados en medio de los mártires y de la muerte de los cristianos que confesaban la verdad hasta el fin, y ellos, sobrepasando estas pruebas, se unían sin miedo alguno al Dios vivo».

El ascetismo no sólo preparaba, sino que también suplía el martirio. El propio Orígenes se planteaba esta cuestión: «¿para qué sirve que nos hayamos preparado para el martirio, si, al fin, no tenemos la oportunidad de ser mártires?». Y él mismo no duda en responder que la preparación en sí misma equivale a un verdadero martirio. Y la misma doctrina formulaba también San Cipriano.

En las persecuciones fue donde se fraguó el ideal del santo cristiano, no sólo desde una perspectiva cultual, en cuanto que los mártires fueron los primeros en recibir culto, sino también como ideal de vida cristiana; en el mártir se da la más perfecta expresión de la vivencia de la moral, de la ascética y de la mística. El martirio es la más perfecta imitación de Cristo; aquello que los fíeles se esfuerzan por conseguir a lo largo de toda su vida, lo alcanzan los mártires en un instante.

Al cesar las persecuciones con la paz constantiniana (313), la Iglesia experimentó la necesidad de replantear la pregunta relativa a cuál es la forma más eminente de seguir a Cristo; y entonces, a pesar de que permanecía vivo el recuerdo y sobre todo la nostalgia de los mártires, la idealización de la santidad cristiana pasa al monacato. Los monjes empiezan a ser desde entonces los nuevos héroes del cristianismo; esta idea de que los monjes son los sucesores de los mártires, la expuso bellamente San Atanasio:

«Cuando finalmente la persecución cesó y el obispo Pedro (de Alejandría), de santa memoria, hubo sufrido el martirio, (San Antonio) se fue y volvió a su celda solitaria, y allí fue mártir cotidiano en su conciencia, luchando siempre las batallas de la fe» (SAN ATANASIO, Vida de San Antonio, 47).
Esta idea atanasiana se convirtió muy pronto en un lugar común en la literatura monástica. Los monjes eligen la soledad del desierto porque es allí donde, según la Sagrada Escritura, el hombre puede entrar más fácilmente en comunión con Dios y, al mismo tiempo, continuar aquel combate que los mártires habían sostenido con el demonio. Un poco más tarde, también los Pastores de almas, como los ascetas y monjes, serán considerados como sucesores de los mártires.

6. EL MONACATO DEL DESIERTO
a) ¿Egipto, cuna del monacato?
Ha sido una afirmación bastante generalizada que el monacato, tanto en su forma anacorética como cenobítica, habría nacido en Egipto; pero no responde a la realidad histórica más estricta. El monacato nació simultáneamente en varias Iglesias; incluso se puede afirmar que antes de que Egipto conociera figuras como San Antonio y como San Pacomio, ya había monjes en otras partes de la cristiandad, especialmente en Siria.

Los desiertos de Egipto, sin embargo, por lo menos en cierto modo, pueden ser considerados la patria por excelencia del monacato cristiano: por la importancia numérica de sus monjes, por las figuras casi míticas de algunos y, sobre todo, porque de allí procede la Vida de San Antonio, que hizo despertar el monacato con las características egipcias en muchas otras partes de la Iglesia universal; la Vida de San Antonio, escrita por San Atanasio, se convirtió, de la noche a la mañana, en la Regla por antonomasia del monacato anacorético; y además, en el plano literario, dio origen a un vocabulario especializado que fue aceptado por todos los autores que después escribieron sobre temas monásticos. De hecho, del monacato antiguo ya no poseemos nada más que una tradición estilizada en la que los monjes más representativos son precisamente egipcios.

Pero hay que subrayar también que la rapidez con que se expandió por todas partes la biografía de San Antonio, demuestra que todas las Iglesias locales estaban bien dispuestas para recibir el detonante monástico de Egipto. Sin embargo, un análisis de la realidad cristiana del siglo IV, demostraría la existencia de fuerzas monásticas autóctonas, anteriores al estimulante egipcio, destinadas a desempeñar un papel importante en cada región.

Responde más a la realidad histórica reconocer que el monacato primitivo surgió espontáneamente en muchas Iglesias locales, a la vez que no hacer depender la multiforme manifestación monástica de una sola matriz, por importante que haya sido la matriz egipcia.


