LA IGLESIA PRIMITIVA DE JERUSALÉN

LA IGLESIA PRIMITIVA DE JERUSALÉN

1. LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES

La fuente principal para conocer el origen y desarrollo de la comunidad primitiva de Jerusalén son los Hechos de los Apóstoles; esta obra no es, evidentemente, una narración completa, sino una selección de lo que allí acaeció durante los primeros años de existencia de la comunidad primitiva. San Lucas compuso este libro con la intención muy precisa de continuar su Evangelio, en el que narraba «todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles, fue llevado al cielo» (Hechos 1,1-2).

Lucas se presenta a sí mismo como un historiador que «ha investigado diligentemente» y «ha narrado ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra » (Lucas 1,1-4); pero Lucas, como los demás autores del Nuevo Testamento, escribe para quienes han sido ya iniciados en la fe, a fin de que «conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Lucas 1,4).

Desde una consideración meramente literaria, hay que admitir que los Hechos de los Apóstoles tienen parecidos formales con las obras históricas que por entonces escribían los autores profanos; pero, en realidad, Lucas se presenta en los Hechos más como un teólogo que como un historiador, por lo menos en el sentido que esta palabra tiene hoy para nosotros. Antes que historiador, Lucas es un creyente en Jesús como el Cristo, es decir, la fe está en el primer plano de su relato; Lucas transmite verdades teológicas revestidas con un ropaje histórico.

Por su condición de creyente y de teólogo, Lucas se remonta a los eternos designios de Dios de salvar al hombre, y muestra cómo existe una perfecta continuidad entre el Pueblo elegido de Dios y Jesús, en quien se cumplen las profecías del Antiguo Testamento, y entre Jesús y la Iglesia; ésta es la prolongación de la obra salvífica de aquél, por medio del Espíritu. Por eso Lucas empieza su Evangelio, la primera parte de una obra unitaria, cuya segunda parte son los Hechos de los Apóstoles, con el mensaje de Dios, quien, por medio del arcángel Gabriel, anuncia a María el proyecto salvífico de Dios prometido en el Antiguo Testamento; y en la segunda parte de esa obra unitaria, Lucas expone cómo la Iglesia ha sido fundada por Jesús para que continúe a través del tiempo y del espacio su obra salvífica. La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, es la continuadora de una historia de salvación iniciada en el Antiguo Testamento y culminada en la actuación de Jesús de Nazaret.

Al escribir los Hechos de los Apóstoles, Lucas quiere mostrar cómo el anuncio del reino de Dios se dirigió primero a los judíos y, desde ellos, pasó después a todos los hombres de buena voluntad. De ahí la división de los Hechos en dos grandes partes: los primeros quince capítulos se ocupan de la comunidad primitiva de Jerusalén; y los trece capítulos restantes se centran fundamentalmente en la obra apostólica de San Pablo, elegido por Dios, a través de la propia comunidad, para anunciar el evangelio a la gentilidad (cf. Hechos 13,1-3).

2. EL ACONTECIMIENTO DE PENTECOSTÉS

El grupo de los seguidores de Jesús de Nazaret se dispersó después de los trágicos acontecimientos de la crucifixión; pero su dispersión concluyó al tener lugar la experiencia de la resurrección, dando origen a un grupo constituido por unas 120 personas que regresaron a Jerusalén. Este grupo, reunido en torno a María, la Madre de Jesús, y que perseveraba en la oración con un mismo espíritu (cf. Hechos 1,14), empezó por recomponer el número significativo de «los Doce», roto por la traición de Judas Iscariote; solamente podían ser candidatos a formar parte de ese número simbólico aquellos que habían sido testigos oculares «todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea testigo con nosotros de la resurrección » (Hechos 1,22). Dos discípulos reunían esas condiciones: Matías y José, llamado Barsaba; «la suerte cayó sobre Matías, que fue agregado al número de los doce» (Hechos 1,26).

El uso litúrgico que hace la Iglesia de los Hechos de los Apóstoles (Hechos 2,1-41) ha hecho que los cristianos consideren el acontecimiento de Pentecostés como el Acta de nacimiento de la Iglesia. Y no es así, porque la Iglesia ya había nacido, ya había sido fundada por Jesús antes de Pascua.

