EL MOVIDO SIGLO XII
CONTESTACIÓN Y HEREJÍA EN OCCIDENTE
a) El anticlericalismo y el espiritualismo: los predicadores itinerantes
Beato Robert de Arbrissel (1047-1116), fue un religioso bretón fundador de la Orden de Fontevrault y de la Abadía de Fontevraud. Estudió en París durante el pontificado de Gregorio VII
A finales del siglo XI aparecen en el oeste de Francia predicadores que adquieren una gran popularidad denunciando los vicios y las taras del clero. Algunos de ellos —Roberto de Arbrissel, Bernardo de Tirón o Vidal de Savigny— fueron clérigos que se entregaron a experiencias eremíticas y a un apostolado itinerante, tratando de sensibilizar al clero y a los fieles de los valores evangélicos, en particular de la pobreza, la caridad y la castidad. Sostenidos por el papado y ciertos obispos, algunos fundaron comunidades religiosas de tipo monástico o canonical; pero otros no se sujetaron a este proceso de regularización y entraron en conflicto con la jerarquía eclesiástica.
Tal fue, por ejemplo, el caso del clérigo Tanchelin, cuya elocuencia entusiasmó a los fieles en las ciudades y en el mundo rural de los Países Bajos entre 1111 y 1115, que intentó utilizar el poder así adquirido para obligar al clero a reformarse, en particular en Amberes, donde fue asesinado por un sacerdote. El clérigo Tanchelin es un personaje ambiguo: sus adversarios lo presentaban como un iluminado y demagogo. Pero habiendo sido condenado por el arzobispo de Colonia, defensor de la iglesia imperial, no fue jamás declarado herético por el papado, lo que hace a algunos historiadores considerar que no era más que un reformador que había intentado poner en práctica el programa gregoriano más radical en una región donde el clero permanecía tradicional.
La misma ambigüedad se encuentra, al menos en el comienzo de su carrera, en el caso de Enrique de Lausana, un eremita del oeste de Francia que fue invitado a predicar en 1116 a Le Mans por el obispo de esta ciudad. Pero en ausencia del prelado, que había viajado a Roma, los sermones de este asceta se tornaron polémicos y se acompañaron de actos violentos contra los clérigos. Sus diatribas contra la riqueza y el poder de los sacerdotes alcanzaron tan amplio eco en la ciudad que a partir de 1117 intentó formar una comuna y liberarla del poder episcopal. Expulsado con sus partidarios de Le Mans al regreso del prelado, se entregó a un apostolado itinerante que lo llevó a Lausana, Poitiers, Burdeos y finalmente a Albi. Detenido en 1135 por el arzobispo de Arles, fue conducido al concilio de Pisa. Condenado, abjuró de sus errores y fue enviado a Citeaux para allí hacer penitencia. Pero se escapó y alcanzó el Languedoc.
Es posible que Enrique de Lausana colaborara en el Languedoc con Pedro de Bruis, un sacerdote originario de los Altos-Alpes, que actuaba en la clandestinidad hacia 1119 y rechazaba todos los aspectos materiales de la religión cristiana: ritos, iglesias, santuarios, sacramentos, etc. Pedro de Bruis llevó tan lejos su deseo de una religión puramente espiritual que arrancaba los crucifijos de las iglesias para quemarlos. Terminó sus días en Saint-Gilíes de Gard, donde los habitantes de esta ciudad de peregrinación, en 1138 o 1139, lo lanzaron a la hoguera que él mismo había encendido.
Enrique de Lausana tomó el relevo y continuó predicando con éxito contra la Iglesia establecida. Su influencia se hizo muy pronto tan considerable en las regiones situadas entre Albi y Toulouse que en 1145 San Bernardo intervino para combatirlo. La acción enérgica del abad de Claraval permitió restablecer, al menos por un tiempo, el prestigio de la ortodoxia en el Languedoc. Enrique, que había huido a la llegada de San Bernardo, terminó por ser arrestado y murió en prisión.
Partiendo de la crítica de las costumbres y de la riqueza del clero, Enrique llegó, en la última parte de su carrera de agitador, a afirmar que los sacramentos administrados por los sacerdotes católicos no eran válidos, y rebautiza a sus discípulos. Poniendo de manifiesto la responsabilidad personal del cristiano, afirmó que cada uno será juzgado según sus obras y que la oración de la Iglesia por los muertos no tenía valor alguno. De manera general, rechazaba el papel mediador del clero: los fieles podían confesar sus pecados los unos a los otros no teniendo necesidad de la intervención sacerdotal. En total, aparece como el defensor de un literalismo evangélico y de un anticlericalismo radical. Pero sus oyentes no permanecieron insensibles a sus predicaciones, de las que retuvieron la idea que podían adquirir su salvación fuera de las instituciones eclesiásticas y sin recurrir a los sacramentos.
