LA CARIDAD FRATERNA:
«VED CÓMO SE AMAN»
1. LAS OBRAS DE NUESTRA JUSTICIA Y DE NUESTRA MISERICORDIA
Los santos Padres atribuyeron al texto evangélico en el que Jesús de Nazaret se identifica con los menesterosos (Mt 25,3 lss) una especial importancia soteriológica, hasta el punto de que en él han visto seis muestras especiales de la misericordia salvífica de Dios: seis obras de amor que marcan la ruta a seguir para con los que sufren de alguna manera en su cuerpo o en su espíritu, y que San Cipriano de Cartago calificaba como las obras de nuestra justicia y de nuestra misericordia. A estas seis obras señaladas por el evangelio de San Mateo, San Agustín añadió otra: «enterrar a los muertos», inspirada en el Libro de Tobías; con lo cual se completó el número de las «7 obras de misericordia corporales», que el P. Gaspar Astete sintetizó así en su célebre Catecismo de la Doctrina cristiana: 1) visitar a los enfermos; 2) dar de comer al hambriento; 3) dar de beber al sediento; 4) redimir al cautivo; 5) vestir al desnudo; 6) dar posada al peregrino; 7) enterrar a los muertos.

Los cristianos de los primeros siglos levantaron un auténtico monumento a la caridad fraterna a través de las obras de misericordia; y con ello dieron lugar a una afirmación de la fe en Cristo que no pudo menos de causar una admiración tan grande a los paganos, que llegaron a exclamar: «mirad cómo se aman»; expresión a la que, por su incapacidad para comprender tan elevado amor de los cristianos al prójimo, a veces le conferían un matiz despectivo, como si los pobres fueran unos vividores y los cristianos unos ingenuos que se dejaban engañar por ellos; pero lo que pretendía ser una burla, se convirtió en el más alto elogio que se le pudo tributar a la Iglesia de los primeros siglos.

A estas «siete obras de misericordia corporales» se añadieron después otras «siete obras de misericordia espirituales»: 1) enseñar al que no sabe ; 2) dar buen consejo al que lo ha menester; 3) corregir al que yerra; 4) perdonar las injurias; 5) consolar al triste; 6) sufrir con paciencia las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos; 7) rogar a Dios por los vivos y por los muertos.

En torno a estas obras de misericordia, espirituales y corporales, girará, en seguimiento del comportamiento existencial de Jesús de Nazaret, toda la actividad misericordiosa de la Iglesia a lo largo de su historia. El cuidado de los que sufren es una señal espléndida de que el reino de Dios, anunciado por Jesús, sigue actuando en el mundo por medio de la acción de la Iglesia.

2. LA HOSPITALIDAD CRISTIANA
La hospitalidad, en su primigenia acepción de acogida y agasajo inviolables para amigos y extraños, fue conocida y practicada desde el despertar de la conciencia social de la humanidad, como lo atestiguan las grandes civilizaciones del Creciente Fértil: Caldea, Asiría, Egipto y, sobre todo, el Pueblo de Israel; pero el concepto de hospitalidad evolucionó muy pronto hacia el significado mucho más profundo y religioso de misericordia para con los pobres y enfermos.

La hospitalidad, en el mundo extrabíblico, tenía siempre un carácter sagrado. El forastero que atravesaba el umbral de la puerta era considerado como un enviado de los dioses. De este mismo carácter sagrado gozaba la hospitalidad en el judaismo. Son abundantes los ejemplos veterotestamentarios: Abraham y Lot (Gen 18-19); Rebeca (Gen 24,15-28); Job (Job 31,32); Rajab la cortesana de Jericó (Jos 2,1-11). Estos modelos del Antiguo Testamento fueron evocados por San Clemente en su carta a los cristianos de Corinto, al exhortarlos a la práctica de la hospitalidad.

También en el Nuevo Testamento se encuentra el elogio de la hospitalidad (Lc 10,34; 11,5.14); San Juan elogia a Gayo, el destinatario de su tercera carta, conocido por su fervor en la acogida que prestaba a los forasteros en una comunidad del Asia Menor (3 Jn 5-8); y, en cambio, critica a Diótrefes, que ambicionaba el ser jefe de la comunidad, y no sólo no daba hospitalidad a los forasteros, sino que además impedía que otros se la prestaran (3 Jn 10).