Los distintos autores del Nuevo Testamento coinciden en señalar a Cristo resucitado como aquel que envía el Espíritu Santo; pero los distintos textos no ofrecen un relato coherente en cuanto al tiempo y a la forma en que el Espíritu Santo es enviado a la incipiente comunidad. San Juan difiere de Lucas en cuanto al tiempo, pero coincide en cuanto al lugar. Según San Juan (Juan 20,19-22), la resurrección, la ascensión y la venida del Espíritu Santo acaecen en el mismo día; el propio San Lucas da otra versión de la venida del Espíritu Santo en otro pasaje de los mismos Hechos de los Apóstoles (Hechos 4,31). Lo cual significa que existe algo de arbitrariedad en la forma en que los autores del Nuevo Testamento describen la venida del Espíritu Santo, pero en la mentalidad de la Iglesia ha prevalecido la narración de Lucas (Hechos 2,1-41).

A pesar de su inicial pretensión de historiador, Lucas se muestra en este pasaje más como teólogo que como historiador; él quiere poner de relieve el profundo significado teológico que encierra el comunicar y recibir el Espíritu Santo; y lo hace describiendo el hecho de la venida del Espíritu Santo dentro de un cuadro cargado de simbolismo; la presencia del Espíritu no puede ser captada ni descrita como la crónica del ingreso en Roma de un emperador que vuelve victorioso de una guerra. La venida del Espíritu, como acción divina que es, no puede ser captada por los ojos del hombre; solamente se puede conocer por los efectos que produce, y esto dentro de una perspectiva de fe.

La venida del Espíritu Santo acaeció realmente; pero no como Lucas la describe. Lucas expone una realidad teológica en un «marco histórico». Para entender esta verdad teológica que quiso transmitir, es preciso interpretar el simbolismo del marco histórico: tiene lugar en la Fiesta de las Semanas (Pentecostés), que desde el siglo II antes de Cristo había adquirido el carácter de aniversario litúrgico de la entrega de la Ley a Moisés en el Sinaí. El relato de la venida del Espíritu Santo trae a la memoria la teofanía del Sinaí (Éxodo 19,16ss; Hechos 2,2-3; 4,31); del mismo modo que la Alianza de Dios con su Pueblo tuvo lugar tres meses después del éxodo de Egipto (Éxodo 19,1), también la venida del Espíritu Santo tiene lugar 50 días después del «éxodo» llevado a cabo por Jesús en Jerusalén (Lucas 9,31). Moisés es figura de Cristo; y la asamblea de Israel congregada en el desierto es figura de la Iglesia. La alianza con el antiguo Israel es figura de la nueva alianza con el nuevo Israel que es la Iglesia.

San Lucas compuso el relato de Pentecostés en torno al año 70; es decir, después de haber experimentado cómo el anuncio del evangelio había alcanzado ya a todas las naciones: «quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hechos 2,4); en la mañana de Pentecostés estaban congregadas todas las naciones en Jerusalén, la verdadera «Sión escatológica», centro y meta de la peregrinación salvífica de todos los pueblos: «por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Génesis 12,3). San Lucas expresa con esta referencia a Abrahán, padre de todos los creyentes, la verdadera universalidad de la Iglesia alcanzada ya cuando escribe los Hechos: el Espíritu Santo, como regalo del Mesías, es quien ha formado la Iglesia de entre todas las naciones de la tierra, anunciando por medio de los Apóstoles el mensaje evangélico, que era comprendido por todos, en alusión evidente a la confusión de lenguas de Babel, que ahora ha concluido porque todos los pueblos hablan el mismo idioma del Espíritu Santo, dando lugar a una nueva comunidad impulsada desde dentro por él mismo.

3. DEL «VERDADERO ISRAEL» AL «NUEVO ISRAEL»

a) Adhesión de la comunidad primitiva al judaísmo

La fe en la resurrección de Jesús provocó la reagrupación de los discípulos; y fue el motor inicial que puso en marcha la comunidad primitiva; pero la fe en la resurrección se consolidó en Galilea y la comunidad primitiva se manifestó en Jerusalén. De modo que Jerusalén es la Iglesia-madre; la madre de todas las Iglesias, porque la ciudad santa de Jerusalén es el punto de partida temporal, étnico y espacial de la Iglesia universal; desde allí ha de llegar la fe a todos los confines del universo, a todos los pueblos y hasta el final de los tiempos.

