SURGIMIENTO DEL MONACATO OCCIDENTAL
1. ORIGEN DEL MONACATO OCCIDENTAL
a) Orígenes del monacato en España
Como en el resto de la cristiandad, también el ascetismo tuvo que florecer en España a la par que crecían las comunidades cristianas; pero para los tres primeros siglos no hay fuente alguna que confirme la existencia de vírgenes y continentes; en todo caso se puede presumir que existieron por lo menos en el último tercio del siglo III, porque los cánones 13 y 27 del Concilio de Elvira (305) atestiguan la existencia de «vírgenes consagradas a Dios» que han sido infieles al «pacto de virginidad» (c.13); y prohiben la cohabitación de las vírgenes con los clérigos (c.27), lo cual implica un ascetismo muy desarrollado, cuyos orígenes hay que buscarlos mucho tiempo antes.

Desde mediados del siglo IV, se conocen ya los nombres de algunos ascetas españoles importantes; de los padres del papa español San Dámaso se dice que, después de un tiempo de matrimonio, decidieron consagrarse al ascetismo, lo cual implicaba la renuncia a las relaciones conyugales; también Irene, hermana de San Dámaso, que murió siendo muy joven, consagró a Dios su virginidad; otro matrimonio español, Lucino y Teodora, se sabe, por testimonio de San Jerónimo, que vivían en continencia.

A finales del siglo IV se cernieron sobre el ascetismo español negros nubarrones que lo pusieron en peligro; se trataba del priscilianismo, el cual se presentaba con unos matices innegablemente ascéticos, y conmocionó a la Iglesia española; el mismo Prisciliano era un verdadero asceta que influyó mucho sobre los fieles; pero se trataba de un ascetismo extremista, tal como se desprende de la condena que del mismo hizo el Concilio de Zaragoza (380) en el que aparece por primera vez en España la palabra monje. También el Concilio I de Toledo (399-400) se mostró muy severo con los ascetas y las vírgenes infieles a sus compromisos.

Si el Concilio de Zaragoza hablaba solamente de monjes, el papa Siricio, en su carta al obispo Himerio de Tarragona (385), ya habla de monjes y monjas. Del contexto de la carta del papa Siricio se desprende que en España ya había por entonces comunidades monásticas de varones y de mujeres.

En el primitivo monacato español hubo monjes y monjas itinerantes que visitaban los lugares más apartados del monacato para aprender de las experiencias monásticas ajenas. Una monja española de aquel tiempo, que alcanzó gran renombre, fue Egeria, oriunda del Bierzo (León), y probablemente pariente del emperador Teodosio, a quien debió de acompañar cuando él fue a Constantinopla para ser coronado como emperador; ella recorrió después todo el Oriente Próximo, y escribió un Itinerario en el que anotó cuanto le parecía interesante para contarlo después a la comunidad monástica de que procedía: todo lo que veía y preguntaba a obispos y monjes, que visitaba en sus sedes episcopales y en sus refugios monásticos.

De finales del siglo IV y principios del siglo V es también el monje Baquiario, gallego de origen, un hombre muy instruido, especialmente en la Sagrada Escritura; parece que tuvo que huir de España porque se le acusaba de priscilianista, acusación de la que se defendió en su Profesión de fe: «como si no pudiera ser yo ortodoxo, porque mi país esté inficionado por el error». Baquiano, siguiendo a San Basilio, polemiza con los anacoretas, declarándose a favor de la vida comunitaria.

El gran florecimiento que manifestaba el monacato español en el paso del siglo IV al V, se vio momentáneamente frenado por las invasiones de los pueblos germánicos; no obstante, durante todo el siglo V se constata la presencia de monjes y monasterios en las más diversas regiones de la Península Ibérica.

b) Orígenes del monacato en Italia
Las noticias sobre los primeros brotes monásticos en Roma y en el resto de Italia son tardías; evidentemente, ni en Roma ni en el resto de Italia se podía desconocer la ebullición monástica de Egipto, de Palestina y de Siria, porque los contactos de Roma con esas regiones eran muy frecuentes. San Jerónimo sitúa el origen del monacato propiamente dicho en Italia con la presencia de San Atanasio en Roma en el año 339, el cual fue acompañado de dos monjes de la Tebaida, Isidoro y Ammonio, discípulos de San Antonio, que causaron un profundo impacto en los círculos más espirituales de la Iglesia romana; pero el monacato en sentido estricto se desconoce hasta bien entrada la segunda mitad de aquella centuria.