La hospitalidad era una carga bastante pesada para las comunidades cristianas, especialmente en las grandes ciudades, como Roma, Alejandría, Antioquía o Corinto, que eran muy frecuentadas por cristianos de todas las latitudes, atraídos por la fama de sus mártires y de su origen apostólico. Esto explica, por ejemplo, la intervención del papa Clemente ante los cristianos de Corinto, a quienes anima a ser hospitalarios; y se explica también la gratitud de San Ignacio de Antioquía por la fraterna hospitalidad que le prestaron las comunidades por las que había hecho escala durante su viaje para recibir el martirio en Roma. El gran obispo Melitón de Sardes compuso una obrita, que se ha perdido, sobre este tema.

La hospitalidad, que para los cristianos era un servicio prestado al mismo Cristo en la persona de los hermanos, para algunos intelectuales paganos era objeto de burla; Luciano de Samosata calificaba de ingenuos a los cristianos porque pensaba que se dejaban explotar por picaros que se aprovechaban de su generosidad y de su piedad; y es posible que así sucediera en alguna ocasión porque, «si ven a un extraño, lo acogen bajo su techo y se regocijan de tenerlo con ellos, como si fuera un verdadero hermano».

En la Iglesia primitiva abundan las recomendaciones sobre la hospitalidad, tanto en las cartas apostólicas como en los primeros escritos cristianos al margen del Nuevo Testamento. La carga de la hospitalidad recaía sobre toda la comunidad; en Roma y en Cartago, por lo menos desde la segunda mitad del siglo II, existía una caja común que se nutría con las aportaciones o limosnas que se recaudaban en la celebración litúrgica de los domingos; pero el responsable principal era siempre el obispo, el cual se servía especialmente de los diáconos y diaconisas para prestar este servicio.

A fin de evitar los abusos, el cristiano que se ponía en camino llevaba una carta de recomendación del obispo de su propia comunidad. Un ejemplo prototípico de estas cartas de recomendación es la tercera Carta de San Juan. Y en el siglo II se hizo una reglamentación de la hospitalidad, de la que ya se encuentran normas bien precisas en la Didajé, escrita probablemente en alguna comunidad cristiana proveniente del judaismo. En general, el forastero podía gozar de la hospitalidad gratuita por espacio de tres días; pero si su estancia se prolongaba por más tiempo, entonces se le buscaba un trabajo para que se ganara su pan; y quien se negaba a trabajar, era considerado como «un traficante de Cristo».

3. LA ASISTENCIA A LOS POBRES EN GENERAL
La cualidad más relevante que las comunidades cristianas primitivas exigían a quienes habrían de ser elegidos para el cargo de obispo era el amor a los pobres, que «ame al pobre». «Acuérdate de los pobres, tiéndeles una mano y aliméntalos».

San Justino cuenta cómo se recogían las ofrendas en la asamblea litúrgica del domingo: los que poseen bienes acuden en ayuda de los que están en la necesidad y todos nos prestamos asistencia mutua. Los que están en la abundancia y quieren dar, dan libremente lo que cada cual quiere. Lo que se recoge se pone en manos del presidente; éste asiste a los huérfanos, a las viudas, a los enfermos, a los indigentes, a los encarcelados, a los huéspedes extranjeros, en una palabra, a todo el que está necesitado.

Desde el siglo II, las comunidades cristianas disponían de dos clases de ingresos: las aportaciones espontáneas en dinero, depositadas en una especie de cepillo, que eran comparables a las contribuciones mensuales que se hacían en los colegios profesionales del Imperio Romano; y las limosnas en especie, que recogían los diáconos en la celebración eucarística, y que se empleaban para el sustento de los ministros del culto y para los pobres.