San Antonio Abad
 
b) Los solitarios del desierto
Cuando en el último tercio del siglo III un cristiano abandonó la familia y la comunidad cristiana para dedicarse por completo a la búsqueda de Dios, fue puesto el primer peldaño de una escalera que, con el correr del tiempo, conducirá a un considerable número de fíeles a ingresar en las múltiples manifestaciones de vida que adquirirá el monacato. Nadie está en la actualidad en condiciones de apuntar el nombre ni el lugar del primer fiel cristiano que se apartó de la comunidad para marchar a vivir en la soledad.

San Atanasio le atribuye este primado monástico a San Antonio; en cambio, San Jerónimo se lo atribuye a San Pablo de Tebas, un personaje cuya misma existencia es harto dudosa; y el historiador Sócrates opta por San Ammón, pero resulta que cuando estos pioneros de la vida monástica abrazaron este nuevo estilo de vida, ya encontraron a otros solitarios que les habían precedido, y bajo cuya dirección se pusieron. Éste es el caso prototípico de San Antonio: en efecto, cuando este joven egipcio, Antonio (255-356), abandonó hacia el año 273 su aldea, Keman o Kome, situada en el Egipto medio, ya se encontró con un solitario anónimo, bajo cuya dirección se puso; sin embargo San Antonio es considerado con justa razón «padre del monacato egipcio», no cronológicamente, sino porque su biografía, escrita por San Atanasio, lo convirtió en el prototipo de todos los solitarios.

Los primeros monjes fueron llamados «anacoretas», porque al ascetismo practicado en medio de las comunidades, caracterizado por la continencia sexual, la renuncia a los bienes y la sumisión a un grupo o comunidad, añadieron la separación de los centros habitados para establecerse en la soledad de los desiertos.

Los monjes se multiplicaron, en pocos decenios, por Egipto, Palestina, Siria, Capadocia; y un poco más tarde por todo el Occidente; pero los lugares míticos del monacato anacorético serán siempre los desiertos de Egipto, muy especialmente:

Pispir: San Antonio se refugió en esta montaña en busca de la soledad más completa, aunque muy pronto se vio rodeado de discípulos, y al fin abandonó este lugar para refugiarse en la Tebaida, que desde entonces se convirtió en el centro espiritual de todos los monjes solitarios.

Nitria: San Ammón fue el iniciador de la vida monástica en este valle, adonde acudieron monjes de todas partes, dando lugar a una colonia de semianacoretas, porque las cabanas de los monjes estaban muy cerca unas de otras, y los monjes se reunían varias veces el sábado y el domingo para la celebración de la Eucaristía, para escuchar una conferencia de algún monje más experimentado y para tener una comida en común.

Celdas: el valle de las Celdas fue testigo de las heroicidades penitenciales de San Macario de Alejandría (+394); en este valle se instaló también Evagrio Póntico hasta su muerte (+399).

Escete: el iniciador de la vida solitaria en este desierto fue San Macario el Viejo, discípulo de San Antonio por algún tiempo, y cuya vida es tan novelesca como la del propio San Ammón; sobresalieron en este desierto los anacoretas San Arsenio, que había sido preceptor de los hijos del emperador; San Moisés, de raza negra, que había sido bandolero, y fue martirizado en una incursión de los beduinos. En Escete existen todavía hoy algunos monasterios construidos en el lugar de las primitivas celdas de los solitarios.

Estos lugares fueron el escenario en que se desarrolló la espiritualidad monástica que se plasmó en los Apotegmas de los Padres del Desierto, en la Historia Lausíaca, escrita por Paladio, y en muchos otros relatos, cuyos nombres, se conozcan o no, fraguaron el auténtico ideal de los anacoretas y semianacoretas.

El número de monjes que habrían poblado estos lugares, tal como se refleja en las fuentes monásticas más antiguas, es a todas luces exagerado; era materialmente imposible que, por ejemplo, la aldea de Oxyrinco pudiera albergar 20,000 monjas y 10,000 monjes; no obstante, el número de monjes en Egipto fue muy elevado.

c) El monacato, denuncia profética frente a la Iglesia instalada
El monacato del desierto, con el correr del tiempo, será interpretado por algunos como una novedad peligrosa respecto al núcleo esencial de la comunidad cristiana y del mismo evangelio. No se trata, por supuesto, de las equivocadas interpretaciones de Eusebio de Cesárea, que confundió a los primeros monjes con los terapeutas de Filón de Alejandría, ni de Casiano, que confundió a los monjes con aquellos cristianos judaizantes que concluyeron por salirse de la Iglesia, sino de las críticas de Wiclyf, de Hus y de Lutero, los cuales rechazaron la vida monástica como una desviación del núcleo más genuino del Evangelio.