Es el propio San Jerónimo quien dice que las islas y las riberas del mar Etrusco «estaban llenas de grutas donde han fijado su morada los coros de los ángeles». Rutilo Numaciano informa también sobre la existencia de un gran número de anacoretas en las islas del Mediterráneo occidental: Capraria, Gorgona y Galinaria; también en la isla de Noli hubo eremitas y colonias semianacoréticas; pero los nombres de ascetas y monjes famosos de finales del siglo IV han hecho olvidar los nombres de aquellos oscuros pioneros del monacato, que en sus orígenes apenas se diferenciaban de los ascetas tradicionales.

En la segunda mitad del siglo IV se organizan en Roma comunidades de mujeres al lado de algunas basílicas o en casas particulares, como la de Marcela, que se instala con algunas jóvenes en una finca de su propiedad en las afueras de Roma. A estas comunidades incipientes prestó su ayuda incondicional el papa San Dámaso (366-384).


San Jerónimo
 
Estos primeros comienzos ascético-monásticos romanos recibieron un gran impulso al ponerse bajo la dirección de San Jerónimo, que había abrazado la vida monástica juntamente con su amigo Rufino de Aquileya. San Jerónimo fue muy bien recibido en la casa que Marcela poseía en el Aventino, donde se reunían algunas nobles matronas romanas, como la propia Marcela, Principia, Fabiola, Ásela, Paula y las hijas de esta última, Eustoquio y Blesila. En Roma había también falsos ascetas, falsos monjes y falsos clérigos, contra los cuales arremete muy duramente San Jerónimo.

Al morir San Dámaso, San Jerónimo tuvo que marchar de Roma porque el nuevo papa, Siricio, no estaba muy de acuerdo con las nuevas corrientes del ascetismo monástico predicado por aquel monje adusto y gruñón que era San Jerónimo. Éste se encaminó entonces hacia Tierra Santa, instalándose en Belén, dedicado por completo al estudio de la Sagrada Escritura; y allí organizó y dirigió espiritualmente el monasterio fundado por Santa Paula. En el Monte de los Olivos fundó también la noble matrona romana Melanina un monasterio con la ayuda de Rufino de Aquileya, buen amigo de San Jerónimo, aunque después se enemistaron por las controversias origenistas (393-397).

San Agustín menciona un grupo cenobítico que, en Milán, leía la Vida de San Antonio, lo cual obliga a fecharlo después de la composición de esta biografía.

El monacato primitivo autóctono, existente en otras regiones de la Península italiana, fue olvidado debido al impacto causado por la presencia del monacato fundado por San Benito (+547) en la primera mitad del siglo VI.

c) Orígenes del monacato en Francia
En las comunidades cristianas de las Galias parece que no existe una conexión entre el ascetismo anterior y el monacato, sino que éste tiene su origen con la presencia de un extranjero, San Martín, un oriundo de Panonia (Hungría) al que con el correr del tiempo se le conocerá como San Martín de Tours. Sin embargo, el ascetismo aparece con las primeras comunidades cristianas; entre los mártires de Lyón, a finales del siglo n, figura el asceta Alcibíades; pero las noticias eclesiásticas sobre los ascetas son prácticamente inexistentes hasta el Concilio de Valence (374) que se ocupa de las jóvenes que se consagraron a Dios y después contrajeron matrimonio, siendo infieles a su compromiso.

Una decretal del papa Siricio (384-399) constata la existencia de dos clases de vírgenes en Francia: las que se han consagrado a Dios y que han recibido litúrgicamente el velo, y otras que no lo han recibido; en caso de infidelidad, las primeras deberían ser castigadas más severamente que las segundas.