Los cristianos de Jerusalén sabían que la fe en el Señor Jesús hacía de ellos un grupo que, aunque continuaba formando parte del pueblo judío, se distinguía netamente de éste; pero en el deseo de todos los cristianos estaba el que esta diferencia terminaría muy pronto porque tenían la esperanza de que todo el pueblo judío no tardaría en reconocer en Jesús al Mesías prometido.

La comunidad primitiva no era una secta entre otras muchas que existían por entonces en el pueblo de Israel; también los esenios se consideraban a sí mismos como una comunidad escogida, como un resto que serviría de fermento para regenerar a toda la masa. Hay vestigios en el Nuevo Testamento que atestiguan que los primeros cristianos conservaban muchos puntos de contacto con el judaísmo tradicional: tenían reuniones comunitarias en el templo (Hechos 2,46; 3,1; 6,21), y aparecían a los ojos del pueblo como judíos fervorosos (Hechos 5,13).

b) La comunidad primitiva se separa del judaísmo

Al principio los cristianos de Jerusalén se consideraban a sí mismos como el verdadero Israel. Fueron necesarias algunas experiencias dolorosas para que ellos empezaran a considerarse como el nuevo Israel. Las bases para que esto ocurriera estaban puestas ya en la fe en la resurrección de Jesús, con la que se inauguraba la salvación escatológica. La fe en la resurrección de Jesús era una fuerza tan poderosa que haría saltar en pedazos al judaísmo tradicional.

Los autores del Nuevo Testamento le dan a la comunidad primitiva el significativo nombre de Iglesia (Ekklesia), palabra que los Setenta emplearon para traducir la palabra hebrea qahal que designaba a Israel como pueblo de Dios reunido en el desierto; y esto significa que los cristianos primitivos de Jerusalén ya no se consideran como un grupo dentro del judaísmo oficial, sino como el nuevo Pueblo de Dios.

El bautismo, administrado en el nombre de Jesús, se convirtió en el rito diferenciador con respecto al judaísmo; la comunidad primitiva no quería ser confundida con cualquier movimiento religioso indefinido; era una comunidad histórica que tenía su propia identidad; esto no obsta para que, durante algún tiempo, los cristianos hebreos continuasen practicando el rito de la circuncisión, pero ya no como distintivo de los seguidores de Jesús.

Todas las religiones se expresan a sí mismas en el culto: por el culto se realizan, se afirman, se conservan, y se extienden. En todas las religiones, y en el cristianismo también, el culto respecto a Dios es homenaje y adoración; y respecto a los hombres es instrucción y edificación; o, lo que es lo mismo, el culto tiene tres funciones muy específicas: mística, en cuanto que tiene como finalidad unir la divinidad con la humanidad; didáctica, en cuanto que en las celebraciones del culto los fíeles son instruidos; simbólica, en cuanto que en el culto la religión toma conciencia de sí misma y se manifiesta tal como es.

4. LA COMUNIDAD PRIMITIVA DE JERUSALÉN

a) El ideal: la comunidad de Jesús con los Doce

La comunidad primitiva de Jerusalén tiene su precedente inmediato en la comunidad de Jesús con los Doce. Esta comunidad estaba fundada, remotamente, en la acogida de la voluntad del Padre manifestada en el evangelio del reino (Marcos 9,31-35), e inmediatamente, en el hecho de seguir a Jesús y convivir con él, que llama a los que quiere (Marcos 3,13-19). Pertenecer a esta comunidad exigía algunas actitudes básicas: hacerse servidor de todos, igualdad fraterna ante Dios que es el único Maestro y Padre de todos, y el amor mutuo que es el aglutinante de todas las diferencias, como mandamiento principal de Jesús; y este amor implica sacrificio por los hermanos hasta dar la vida por ellos, y capacidad de perdón recíproco hasta setenta veces siete.

Estas actitudes serán el fundamento de las comunidades cristianas de todos los tiempos y lugares. La comunidad primitiva de Jerusalén fue la primera plasmación concreta de la comunidad de Jesús con los Doce después de su ascensión a los cielos. Toda comunidad cristiana es una convocación que parte de la iniciativa de Dios uno y trino: Jesús llama a los que quiere (Marcos 3,13); pero ninguno va al Hijo si el Padre no lo lleva (Juan 6,44); y nadie confiesa que Jesús es Señor si no es por la fuerza del Espíritu Santo (1 Corintios 12,3). San Agustín afirma que aquel altísimo ejemplo de amor mutuo que dio la comunidad primitiva fue el fruto inmediato de la oración de Jesús al Padre en la última Cena: «Que sean uno como tú, Padre, y yo somos uno» (Juan 17,21).