La Iglesia, con la euforia de la libertad conseguida, no se percató de la trampa que le tendió el Imperio al concederle su favor. La entrada de tantos convertidos de circunstancias hizo pensar en una sutil distinción que iba a tener un éxito excepcional porque ha llegado hasta hoy mismo. Aquellos cristianos del siglo IV empezaron a pensar que en el evangelio hay cosas obligatorias para todos, y cosas que sólo son consejos para los monjes.

Cuando terminó aquella época de «bienaventurados los perseguidos », que exigía una coherencia radical en la entrega a Cristo, empezó un descenso general en el fervor cristiano. La vida se tornaba ahora demasiado fácil. Constantino acabó con las persecuciones, llenó de honores a los obispos y a los presbíteros, agradó a los cristianos, pero neutralizó su carisma profético de denuncia contra la instalación en el corazón del mundo.

Algunos cristianos clarividentes, como San Hilario de Poitiers, se percataron de esta nueva situación, que acechaba a los cristianos con un peligro mucho más pernicioso que todas las persecuciones juntas:

«no nos mete en la cárcel, pero nos honra en su palacio para esclavizarnos. No desgarra nuestras carnes, pero destroza nuestra alma con su oro. No nos amenaza públicamente con la hoguera, pero nos prepara sutilmente para el fuego del infierno. No lucha, pues tiene miedo de ser vencido. Al contrario, adula para poder reinar... Tu genio sobrepasa al del diablo, con un triunfo nuevo e inaudito: consigues ser perseguidor sin hacer mártires» (SAN HILARIO DE POITIERS, Contra Constantium: PL 10,580-581).
Así como las persecuciones fueron para los cristianos de los primeros siglos un acicate que los impulsaba a vivir en plenitud el evangelio, después de la paz constantiniana la facilidad que los cristianos encontraron para todo en el Imperio, les hace caer en la rutina y en el aburrimiento. La facilidad siempre es hermana gemela de la mediocridad; así lo entendió San Jerónimo, el cual, a finales del siglo IV, criticaba la vida regalada de los clérigos romanos:

«no tienen más preocupación que sus vestidos, andar bien perfumados y llevar zapatos justos, que no les baile el pie dentro de la piel demasiado floja. Los cabellos van ensortijados por el rizador, los dedos echan rayos de los anillos, y porque la calle un tanto húmeda no moje las suelas, apenas si pisan el suelo con la punta de los zapatos. Cuando vieres a gentes semejantes, tenlos antes por novios que por clérigos» (SAN JERÓNIMO, Carta 22, 28).
En un contexto eclesial así, los mejores de entre los cristianos vuelven instintivamente los ojos a aquellos tiempos en los que ser fiel a Cristo comportaba arriesgar diariamente la vida. La Iglesia busca su identidad en dos frentes principales a la vez: la ortodoxia y la ortopraxis. La lucha por la ortodoxia trajo un sinfín de tensiones; y no menos ardua fue la lucha por la ortopraxis, en la que el monacato jugó un papel decisivo. También en el ámbito de la ortopraxis fue necesaria la vigilancia de los Pastores para evitar cualquier peligrosa andadura del ascetismo.

Antes no había existido la necesidad de que los cristianos se retiraran a la soledad de los desiertos para poder confesar a Cristo con todo el radicalismo posible. Ahora el monacato del desierto se convirtió en la manera de protestar contra una situación de instalación de la Iglesia en el mundo. Anteriormente, el mundo trataba a los cristianos como enemigos; ahora son los mejores de entre los cristianos quienes huyen de ese mundo excesivamente acogedor, para vivir en el desierto como enemigos del mundo.