También se recogían prendas de vestir y calzado. El inventario de una de estas colectas, realizada en el año 303, en la comunidad de Cirta (Constantina) (norte de África) dio el siguiente resultado: 82 túnicas de mujer; 38 velos; 16 túnicas de hombre; 13 pares de calzado de hombre y 48 de mujer. En el siglo III, cuando la Iglesia era más numerosa, pero menos generosa, se empezó a establecer la norma judía de los diezmos y primicias.

En ocasiones de especial necesidad, la solidaridad de los hermanos se incrementaba; a veces también afluían donaciones especiales más elevadas; y no era infrecuente el hecho de que, al bautizarse o al casarse, algunos cristianos con posibilidades económicas, hiciesen alguna donación extraordinaria a la comunidad; pero la Tradición apostólica prohibía que se hiciesen grandes donativos o regalos al ministro de los sacramentos.

En la antigüedad cristiana, evangelización y diaconía eran inseparables, no se concebía la una sin la otra. El culto a Dios bien entendido exigía el servicio al hombre concreto, en la totalidad de su ser, de sus necesidades y aspiraciones: «imitad la equidad de Dios y nadie será pobre»; es decir, el que da, aporta de lo que ha recibido de Dios; y el que recibe, de la munificencia de Dios recibe.

Las comunidades cristianas de los tres primeros siglos cumplieron, del modo que les fue posible, dentro de aquella situación de persecución permanente en el Imperio Romano, incluso con gran admiración de los paganos, las obras de misericordia, que enumera San Mateo en el capítulo 25 de su evangelio.

Evidentemente, no se puede extender a toda la Iglesia en general lo que en aquel tiempo era característica de una comunidad cristiana como Roma. Naturalmente estamos más informados sobre lo que acaecía en las comunidades de Roma, de Antioquía, Alejandría o Cartago, que de lo que acaecía en otras poblaciones más pequeñas y más apartadas de los centros neurálgicos del Imperio Romano. Pero existe un documento importante, la Didascalia apostólica, para ver cuál podía ser el tenor de vida de una comunidad cristiana alejada de Roma y de los demás centros importantes de la Iglesia primitiva; se trata de la comunidad de Dura Europos, una ciudad medianamente poblada en Siria, en la actual Irak; en este documento se describe una comunidad que tiene una dimensión humana en la que no ha hecho aún acto de presencia la burocracia, como ya a mediados del siglo III podía estar ocurriendo en las grandes comunidades cristianas de Roma, Alejandría, Antioquía o Cartago.

La Didascalia presenta un tipo de comunidad cristiana de talante personal; no hay en ella nada que sea simplemente administrativo. Los domingos, cuando se celebraba la asamblea litúrgica de la comunidad, el diácono se colocaba a la entrada de la Iglesia para recibir a los hermanos. Los conoce a todos; sabe cuál es la situación económica de cada uno; quiénes viven con holgura, quiénes viven más modestamente, quiénes están en la penuria económica; quiénes no tienen trabajo y quiénes se hallan enfermos; quiénes son viudas y quiénes son huérfanos. Y sabe muy bien todo lo que social y económicamente ha supuesto para ellos inscribirse en las listas del catecumenado y recibir el bautismo; sabe perfectamente que, después de haber sido bautizados, muchos cristianos, a quienes la sociedad y su propia familia miraban con desprecio, ya no tenían más familia que la que encontraban en la nueva familia cristiana que los había acogido.

Pero en las comunidades de los primeros siglos no todo se descargaba sobre los hombros del obispo, de los diáconos y diaconisas, sino que todos y cada uno de los cristianos tenían que responsabilizarse personalmente de los pobres y enfermos. En la Tradición apostólica, el examinador preguntaba a los candidatos al bautismo: «¿Han honrado a las viudas? ¿Han visitado a los enfermos? ¿Han hecho toda suerte de obras buenas?»; y el padrino del catecúmeno respondía ante la comunidad del buen comportamiento en la vida cotidiana de su ahijado.

