EL MOVIDO SIGLO XII
UN CRISTIANO DEL SIGLO XII CAMINA HACIA DIOS
a) Los caminos de Dios, los caminos de la liturgia
Bautismo y confirmación
En la época carolingia se consideraba que el niño debía convertirse en cristiano lo antes posible, por lo que el bautismo le era administrado pocas horas después de su nacimiento o al día siguiente. El alejamiento geográfico de las fuentes bautismales era un gran inconveniente para su bautismo inmediato, de manera que si el niño corría peligro, o en alguna otra ocasión extraordinaria, podía ser bautizado por un laico, en la mayoría de los casos la comadrona. Esta necesidad de bautizar rápidamente a los niños hizo que fuese modificada tanto la forma de la administración del bautismo (se pasa de la inmersión a la aspersión), como el momento (podía celebrarse en cualquier ocasión y no necesariamente en la noche de Pascua, en Pentecostés o en Epifanía, tiempos reservados al bautismo hasta la época carolingia). Como el niño era incapaz de creer, la «fe de la Iglesia» representada por los padrinos garantizaba la adhesión del nuevo bautizado. El bautismo tenía lugar normalmente en la iglesia con la solemnidad y el entorno humano deseable, compuesto de padrinos, madrinas, amigos. Cada cristiano se preocupaba por festejar cristianamente la entrada de un niño en la vida.
Pila Bautismal Romanica Siglo XII en Redecilla del Camino, un municipio de la provincia de Burgos, España.
Durante mucho tiempo existió junto a la catedral una iglesia bautismal, dedicada a San Juan Bautista y única para la diócesis. Después se hizo necesario instalar fuentes bautismales. Baptisterios en los principales lugares de culto indicaban la iglesia madre, el edificio central del culto de una región, la pequeña iglesia parroquial campestre o urbana. El sacramento de la confirmación estaba reservado al obispo, que lo confería a los jóvenes cuando visitaba la diócesis. Estas ocasiones a mediados de la Edad Media eran raras y, por lo tanto, también la confirmación. La documentación la menciona poco antes del siglo XIII.
La misa
Aunque el cristiano del Medioevo oraba en cualquier lugar y momento del día o circunstancia, la iglesia, el oratorio, la capilla eran los lugares más apropiados y la misa el elemento esencial. En el siglo XII los lugares de culto eran múltiples; la mayor parte de los pueblos disponían de una iglesia o, al menos, de una capilla; los cristianos se encontraban en la misa del domingo, aun cuando fuera necesario recorrer largas distancias. La primera obligación de todo cristiano, recordada por concilios y sínodos, era la de asistir a la misa todos los domingos y algunas fiestas importantes. Algunos estaban dispensados: los ancianos, las mujeres que atendían a sus hijos, algunos adultos que aseguraban la guarda del lugar si la iglesia estaba lejos.
San Martín de Frómista, Palencia España. Es una de las iglesias Románicas del siglo XII, más importantes del Camino de Santiago.
La celebración de la misa estaba fijada desde hacía varios siglos; sin embargo se habían introducido algunos cambios desde mediados del siglo XI y una verdadera floración de tratados litúrgicos apareció a finales del siglo XII. Entre los numerosos autores del Ordo missae destacan Honorius Augustodunensis, Alger de Lieja, Bernoldo de Constanza, Ruperto de Deutz, quienes, en diferentes grados, presentaron e interpretaron las ceremonias, los objetos y los actos de la liturgia. La misa comprendía algunos momentos fuertes: la lectura del evangelio, el sermón —que ofrecía la ocasión a los menos creyentes de salir un momento de la iglesia—, la ofrenda, la consagración de las sagradas especies, la elevación de la hostia después de la consagración —anunciada por la campanilla, prescrita por primera vez en el sínodo de Udo de Sully, obispo de París (1196-1208)—, la comunión —que en el siglo XII cesa de ser impartida bajo las dos especies y no se recibe sino en las grandes ocasiones, al menos en las tres Pascuas de: Resurrección, Pentecostés y Navidad—. Con ocasión de la misa se depositaban las ofrendas en el altar mayor de la iglesia. La frecuencia de la comunión disminuyó ante la necesidad de la confesión previa y la obligación de continencia para los casados el día antes de comulgar. Para algunos la comunión del sacerdote valía por la de toda la asamblea.