Los discípulos en vida de Jesús se sintieron unidos por él, que había suscitado en ellos los mismos sentimientos y la misma esperanza; después la fe en la resurrección reforzó este lazo de unión entre ellos; y se fue fortaleciendo a medida que se explicitaban las fórmulas teológicas, pues en los orígenes existía el hecho de la Iglesia y una doctrina sobre la Iglesia; el desarrollo del hecho y de la doctrina se han verificado a la par.

San Lucas sintetiza en cuatro puntos el ideal de vida de la comunidad primitiva: «Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión de vida, en la fracción del pan, y en las oraciones» (Hechos 2,42).

La predicación de los apóstoles y el hermoso ideal de vida fraterna de los cristianos suscitó admiradores en Jerusalén; los cristianos «gozaban de la simpatía de todo el pueblo» en su entorno (Hechos 2,47; 4,33); y muchos, incluidos algunos sacerdotes, pedían el ingreso en la comunidad pues «el Señor agregaba día a día a la comunidad a los que se habían de salvar» (Hechos 2,47).

b) Gobierno propio de la comunidad primitiva

La comunidad primitiva tenía sus propias autoridades. El gobierno era ejercido por los Doce presididos por Pedro. La preeminencia de Pedro resalta tanto en los Evangelios como en los Hechos de los Apóstoles; pero la comunidad participaba muy activamente en las decisiones importantes, como fue el caso de la elección de Matías y de los siete diáconos. Los Hechos de los Apóstoles ponen muy de relieve la obediencia de la comunidad a la palabra de los Doce (Hechos 2,42).


Concilio de Jerusalén
Cuando San Pedro abandonó Jerusalén, a causa de la persecución de Herodes, Santiago, el hermano del Señor, quedó al frente de la comunidad; se discute, y hay razones para ambas opiniones, si se trata del apóstol Santiago el Menor o de un pariente de Jesús; también San Juan tuvo un puesto relevante, pues es una de las tres «columnas» de aquella comunidad (Gálatas 2,9). Algunos cristianos separados toman la ausencia de Pedro para afirmar que entonces se produjo un cambio ideológico en la dirección de la comunidad; el gobierno habría pasado de los discípulos a los parientes de Jesús, dando así origen a una especie de califato basado en los lazos de sangre, al estilo musulmán, en el que se sucedieron los parientes de Jesús. Es cierto que algunos parientes del Señor estuvieron al frente de la Iglesia de Jerusalén hasta los tiempos del emperador Adriano, pero esto en modo alguno justifica la existencia de esa especie de califato.

c) Un altísimo ideal de vida fraterna

La Comunidad primitiva formó un hermoso ideal de vida fraterna: «tenían un solo corazón y una sola alma» (Hechos 4,32). Esta comunión fraterna se mostraba en la ayuda mutua, en el sufrimiento común y en la comunidad de bienes: «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hechos 2,44-45); no había entre ellos ningún necesitado (Hechos 4,32-36). San Lucas ofrece una visión muy idealizada del estilo de vida de aquella primera comunidad, en la que confluyen tres corrientes de pensamiento: una, que provenía de la promesa del Antiguo Testamento, según la cual, con la llegada del Mesías, se daría lugar a la implantación de una fraternidad perfecta, en la que desaparecerían definitivamente los pobres (Deuteronomio 15,4); otra proveniente de la cultura griega, según la cual «entre amigos todo es común» 3; y una tercera, que en realidad coincide con la segunda porque pertenece a la filosofía estoica, muy bien plasmada por Séneca, según el cual la propiedad privada introdujo la corrupción en el hombre, y ésta solamente será abolida por la aceptación de las enseñanzas de los filósofos 4. San Lucas ha visto cómo la falta de la comunicación de bienes ha conducido a la fragmentación de la fraternidad cristiana en la comunidad paulina de Corinto (1 Corintios 11,20-34).

Lucas describe este altísimo ideal de vida en fraternidad, pero también constata que la realidad de la vida no coincide con él; es el caso de la escasa atención a los pobres del grupo de los cristianos helenistas, que condujo a la designación de los siete diáconos para que se ocupasen expresamente de ellos (Hechos 6,1-6); y el caso del fraude de Ananías y Safira (Hechos 5,1-11).