El responsable último era siempre el obispo; pero, según la Didascalia, «el diácono debe ser los oídos del obispo, su boca, su corazón y su alma». Y para un diácono estas recomendaciones estaban cargadas de sentido: «Este corazón, esta alma» son el hogar de todos los hombres, de todas las hermanas, cada cual con su historia, cada cual con sus necesidades materiales y espirituales. No hay uno solo para quien la fe no represente un riesgo, un reto, un desgarramiento. La historia de la mártir Santa Perpetua nos permite entrever hasta qué profundidad la conversión era como sajar en la carne viva los afectos familiares, y al mismo tiempo existía una profunda delicadeza en la amistad entre Perpetua y su esclava Felicidad, entre los compañeros de martirio y la comunidad de Cartago. Los diáconos asediaban materialmente las puertas de la cárcel, tratando de suavizar la situación de los presos incluso con sobornos. Es la imagen misma de la fraternidad vivida y compartida.

Tanto en las fuentes bíblicas, del A. y del N. Testamento, como en las fuentes cristianas de los primeros siglos, la expresión «socorrer a las viudas y a los huérfanos» no hace nada más que tomar la parte por el todo, pues en realidad significa: aliviar la situación de todos los oprimidos y marginados de la sociedad, que son los hermanos verdaderamente privilegiados de la comunidad cristiana. Esta labor social era muy importante, decisiva, para las comunidades cristianas primitivas, porque no era otra cosa que la expresión y la prolongación de su fe y de su culto. Les iba en ello el ser reconocidos como signos espléndidos del Reino.

4. LA ATENCIÓN A LOS HUÉRFANOS Y VIUDAS
Luciano de Samosata, aunque critica a los cristianos por su ingenuidad ante aquellos que, más que pobres, eran unos picaros, en el fondo no puede menos de admirarse del lugar privilegiado que entre ellos ocupan las viudas, los huérfanos y los pobres en general.

La situación de los huérfanos era realmente precaria en aquella sociedad romana. Se autorizaba incluso la exposición de los hijos no deseados. Tertuliano reprochaba este crimen con su habitual virulencia a la sociedad pagana de su tiempo. El único camino que les esperaba a los huérfanos y expósitos, dentro de aquella sociedad pagana, era la esclavitud o la prostitución. Solamente los cristianos crearon instituciones para atender a los niños huérfanos y expósitos. Aunque justo es reconocer que no faltaron espíritus filantrópicos que también se ocuparon algo de estos niños, como fue el caso de Plinio el Joven, el cual, cuando era Gobernador de Bitinia, consultó al emperador Trajano sobre la condición jurídica y el mantenimiento de los niños que, nacidos libres, habían sido expuestos y después recogidos y educados para ser esclavos. Trajano ratificó esta práctica abusiva; sin embargo fue el primer emperador romano que organizó una asistencia pública para los niños sin genealogía, aunque excluía de ella a los esclavos; y fue sin duda la obra social más meritoria de su reinado.

Este contexto sociológico permite valorar mejor las disposiciones tomadas por los cristianos en este sentido. Una vez más la Didascalia informa sobre la actitud de los cristianos frente a los niños y niñas huérfanos. El obispo es el responsable de la acción de la comunidad frente a ellos; él es el padre de la comunidad, y por consiguiente tiene que ser el padre de aquellos que no tienen padre. Ordinariamente el obispo confiaba los huérfanos a alguna familia cristiana: «si un cristiano se encuentra huérfano, sea niño o sea niña, será hermoso que uno de los hermanos que no tienen hijos tome por hijo a tal niño, y si tiene ya un hijo, que tome a la niña y se la dé por esposa, a su debido tiempo, para coronar su obra en servicio de Dios».

El obispo ha de hacer lo posible por casar las niñas huérfanas con un cristiano, y para ello ha de constituirle una dote; si es un niño, la comunidad se preocupaba de darle un oficio y las herramientas necesarias para desempeñarlo para que se ganase honradamente su sustento y no fuera gravoso a la comunidad. Después de la paz constantiniana se crearán centros específicos de acogida para los niños huérfanos.

También las viudas pobres estaban a cargo de la comunidad cristiana. Los Pastores no se cansaban de recomendar la asistencia a estas mujeres abandonadas; la Carta a las vírgenes, en la segunda mitad del siglo III, confiaba este cuidado especialmente a las vírgenes: «Es hermoso y útil el visitar a los huérfanos y a las viudas, sobre todo a las que son pobres y tienen muchos hijos».

