CONFLICTOS, HEREJÍAS Y CISMAS
1. ALGUNOS CONCEPTOS PREVIOS
a) La herejía pertenece a la «forma histórica» de la Iglesia
Desde sus propios orígenes la relación de la Iglesia con los herejes se convirtió en un problema muy agudo y permanente. El mismo Jesús lo había previsto y puso a sus discípulos en guardia contra «los falsos cristos y profetas» (Mt 24,24); San Pedro anuncia a las comunidades destinatarias de su segunda carta: «... habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán furtivamente herejías perniciosas» (2 Pe 2,1); y San Pablo enumera entre las «obras de la carne» odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones (cf. Gal 5,20). Y el propio San Pablo parece admitir resignadamente la presencia de disensiones en las comunidades: «Desde luego tiene que haber entre vosotros divisiones, para que se ponga de manifiesto quiénes son de probada virtud entre vosotros» (1 Cor 11,19). Por otra parte, la continua exhortación de San Juan a la unidad constituye una evidencia de que el cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia está permanentemente amenazado; y esta amenaza proviene de las herejías y de los cismas.

El hecho de que, desde sus mismos orígenes, la Iglesia haya conocido en su seno divisiones y herejías, no debe ser considerado como un hecho casual sino como un fenómeno que tiene que ver con la misma forma histórica de la Iglesia en cuanto tal, por aquello de que la Iglesia, en el decir de los santos Padres, es simultáneamente santa y pecadora.

La misma Iglesia fue tratada en sus orígenes como una desviación herética de la religión oficial del pueblo de Israel: «secta de los nazarenos» (Hch 24,5); «según el camino que ellos llaman secta» (Hch 24,14); «lo que de esa secta sabemos es que en todas partes se la contradice» (Hch 28,22). Esta circunstancia de que ella misma haya sido tratada como una herejía o una secta, debería haber hecho más cauta a la Iglesia de todos los tiempos con quienes se apartan o se desvían de los cauces por los que ella transita, pues Dios no siempre está necesariamente con el ejército más numeroso.

Con ocasión de las controversias posteriores a la condena del arrianismo, sucedió eso exactamente, pues la mayoría de los Obispos llegaron a firmar, aunque sólo fuese momentáneamente, una fórmula de fe arriana o, por lo menos, semiarriana. Y en otras ocasiones se condenó como herejías algunas doctrinas o algunas prácticas que, con el correr del tiempo, fueron consideradas como plenamente ortodoxas. Estos hechos deberían ser suficientes para que los católicos se mostrasen más cuidadosos antes de lanzar contra alguien el anatema de hereje o cismático.

b) Distinción entre herejía y cisma
Etimológicamente herejía viene de la palabra griega «airesis», que significa «elección» o «selección»; que en latín se tradujo por «secta», hasta que los escritores cristianos latinos introdujeron el neologismo «haereses».

En el mundo griego herejía era una doctrina o escuela filosófica libremente elegida; en el judaismo herejía significaba un partido o una escuela religiosa; por ejemplo, los saduceos y fariseos son considerados como una secta (Hch 5,17; 15,5; 26,5).

En la historia de la Iglesia herejía significa una secta que por medio de «otro evangelio» (Gal 1,6-9) se aparta en algún punto de la confesión de fe de la Iglesia; se puede afirmar que hay una herejía cuando, como dice San Pablo, «alguien predica otro Jesús distinto del que nosotros hemos predicado, o recibís otro espíritu distinto del que habéis recibido, u otro evangelio distinto del que habéis abrazado » (2 Cor 11,4).

El cisma, en cambio, no pone en peligro la fe de la Iglesia, sino que divide la Iglesia por banderías o cuestiones personales (1 Cor 1,10; 11,18; 12,25); pero con frecuencia el cisma degenera en herejía porque sus fautores pretenden justificar desde una perspectiva doctrinal la división eclesial que han ocasionado. En la Iglesia latina se establecieron los linderos exactos entre herejía y cisma después de la división de la Iglesia provocada por Novaciano (250), y de la herejía trinitaria suscitada por Pablo de Samosata (279).

c) La supervivencia de las herejías
Desde la más remota antigüedad cristiana, cuando un simple fiel cristiano, o un presbítero o incluso un obispo, negaban algún punto sustancial de la fe recibida por la comunidad eclesial, era condenado y, a veces, expulsado o excomulgado, no sin antes haber cumplido el mensaje de Jesús que recomendó: «Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndelo, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo el asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si no les hace caso a ellos, díselo a la comunidad. Y, si ni a la comunidad hace caso, considéralo ya como al gentil y al publicano» (Mt 18,15-18).