5. EL CULTO CRISTIANO

a) Identidad del culto cristiano

El culto cristiano tiene desde la comunidad primitiva dos elementos fundamentales: la Palabra y el Sacramento; por la primera se adoctrina a los fieles; y por el segundo, los fieles se colocan bajo la influencia de la gracia del Señor Jesús. Las manifestaciones sacramentales de la Iglesia primitiva fueron el Bautismo o sacramento de la agregación a la Iglesia, y la Eucaristía por la que se nutre la relación mística entre Dios y el hombre.

En el Nuevo Testamento existe un fuerte contraste entre la importancia que tuvo el culto y la escasa información sobre el mismo; y es más escasa sobre el culto sacramental que sobre el culto de la Palabra; y la información sobre los sacramentos gira más en torno a su significado teológico que en torno a la manera de celebrarlo. La liturgia se fijaba en normas y leyes cuando faltaba la creatividad; y éste no era el caso de la comunidad primitiva; solamente se dio alguna instrucción sobre el modo como se ha de celebrar el culto cuando se introdujo algún abuso, como fue el caso de la comunidad de Corinto (1 Corintios 11,17-34).

b) Lugar y día del culto en la comunidad primitiva

El culto de la comunidad primitiva de Jerusalén tenía dos centros: el Templo y las casas particulares. En el Templo los cristianos tomaban parte en la oración tradicional del judaísmo; en las casas particulares se celebraba el culto propio del cristianismo. El culto cristiano no era algo individual, ni siquiera familiar, sino el culto de toda la comunidad de los creyentes en Jesús. Se conocen dos de estas casas: la sala alta (Hechos 1,13), donde vivía la pequeña comunidad de galileos que constituyó el primer núcleo de la comunidad primitiva; y la casa de la madre de Juan Marcos (Hechos 12,12).

Por el estrecho lazo que al principio mantuvieron los cristianos con el judaísmo, parecería de todo punto imposible que pudieran cambiar el día del culto; pero, en realidad, no tardaron en hacerlo, sustituyendo el sábado por el domingo, es decir por el día del Señor, aunque este cambio no se hizo al mismo tiempo en todas las comunidades.

Cuando San Mateo, después del año 70 sin duda, escribió su evangelio, dirigido a las comunidades cristianas de Palestina, todavía se atenía a la praxis cultual sabática, pues recomienda orar para que los acontecimientos finales no tengan lugar ni en invierno ni sábado (Mateo 24,20) porque los judíos no podían hacer largas caminatas en sábado; en cambio, San Marcos, que escribe para la comunidad cristiana de Roma, más o menos por el mismo tiempo, no menciona el sábado sino solamente el invierno (Marcos 13,18).

c) Oración en común

El culto de la comunidad primitiva, además del Bautismo o rito de iniciación y agregación a la comunidad, tenía otros dos elementos fundamentales: la Oración comunitaria y la Cena del Señor. Los cristianos primitivos subían comunitariamente al Templo a orar (Hechos 2,46; 5,21). En la oración comunitaria, realizada en las casas particulares, se recitaba sin duda el Padrenuestro, la oración que Jesús enseñó a sus discípulos; y tenía también un relieve especial la invocación del Señor resucitado: «Ven, Señor, Jesús» (cf. 1 Corintios 16,22). Pedro y Juan suben al Templo a la hora de nona que era la hora de la oración, y a la hora del sacrificio (Hechos 3,1); pero esto no significa que los cristianos tomasen parte en los sacrificios de la Antigua Alianza; este abandono se debió de aceptar desde el principio porque, salvo alguna alusión de la Carta a los Hebreos y de la Epístola de Bernabé, no se encuentra en la literatura paleocristiana ninguna polémica en contra de esos sacrificios; si hubieran existido entre los cristianos algunos partidarios de ese culto sacrificial, sería muy extraño que San Pablo no hubiese dejado algún vestigio en sus polémicas con los judaizantes. Solamente en el Evangelio de los Ebionitas se ha conservado una frase expresamente contraria a los sacrificios cruentos del Antiguo Testamento, que se pone en labios de Jesús: «he venido a abolir los sacrificios, y, si no dejáis de sacrificar, no se apartará de vosotros mi ira»; evidentemente es una pura invención del autor de este libro apócrifo, aunque pudiera suceder que en la comunidad en la que se escribió este libro existiesen algunos cristianos residuales partidarios de los sacrificios, pero no hay ninguna otra fuente que aluda a este problema. Hegesipo presenta a Santiago, el hermano del Señor, todo el día en el Templo, pero no sacrificando, sino intercediendo por el pueblo.