La denuncia profética de los monjes fue eficaz; son muchos los cristianos que abandonaron el mundo para hacerse monjes; pero fueron muchos más los que acudieron a los monjes para edificarse, contemplando aquel espectáculo que parecía más angélico que humano, para recibir un consejo que los orientara en el camino del Señor; y son todavía más los cristianos que se edificaron con la lectura de las aventuras de estos nuevos héroes del cristianismo; también en esto los monjes fueron sucesores de los mártires, porque si anteriormente los fieles se edificaban con la lectura de las actas martiriales, ahora se edifican leyendo una nueva literatura que describe las heroicidades ascéticas de los monjes en el desierto, como aquel chambelán imperial, Lauso, que pidió al monje Paladio que le escribiera la odisea de los monjes del desierto, cuya lectura causó furor entre los funcionarios del palacio imperial de Constantinopla.

La buena acogida que al monacato le prestó la Jerarquía eclesiástica fue la mejor garantía de que era un verdadero camino para el seguimiento de Cristo.

7. EL MUNDO ESPIRITUAL DE LOS ANACORETAS
El mundo espiritual de los Padres del desierto es muy variado y está lleno de matices, según los distintos ambientes geográficos y eclesiales; no obstante hay unas cuantas coordenadas que sin duda se encuentran en cada una de sus múltiples formas.

Dios como único objetivo. De ahí la importancia central que tiene la relación con Dios; los monjes se llaman siervos de Dios y también hombres de Dios; posiblemente estas expresiones se referían, al principio, a los carismas extraordinarios de los santos del desierto, como milagros, visiones, profecías; pero acabaron significando la total entrega de estos hombres al servicio de Dios. La soledad libera al monje para el encuentro y el servicio de Dios, tal como se expresaba San Pablo al hablar de la virginidad (1 Cor 7,25-32).
Salvación personal. La preocupación de los anacoretas por su propia salvación, aparece como algo decisivo en su estilo de vida. ¿Cómo podré salvarme?, era una pregunta que formulaban con mucha frecuencia los jóvenes monjes a los ancianos o maestros de espíritu. Y aquí aparece de nuevo el ascetismo como medio de purificación, y, por lo mismo, también de crecimiento espiritual.
La soledad como expresión de la vida cristiana. La ausencia de vida comunitaria resulta algo verdaderamente llamativo en este estilo de vida, puesto que la vida fraterna en comunidad es un elemento esencial de la Iglesia. En estos ambientes anacoréticos, la comunidad se consideraba como propia de los principiantes en los caminos del Señor, porque antes de que el Apa experimentado o Padre espiritual enviase a un discípulo a la soledad completa, tenía que pasar algunos años en su compañía o bajo su tutela formativa, si habitaba en una cabaña distinta.
Los anacoretas hicieron de la soledad la expresión principal de su entrega incondicional a Dios; era la razón de ser de su condición monástica. Esta soledad ha sido interpretada como un celibato radical; es decir, como una renuncia a toda relación humana, puesto que no se negaba solamente una determinada forma de sociedad —el matrimonio—, sino toda forma de sociedad. En realidad, no se comprende fácilmente qué papel podría desempeñar la comunidad en el anacoretismo, porque la relación social une al hombre con el mundo, y los anacoretas querían precisamente huir del mundo.
La soledad o separación del mundo supone en primer lugar una distancia geográfica y en segundo lugar una distancia sociológica por el peculiar estilo de vida, tan diferente del modo de vivir de quienes permanecen en las ciudades: por el hábito con que van vestidos, por el régimen alimenticio, y, sobre todo, por la renuncia al matrimonio.
La renuncia. Quien se aparta del mundo, lo hace porque previamente ha renunciado a todas las cosas; éste es el primer paso para crear un ambiente que le permita al monje despojarse radicalmente de todo, como signo del despojamiento del hombre viejo de que habla San Pablo.
Pero no basta renunciar una vez a todas las cosas; la renuncia es un programa de vida que se ha de realizar a lo largo de toda la existencia.
Trabajo manual. Los monjes renunciaban a todo lo que poseían; pero, una vez en el desierto, tenían necesidad de un techo bajo el cual cobijarse, tenían que seguir alimentándose y cubrir su cuerpo con vestidos, por más que considerasen su estilo de vida como una vida angélica. Y para ello era preciso ganarse el sustento con el trabajo de las propias manos, de modo que, junto con la oración y la lectio divina o lectura de la Palabra de Dios, el trabajo constituía la ocupación fundamental de los monjes.
La apatheia. El ascetismo de los anacoretas tenía una finalidad eminentemente positiva: alcanzar la libertad del alma y unificar toda la vida en Dios; los monjes quieren gozar ya de los bienes celestes en este mundo; el ascetismo monástico, como el venderlo todo del evangelio para comprar la perla preciosa, es el precio que hay que pagar para conseguir la perla preciosa de la paz, del sosiego del alma y la libertad plena del corazón; no padecer por nada, la imperturbabilidad de quien ya reposa en Dios; todo lo cual tiene un nombre: apatheia; ésta es la meta soñada de todos los anacoretas.
El monacato anacorético tuvo múltiples formas de expresión, algunas de las cuales son verdaderamente llamativas; entre ellas gozó de gran favor popular el estilitismo: monjes que se pasaban años y años encima de una columna, como San Simeón el Estilita (+459), que permaneció allí durante cuarenta años; la reclusión: monjes, varones o mujeres, que se recluían de por vida entre cuatro paredes sin salir jamás; monjes que se fingían idiotas o locos, para que las gentes los despreciaran, como San Simón el Idiota o el loco (+590). El anacoretismo dio lugar a un mundo muy variopinto, en el que no siempre se podía distinguir bien entre la «santa locura» y la «locura sin más».