La misa era un oficio cantado, celebrado por un grupo de clérigos o de monjes vestidos con hábitos religiosos, al que se unían procesiones, olor del incienso y abundancia de luces que daban a la misa dominical una solemnidad considerable. A la misa asistían los campesinos y ciudadanos que comprendían los gestos y algunas palabras, podían dar breves respuestas en latín y eran sensibles al teatro sagrado. Los clérigos, los monjes y las monjas escuchaban y cantaban una misa, dos o tres cada día: misas rezadas, grandes misas cantadas, misas de difuntos, de la Virgen, del Espíritu Santo, simples o dobles, dichas por un sacerdote o acompañado de diácono y subdiácono, rodeado de otros clérigos —de los que uno llevaba el libro, otro el incensario, otros las luces u ofrecían el vino y el agua.
El pecado y la penitencia
El sacramento de la penitencia.—El pecado era el reproche permanente, el recuerdo continuo de la fragilidad del hombre, estigmatizado por los predicadores y los confesores, sentido dolorosamente por los cristianos más santos. El pecado no estaba claramente definido; la ley divina era supuestamente conocida y toda infracción era una falta, así como el defecto de aplicación de los mandamientos. Los penitenciales detallaban a los confesores la variedad de pecados posibles. Frecuentemente eran denunciados los pecados que cerraban para siempre la puerta de la vida eterna, los llamados mortales, cuya lista había contribuido a fijar San Gregorio Magno: la gula, la lujuria, la codicia, la ira, la soberbia, la envidia, la pereza, cada uno con sus diferentes ramas. Frente a ellos se ofrecía una lista de virtudes.
La redención del pecado era sentida como una posibilidad material, como un trueque; cuanto mayor era el pecado y más importante el pecador, más grandes debían ser la penitencia y la limosna, que era la restitución a Dios de los bienes que Él les permitía poseer. El procedimiento del perdón era lento. En el siglo VIII los monjes irlandeses introdujeron en el continente la confesión privada: el sacramento de la confesión, que se generalizó en el siglo XII. La penitencia pública se mantenía para las faltas comunes. A la confesión de los pecados, que es esencial y en sí misma una expiación, sucede la absolución. No obstante, en el siglo XII la fórmula permanecía «deprecatoria»; como en los tiempos carolingios, el sacerdote pedía a Dios que perdonara al penitente. La confesión de los pecados era seguida de una penitencia, cuya importancia y duración estaba fijada por los penitenciales. Durante mucho tiempo el pecado estuvo tarifado; cuando la pena había sido cumplida, se le concedía la absolución. De uno a otro acto podía transcurrir bastante tiempo. En el siglo XI ya había prevalecido el uso de dar la absolución antes de que el pecador hubiera cumplido la penitencia. El primer cambio en el cumplimiento de la penitencia tuvo lugar con las redenciones o conmutaciones penitenciales: un largo período de ayuno podía ser sustituido por oraciones, misas, flagelaciones, una peregrinación cumplida por el penitente o por otra persona distinta, o bien ser reemplazada por limosnas; de esta manera se podía conseguir rápidamente la absolución.
La ordalía era una forma de obtener evidencia mediante pruebas en las que, debido a una intervención directa de Dios, la culpabilidad o inocencia de una persona acusada quedaba firmemente establecida en el caso de que la verdad no pudiera evidenciarse por métodos ordinarios. Estas pruebas deben su existencia a la firme creencia de que un Dios omnisciente y benevolente no permitiría que una persona inocente fuera declarada culpable y como tal fuera castigada y que Él intervendría, incluso de forma milagrosa si fuera necesario, para proclamar la verdad.
Las ordalías.—Algunas veces el hombre se sentía incapaz de cortar su pecado y no dudaba en poner la falta cara a cara frente a Dios. La antigua ordalía, convertida en juicio de Dios, permanecía como el recurso último. Existen muchos ejemplos en los que los acusados debían dirigir las rejas de arados calientes o eran obligados a caminar sobre carbones encendidos o, atados de pies y manos, ser lanzados al agua. Dios decide y señala su favor a aquel cuyas llagas han de curar rápidamente, o al que no se ahoga. Estas prácticas fueron prohibidas por la Iglesia en el siglo XIII.