d) La Cena del Señor

Jesús había anunciado, en su discurso sobre el «pan de vida», la institución de la Eucaristía: «Yo soy el Pan de vida..., el que coma de este Pan vivirá para siempre. El Pan que yo daré es mi carne para vida del mundo... El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna» (Juan 6,32-50). En la última Cena, Jesús hizo realidad su promesa; con la institución de la Eucaristía Jesús anticipaba su sacrificio en la cruz; y la Eucaristía será ya para siempre el fundamento último de su Iglesia, como sacramento que actualiza la permanencia del Señor resucitado en la comunidad de sus fieles. Jesús mandó que se hiciera como recuerdo suyo; y la comunidad primitiva aceptó gozosamente este mandato.


La cena del Señor
Unida al sencillo culto de la oración, la comunidad primitiva celebraba una frugal comida, siguiendo el mandato de Jesús. Pero esta comida no era simplemente un recuerdo, sino que tenía un profundo sentido escatológico (Hechos 2,42-46); era una comida fraterna, no sólo en recuerdo del Señor ausente, sino también en la expectación de su próxima venida en gloria y majestad.

Más tarde se prescindirá de la comida fraterna, pero permanecerá para siempre y de un modo intangible la «fracción del pan» o sacramento de la Eucaristía: «eran constantes en la fracción del pan» (Hechos 2,42).

6. CRISTIANOS HEBREOS Y CRISTIANOS HELENISTAS

a) Elección de los siete diáconos

La comunidad primitiva se componía de «cristianos hebreos» y de «cristianos helenistas»; los primeros procedían de los judíos residentes en Palestina, y los segundos procedían de los judíos de la «Diáspora», es decir, de aquellos judíos que se hallaban dispersos por toda la cuenca del Mediterráneo. Los judíos de la Diáspora, por su contacto con la cultura griega, eran más liberales respecto a la observancia de la Ley y de las tradiciones mosaicas que los judíos palestinenses. Debido a la diversidad de idiomas se habían formado sinagogas distintas. Al principio, la comunidad primitiva debía de estar compuesta por un grupo unitario; pero poco a poco se percataron de que la diversidad de idiomas y también la diversidad de mentalidad producían roces entre los dos bloques; sobre todo, cuando las viudas y los pobres del bloque helenista no recibían la misma atención que los pobres del bloque hebreo.

Estos roces motivaron el que la comunidad se dividiera en dos grupos independientes: el de los cristianos hebreos y el de los cristianos helenistas. La cúpula dirigente hasta entonces había sido de lengua hebrea, porque los Doce eran hebreos. San Pedro aconsejó a los cristianos helenistas que eligieran a sus propios dirigentes, los cuales constituyeron el grupo de los «Siete Diáconos», que son todos cristianos helenistas, como lo atestiguan sus nombres: Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás. Los Apóstoles les impusieron las manos (Hechos 6,1-6); lo cual significa que su función no se limitaba a la de simples «asistentes a las mesas», sino que componían la jerarquía propia del grupo de los cristianos helenistas, del mismo modo que los Doce eran la jerarquía inmediata del grupo cristiano de los hebreos; aunque, naturalmente, como núcleo originario proveniente de Jesús, tenían también la autoridad suprema sobren todos los cristianos, como se demostraría poco después.

b) Martirio de Esteban. Dispersión de los cristianos helenistas

Los cristianos helenistas, por su liberalismo frente al Templo y a la Ley, tuvieron sin duda algún conflicto grave con los judíos helenistas residentes en Jerusalén; esto se desprende del martirio de Esteban, uno de los Siete Diáconos, cuya predicación, como la de Jesús, chocó frontalmente con las creencias de los fariseos. Esteban fue acusado, como Jesús, de blasfemia contra Dios, contra Moisés, contra la Ley, y de que amenazaba con destruir el Templo; y en consecuencia fue condenado a muerte y lapidado (Hechos 6,11-14; 7,55-59).