No faltaron tampoco monjes que cayeron en la herejía, como los eustacianos, discípulos de Eustacio de Sebaste, que cayeron en ideas gnósticas e incluso claramente maniqueas; y otros, como los origenistas, los apostólicos, los adamitas, que fueron estigmatizados por el gran debelador de herejes, San Epifanio de Salamina.

La vida anacorética fue seguida también por mujeres, aunque en número muy inferior al de los varones. Hubo algunas que alcanzaron gran renombre como Amas, es decir como directoras de espíritu; sobresalieron Sara, Sinclética y Teodora.

8. SAN PACOMIO, FUNDADOR DEL CENOBITISMO

San Pacomio
 
a) San Pacomio
Las formas de vida monástica no se suceden unas a otras como si las anteriores fueran más perfectas que las posteriores o viceversa. El anacoretismo no debe ser entendido como algo más perfecto que el cenobitismo, como así lo entendían algunos anacoretas; pero tampoco al revés, como si el cenobitismo fuese algo más perfecto que el anacoretismo, como así lo entendió después San Basilio. En cambio, San Pacomio consideraba ambas formas de vida monástica como igualmente valiosas, pues él consideraba a San Antonio, el portaestandarte del anacoretismo, como una de las tres maravillas de la Iglesia de su tiempo, en paridad con la santa Koinonía fundada por él mismo; la tercera maravilla de la Iglesia de Egipto, según San Pacomio, era San Atanasio.

Cada forma de vida monástica es suficiente por sí misma para llevar a los monjes a la perfección de la caridad, según la llamada que Dios dirige a cada uno. En todo caso serían formas complementarias unas de otras. Varias disposiciones de concilios ecuménicos y de sínodos particulares purificaron, poco a poco, la vida eremítica de muchas de sus extravagancias.

San Pacomio (290-346) nació en la región de Esneh (Egipto); y, cuando contaba veinte años, fue enrolado contra su voluntad en el ejército de Maximino Daja; conducido encadenado con otros jóvenes, en un alto del camino se encontró con unos hombres desconocidos que se llamaban «cristianos» y que cuidaron de él y de sus compañeros «por amor del Dios del cielo». Entonces Pacomio se encomendó a Dios: «Oh Dios, si me ayudas a salir de esta tribulación, me haré servidor del género humano por tu nombre». Después de ser liberado del ejército, se hizo bautizar y pasó algunos años viviendo como asceta en unas ruinas, cerca de la ciudad de Schenesit, ayudando a los pobres y a los apestados durante una epidemia.

Después de algunos años se sintió atraído por la vida monástica y se puso bajo la dirección del anacoreta Palamón; pasó siete años con él, al cabo de los cuales experimentó una crisis vocacional; pidió a Dios que le hiciera conocer su voluntad, y entonces oyó a un ángel que le decía que se pusiera al servicio de los hombres. Pacomio se rebeló contra esta idea porque él quería servir a Dios, y se le aconsejaba servir a los hombres; pero entonces se acordó del voto que había hecho, cuando fue bien tratado por aquella comunidad cristiana, y dejó la vida solitaria, se alejó hasta una aldea desierta, Tabennesi, en la orilla oriental del Nilo, al norte de Tebas. Algunos anacoretas que vivían en las cercanías se le juntaron, y empezó una experiencia comunitaria, que fracasó por falta de disciplina, y tuvo que empezar de nuevo.