Excomunión, anatema y entredicho.—Otras condenas impuestas por el clero expulsaban al culpable fuera de la comunidad cristiana o reclamaban su condenación perpetua. La excomunión —empleada cada vez con más frecuencia—, proclamada por el obispo o leída por un clérigo, resultaba terrorífica a causa de la exclusión de la comunión. Al excomulgado se le prohibía el acceso a la iglesia, la asistencia a los oficios, la ayuda al prójimo y la sepultura en tierra bendita. Más terrible aún era el anatema lanzado sobre el cristiano pecador, la condenación definitiva. Esta amenaza recaía sobre la persona que había contravenido un acuerdo, contestado o anulado una condenación. El autor se encontraba maldito en compañía de Satán y Abirón, con Judas el traidor, Anás, Caifás y Pilato. Tales fórmulas carecían de eficacia cuando estaban dirigidas a poderosos, más preocupados por practicar su política y enriquecerse que por respetar la religión. Príncipes y barones se mantenían bajo la condena de excomunión muchos años por haber usurpado los bienes de la Iglesia, antes de solicitar una absolución, quienes, una vez conseguida, retornaban sin vergüenza a sus antiguos malos hábitos. Cuando la Iglesia se cansaba de no obtener resultado proponía el entredicho: cerraba toda una región al culto, ninguna iglesia permanecía abierta a los cristianos para la misa, la recepción de los sacramentos y la oración. En estos casos, si el señor persistía en su actitud, toda la población protestaba y presionaba para obtener la remisión de la condena. Como la creencia en la vida futura era muy viva y el deseo de salvación permanente, la Iglesia tenía los medios para hacerse obedecer y guiar la marcha de la política y del comportamiento social.
El desarrollo de la indulgencia.—Hasta el siglo XI se mantuvo la práctica de la «redención» (de redimere = rescatar). Consistía en rescatar por medio de penitencias o hacer cumplir la penitencia recibida mediante el pago de un salario. En 1084, el concilio de Rouen prohibió el aumento abusivo de las redenciones por avaricia. Paulatinamente la redención va siendo sustituida por la indulgencia, que consiste en el perdón de toda o parte de la pena temporal debida por el pecado a cumplir en la tierra o en el purgatorio. La indulgencia suponía el perdón del mismo pecado. A partir del siglo XI, los obispos del mediodía de Francia y del norte de España adquirieron la costumbre de conferir la indulgencia a los que ayudaban a la construcción de las iglesias, conventos u hospitales o en ocasión de la consagración de un santuario. En el siglo XII la indulgencia fue extendida a las obras profanas pero de utilidad práctica: construcción de puentes, caminos, desecación de tierras nuevas, etc. En el origen, la indulgencia fue concedida en proporciones muy modestas. Se convierte en plenaria —remisión de todas las penas debidas por el pecado— para los que sostenían una lucha contra los musulmanes en España, por decisión de Alejandro II en 1063, y para los cruzados a partir de 1095. Renovada en cada cruzada, la indulgencia plenaria fue extendida a otras expediciones del mismo género, contra los paganos de Europa del este o los heréticos albigenses.
El matrimonio se convierte en un sacramento
El sacramento del matrimonio adquiere lentamente su forma definitiva en el siglo XII. Las doctrinas de los teólogos y de los canonistas se aproximan y en la definición del matrimonio conceden la prioridad al consentimiento mutuo, por palabras de presente, sobre la unión carnal. La unión carnal, que se asemeja a la unión de Cristo con la Iglesia y hace una sola carne, realizaba la consumación del matrimonio, acto complementario que proseguía al compromiso de los esposos y el intercambio de los anillos. Es entonces cuando interviene la bendición del sacerdote y se sitúa el aspecto sacramental. De Pedro Damián a Rolando Bandinelli (Alejandro III) se impuso la tesis consensualista. Era la síntesis de las escuelas de París y de Bolonia, de las tradiciones germánica y romana. Alejandro III apoyó el compromiso verbal mutuo de los esposos que da lugar a la unión indisoluble, pero reconoce que sólo la consumación hace al matrimonio estable e irreversible. Los canonistas definieron la importancia de los diferentes actos para reglamentar los litigios siempre numerosos. En 1181, Lucio III considera al matrimonio como un sacramento igual a los otros. Por este sacramento, la Iglesia interviene en la vida social mediante prohibiciones lanzadas sobre ciertos comportamientos familiares y sexuales. La Iglesia manifiesta una clara oposición a los matrimonios mixtos con infieles y heréticos. El sacerdote, que tenía hasta entonces un papel secundario en el matrimonio, fue invitado cada vez más a presidir la ceremonia, como lo hacía para los esponsales (noviazgo), y por ello recibía alguna ofrenda. Los esponsales eran un acuerdo por palabras de futuro, la mayoría de las veces realizados por los padres de los contrayentes, de gran importancia.La muerte y la conmemoración de los difuntos