A mediados del siglo III, bajo el papa Cornelio (251-253), la comunidad cristiana de Roma tenía a su cargo 1500 viudas y necesitados. La palabra «viuda» unas veces se refería a las mujeres necesitadas que eran atendidas por la comunidad cristiana; y otras veces a mujeres que, por el contrario, se dedicaban a un servicio caritativo en favor de los pobres y enfermos. Y lo que ocurría en Roma, sucedía también, proporcionalmente al número de habitantes, en otras comunidades cristianas; en general los pobres eran más abundantes en los grandes núcleos urbanos que en el campo. En Roma y en Antioquía, se calcula que los pobres representaban la décima parte de la población. En Roma se creó la institución de la «anona» para la distribución gratuita de grano a los pobres y a los huérfanos.

Los cristianos hicieron suya esta institución imperial, pero adaptándola a cada una de las necesidades. En todas las comunidades había una lista de pobres a quienes se asistía; en los presupuestos de las comunidades la mayor partida era siempre para la atención de los pobres y forasteros. En Roma nació en el siglo VI una nueva especie de edificio eclesiástico, distinto de las basílicas, que recibió el nombre de «diaconía», cuyos orígenes, función y desarrollo no están aún suficientemente claros, pero cuya finalidad es bien conocida, en cuanto que sustituía la antigua anona imperial; era el lugar donde se conservaban y distribuían los víveres, especialmente grano, a los necesitados. Las diaconías fueron más tarde administradas por monjes urbanos.

5. LA ASISTENCIA ESPECÍFICA A LOS ENFERMOS
Es lógico que quienes más sufrían en medio de aquella sociedad imperial que tantas prevenciones mantenía contra los pobres fueran los enfermos y los discapacitados físicos y psíquicos; los cuales, en cambio, eran para los cristianos el grupo más privilegiado.

La hospitalidad, en el sentido más específico de asistencia pública a los enfermos, no se practicó ni en los antiguos imperios del Oriente Próximo, ni en Egipto ni en Grecia; solamente en Roma algunos patricios, bien situados económicamente, tenían «estaciones valetudinarias» para el cuidado de los esclavos que habían envejecido o enfermado a su servicio; pero este comportamiento humanitario no era moneda corriente, más bien todo lo contrario, porque en Roma los esclavos enfermos o minusválidos eran abandonados en la Isla Tiberina para que el dios Esculapio se encargara de ellos; tan trágico debió de ser el espectáculo que ofrecían aquellos hombres enfermos abandonados a su propia suerte, que el emperador Claudio obligó a los amos a cuidar a sus esclavos enfermos, de modo que los que sanaran fueran manumitidos; y el amo que matara a un esclavo enfermo para verse libre de cuidarlo, sería acusado y perseguido como homicida. El Imperio Romano creó algunas instituciones hospitalarias, pero para atender solamente a los soldados heridos o enfermos.

Antes de la venida de Cristo, era completamente desconocida una asistencia institucional a los pobres y enfermos. No sólo no existían establecimientos hospitalarios, sino que el cuidado de los enfermos era considerado como obra propia de los esclavos e indigna del hombre libre. En cambio, desde que Jesús curó a paralíticos, ciegos y cojos, y, sobre todo, desde que él puso sus manos sobre el cuerpo enfermo de los leprosos, la situación se cambió por completo. Desde que Jesús manifestó el amor salvador de Dios curando enfermos, para sus seguidores cualquier hombre, sano o enfermo, se convierte en un hermano y su asistencia en una obligación sagrada.

No es fácil determinar con exactitud cómo las comunidades cristianas se ocuparon específicamente de los enfermos, porque éstos eran englobados generalmente en la asistencia a los pobres; pero no faltan algunos apuntes en los distintos escritos litúrgicos y pastorales de los primeros siglos. Esta asistencia caritativa se prestaba comúnmente a domicilio por los diáconos y diaconisas. Ciertamente en la Iglesia primitiva no había instituciones hospitalarias específicas, porque la situación de ilegalidad en que se hallaban los cristianos no lo permitía. No obstante, a mediados del siglo III parece que San Lorenzo, archidiácono de la Iglesia de Roma, fundó un hospital en el que se atendía a los enfermos de la comunidad.