Martirio de San Esteban
Entonces se inició una persecución contra los cristianos helenistas que tuvieron que abandonar Jerusalén, y se dispersaron por Judea y Samaría. Los cristianos hebreos y los Doce prosiguieron su vida en Jerusalén sin ningún contratiempo. Con la dispersión de los cristianos helenistas dio comienzo la primera expansión del cristianismo fuera de Jerusalén; pues de ese grupo surgieron algunos misioneros que llevaron el anuncio del evangelio en primer lugar a Samaria, región que ya estaba bien dispuesta por la evangelización del propio Jesús; en Sicar había tenido lugar su encuentro con la samaritana, la cual habló de Jesús a sus paisanos y «muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer» (Juan 4,39); Jesús «se quedó allí dos días y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras» (Juan 4,41).

En Samaria perduraba sin duda muy vivo el recuerdo del Rabí de Nazaret; y ahora, al escuchar al diácono Felipe, fueron muchos los que se bautizaron (Hechos 8,4-8). También se convirtió y fue bautizado Simón el Mago, un gentil en quien las gentes creían ver una emanación de la Divinidad por sus poderes mágicos; su conversión se debió más a «las señales y los grandes milagros» que hacía Felipe (Hechos 8,9-13) que a una fe verdadera. Pedro y Juan bajaron a Samaria para imponer las manos y comunicarles el Espíritu Santo a los recién convertidos; y fue entonces cuando Simón Mago intentó comprar a los apóstoles el poder de imponer las manos y conferir el Espíritu Santo (Hechos 8,18-24).

Los misioneros helenistas llevaron el evangelio fuera de los límites geográficos de Palestina; llegaron hasta Siria, Fenicia y Chipre; en Antioquía, capital de Siria, predicaron el evangelio no sólo a los judíos allí residentes, sino también a los paganos, a los que no les imponían las cargas de la tradición mosaica. Al no tener vigencia la ley mosaica, aquella comunidad se diferenció netamente de cualquier otra comunidad judía; y por eso en Antioquía, hacia el año 45, los discípulos de Jesús empezaron a ser designados con el apelativo de cristianos (Hechos 11,19-26). La comunidad antioquena, al estar libre de cualquier traba cultural judía, y al usar la lengua griega, dio los primeros pasos que conducirán al cristianismo hacia la universalidad.

c) Persecución contra los cristianos hebreos

Los cristianos hebreos, más fieles a la tradición mosaica que los helenistas, vivieron en paz en Jerusalén durante algún tiempo después del martirio de Esteban. Hacia el año 43, Herodes Agripa I, que vivía en Roma al amparo del emperador Calígula, cayó en desgracia del emperador Claudio, y regresó a sus dominios de Palestina; se ganó las simpatías de Anas, que había intervenido directamente en el proceso contra Jesús, y para complacerle inició una persecución cruenta contra la «secta de los nazarenos» (Hechos 24,5; 24,14; 28,22); decapitó a Santiago el Mayor; y después encarceló a San Pedro (Hechos 12,1-4) con la intención de ejecutarlo públicamente para dar un escarmiento a «los nazarenos»; pero el Señor lo libró misteriosamente de la cárcel. A partir de este momento, San Pedro ya no ocupa un lugar tan destacado en los Hechos de los Apóstoles; deja el protagonismo a San Pablo; pero San Pedro volverá por algún tiempo a Jerusalén.

Pedro, después de ser liberado de la cárcel, se refugió en la casa de María, la madre de Juan Marcos, donde la comunidad estaba orando por él (Hechos 12,12); y después, dice San Lucas, Pedro «se marchó a otro lugar» (Hechos 12,17); evidentemente se marchó a otro lugar a anunciar el evangelio; ¿qué lugar sería ése? Según una antigua tradición, San Pedro fue Obispo de Roma durante veinticinco años; los veinticinco años que van desde que salió de la cárcel en Jerusalén hasta que murió en Roma durante la persecución de Nerón (64-67); pero no hay que entender que estuviera en Roma veinticinco años ininterrumpidos, porque por los Hechos de los Apóstoles se sabe que estuvo en Jerusalén en torno al año 50 (Hechos 15,6-11); posteriormente estuvo en Antioquía (Gálatas 2,11-14); y probablemente pasó algún tiempo también en Corinto, pues Pablo constata la existencia de un grupo de cristianos que en aquella comunidad se consideraban partidarios de Pedro (1 Corintios 1,12).


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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