Esta recomendación de Jesús se institucionalizó en la Iglesia primitiva. Cuando alguien en la comunidad eclesial se apartaba de la fe, el obispo lo corregía personalmente; si no se arrepentía, el propio obispo convocaba el sínodo, el cual ratificaba la decisión del obispo o readmitía a la comunión eclesial al excomulgado.

Ahora bien, en algunas ocasiones no todo concluyó con la condena y expulsión del hereje o del cismático, sino que algunos herejes fueron capaces de formar una Iglesia independiente que perduró durante mucho tiempo y algunas incluso sobreviven hoy después de quince siglos, como el nestorianismo, y el monofisitismo. Esto obliga a plantear en serio este problema: ¿Una herejía vive del mero error? ¿No hay nada verdadero en las herejías? Sin duda alguna, la Iglesia católica posee la verdad completa revelada por Cristo y transmitida por los Apóstoles, pero es posible que no siempre la haya vivido explícitamente. Por el hecho de que la Iglesia consta no solamente de un elemento divino, sino también de un elemento humano, es posible que las flaquezas de sus miembros hayan sido la causa o la ocasión de que algunos hombres buenos se hayan extraviado y hayan caído en el extremo contrario de todo aquello que en la Iglesia no se vivía en plenitud.

San Agustín advertía que los herejes se llevaron de la Iglesia pequeñas luces que pertenecían a ésta; y el papa Pío XI afirmó en alguna ocasión que las Iglesias separadas no dejan de ser partes auríferas de la roca de oro originaria que es la Iglesia católica; partes auríferas que, al separarse, siguen siendo auríferas; y por su parte la roca originaria, aunque conserva la integridad de la revelación, habrá perdido algo de su hermosura, mientras esas partes separadas no vuelvan a integrarse en la roca madre. Por eso mismo, el día en que las Iglesias separadas se reunifiquen, todas, incluida la Iglesia católica, recuperarán la hermosura perdida con la separación. Lo cual lleva a la consideración de que en el surgir de las herejías todos, católicos y no católicos, han sido responsables; los papas, después del Concilio Vaticano II, no han tenido reparo en pedir perdón por la parte de responsabilidad que haya podido tener la Iglesia católica en el incumplimiento del ruego de Jesús: «Que todos sean, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 18,21).

La lucha por la ortodoxia está llena de excesos, tanto por una parte como por otra. Un escritor pagano que vivió en Antioquía en la primera mitad del siglo IV, Amiano Marcelino, aunque su testimonio está impulsado por la animosidad contra los cristianos, llega a decir que éstos, cuando luchan entre sí, son los enemigos más encarnizados y «más peligrosos que fieras».

Hoy día no es fácil descubrir las verdaderas intenciones de quienes en la antigüedad se separaron de la fe de la Iglesia; ya no pueden explicarlas porque sus escritos fueron destruidos totalmente o en su mayor parte; y sólo queda el punto de vista de los vencedores; y así no es fácil presuponer su buena intención. Pero tienen a su favor un buen indicio, a saber, que no siempre se inclinaron por el camino más fácil, sino que lo subordinaron todo, incluida su propia vida en no pocas ocasiones, a lo que ellos creían que era la verdad. Y precisamente de su sacrificio por la verdad procede aquella eficacia que ha hecho que su credo religioso haya sobrevivido a sus personas.

Se podría afirmar que, por lo menos en parte, los grandes herejes se han parecido a los grandes santos; ni unos ni otros han sido plenamente comprendidos; pero entre ellos existe también una gran diferencia: mientras que los herejes se empecinaron en su propia verdad, y se rebelaron contra la voz de la jerarquía eclesiástica, los santos optaron por la verdad de la Iglesia, y se sometieron humildemente a la voz de sus pastores.

San Agustín llega a decir: «permite también con frecuencia la divina providencia que hombres buenos sean echados fuera de la Comunidad cristiana por una tempestuosa oposición de hombres demasiado carnales. Al soportar con gran paciencia semejante contumelia por la paz de la Iglesia, sin pretender introducir cisma o herejía, éstos enseñarán a los hombres con cuan verdadero afecto y con cuan sincera caridad hay que servir a Dios.

El propósito de nombres de este temple es o bien volver (a la Iglesia) cuando se hayan disipado las olas, o bien, en el caso de que no les dejen hacer esto, porque continúa la tormenta o porque su retorno provocaría otra mayor, mantener la decisión de mirar incluso por aquellos mismos cuyas gestiones y agitaciones les forzaron a marcharse, defendiendo hasta la muerte la fe que se predica en la Iglesia católica, que ellos conocen, absteniéndose de conventículos segregacionistas, y ayudando con su testimonio a aquella fe.