El obispo era el primer responsable de la atención a los enfermos en cada comunidad; y era ayudado en este servicio por los diáconos y diaconisas; y, a medida que las diaconisas fueron desapareciendo como institución, las vírgenes cristianas ocuparon su puesto en esta tarea asistencial.

El diácono buscaba a los enfermos; estudiaba cada caso para ver a cuál había que prestar mayor atención; les llevaba la eucaristía consagrada en la asamblea litúrgica dominical, y los socorría materialmente. Todavía en el siglo v el Testamento de Nuestro Señor establecía que el diácono «busque en las hostelerías para ver si encuentra algún enfermo o pobre, o si hay algún enfermo abandonado»; y procuraba descubrir a los pobres vergonzantes, que disimulaban sus necesidades materiales. La Didascalia establece que las diaconisas y viudas se preocupen de un modo especial de las mujeres pobres y enfermas.

La Carta a las vírgenes, a finales del siglo m, pone bajo el cuidado de las vírgenes la asistencia a los enfermos: «De este modo hemos de acercarnos al hermano o hermana enfermos, y visitémosles de la manera que conviene hacerlo: sin engaño y sin amor al dinero, sin alboroto, sin garrulería y sin obrar de manera ajena a la piedad, sin soberbia, y con ánimo abatido y humilde».

Y los llamados Cánones de Hipólito, que fueron compuestos en Egipto después del Concilio I de Nicea (325), pero que están inspirados en una parte muy notable en la Tradición apostólica de Hipólito Romano (+235), también confían a las viudas el cuidado de los enfermos. Hay que tener en cuenta que en la literatura cristiana de aquel tiempo la palabra «viuda» era sinónimo de «virgen»; ambas palabras se empleaban para referirse a las mujeres que en la Iglesia habían abrazado públicamente la castidad, ya fuesen realmente viudas o simplemente doncellas.

6. INSTITUCIONES ASISTENCIALES DESPUÉS DE LA PAZ CONSTANTINIANA
a) Organización de la asistencia caritativa
Con la paz constantiniana (313), la Iglesia ya pudo organizar a mayor escala la asistencia a los pobres y enfermos. Desde entonces, la Iglesia no se limitó, como durante los tres primeros siglos, a dirigir apremiantes llamadas a la conciencia de los fíeles para atender a los hermanos necesitados, sino que, en medio de la creciente miseria existente en las capas inferiores de la sociedad, creó una obra de asistencia social que confería credibilidad a su predicación.

Como realización destacada de la caridad cristiana de aquel tiempo, hay que mencionar las casas destinadas a la asistencia de los pobres, de los huérfanos y de los peregrinos; obra notable tanto por su servicio inmediato a toda clase de necesitados cuanto por su razón de carácter de signo para la caridad de los siglos siguientes. La motivación totalmente singular y autónoma de la asistencia social cristiana, que en el desgraciado y en el forastero reconoce a Cristo, se distingue radicalmente de las pocas iniciativas no cristianas de análoga índole en la antigüedad, que no se basaban en consideraciones religiosas, sino en una actitud meramente filantrópica.

Las casas o albergues de peregrinos propiamente dichos surgieron al incrementarse la peregrinación hacia los centros de la cristiandad especialmente venerados por los fíeles, tales como Jerusalén, Roma, Hierápolis (Frigia), Constantinopla, la ciudad de San Menas (Egipto), Nola (Italia), y en general los Santuarios que albergaban las reliquias de algún mártir famoso; al lado del albergue de los peregrinos existía siempre algún pequeño hospital, no sólo para atender a los peregrinos enfermos, sino como obra de caridad en honor del mártir o santo venerado en el Santuario adyacente.

b) Diversificación de las instituciones asistenciales
Después del Edicto de Milán (313), al gozar de plena libertad, la Iglesia ya pudo crear públicamente instituciones especializadas para la atención a los necesitados, que recibieron distintos nombres, según la especialidad de los atendidos en cada uno de ellos: Nosocomios, para enfermos; Jerontocomios, para ancianos; Xenodoquios, para peregrinos; Orfanotrofios, para niños huérfanos; pero no hay que exigir una diferenciación rigurosa respecto a las personas que recibían asistencia en cada uno de esos establecimientos. Fue la propia madre del emperador Constantino, Santa Elena, quien fundó los primeros hospitales bajo el signo de la Cruz. Después, se propagaron rápidamente por todo el Imperio.