Con nuevos discípulos, que pronto llegaron al centenar, inició un ensayo de vida comunitaria propiamente dicha, para la cual redactó una Regla. Esta primera comunidad creció tanto en muy poco tiempo, que fue preciso fundar otras, que llegaron a siete en vida de San Pacomio, dando así origen a una Congregación centralizada, en la que Pacomio era la cabeza visible de todas las comunidades, a las que visitaba periódicamente. Alguna de estas comunidades contaba con 900 monjes. Pacomio fundó también dos monasterios de monjas, uno de los cuales estaba dirigido por su propia hermana María.

b) La novedad de la comunidad pacomiana
La originalidad de la koinonía o comunidad pacomiana está en que la existencia de la comunidad de los hermanos no es el simple resultado empírico de unos discípulos que se juntan alrededor de un maestro espiritual, que sería la característica de una colonia de semianacoretas, sino que la existencia de la comunidad es querida por ella misma. El ideal de los maestros de espíritu de los anacoretas tendía sin duda a aniquilar en sus discípulos cualquier vestigio de individualismo. Y esta renuncia al propio yo se expresaba en una comunión espiritual con todos los hombres, porque, como decían los grandes Apas del desierto, el monje está separado de todos y, sin embargo, unido a todos.

Por otra parte, la mediación del maestro espiritual en el caso de los anacoretas estrictos, y la del grupo en el caso de los semianacoretas era demasiado poco, a pesar de la liturgia común del sábado y del domingo, junto con la conferencia de algún anciano experimentado. Por eso, según San Pacomio, la renuncia y la desapropiación íntimas, y la inserción cada vez más efectiva en la Comunidad eclesial, Cuerpo místico de Cristo, se cumplía y se significaba mejor a través del misterio o sacramento de la comunidad monástica, la cual era entendida como una pequeña Iglesia local. Y la comunidad monástica tenía su máxima expresividad en el propio Pacomio, que era considerado no sólo como el Padre de cada monje en particular, sino también como Padre de la Comunidad en cuanto tal. Los monjes son miembros de Pacomio como son miembros de Cristo, porque Pacomio no tiene nada más que un mismo espíritu con Cristo. Por eso para sus monjes, obedecer a Pacomio es lo mismo que obedecer a Dios que habita en él.

El ideal comunitario de San Pacomio se llevaba a la práctica en la puesta en común de los bienes materiales, como signo particularmente eficaz de la completa abnegación del propio yo. El anacoreta y el semianacoreta podían disponer del fruto de su trabajo, pero el monje pacomiano no tiene nada absolutamente como propio. La comunidad pacomiana implicaba también necesariamente la sumisión y el servicio mutuos, en cuanto instrumentos de purificación del corazón.

Y, sobre todo, lo que distinguía al monje pacomiano respecto a los anacoretas y semianacoretas, era la existencia de una Regla propiamente dicha; pero es preciso matizar la importancia de la Regla, porque ésta en el monacato pacomiano no sustituye a la Palabra de Dios, ni tampoco ocupa el puesto de la propia conciencia personal.

En los monasterios pacomianos, las relaciones humanas se elevaron a elemento esencial de la religiosidad cristiana; pero esto no significa que los monjes pacomianos se abrieran hacia el mundo y al servicio directo de la sociedad circundante, como hará San Basilio. Las relaciones fraternas en el monacato pacomiano llevan a la creación de una comunidad separada en el desierto; es decir, la comunidad pacomiana se contrapone al mundo, como una especie de ciudad de Dios separada de la ciudad de los hombres. En el interior de esta comunidad separada, las relaciones fraternas han adquirido un gran valor; se han convertido en un entretejido de mutua corresponsabilidad en todos los órdenes.

c) Organización de la comunidad pacomiana
Las comunidades pacomianas eran muy numerosas, contaban con un promedio de 700 monjes cada una; y alguna, como el monasterio central de Pebou, donde residía San Pacomio, tenía 1,300 monjes. La Regla, y algunos pasajes de la vida de San Pacomio, ofrecen una idea bastante aproximada del estilo de vida de las comunidades pacomianas:

Cada monasterio era una especie de aldea rodeada por un muro con una única puerta de entrada y de salida, que estaba custodiada por un monje; había una iglesia en el centro, un refectorio, una cocina, y una despensa comunes. Había también una hospedería para los visitantes. Dentro de este recinto había diferentes casas para unos 20 monjes cada una; cada monje tenía su propia celda individual.