San Martín de Tours
 
Hasta la llegada de San Martín de Tours (360 o 361), la vida monástica era desconocida en las Galias, aunque pudiera haber sido San Hilario de Poitiers el primero en abrazarla, porque Sulpicio Severo lo presenta rodeado de hermanos, los cuales no pueden ser sino monjes o ascetas, ya fuesen laicos o clérigos. También en Tréveris existía una comunidad monástica, cuyo origen habrá que remontar probablemente a la presencia de San Atanasio cuando fue desterrado a esta ciudad.

San Martín de Tours implantó la vida monástica no sólo en su diócesis, sino por todas las Galias. Entre todos los monasterios por él fundados sobresale el de Marmoutier, junto al río Loira. Era un monasterio clerical y laical a la vez; los clérigos ayudaban a San Martín en las tareas pastorales y evangelizadoras de su diócesis. A tenor de su biógrafo Sulpicio Severo, cuando murió San Martín de Tours (397), más de dos mil monjes acudieron a su entierro.

2. EL MONACATO DE SAN AGUSTÍN
a) El monacato africano antes de San Agustín

San Agustín
 
No faltan autores que afirman que en África no existió el monacato hasta el retorno de San Agustín, después de su conversión en Milán (387), pero esta afirmación carece por completo de fundamento. Lo que ocurrió fue que el esplendor del nombre de San Agustín mandó al olvido el nombre de la práctica totalidad de sus predecesores en la vida monástica norteafricana.

Es imposible que el extraordinario florecimiento que tuvo el ascetismo norteafricano, especialmente en la Iglesia de Cartago, bajo la docta y fascinante dirección de sus mejores maestros, Tertuliano (+220) y San Cipriano (+258), no hubiese tenido continuidad en la formación de algunos grupos de monjes anacoretas o cenobitas.

El propio San Agustín se hace eco de la presencia no sólo de ascetas y de vírgenes, sino también de la eclosión de la vida monástica:

«miles y miles de jóvenes desdeñan el matrimonio y viven en castidad sin que nadie se sorprenda... Se comprometen en este camino en tan gran número, que hombres de todas clases desprecian las riquezas y los honores de este mundo para consagrar su vida entera al solo Dios soberano, llenan las islas, desiertas en otro tiempo, y la soledad de numerosos parajes. En las villas y en las ciudades, en los burgos y en las aldeas, incluso en la campiña y en los dominios particulares, se acepta y se desea abiertamente apartarse de los bienes terrenos para encaminarse solamente a Dios, único y verdadero, hasta tal punto que, cada día, en el mundo entero, una sola voz responde: "los corazones en alto, junto al Señor"» (SAN AGUSTÍN, Sobre la verdadera religión, III, 5.).
b) Una comunidad de monjes al servicio de la Iglesia local
San Agustín, después de su bautismo (387), hizo una larga experiencia ascética, hasta que fundó su primer monasterio propiamente dicho. Primero se retiró a la aldea de Casiciaco (la actual Casago de Brianza), a pocos kilómetros de Milán, donde durante unos meses se entregó con algunos amigos a la oración, al estudio y al diálogo. En el año 389 regresó a su tierra natal, y en Tagaste, en una hacienda heredada de sus padres, fundó un monasterio laical, cuya finalidad consistía en entregarse al servicio de Dios y, a la vez, buscar la sabiduría, «serviré Deo in otio»; es una comunidad de intelectuales, pero es una verdadera comunidad monástica, que se rige por un Reglamento bastante elástico.

Después de su ordenación de presbítero, San Agustín fundó un monasterio más organizado, en el que convivían laicos y presbíteros, «según la Regla establecida por los santos Apóstoles», es decir, según el ideal de vida de la comunidad primitiva de Jerusalén.

Unos años después (395), el obispo Valerio de Hipona designó a San Agustín para obispo auxiliar suyo; y, al morir él (397), le sucedió en la silla episcopal. Entonces se le planteó el dilema de permanecer en el monasterio, ocasionando molestias a los monjes, o ir a vivir a la casa episcopal renunciando a la paz monástica. San Agustín resolvió la cuestión creando un monasterio clerical en la misma casa episcopal; él no obligaba a sus clérigos a vivir con él, pero los exhortaba a hacerlo; la opción tenía que ser enteramente libre, porque los clérigos se comprometían a la vida común más estricta en el plano económico y a la continencia perfecta. La experiencia de la comunidad de bienes materiales entre el obispo y sus clérigos suscitó alguna perplejidad entre los fieles, lo cual le obligó a dar una detallada explicación de su modo de proceder; y lo hizo en dos sermones dirigidos a toda la comunidad cristiana de Hipona.