La muerte era muy temida, pero sólo en la medida en que su hora se desconocía y había que estar preparado para recibirla, lo cual suscitaba múltiples precauciones en este sentido. Se conoce la forma más curiosa de esta preparación, consistente en tomar la capucha del monje ad succurrendum, para ser socorrido en el último momento, en una enfermedad grave cuyo desenlace parecía fatal. Por ello, el caballero lleva siempre entre su equipaje el vestido salvador a fin de no dejarse sorprender si recibe una herida mortal en el combate. La forma más corriente era la de la fundación obitual. Los necrologios del siglo XII se abrieron a otras personas diferentes de las que hasta entonces habían acogido. Los benefactores, los grandes de este mundo, los simples laicos, los vecinos, eran inscritos en los necrologios si habían hecho méritos para ello —haciendo alguna donación en dinero o en especie—. Muy pronto esta fórmula sería insuficiente y se deberá fundar un aniversario, ofreciendo un bien raíz de cuya renta anual se pagará la misa y las oraciones a decir el día del aniversario de la muerte. Las comunidades religiosas inscribían los nombres que serían leídos en el capítulo y en el canon de la misa.
Iglesia y cementerio ingleses del siglo XII
El moribundo se preocupaba de su destino: recibía los últimos sacramentos y escogía, si podía, su sepultura. Para la casi totalidad de los cristianos, el lugar de enterramiento era el cementerio o tierra bendecida en torno a la iglesia parroquial. Por hacer la ceremonia en la iglesia, y ofrecer al muerto el asilo de la tierra sagrada, el cura recibía algún dinero. Había dos grupos de personas que no podían ser enterradas en el cementerio común: las malditas de Dios y de los hombres —los criminales y los pecadores no arrepentidos, cuyos cuerpos eran desenterrados y rechazados fuera de los límites del cementerio si por ignorancia eran enterrados en tierra sagrada— y las que encontraban asilo en las iglesias. En la catedral eran enterrados los obispos propios de la sede. Las iglesias abaciales estaban reservadas a los jefes de la comunidad religiosa, en tanto que los monjes eran enterrados en el cementerio próximo a la clausura, así como los protectores.
b) El año litúrgico
El desarrollo del año litúrgico y las fiestas de los santos
El año litúrgico comenzaba con el Adviento, el anuncio de la venida del Señor, que algunas órdenes religiosas tenían como el primer período del ayuno. Navidad fue hasta entonces el fin y el comienzo del año, antes de pasar esta función al 25 de marzo, día de la Anunciación. A continuación, la fiesta de los Reyes Magos. Los evangelios apócrifos introducen el buey y la mula del pesebre; los tres reyes venidos de Oriente son conocidos por sus nombres y traen unos regalos que presentan según un cierto orden, respetado por la iconografía: el más viejo, de rodillas, con la cabeza desnuda, ofrece oro a la Virgen; el adulto, de pie detrás, lleva el incienso; el más joven, el último, presenta la mirra, guiados por la estrella. Hay que esperar hasta al siglo XVI para que uno de ellos, Gaspar, sea un negro.
La Semana Santa era el centro de la vida litúrgica, y el jueves, viernes y sábado multiplicaban las ceremonias. Callaban las campanas y eran reemplazadas por instrumentos de madera. El día de Pascua, la primera fiesta del año, marcaba el final del ayuno de la Cuaresma; Pentecostés era la segunda; en el verano se celebraban las grandes fiestas de María: la Asunción el 15 de agosto, y la Natividad el 8 de septiembre. Algunos santos ocuparon un puesto en la vida litúrgica y en la vida cotidiana. En primer lugar, la festividad de Todos los Santos, tomada por Alcuino de los irlandeses y extendida por Cluny en el siglo XI; la Invención de la Santa Cruz el 3 de mayo; San Pedro, varias veces festejado: 29 de junio con San Pablo, 1 de agosto San Pedro ad vincula («en las cadenas»), el 22 de febrero su Cátedra; San Juan Bautista el 24 de junio; San Martín el 11 de noviembre; San Lorenzo el 10 de agosto; San Miguel el 29 de septiembre; San Nicolás el 6 de diciembre; aunque cada país y región tenía sus santos y sus costumbres antiguas. La fiesta de los Difuntos se introdujo por analogía a la de Todos los Santos y se fijó el 2 de noviembre.