A éstos los corona de una manera oculta el Padre que ve en lo oculto. Parece raro este tipo de hombres, y, sin embargo, no faltan ejemplos; más aún, su número es mayor de lo que se pensaría».

2. HEREJÍAS PALEOCRISTIANAS
En la época apostólica hubo un conjunto de herejías que tuvieron su origen en los judaizantes, es decir, aquellos cristianos provenientes del judaismo que se opusieron a la universalidad del cristianismo y defendían la validez de la ley mosaica para todos los bautizados. Después de la muerte de Santiago, el hermano del Señor (62), y la destrucción de Jerusalén (70), los cristiano-judíos se refugiaron en la ciudad de Pella, al otro lado del Jordán, y poco a poco se fueron distanciando de la Iglesia oficial, de modo que, a mediados del siglo II, según San Justino, profesaban ya una fe en Cristo distinta de la fe de la Iglesia católica; y crearon dos corrientes: la más extremista consideraba a Cristo como un puro hombre; y la corriente más moderada admitía el nacimiento sobrenatural de Cristo por obra del Espíritu Santo; y ambas corrientes coincidían en rechazar los escritos de San Pablo.

A finales del siglo I, Cerinto, que vivió en el Asia Menor, se distinguió entre los judaizantes por sus ideas afines al gnosticismo: Cristo no era nada más que un puro hombre; pero sobre él descendió el Espíritu Santo, el cual, sin embargo, lo abandonó antes de los acontecimientos de la Pasión. Según San Ireneo, San Juan escribió su Evangelio para combatir directamente las ideas de Cerinto.

Al concluir el siglo II, estas sectas judaizantes recibieron el nombre de ebionitas. Algunos santos Padres de la Iglesia hablan de Ebión como de su fundador; pero este nombre les viene de una palabra griega que significa pobre; de modo que los partidarios de estas herejías constituirían la verdadera Iglesia de los pobres.

Los elkesaítas profesaban una mezcla de judaismo, cristianismo y paganismo, y fueron conocidos en Mesopotamia con el nombre de mandeístas (de la palabra manda, que significa ciencia). Deben su origen a un tal Elxai que predicó su doctrina en la TransJordania en tiempos de Trajano (97-118). También rechazaban los escritos paulinos.

Por la segunda Carta de San Pedro (2,2) y por la Carta de San Judas (v.8 y 16) fueron rechazados algunos movimientos heréticos cuyas características principales son el abandono de las prácticas noáquicas, el rechazo del Dios del Antiguo Testamento, y que cayeron en ciertos abusos de tipo sexual. También el Apocalipsis (2,15) menciona a los nicolaítas, a quienes algunos santos Padres consideran discípulos de Nicolás, uno de los siete diáconos de la comunidad primitiva, a quienes les atribuyen abusos de incontinencia sexual, pero sin fundamento alguno, porque el diácono Nicolás era más bien rigorista en esta materia. Ese Nicolás sería más bien un equivalente helénico del Balaán del Antiguo Testamento, quien sugirió a Balaq que indujera a los israelitas a la idolatría por medio de las hijas de Moab (Núm 25,1-3); Balaán es mencionado en este sentido por el Apocalipsis (2,14); de esa confusión provino después el nombre y la práctica del nicolaísmo, es decir, el incumplimiento de la ley del celibato por parte de los sacerdotes de la Iglesia latina.

3. EL GNOSTICISMO
a) Gnosticismo precristiano
El gnosticismo (de gnosis = ciencia) es un movimiento fílosófíco- religioso anterior al cristianismo que engloba dentro de su denominación más de treinta doctrinas diferentes, las cuales, sin embargo, tienen una identidad fundamental común proveniente de la fusión de la filosofía platónica y de la antigua religión persa. Hay que distinguir dos corrientes bien diferenciadas: la precristiana y la cristiana propiamente dicha.

El gnosticismo precristiano prometía a sus seguidores: 1) un conocimiento más profundo de la divinidad; 2) un camino seguro para liberarse del pecado, mediante la enseñanza de revelaciones divinas, y la iniciación en los misterios; 3) la solución de la presencia del mal en el mundo, mediante la existencia de un Dios bueno y de un Dios malo (Dualismo); 4) la solución del problema de la creación, mediante un demiurgo, del cual se serviría Dios para la creación de la materia, puesto que Dios no podría estar en contacto con ella.