La fundación de un monasterio clerical significa que al peculiar estilo de vida monástica agustiniana centrado en la oración, el estudio y el diálogo, ahora se le añadía el ministerio pastoral. En realidad, no fue San Agustín el primero en crear este tipo de comunidad de monjes-clérigos; una experiencia semejante la habían hecho ya San Eusebio, obispo de Vercelli (Italia), y San Ambrosio en Milán, aunque estas comunidades no eran propiamente monásticas.

c) El ideal comunitario de San Agustín
Después de todo lo experimentado por San Pacomio y San Basilio, parecería que San Agustín ya no tendría nada nuevo que aportar a la espiritualidad de la vida comunitaria propiamente dicha; pero no es así: San Agustín aportó algo verdaderamente original. San Pacomio, partiendo de una iniciativa semianacorética, descubrió el valor del amor fraterno y de la vida comunitaria, que él añadió a aquella visión esencialmente ascética del cristianismo, encarnada en el anacoretismo. Ascetismo y cristianismo también tendían a confundirse en la comunidad evangélica de San Basilio, aunque se trataba de un ascetismo matizado y conducido en común en obediencia al mandamiento del amor al prójimo y a la naturaleza social del hombre; pero siendo en todo caso ascetismo.

San Agustín hace desaparecer toda esa dimensión ascética para dejar el puesto única y exclusivamente al valor esencial de la caridad fraterna: para él, el servicio de Dios se realiza esencialmente en la concordia fraterna; es decir, la comunión no aparece ya como un elemento más, incluso importante, entre los demás elementos ascéticos, sino que en cierto modo lo es todo. El cristiano dirige a Dios su culto a través del prójimo; lo cual, sin embargo, no excluye la relación con Dios en la oración, en la que San Agustín ha descubierto un profundo filón subjetivo de la piedad, sino que hace de las relaciones fraternas el centro del culto tributado a Dios.

El amor fraterno tiene un puesto esencial en la ascesis agustiniana, que él explica tomando como punto de partida aquel texto en que San Pablo hace referencia a aquellos que corren en el estadio (1 Cor 9,29), y que San Agustín aplica expresamente a sus comunidades monásticas:

«Todos corren en el estadio, pero uno solo recibe el premio, y los demás se retiran vencidos. Pero para nosotros no es así. Todos aquellos que corren, aunque sólo sea al final, lo reciben, y aquel que ha llegado el primero espera al último para ser coronado con él. Porque en esta lucha, se trata de caridad y no de codicia; todos los que corren se aman mutuamente y es este amor lo que constituye nuestra carrera» (SAN AGUSTÍN, Enarratio in Psalmum 9,12).
La razón de ser de la comunidad agustiniana es la caridad fraterna. Mientras que para los Padres del desierto su carrera era la ascesis, la maceración, el ayuno, para los monjes agustinianos su carrera es el amor fraterno. Esta es la idea fundamental, el hilo de oro, que recorre de principio a fin la Regla de San Agustín.

La comunidad agustiniana de Hipona se convirtió en un semillero de obispos para muchas comunidades del norte de África, los cuales implantaban en sus casas episcopales un monasterio semejante al de la casa-madre de Hipona. De este modo el monacato agustiniano conoció una gran expansión; pero este florecimiento fue truncado de repente por las invasiones de los vándalos. Es cierto que algunos monjes agustinos pasaron al continente, especialmente a Italia y al sur de Francia; pero el monacato agustiniano desapareció por completo.

Los religiosos que en la actualidad llevan el apelativo de Agustinos son una creación del siglo xm que ha tomado como ideal de vida la Regla de San Agustín, pero no tienen ningún lazo de unión directa con él.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

No hay comentarios:

Publicar un comentario