FIN DE UNA ÉPOCA
Cuando estaba a punto de desencadenarse sobre Occidente el huracán de las invasiones de los Pueblos Bárbaros, hacía apenas un siglo que la Iglesia había triunfado sobre el paganismo del Imperio Romano. En el espacio de tiempo que va desde el año 313 (Edicto de Milán) hasta el año 380 (Edicto de Tesalónica), la Iglesia no sólo consiguió su libertad, sino que se convirtió en Religión oficial del Imperio.

En realidad no fue la Iglesia la que más beneficiada salió de esta alianza político-religiosa, sino el Imperio, que, víctima irreversible de sus propios errores, se apoyaba ahora en los brazos poderosos de la Iglesia, aquella Iglesia que antes había perseguido con saña. Por una de esas leyes pendulares tan frecuentes en la historia, la religión cristiana pasó de su condición de religión perseguida a la de religión perseguidora.

Los nuevos templos cristianos que, con celeridad pasmosa, surgieron por todas partes, se construían con los materiales de derribo de los templos paganos. Las espléndidas basílicas paleocristianas albergaban los signos más espléndidos de la resurrección de Cristo. Las estatuas de los dioses, que, en el mejor de los casos, fueron conservadas como obras de arte, eran destruidas; y en los mosaicos de los nuevos templos de la esperanza surgieron, como por arte de magia, imágenes multicolores que, como un inmenso arco iris, anunciaban al mundo un largo período de paz entre el cielo y la tierra.

Sin embargo, no todo era perfecto en aquella Iglesia de finales del siglo IV. Los cristianos habían perdido en muy escasos decenios aquel carácter de minoría selecta de los tiempos heroicos de las persecuciones, cuando ser cristiano suponía arriesgar, cada día, la vida en defensa de la propia fe.

Ahora, con el favor de los emperadores, todo se ha tornado mucho más fácil para los cristianos; pero aquella sociedad, bautizada ya en su mayor parte, carecía de aquel vigor y temple que la habían caracterizado durante los tres primeros siglos.

Es cierto que la vigilancia de los Pastores, reunidos en los Concilios ecuménicos, había puesto a buen recaudo los principios fundamentales de la fe cristiana; sin embargo, la decadencia de las costumbres de aquella sociedad imperial contagió en gran medida a los cristianos a lo largo del siglo IV. Y otro tanto cabe decir de la decadencia de la cultura; es cierto que los grandes pensadores y escritores del siglo IV fueron cristianos en su mayoría; pero a finales de esa centuria se advertía un evidente retroceso cultural.

Es cierto que los ya escasos escritores paganos todavía celebraban la grandeza de Roma; y los cada día más numerosos escritores cristianos se sumaban a ese coro, exaltando la unidad económica, cultural y religiosa del Imperio Romano que, así, preparó al mundo para recibir la fe en Cristo, Señor del mundo y de la historia. Pero se trataba ya de los últimos estertores de un mundo que estaba a punto de perecer ante la presencia de aquellos pueblos que, al otro lado de las fronteras del Rhin y del Danubio, preparaban el asalto, deseosos de participar de la felicidad romana.

La barbarie no era un patrimonio exclusivo de aquellos pueblos que estaban presionando en las fronteras orientales del Imperio; éste ya estaba preparado desde hacía mucho tiempo para dejarse barbarizar. Por eso, cuando en el año 410 Alarico conquistó Roma, la ciudad que durante más de un milenio había sido la Capital del Imperio y del mundo, se terminaba sin duda una época de la historia del mundo y también de la historia de la Iglesia, para dar comienzo a otra bien diferente, durante la cual la Iglesia creará un mundo nuevo, hecho a su imagen y semejanza: la Edad Media.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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