El gnosticismo precristiano no fue creación de un individuo concreto, sino que se trata de un sincretismo que se fue elaborando a lo largo del siglo primero antes de Cristo, a base de las religiones orientales, especialmente de Persia, y de la filosofía griega.

b) Gnosticismo cristiano
El descubrimiento de la Biblioteca de Nag-Hammadi ha proyectado nueva luz sobre el gnosticismo cristiano. Los últimos escritos del Nuevo Testamento, especialmente las Cartas pastorales y el Apocalipsis, según se ha visto anteriormente, ya denuncian la infiltración de ciertas corrientes gnósticas en las comunidades de finales del siglo I; pero fue a lo largo del siglo II cuando el gnosticismo penetró profunda y ampliamente en las comunidades cristianas, sobre todo en Egipto y Asia Menor.

Algunos filósofos convertidos al cristianismo, con una intención laudable sin duda, pretendieron filtrar las verdades de la fe a través de las especulaciones filosófico-religiosas del gnosticismo. El cristianismo pasaría así del plano inferior de la fe al plano superior de la gnosis (ciencia) y alcanzaría una mayor fuerza expansiva en los ambientes intelectuales helenísticos. Y, en efecto, los gnósticos cristianos desplegaron una gran actividad literaria, pero prácticamente todos sus escritos han desaparecido; hoy día sólo es posible reconstruirlos a través de los autores que los impugnaron, pero como resulta que toda impugnación corre el riesgo de ser, por lo menos parcialmente, injusta, es posible que no reflejen bien las doctrinas gnósticas que refutaban.

Todas las diferentes corrientes gnósticas paganas originaron otras tantas corrientes en el gnosticismo cristiano, aunque se pueden agrupar todas en estas cuatro:

1) Gnosis oriental. Tuvo su centro principal en Antioquía; fue un conglomerado de las ideas cosmológicas míticas orientales con una influencia preponderante del Antiguo Testamento, y muy escasa presencia de elementos cristianos. Saturnil, un heresiarca samaritano (100-130), fue el representante más característico de esta corriente y fue el intermediario entre el mesianismo samaritano y la gnosis propiamente dicha. Saturnil fue el primero en establecer dos categorías de hombres: los que participan de la luz y los inficionados completamente por la materia. Las herejías judaizantes: ebionismo, elkesaísmo y Cerinto, mencionadas ya anteriormente, y algunas otras, como los ofitas, peratas, naasenos, cainitas, sedaños, barbelognósticos, impugnadas por los autores antignósticos, pertenecían fundamentalmente a este movimiento de la gnosis oriental.
2) Gnosis helenista. Esta corriente tuvo su principal centro de expansión en Alejandría; se caracteriza por una fuerte influencia del helenismo en sus aspectos ético y poético, una menor presencia del Antiguo Testamento, y un mayor influjo de elementos cristianos. El iniciador de esta corriente fue Basílides, que enseñó en Alejandría (120-140); pero fue Valentín quien mejor formuló sistemáticamente su doctrina; el cual, aunque era alejandrino, estableció su cátedra en Roma entre los años 140-160. Es el autor gnóstico más citado por los santos Padres y escritores eclesiásticos. Entre los discípulos de Valentín sobresalió Bardesanes (+223); éste, sin embargo, no aceptó la doctrina dualista.
3) Gnosis propiamente cristiana. Se caracteriza por el predominio de los elementos cristianos sobre los elementos paganos y de la filosofía griega. Su nota más relevante es el dualismo, pero trasvasado de la antigua religión persa al cristianismo; y así, el dios malo es el autor de la ley mosaica; y el dios bueno es el dios del Nuevo Testamento que salva al hombre por medio de Cristo, el cual tuvo un cuerpo humano solamente en apariencia (docetismo). Sus prácticas morales adolecen de un rigorismo exagerado, pues solamente se salvarán quienes vivan en continencia perfecta y practiquen rigurosos ayunos.
El representante más característico de esta corriente gnóstica fue Marción, un acaudalado armador de barcos; era hijo del obispo de Sínope, junto al Mar Negro. Su propio padre lo expulsó de la comunidad cristiana por sus ideas gnósticas; emigró a Roma (140), donde la Iglesia lo recibió con los brazos abiertos, y a la que hizo pingües donaciones, pero cuando se descubrió su verdadera ideología gnóstica, fue expulsado de la comunidad.
Harnack ha pretendido eximir a Marción de la condición de heresiarca gnóstico, considerándolo como el primer reformador de la Iglesia; pero sus ideas gnósticas están muy patentes a lo largo de toda su obra. A tenor de su doctrina, solamente una parte muy exigua de hombres podrán salvarse, si viven en celibato perpetuo y ayunan constantemente.
Marción, considerado como santo por sus fanáticos seguidores, que fueron muchos, fundó la primera Iglesia cismática con obispos, presbíteros y diáconos. El marcionismo sobrevivió durante siglos a su fundador, hasta el punto de que los paulicianos de la Edad Media se consideran sus herederos.
La gnosis propiamente cristiana engloba también a otros herejes, tales como Cerdón, maestro y precursor de Marción; y Taziano que fue discípulo de San Justino en Roma, y se constituyó en el principal impulsor del encratismo, tendencia herética que consideraba el matrimonio como pecaminoso, y prohibía los alimentos fuertes (carne y vino); sustituían el vino de la celebración eucarística por agua: de ahí que los encratitas sean conocidos también como acuarinos.
Carpócrates y su hijo Ceferino, que llegaron a ser considerados como dioses por sus partidarios, condujeron esta corriente cristiana gnóstica a la máxima corrupción moral; no admitían leyes morales, ni distinguían entre la virtud y el vicio, porque todo lo que acaece en la materia no repercute en el espíritu, y por consiguiente, todos los desórdenes sensuales son indiferentes.
4) Gnosis persa o maniqueísmo, fundada por Manes o Maní, un mago persa de alta alcurnia. Emprendió largos viajes para predicar su doctrina y escribió algunos libros. El maniqueísmo era una especie de sincretismo resultante de la mezcla de la doctrina dualista de la antigua Persia, que enseña la existencia de un principio bueno (Ormuzd) y otro principio malo (Ahrimán); a esto añadió algunos principios budistas y algunos elementos cristianos. En el año 277, Manes fue crucificado y desollado, a instancias de los magos oficiales, y por orden del rey Bahram I. En vida tuvo escasos discípulos, pero después de su muerte su doctrina se propagó ampliamente por el Imperio Romano. Manes creó también su Iglesia, dirigida por el propio Manes como jefe supremo; tenía además 12 maestros (apóstoles), 72 obispos, y muchos sacerdotes y diáconos. Durante algún tiempo contó entre sus adeptos a San Agustín, mientras en su juventud buscaba ansiosamente la verdad. Los seguidores del maniqueísmo se dividían en dos categorías: los elegidos, que se iniciaban en la religión por medio de un bautismo de aceite y una cena con pan y agua; y los oyentes o catecúmenos. El maniqueísmo perduró, con diferentes nombres, hasta bien entrada la Edad Media.
4. EL MONTANISMO
Esta herejía recibe su nombre de Montano, un sacerdote pagano de la diosa Cibeles, quien, una vez convertido al cristianismo, se desvió muy pronto de la verdadera fe cristiana. Se presenta por los años 155-160 predicando en Frigia; se consideraba a sí mismo como un instrumento del Espíritu Santo, cuando no una encarnación del mismo, para conducir la Iglesia a su perfección. En realidad era un visionario que creía recibir inspiraciones de lo alto.

Acompañado por dos mujeres, Priscila y Maximila, recorrió el Asia Menor, anunciando la nueva profecía, cuyo contenido se resume en estos principios fundamentales: 1) inminente retorno de Cristo para establecer en la tierra el reino milenario, cuya capital sería Pepuza (Frigia); 2) rigorismo, que al principio consistía en la renuncia al matrimonio, y que posteriormente se limitó a la prohibición de las segundas nupcias; 3) prohibición de huir ante la posibilidad del martirio; 4) ayuno riguroso tres días por semana; 5) aunque admitía el poder de la Iglesia para perdonar los pecados, sin embargo, no había que hacer uso de él a fin de no introducir la relajación en la Iglesia; 6) la Iglesia se compone de dos categorías de fíeles: los pneumáticos (hombres espirituales), que son los seguidores de Montano, y los psíquicos, que son los cristianos que rechazan el montanismo.

Este movimiento rigorista y fanático, por sus austeras costumbres, que impresionaban a la gente sencilla, encontró muy pronto seguidores, especialmente en el Asia Menor. La comunidad de Tiatira, una de las siete iglesias, a la que San Juan reprocha su tolerancia con «Jezabel», una profetisa que predicaba la libertad sexual (Ap 2,20), se pasó en bloque a la nueva profecía de Montano.