El año, finalmente, estaba salpicado de momentos importantes por las ceremonias que los acompañaban o las procesiones: el aniversario de la dedicación de la Iglesia; el Domingo de Ramos; los días de Rogativas, en los que el clérigo, precedido del que llevaba la cruz y los cirios, se desplazaba fuera de la iglesia cantando y bendiciendo los campos para atraer la bienaventuranza divina sobre las cosechas.
El Oficio Divino
En medio de la población, los hombres y las mujeres consagrados a Dios oraban todo el día, según la prescripción de su regla; recitaban «las horas canónicas»: maitines y laudes a media noche; prima, tercia, sexta y nona por la mañana; vísperas y completas por la tarde. El Oficio se prolongaba en el refectorio, donde eran leídas durante la comida, en silencio, las exposiciones sobre el Evangelio, las obras de los Padres de la Iglesia o las vidas de los santos.
El canto también tenía su puesto en la liturgia, la música religiosa no cesaba de inventar nuevos modos de expresarse. En los libros, durante mucho tiempo, se escribieron los neumas por encima de las palabras y de las sílabas para modular el sentido de la voz. Guy de Arezzo definió las notas y las colocó sobre cuatro líneas que permitían darles más seguridad. Además, se desarrollaron formas menores de canto gregoriano en esta época: la secuencia y el tropo.
El canto acompañaba a una compleja liturgia que precisaba de muchos libros: misal, epistolario, colectario, gradual, antifonario, himnario, salterio, leccionario y calendario. En esta época se difunde el órgano, que fue un regalo de los bizantinos. Pipino y Carlomagno los hicieron instalar en Compiégne y Aquisgrán. Pérotin, organista de Notre Dame de París (1183-1236), fue considerado como el más grande músico de su época.
Poco a poco se impuso la liturgia latina y romana. Con Gregorio VII desapareció la liturgia mozárabe de la España reconquistada. La reina de Escocia, Margarita, introdujo la liturgia romana en su reino en el siglo XI; en el siglo siguiente ganó a Irlanda. Solamente en Escandinavia subsistió, al lado del latín, el uso litúrgico de las lenguas populares. Entre las liturgias latinas, prácticamente sólo el rito ambrosiano se mantuvo en Milán.
c) La predicación y la instrucción de ios fieles
Los fieles debían ser instruidos, de ahí la necesidad de la predicación. Concilios y sínodos determinan lo que había que enseñar y predicar a los fieles: el Credo o fe, los mandamientos o moral, la necesidad de la virtud y de la caridad, el significado de las fiestas solemnes, el elogio de los méritos de los santos. En el siglo XII el nivel de la predicación dominical era aún mediocre. La autoridad eclesiástica insistía en la necesidad de la homilía para instruir al pueblo, para combatir la herejía; al mismo tiempo, las órdenes monásticas y canónicas se consagraban a la predicación, y los fieles solicitaban la enseñanza. Puesto que la predicación era poco accesible, predicadores errantes, que hablaban en lengua vulgar, sin ser autorizados, aparecieron aquí y allá en el siglo XI, siendo bien acogidos por el pueblo. Durante el siglo XII se realizó un esfuerzo en la predicación, se recogieron colecciones de sermones, escritos por hombres eruditos, que comentaban la Sagrada Escritura, analizaban los puntos delicados de la teología, ilustraban los grandes momentos del año litúrgico, las fiestas solemnes y las vidas de los santos.
Algunos predicadores conforman un conjunto de personalidades intelectuales: teólogos, místicos y moralistas. Benedictinos como Guillermo de Merle († 1087); cistercienses como San Bernardo y Guerric de Igny († 1187); canónigos de San Víctor como Godofredo († 1130), Acardo († 1170), Ricardo († 1173), Gautier († 1180); obispos como Pedro Lombardo o Mauricio de Sully; maestros de las escuelas como Pedro Abelardo, Alain de Lille o Esteban Langton. Los escolásticos se preocuparon por el arte de predicar, la composición de sermones, la manera de convencer. El contenido de sus sermones refleja la sociedad del momento y los defectos que los predicadores se proponían corregir: la avaricia del clero, el orgullo de los monjes, la negligencia de los obispos, la ignorancia de los curas, mientras que la castidad, la caridad y la prudencia eran propuestas como virtudes comunes. El más ilustre de estos predicadores fue, sin duda, el abad de Claraval, que trató sobre todos los aspectos con pasión e ironía, y, en un estilo y un lenguaje incomparables, compuso el Elogio de la Virgen María y el de los templarios; analizó y comentó el Cantar de los Cantares, invitando a los fieles y a sus monjes a esperar todo de Dios y a pedirle todo.