Los monjes pacomianos vestían una túnica de lino sin mangas, un cinturón, y un manto con una capucha en la que estaba cosido un distintivo del monasterio y de la casa a que pertenecían.

En todos los monasterios se seguía el mismo tenor de vida. Cada día había tres reuniones litúrgicas: por la mañana, al mediodía y por la tarde; una conferencia espiritual para todos el sábado, y dos el domingo; se ayunaba el miércoles y el viernes; y en esos mismos días había una conferencia para los monjes de cada casa.

En los monasterios pacomianos se acabó con las discusiones que se traían entre sí los anacoretas y semianacoretas en torno a la necesidad del trabajo de los monjes; el monje pacomiano trabaja duramente para atender a la subsistencia de la comunidad. Los servicios generales del monasterio eran prestados por hebdomadarios, elegidos por turno para cada casa.

Cada casa tenía un prepósito; cada tres o cuatro casas formaban una tribu, cada monasterio tenía su propio superior, el cual recibía las órdenes directamente del superior del monasterio central, que era San Pacomio y después sus sucesores en el cargo.

Los monjes pacomianos, como los solitarios del desierto, no eran sacerdotes; se recibía en los monasterios a los sacerdotes que quisieran formar parte de la comunidad, pero no gozaban de privilegio alguno especial. Al principio los pacomianos participaban en la Eucaristía juntamente con los seglares de las aldeas vecinas, pero después, cuando los monasterios eran muy numerosos, participaban con los seglares solamente en la Eucaristía del sábado; la del domingo estaba reservada exclusivamente para los monjes. Cuando tuvieron sacerdotes suficientes, se independizaron de los sacerdotes de las aldeas vecinas en todo lo que se refería a la liturgia.

9. EL MONACATO DE SAN BASILIO

San Basilio
 
a) Una formación esmerada
San Basilio nació en el año 329 en el seno de una familia profundamente cristiana: su abuelo paterno fue mártir; y también han sido reconocidos como santos su abuela paterna, Macrina; su madre, Emelia; su padre, Basilio; su hermana Macrina; y sus hermanos Gregorio, obispo de Nisa, y Pedro, obispo de Sebaste; tuvo además otro hermano, Naucracio, que se inició en la vida monástica, pero tuvo que abandonarla por falta de salud, se hizo jurista, y murió muy joven.

Basilio recibió desde su infancia una educación profundamente bíblica, que le fue impartida por su madre y por su abuela; sin embargo no fue bautizado de niño, sino, a los veintinueve años, cuando había concluido ya su formación humana, primero al lado de su padre en Cesárea y después en las prestigiosas aulas de Constantinopla y de Atenas; aquí se encontró con Gregorio Nacianceno, con quien trabó una amistad inquebrantable.

Al retornar a su ciudad natal, le fue ofrecida la cátedra de retórica, pero rechazó la oferta porque ya había decidido hacerse monje. En su conversión a la vida monástica influyeron de un modo decisivo su madre y su hermana Macrina, que, juntamente con otras jóvenes, ya se había retirado a la propiedad familiar de Annisia, en las orillas del río Iris, para conducir allí la vida monástica.