También en Occidente encontró numerosos seguidores; en Roma fue muy apreciada por la importancia que concedía a los carismas, hasta el punto de que el propio papa Ceferino (197-217) simpatizó con él hasta que descubrió su verdadera identidad, y lo condenó. También el norte de África se contaminó en gran medida con el montanismo, siendo Tertuliano el más célebre e importante de sus seguidores por la propaganda que hizo del mismo, pues él purificó la doctrina montanista de aquel colorido local y personal que tenía en sus orígenes, confiriéndole así una validez más universal.

5. EL MILENARISMO
Entre los primeros cristianos estuvo muy viva la esperanza de un inminente retorno de Cristo, porque veían en los horrores de las persecuciones del Imperio Romano las aflicciones que han de preceder al retorno de Jesús (Mt 24,29); pero algunos pensaban que, cuando Cristo retornase, establecería en la tierra un reino que duraría mil años, durante los cuales él reinaría con sus elegidos; después de esos mil años, Satanás, con sus huestes malignas, atacaría la ciudad santa de Jerusalén, capital del reino terreno de Cristo; y después de que Satanás fuese derrotado, tendría lugar el fin del mundo con la resurrección general y el juicio universal.

El milenarismo se difundió mucho entre las sectas gnósticas y también influyó en el montanismo; apareció por primera vez en la Epístola de Bernabé, un escrito de finales del siglo I o de principios del siglo II; después en Papías (+166), que fue uno de sus principales difusores. También algunos santos Padres y escritores eclesiásticos se mostraron proclives a él, tales como San Justino (+160), San Ireneo (+180), Hipólito Romano (+235), Lactancio (+317) y otros muchos.

El milenarismo fue especialmente combatido por el presbítero romano Gayo (+220) y por toda la Escuela catequética de Alejandría en su conjunto; sin embargo, tendrá una larga pervivencia; rebrotará a lo largo de los siglos; su mejor representante en la Edad Media fue Joaquín de Fiore; desde el siglo XVI adquirirá aspectos eminentemente políticos y sociales. Tomás Müntzer hizo de él una versión sociológica de la escatología; E. Bloch lo convirtió en el principio de la «revolución permanente»; y en determinadas situaciones de inestabilidad social se ha producido en las masas, a lo largo de los siglos, un temor enfermizo ante el inminente fin del mundo.

6. HEREJÍAS ANTITRINITARIAS DE LOS TRES PRIMEROS SIGLOS
a) Revelación del misterio trinitario
La fe cristiana se basa en dos principios fundamentales: 1) existe un solo Dios; 2) el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios. Respecto al primer punto nadie en la Iglesia puso jamás en tela de juicio la unicidad de Dios, porque el politeísmo ya había sido refutado plenamente por los principales filósofos paganos.

Sin embargo, la Iglesia no tuvo siempre una conciencia tan explícita del misterio trinitario de Dios. Se suele admitir sin problemas que el Padre se manifestó plenamente en el Antiguo Testamento y su Persona divina no ha sido jamás objeto de discusión o controversia; el Hijo se ha manifestado con total claridad en el Nuevo Testamento, pero será en el Concilio I de Nicea (325) cuando se defina la consustancialidad del Hijo con el Padre; y el Espíritu Santo fue anunciado por Jesús, se manifestó en los orígenes de la Iglesia y en su posterior desarrollo, aunque su condición de tercera Persona de la Trinidad no se definirá hasta el Concilio I de Constantinopla (381).

Todas las herejías trinitarias tienen el denominador común del monarquianismo, en cuyo favor se sacrifica o la divinidad del Hijo y la del Espíritu Santo, o se niega la distinción real entre las tres divinas Personas. Los primeros errores trinitarios se remontan a la misma era apostólica. Cerinto y algunos judaizantes negaban la divinidad de Cristo porque no podían conciliaria con el monoteísmo; pero las herejías antitrinitarias propiamente dichas surgen a partir del siglo II, se desarrollan durante el siglo III y culminan en el siglo IV con el arrianismo que negaba la divinidad del Hijo, y el macedonianismo que negaba la divinidad del Espíritu Santo.

b) Monarquianismo dinamista o adopcionista
Esta herejía afirma que Cristo fue un puro hombre, pero nació milagrosamente de la Virgen María; y en el bautismo del Jordán, Dios le infundió un poder (dynamis) sobrenatural y lo adoptó como Hijo. Entre los partidarios de esta herejía sobresalen:

Teodoto el Curtidor, natural de Bizancio; apostató durante una persecución, pero se arrepintió y pidió la readmisión en la Iglesia. Fue a Roma, y, para justificar su apostasía, afirmaba que no había renegado de Dios, sino de Cristo, que no es nada más que un puro hombre. Fue excomulgado por el papa Víctor (190).
Teodoto el Joven, discípulo de Teodoto el Curtidor; fundó un grupo, al frente del cual colocó al obispo Natalio, que había padecido por la fe en la persecución de Marco Aurelio; pero Natalio pidió muy pronto la readmisión en la Iglesia al papa Ceferino (217). Estos herejes se llamaron también melquisedequianos, porque ponían a Melquisedec por encima de Cristo.
Pablo de Samosata. Era obispo de Antioquía y, al mismo tiempo, desempeñaba el oficio de administrador de la reina Zenobia de Palmira; conducía un estilo de vida indigno de su condición de obispo. Enseñaba que Cristo era un simple hombre en el cual había morado, como en un templo, el Verbo impersonal que identificaba con la Sabiduría de Dios, la cual, aunque en medida inferior, había reposado sobre Moisés y los demás profetas. Entre los años 264-269, se reunieron tres sínodos para estudiar su caso; al principio prometió renegar de sus errores; pero ante su persistencia en el error, fue depuesto de la silla episcopal de Antioquía (269), y en su lugar fue elegido el obispo Domno.
Hay que tener en cuenta que el sínodo antioqueno del año 269 rechazó la expresión consustancial al Padre, aplicada por Pablo de Samosata al Logos, porque él empleaba esa expresión para negar al Logos, la subsistencia personal propia; en cambio el Concilio I de Nicea (325) empleará esa misma expresión para afirmar la naturaleza divina del Hijo. La herejía de Pablo de Samosata perduró hasta finales del siglo IV.
c) Monarquianismo modalista o patripasiano
Los fautores de esta herejía enseñan que Dios Padre, Dios Hijo, y Dios Espíritu Santo son una sola y misma Persona. Esta única Persona, el Padre, se manifiesta de distintos modos en la historia de la salvación: Creador, Redentor, Santificador; y, puesto que es el Padre quien padeció en la cruz, de ahí se deriva el calificativo de patripasianos (Pater passus est).