d) Otros medios de santificación
La oración
Los cristianos oraban recitando fórmulas y, según sus medios y las circunstancias, invocaban a Dios improvisando, o llamaban a los santos en su socorro. Cada uno debía expresar su fe por el Credo, el símbolo de Nicea, enumerando los artículos de la fe cristiana. El domingo, el sacerdote debía explicar el Credo a sus parroquianos y hacerlo recitar a los moribundos. Las Sagradas Escrituras habían transmitido las dos principales oraciones de la piedad popular: el Pater noster, recitado con convicción o de memoria por los menos instruidos, y el Ave María, la salutación del ángel, donde se menciona el misterio de la Encarnación. El Espíritu Santo quedaba en una situación más discreta. Las tres personas centrales de la oración son Dios Padre, Jesucristo y María, invocados por los pobres y los débiles. Invocado, aclamado o implorado, Dios está en el centro de la vida cotidiana, Él mismo o sus representantes, de quien se espera la salvación.
En las situaciones difíciles se invoca la divinidad mediante fórmulas breves, improvisadas: junto a la tumba de un santo se implora la curación, se pide por el caballero que se lanza al combate, por el marino que se encuentra en medio de la tempestad; en las situaciones calmas, la oración se expresa mediante la repetición de letanías, listas de santos comunes a todos o de reputación local; la enumeración de las virtudes de la Virgen. Los más sabios recitan el Miserere, leen o repiten los salmos, algunas veces los siete Salmos Penitenciales o el salterio completo en uno o durante varios días. Los textos del Antiguo Testamento mejor conocidos y más citados son los salmos; reunidos en un libro, ofrecen un conjunto incomparable de meditación, pues son interpelaciones directas a la divinidad. En un grado más elevado se encuentran las invocaciones adaptadas a cada circunstancia, que se contienen en los sacramentarios: invocación para la consagración del rey, para la bendición de la abadesa, oración para pedir la lluvia o el sol, para librar a un cautivo. La lista es muy extensa. Se encuentran en los libros de los clérigos y de los monjes, pero también en los libros de oraciones privadas, que poseen los reyes o las monjas. Desde finales del siglo XI, el niño aprendía la Salve Regina, utilizada como oración y como cántico de la primera cruzada y durante las peregrinaciones.
La limosna
En la vida cristiana, al igual que la oración, la limosna era fundamental. Consistía en repartir con el pobre, donar a una iglesia, hacer una ofrenda al sacerdote. Había que ofrecer a Dios todo lo que Dios nos ha dado, cambiar las riquezas materiales y perecederas por los bienes eternos: la limosna actuaba contra el pecado como el agua contra el fuego.
Las donaciones hechas a las iglesias y escritas en pergaminos son las ofrendas de las que tenemos mejor información; son limosnas hechas para obtener un bien a cambio de oraciones. Otras muchas limosnas citan narraciones de milagros, de peregrinaciones: la madre de un enfermo se separa de un ganado del que tiene mucha necesidad; el campesino deposita en el altar de la parroquia legumbres, trigo, aves; el señor dona algunas piezas de moneda, etc. El rito del ofrecimiento está ligado al del ofertorio en medio de la misa, no está tarifado y es particularmente importante en los días de fiesta, pero la tradición lo va fijando. La limosna más apreciada es la que se hace a un pobre o a un lisiado, en esta época muy numerosos.