Antes de establecerse en la misma propiedad familiar, en la otra orilla del río, Basilio emprendió un largo viaje para informarse personalmente de las diferentes formas de vida monástica de Egipto, Palestina, Siria y Asia Menor. Después de un año de peregrinación por los lugares prototípicos del monacato de entonces, también él abrazó la vida monástica. Muy pronto afluyeron en torno a él jóvenes discípulos, entre ellos estaba también su amigo del alma Gregorio Nacianceno. En el año 364, el nuevo obispo de Cesárea de Capadocia, Eusebio, lo ordenó de presbítero, y lo tomó como su consejero habitual; su presencia en la ciudad fue muy beneficiosa para la defensa de la fe católica contra los arríanos. Al morir el obispo Eusebio (370), Basilio fue elegido para sucederle en la silla episcopal. Después de nueve años de una intensa actividad pastoral, murió en el año 379.

b) La comunidad evangélica de San Basilio
San Basilio reflexionó mucho sobre las relaciones fraternas como distintivo de la espiritualidad cristiana en general; el amor a Dios exige el amor al prójimo; y por el amor al prójimo se llega al amor de Dios. San Basilio, con su sensibilidad griega, ve en estas exigencias evangélicas un desarrollo más perfecto de las mismas exigencias naturales; el hombre es un animal social, y por tanto no hay nada tan propio en la naturaleza humana como el asociarse, tener necesidad de los demás porque nadie puede bastarse a sí mismo, y es preciso amar a aquellos con quienes se comparte un mismo ideal humano y evangélico, porque la caridad cristiana no busca el propio interés, sino el de los demás.

De estos principios saca San Basilio su ideal monástico, el cual en modo alguno puede ser el de los solitarios; la comunidad se le presenta como la expresión de la comunión eclesial y como puesta en común de los carismas personales recibidos de Dios. Es posible que el anacoreta o solitario tenga alguno o muchos carismas; pero quien vive en comunidad goza no sólo de sus propios carismas, sino también de los carismas de los demás.

La comunidad fraterna basiliana no es nada más que la expresión connatural de la comunidad cristiana llevada a sus últimas consecuencias; y, llegado a este punto, San Basilio se planteó el problema de las relaciones concretas que habían de existir entre sus monasterios y la comunidad eclesial; y resolvió este problema aproximando sus fraternidades a la ciudad episcopal, dándoles el cometido de la educación de la niñez y juventud, y de la asistencia a los peregrinos y a los enfermos. De este modo, en contraposición al monacato del desierto, tanto anacorético como cenobítico, el monacato basiliano se abría a la gran Comunidad eclesial y al servicio de la misma sociedad.

c) Estructuración de la comunidad basiliana
La comunidad basiliana, en contraposición al monasterio pacomiano, está compuesta por un grupo reducido de hermanos que alternan la oración, el estudio y el diálogo. Los hermanos viven juntos, oran, trabajan y comen juntos; trabajan manualmente para proveer a su propio sustento; pero también trabajan intelectualmente: leen la Sagrada Escritura, leen a Orígenes, practican el diálogo como medio de estudio y de aprendizaje y de comunicación entre sí.

La Regla de San Basilio consta fundamentalmente de dos partes: reglas «fusius tractatae», o sea 55 largas respuestas a otras tantas preguntas; y reglas «brevius tractatae», o sea 313 respuestas más breves a otras tantas preguntas que sus monjes hicieron a San Basilio cuando visitaba sus monasterios. La Regla de San Basilio ha regido y rige todavía todo el monacato oriental.

La Regla de San Basilio establece una normativa muy rigurosa para la admisión de los candidatos y para las relaciones fraternales, que han de ser muy intensas. Esta es la razón por la que sus monasterios han de tener un reducido número de monjes; otro motivo por el que prefería que sus monasterios tuvieran un número reducido de monjes, era el sistema económico; una comunidad numerosa exige un gran capital para mantenerse; lo cual comporta una intensificación del trabajo manual y unas relaciones económicas con la sociedad que San Basilio no quería en modo alguno en sus monasterios. La comunidad debería ser autosuficiente, pero nunca debería convertirse en un centro comercial.

Al principio, la comunidad basiliana tenía un marcado aspecto de «comuna» basada en unas relaciones horizontales; de manera que la obediencia, imprescindible en cualquier grupo humano, no se fundaba en la renuncia, como en el monacato pacomiano, sino en el amor fraterno; la obediencia basiliana es más una obediencia mutua que sumisión a la persona del superior. Sin embargo, más tarde fortaleció la autoridad personal del superior, como norma última, aunque siempre mitigada por la presencia de un Consejo monástico al que se podía apelar.

El monacato basiliano monopolizó la vida monástica de la Iglesia oriental, en la que no existe ese variopinto mundo de formas de vida consagrada propio de la Iglesia occidental.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

No hay comentarios:

Publicar un comentario