Noeto de Esmirna es considerado fundador de esta herejía; fue condenado en un sínodo del Asia Menor (190).
Práxeas introdujo esta herejía en Roma en tiempos del papa Víctor (189-197), fue expulsado de Roma y se trasladó a Cartago, donde fue impugnado por Tertuliano.
Epígono, diácono y discípulo de Noeto, consiguió formar una comunidad cismática en Roma, al frente de la cual figuraba, a principios del siglo III, un tal Sabelio, del cual la herejía tomó el nombre de sabelianismo. Esta herejía fue especialmente combatida por Hipólito Romano. Para calmar la confusión suscitada en Roma con estas controversias, el papa Ceferino (+217) y su sucesor, el papa Calixto (+222), ambos menos versados en teología que Hipólito, intentaron una mediación, que exacerbó todavía más las iras de Hipólito, dando lugar a un cisma capitaneado por éste; pero no es cierto que esos dos papas se adhirieran a la herejía de Sabelio, porque el papa Calixto lo expulsó de Roma y de la comunidad cristiana.
Berilo de Bostra, obispo de esta ciudad de Arabia, se hizo partidario de Sabelio; pero, ilustrado por Orígenes en uno de sus viajes a Bostra, se retractó públicamente en el sínodo celebrado en esa ciudad en el año 244.
Dionisio de Alejandría, en su lucha contra el sabelianismo, que se estaba difundiendo por Egipto (260), urgió demasiado la distinción entre el Padre y el Hijo, llegando a comprometer la unidad de la naturaleza en Dios; acusado ante el papa Dionisio (260-268), éste le escribió pidiéndole explicaciones y exponiéndole, al mismo tiempo, la verdadera fe en la Trinidad, y Dionisio alejandrino rectificó sus expresiones ambiguas y aceptó la doctrina del Papa.
7. CISMAS Y CONTROVERSIAS
Cisma de Hipólito Romano. El rigorismo penitencial aplicado en la Iglesia de Roma ocasionó, desde principios del siglo III hasta bien entrada su segunda mitad, varios cismas. Abrió esta marcha cismática Hipólito Romano, presbítero eminente por su saber teológico y litúrgico, como lo atestiguan sus numerosas obras. Al morir el papa Ceferino (+217), aspiró a sucederle en la silla de San Pedro; pero fue elegido el diácono Calixto (217-222); entonces Hipólito se hizo elegir por un grupo de partidarios suyos, convirtiéndose en antipapa; algunos de sus seguidores se retractaron, y el papa Calixto, para debilitar el cisma, los admitió a la reconciliación eclesial después de un breve tiempo de penitencia.
Hipólito, a su vez, acusó a Calixto de laxismo moral. Tertuliano, que se había pasado al montanismo, intervino en la contienda, con su obra De pudicitia, criticando duramente el decreto perentorio del Papa sobre la penitencia: «Calixto autorizó la voluptuosidad en la Iglesia, diciendo que perdonaba los pecados a todo el mundo». Hipólito se retractó después de la muerte del papa Calixto, y murió mártir (235).
Cisma de Novaciano. Cuando concluyó la persecución de Decio (249-251), quienes habían apostatado, pidieron la readmisión en la Iglesia; pero algunos que habían padecido por la fe les negaban la reconciliación. En Roma, la situación se complicó aún más, porque no se había podido elegir al sucesor del papa Fabián (+250); durante este tiempo de sede vacante, los presbíteros romanos, de acuerdo con San Cipriano de Cartago, determinaron conceder la reconciliación progresivamente a los apóstatas: se les concedía de inmediato a los libeláticos, es decir, aquellos que se procuraron el libelo de haber sacrificado a los dioses sin haberlo hecho en realidad; en cambio, a quienes habían sacrificado realmente a los dioses se les retrasaba la reconciliación, a no ser que se hallasen en peligro de muerte.
El nuevo papa, Cornelio (251-253), aprobó esta praxis; y, ante la inminencia de una nueva persecución, concedió inmediatamente la reconciliación a todos. Contra este modo de proceder se levantó el presbítero Novaciano, negando absolutamente la posibilidad de reconciliación a los apóstatas; pero un sínodo romano (252) condenó su actitud rigorista como si se tratase de una innovación peligrosa.
Novaciano logró fundar una comunidad cismática, reclutando partidarios en Roma y fuera, especialmente en Alejandría y Antioquía; pero el obispo Dionisio de Alejandría se declaró a favor del papa Cornelio, y escribió una preciosa carta al propio Novaciano y a Fabián de Antioquía en favor de la unidad; y San Cipriano de Cartago escribió, con esta ocasión, su magnífico tratado De unitate Ecclesiae. Los novacianos perduraron hasta el siglo VII, tornándose cada vez más radicales, hasta negar a la Iglesia el poder de perdonar los pecados.
Cisma de Novato y Felicísimo. Por el mismo tiempo y por los mismos motivos de la reconciliación de los apóstatas de la persecución de Decio, se produjo otro cisma en Cartago. Algunos confesores exigieron la inmediata reconciliación de los apóstatas por la simple presentación de sus cartas de recomendación; se trataba exactamente de la actitud contraria a la de Novaciano en Roma, pues éste se oponía a la reconciliación inmediata de los apóstatas. El partido de los confesores, capitaneado por el presbítero Novato y el diácono Felicísimo, en contra de San Cipriano, que seguía la praxis del papa Cornelio, eligió como obispo a un tal Fortunato. San Cipriano los excomulgó en el sínodo celebrado en Cartago en el año 251. Novato se trasladó a Roma y se unió al cisma de Novaciano, a pesar de que él se había separado de la Iglesia por pedir lo contrario de lo que pedía el cismático romano.
Cisma de Melecio. San Epifanio de Salamina dice que el excesivo rigor de Melecio, obispo de Licópolis (Tebaida), no estaba en conformidad con la praxis penitencial de su metropolitano Pedro de Alejandría que había sido martirizado en el año 311; en otras fuentes, en cambio, no se habla de la praxis penitencial, sino de que Melecio había conferido algunas ordenaciones irregulares en lugares ajenos a su jurisdicción. Melecio fue destituido por Pedro de Alejandría (306), lo cual dio ocasión al cisma meleciano, que se prolongó por mucho tiempo, porque los partidarios de Melecio hicieron más tarde causa común con los arríanos.
Cisma de Heraclio en Roma. El papa Marcelo I (307-308) tuvo que luchar, después de la persecución de Diocleciano, contra algunos apóstatas que pretendían la reconciliación eclesial sin hacer penitencia. El problema continuó durante el pontificado de su sucesor, el papa Eusebio (309); contra éste surgió un tal Heraclio, dando lugar a violentos desórdenes en Roma, lo cual impulsó a Majencio a desterrar a ambos a Sicilia, donde el papa Eusebio murió muy pronto; sus restos fueron trasladados a Roma, a la Catacumba de San Calixto.

ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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