Es incierta la fecha en que se fundaron semejantes establecimientos en Constantinopla; pero parece que fue el propio Constantino quien construyó allí el primer hospital. Ciertamente San Juan Crisóstomo dedicó la mayor parte de los recursos de la Iglesia para la construcción y dotación de hospitales; y algunas damas de la Corte, con las que el santo Patriarca había establecido un cenáculo parecido al de San Jerónimo en Roma para el estudio y meditación de la Sagrada Escritura, cultivaban también la caridad para con los pobres y enfermos; entre estas damas sobresalió Santa Olimpia, la cual, al enviudar de Bebridius, prefecto de Constantinopla, siendo todavía muy joven, dedicó gran parte de su patrimonio a la fundación de hospitales, asistiendo ella misma personalmente a los enfermos.

Posteriormente el emperador León IV (472) confirmó los privilegios que sus predecesores habían otorgado a los hospicios y albergues para pobres y enfermos 49; el emperador Justiniano dotó espléndidamente el Xenodochium Sampsonis, un grandioso hospital levantado entre las basílicas de Santa Sofía y de Santa Irene, que fue destruido poco después por el fuego, pereciendo en el incendio todos los enfermos; para paliar esa catástrofe, Justiniano construyó dos hospitales con la ayuda pecuniaria de su propia esposa la emperatriz Teodora.

En Antioquía, Palestina y Egipto se crearon también albergues y hospitales para los peregrinos de Tierra Santa; pero el primer hospital de peregrinos propiamente dicho del que se tiene noticia expresa fue el construido, en su propia ciudad episcopal, por el obispo Eustacio (365), aunque en él se acogía también a enfermos, especialmente a leprosos. La comunidad cristiana de Antioquía poseía un hospital relativamente amplio y un hospicio especial para forasteros. San Juan Crisóstomo decía, a finales del siglo IV, que en las listas de los pobres de la comunidad de Antioquía existían 3.000 nombres de viudas y doncellas que eran asistidas diariamente; y a estos nombres había que añadir todavía «los presos, los enfermos y convalecientes en los hospitales para peregrinos, los forasteros, los lisiados, el clero y otros más que pasan accidentalmente a diario».

San Efrén (373) fundó, en Edesa, el primer hospital especializado, con trescientas camas, para apestados; y San Juan Crisóstomo (+407) menciona un hospital en las afueras de Constantinopla especialmente dedicado al cuidado de los leprosos.

En Alejandría existía una corporación o especie de cofradía denominada Parabalanos, los cuales, según el Código de Teodosio II, se dedicaban al cuidado de los enfermos bajo la inmediata vigilancia del obispo de la ciudad; su origen parece que se remonta a la peste que devastó Alejandría en el año 263; lo mismo que los Fossores y los Copistae en Roma, y los Lecticari en Constantinopla, estaban integrados en los grados inferiores del clero; una ley promulgada por Teodosio II en el año 416 establecía que los Parabalanos no deberían sobrepasar el número de 500; pero una ley posterior elevó su número hasta 600; en ocasiones fueron empleados como brazo armado del Patriarca de Alejandría; algunos de ellos tomaron parte en los disturbios del llamado Latrocinio de Éfeso del año 449, al lado de los monjes de Barsauma, en contra del patriarca San Flaviano de Constantinopla; y el patriarca Juan el Limosnero creó refugios para los indigentes.