El ayuno y la abstinencia
El ayuno y la abstinencia se imponen tanto por penitencia como por necesidad de participar en la penuria del prójimo. La privación de la comida estaba mandada en algunos períodos del año. La supresión de la carne apenas pesaba en una población cuya alimentación se basaba en los cereales, las legumbres, los huevos; se sentía solamente cuando se mantenía durante una larga duración, como la Cuaresma. A partir del miércoles de Ceniza hasta la Pascua estaba prohibido el consumo de carne. Para los que tenían la posibilidad de comer dos veces por día, la Cuaresma era también tiempo de ayuno, lo que era igual a una sola comida cotidiana. Las costumbres monásticas y canónicas trataban este asunto, porque monjes y clero tenían medios para comer bien y disertaban sobre la definición precisa de ayuno y abstinencia, la carne autorizada y la prohibida, la de los cuadrúpedos, la de los volátiles. Los más exigentes ayunaban durante un largo período que duraba hasta el 1 de septiembre o al día siguiente de la Exaltación de la Cruz.
e) Las creencias
Cristo y María
El cristiano quiere imitar a Cristo que haciéndose hombre nos ha mostrado el camino a seguir. El Evangelio describe esta vía. María, madre de Jesús, se convierte en la abogada privilegiada. Como afirma San Bernardo, María es al acueducto que transmite la oración, la escala que permite al pecador subir a lo más alto, la mediadora gracias a su maternidad espiritual. El siglo XII fue sin duda el gran momento de la devoción a María; en 1134, el Capítulo General del Cister decide dedicarle todos los monasterios de la Orden, al igual que los premonstratenses. La Virgen, Nuestra Señora, era representada en majestad, triunfante con su hijo; también se representa su Asunción, la subida al cielo. La virginidad, representada por María, es un fin supremo que sobrepasa la castidad y la continencia. María nos ofrece a Cristo encarnado. La Encarnación es el hecho capital del cristianismo. Para Guillermo de Saint-Thierry, meditar la Pasión de Cristo equivale a comulgar. A partir de finales del siglo XII una parte de los países cristianos comenzaban el año el 25 de marzo. La Pasión de Cristo se comenzó a vivir con un nuevo fervor y la semana de Pascua significó el apogeo del año litúrgico. Durante esta semana, la tregua de Dios prohibía toda acción militar, los matrimonios estaban obligados a continencia. El teatro se adueña de los tres días que separan la última Cena de la Resurrección; el Evangelio se lee a tres voces: al lector anónimo se añade el tenor que pronuncia las palabras de Cristo y el coro que le responde. El punto culminante era la visita de las santas mujeres a la tumba: Quem quaeritis?
Cristo fue colocado en el corazón de la interpretación de las Sagradas Escrituras. Los Padres de la Iglesia y los teólogos habían encontrado en el Antiguo Testamento los personajes y los acontecimientos que anunciaban a Cristo y los hechos principales de su vida: la ofrenda de Abraham al rey-sacerdote Melquisedec y el homenaje de la reina de Saba a Salomón anticipan la adoración de los Magos; Melquisedec, rey-sacerdote, prefigura a Cristo; Abraham sacrificando a su hijo Isaac es la imagen perfecta del Padre que envía a su Hijo a la cruz; Sansón escapando del templo de Gaza, donde lo retenían prisionero sus enemigos, anticipa a Jesús saliendo de su tumba, etc., hasta la Ascensión y el juicio final. Los hombres que portan un gran racimo representan el Antiguo y Nuevo Testamento, ellos transportan la vid, fruto de la viña, de la que sale el vino que se convierte en el símbolo de la sangre del Crucificado.
Fue algo muy importante peregrinar a Tierra Santa y visitar la tumba de Cristo, así como garantizar el acceso a Jerusalén.
La devoción eucarística
El deseo de contacto directo con lo divino se expresa en la devoción eucarística. En la época medieval la misa tuvo una cierta importancia, a la que se asiste más para ver el Cuerpo de Dios que para recibirlo. Por oposición a las herejías espiritualistas, y sobre todo al catarismo, la Iglesia puso el acento durante el siglo XII en la presencia real de Dios en la Eucaristía, «verdadero cuerpo y sangre de Cristo». Esta insistencia en el aspecto concreto del sacramento encontró un eco profundo en la religiosidad de las masas que asistían a la misa como a un espectáculo esperando que Dios descendiera sobre el altar. De esta manera, los fieles, deseosos de contemplar lo que se les ocultaba en el sacramento, presionaron a los clérigos para que les mostraran la hostia en el preciso instante en que se realizaba el misterio divino. Éste es el origen del rito de la elevación, rito que fue reglamentado a principios del siglo XIII a causa de frecuentes abusos. En algunos lugares, los sacerdotes fueron obligados a mostrar tres veces la hostia durante la misa; en otros, se prolongaba desmesuradamente el momento de la consagración. En efecto, comúnmente se creía que la visión permanente de la hostia consagrada producía efectos salvíficos. Para la mayor parte de los fieles, esta visión sustituyó a la comunión sacramental.
El culto a los santos. Los milagros. La peregrinación
El número de los santos se enriqueció en el siglo XII a pesar de las restricciones puestas por la Sede Apostólica con el desarrollo del proceso de canonización. Entre los miembros del clero, al lado de los religiosos fundadores de las órdenes (Bruno, Norberto, Bernardo), aparecen muchos obispos, antiguos monjes. Sobrepasa a todos, a causa de la rapidez de la extensión de su culto, Tomás Becket, mártir de la fe. Surgieron nuevas categorías de santos: los caballeros, los mercaderes, algunos reyes, los laicos piadosos.
Los milagros juegan un papel de primer orden en la vida espiritual de esta época. Quienes eran capaces de realizarlos eran considerados como santos. Hasta el establecimiento de un procedimiento regular de canonización, a finales del siglo XII, el poder taumatúrgico constituyó prácticamente la única condición requerida para que un difunto pudiera beneficiarse de los honores del culto. La santidad se medía por su eficacia. Puesto que el mal físico, como el pecado, es obra del diablo, la curación milagrosa no podía venir más que de Dios y era suficiente para demostrar que todo aquel por cuya intercesión había sido obtenida pertenecía a la corte celestial. Los milagros que se esperaban recibir de los siervos de Dios eran especialmente curaciones.
Los milagros acontecían especialmente durante la peregrinación, lo que explica la fama de los grandes lugares de peregrinación y su clasificación: los santuarios locales, los regionales y, sobre todo, Santiago de Compostela y San Pedro de Roma. El viaje a Compostela se hizo tan frecuente que se escribió una guía y muchas grandes iglesias fueron edificadas sobre el «camino francés». El desplazamiento hacia Roma era un viaje largo, pero nada sobrepasaba la visita al Santo Sepulcro, el viaje más allá del mar, hacia Jerusalén, la Ciudad Santa, figura de la ciudad celeste.
Devociones cristianas y supersticiones
Del examen de las devociones populares sería lógico concluir que nos encontramos en plena superstición. Sin embargo, se está produciendo una evolución de la piedad en el sentido de una acentuación de su carácter cristiano. En el siglo XII, la gente se dirige preferentemente a los santuarios de los Apóstoles y a los lugares donde se veneran reliquias de María y de Cristo, o donde haya objetos que han estado en contacto con ellos. Es fácil ironizar sobre los inverosímiles trofeos que los cruzados trajeron de Oriente, como los innumerables dientes de San Juan Bautista o los cabellos de Cristo que, con frecuencia, las iglesias de Occidente obtuvieron de hábiles impostores a alto precio. La increíble ingenuidad de los fíeles y la ceguera interesada de sus clérigos no deben hacernos olvidar que el éxito de estas devociones es fruto, en cierta manera, de la predicación del Evangelio. En el siglo XII, parece que la atención de los fieles se concentra en los grandes nombres de los primeros siglos de la Iglesia, mientras que durante la Alta Edad Media se habían multiplicado los santos —sin una referencia concreta y seria— y se les imploraba simplemente la curación, sin preocuparse de tomarlos como modelo ni conmoverse por su vida.
La idea de santidad
Finalmente, se renovó la misma idea de santidad. Antes del siglo XII, la hagiografía nos muestra algunos santos que parecen misteriosamente predestinados a su estado. Más que el resultado de una ascesis a la perfección espiritual, la santidad es la fidelidad a una elección hecha por Dios, como queda expresado en los tratados de Honorius Augustodunensis, portavoz de la mentalidad común: «santo se nace, no se hace». A lo largo de los decenios siguientes se produjo un cambio en la manera de escribir las vidas de los santos. Bajo la influencia de la nueva espiritualidad, los hagiógrafos se esforzaron por demostrar que la potencia milagrosa estaba subordinada a la práctica de una existencia ascética, así como al ejercicio de la caridad. Como afirma el mismo Inocencio III, los milagros solamente tienen valor si están avalados por una vida santa y certificados por algunos testimonios auténticos. Por vez primera en la historia del Occidente medieval, la misma Iglesia subraya la ambigüedad de los signos de lo sagrado. Ciertamente, habrá que esperar aún mucho tiempo para que en el tema del culto de los santos se impongan las exigencias de prudencia definidas por el papado. La demostración de la santidad mediante la fe y las obras más que en los hechos milagrosos es un signo más del proceso de espiritualización del cristianismo.
ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
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