Un buen indicio de la eficacia de la acción caritativa y asistencial de las comunidades cristianas, a mediados del siglo IV, es el hecho de que el emperador Juliano el Apóstata reprochase a los sacerdotes paganos el que no practicasen la misma labor asistencial que realizaban los «impíos galileos» respecto de sus pobres y enfermos.

Pero justo es reconocer que el Estado prestó a la Iglesia en aquel tiempo un gran apoyo jurídico y económico para su obra caritativa, otorgando privilegios a diferentes instituciones asistenciales; aunque no es menos cierto tampoco que en aquella temprana época bizantina el Estado se aseguró de esta manera un cierto control sobre las mismas.

En Occidente surgieron las primeras obras de caridad en la transición del siglo IV al V; y el empleo del nombre griego para designarlas remite, sin duda, al modelo oriental. En Roma se fundaron, a principios del siglo V, varios hospitales dirigidos por personajes que estaban bajo la influencia de San Jerónimo: en torno al año 400 la rica matrona Fabiola fundó a orillas del Tíber el primer hospital (nosocomium) romano propiamente dicho, dividido en repartos, según las distintas clases de enfermos; el patricio Panmaquio fundó, junto a la ciudad portuaria de Ostia, un albergue para peregrinos; y Santa Paula y su hija Eustoquio fundaron otro hospital en la misma Roma.

San Agustín habla de un establecimiento erigido por él mismo en Hipona, al que denomina Xenodochium, insistiendo en que la institución ya era conocida en África desde antes de que ese vocablo griego se popularizara en el mundo latino; también San Paulino de Nola describe un hospicio existente en Nola para peregrinos y ancianos. Durante la invasión de los vándalos, el obispo Deogracias de Cartago transformó dos iglesias en hospitales.

La Iglesia incluyó también en su acción caritativa, siguiendo el más puro estilo del capítulo 25 de San Mateo, a los prisioneros y encarcelados. La Iglesia gastó fuertes sumas de dinero en la liberación de los cristianos hechos prisioneros por los bárbaros. En el año 409 el emperador Honorio confió a los obispos el control de los establecimientos penitenciarios.

La amplia acción social desplegada por la Iglesia después de las invasiones de los pueblos germánicos no tiene comparación posible con las realizaciones de la sociedad civil de aquel tiempo, tanto por lo que se refiere a la eficacia como a las motivaciones éticas y religiosas.

Esta labor asistencial y hospitalaria se incrementó durante la Alta Edad Media, siendo el Papado el mejor estímulo para el resto de los obispos de Occidente. San Gregorio Magno (+604) administró las incontables riquezas que la Iglesia poseía en Italia, Francia y España, fruto de las donaciones de familias pudientes, en favor de los pobres y enfermos.

El Líber Pontificalis cuenta las liberalidades de los Papas en favor de los hospitales y otros albergues para pobres en Roma; el papa Símaco construyó tres albergues para los pobres y enfermos; y el papa Pelagio II (578-590) donó su casa paterna para un hospital; y así otros muchos papas.

Durante los primeros siglos de la Alta Edad Media, la Iglesia realizó una espléndida función de suplencia ante la más absoluta carencia de una organización social por parte del Estado. Al frente de cada Iglesia local estaba el obispo; si siempre fue verdad el axioma acuñado por San Cipriano de Cartago: Ecclesia est in Episcopo, nunca fue una realidad tan obvia como en los primeros siglos medievales.

Sin obispo no hay Iglesia; pero en aquellos tiempos socialmente oscuros, sin obispo tampoco había organización social de ningún tipo; a los obispos incumbía una larga serie de funciones sagradas y sociales. De los obispos se esperaba en primer lugar que enseñaran la palabra de Dios; que instruyeran y vigilaran al clero, cosa que no se cansaban de urgirles los Concilios Nacionales de aquel tiempo; pero todo esto no era nada más que la coronación de una larga serie de funciones civiles que pesaban también sobre los hombros episcopales, tales como suplir la carencia de administración civil; controlar a los gobernadores civiles, los cuales abusaban con frecuencia de los pobres y de los débiles; a los obispos correspondía también la fundación de los hospitales y albergues para los innumerables mendigos que pululaban por todas partes.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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