En Italia, en la misma época, el principal contestatario fue el canónigo regular Amoldo de Brescia, que actuó entre 1138 y 1155. Resulta significativo que este contestatario fuese condenado por rebelde y no por hereje. Estos movimientos religiosos disidentes de la piimera mitad del siglo XII presentan ciertos trazos comunes: el más importante es su agresividad contra el clero y la Iglesia, que aspiran cambiar. A diferencia de los heréticos del año mil que constituían conventículos secretos y pacíficos y buscaban la salvación en la huida del mundo, los predicadores de los años 1110-1150 se esfuerzan por movilizar las masas contra los malos sacerdotes y la jerarquía que los protege o tolera. Se trata más de un enfrentamiento con la estructura jerárquica y el personal eclesiástico, en la línea del movimiento reformador del siglo XI, que de herejes propiamente hablando. Pero el ideal de la vida apostólica, llevado hasta sus últimas consecuencias por algunos líderes carismáticos y por las muchedumbres entusiastas, desembocaba en la reivindicación de una Iglesia pobre y sin poder, y en la aspiración de un cristianismo más espiritual y más «moral», en el que la autenticidad de la fe debía traducirse en comportamientos conformes a las exigencias evangélicas.
b) El catarismo
Su aparición. Su relación con los bogomilas y paulicianos
A partir de los años 1140-1150 nuevamente aparecen en Occidente grupos heréticos que se distinguían de los precedentes en algunos rasgos. En 1143, Evervino de Steinfeld escribía a San Bernardo que en Colonia se habían establecido los miembros de una secta que rechazaban los sacramentos y el matrimonio, y pretendían volver a una Iglesia primitiva que, tras los primeros mártires, había subsistido en Grecia y en otros países bajo la dirección de apóstoles u obispos. En algunos aspectos estaban próximos a las corrientes evangélicas que hemos recordado anteriormente: rechazaban toda propiedad, incluso la común; erraban de ciudad en ciudad, como los apóstoles, y predicaban el evangelio. Pero se distinguían por su ascetismo riguroso que les llevaba, por ejemplo, a no beber leche, y por la importancia que concedían al bautismo del Espíritu, el único que a sus ojos contaba, transmitido por la imposición de las manos.
Los cataros
Son innegables las semejanzas existentes entre las ideas defendidas por estos heréticos renanos —que años más tarde se encontrarán en Lieja, en Flandes, en Champaña— con los bogomilas, secta que se había desarrollado en el siglo X en Bulgaria y que a finales del siglo XI había alcanzado Constantinopla. En 1140, Manuel Comneno persigue a los bogomilas de la capital y del imperio bizantino. Los historiadores se inclinan a pensar que, en medio de esta persecución, algunos de los bogomilas buscaron refugio en la región balcánica, otros en Occidente pasando por los valles del Danubio y del Rin. Pero es posible, igualmente, que durante las cruzadas estuvieran en contacto los caballeros y los peregrinos con los bogomilas cuando atravesaron Bulgaria y Constantinopla en su camino por tierra hacia Tierra Santa.
A partir del concilio de Reims de 1157, las fuentes eclesiásticas y las canónicas mencionan la presencia de heréticos designados con el nombre de popelicans o «publicanos» en Francia, en los Países Bajos y en Inglaterra. Estos términos son nuevos, pero no se puede precisar si son aplicados a las sectas de inspiración bogomila o a una segunda corriente herética, que deriva de los paulicianos, bien implantados desde hacía mucho tiempo en el Imperio bizantino y en sus ejércitos. A partir de 1200, en todo caso, la terminología evoluciona y las fuentes designan a los nuevos heréticos con el nombre de albigenses.
Los cátaros. Su desarrollo
Hacia mediados del siglo XII aparecen los cátaros. Se declaran cristianos y sus sectas se presentan como comunidades apostólicas, lo que no tenía nada de original en la cristiandad del siglo XII. Pero, a diferencia de los movimientos anteriores, no tenían ninguna relación con la Iglesia católica, ni pretendían reformarla o hacerla evolucionar. Por otra parte, poseían una coherencia doctrinal que confería a su predicación clandestina una gran eficacia y les permitía integrar sus prácticas religiosas y ascéticas en un conjunto de creencias y de mitos susceptibles de ejercer una fascinación sobre los espíritus. El ardiente celo misionero de sus adeptos permitió al catarismo difundirse rápidamente en una gran parte de la cristiandad occidental. A partir del noroeste de Francia (Artois, Champaña), ganó el mediodía languedociano y el norte de Italia. En las dos regiones encuentra un terreno bien preparado para la predicación anticlerical Pedro de Bruis y Enrique de Lausana, por un lado, y por otro los arnoldistas, discípulos de Amoldo de Brescia.
No se sabe gran cosa sobre las vías y modo de la infiltración de los cátaros en los países mediterráneos, pero diferentes hechos testifican que estaban allí sólidamente implantados en 1160. En efecto, en 1163 el arzobispo de Narbona lanza una llamada en el concilio reunido en Tours, bajo la presidencia del papa Alejandro III, para que condene una «nueva herejía» aparecida en la región de Toulouse; y en 1165 se mantuvo una reunión contradictoria en Lombers, donde los obispos de Albi y de Lodéve se opusieron en público a un grupo de «buenos hombres» que criticaban a la Iglesia con virulencia. Si «los nuevos herejes» no pronunciaron una profesión de la fe católica, es porque los heréticos tenían buen apoyo en el seno de la aristocracia laica asistente al debate. Parece evidente que la Iglesia no contaba con el brazo secular para reprimir la disidencia religiosa que se desarrollaba con toda impunidad en las regiones entre Albi y Toulouse.
Algunos años más tarde, en 1167 o en 1174 a 1176, se produce un suceso de graves consecuencias para la historia del catarismo occidental: se trata de un famoso «concilio cátaro» en San Félix de Caramán, conocido por un documento proveniente de los archivos de la Inquisición de Carcasonne, que nos ha transmitido resumidamente las principales decisiones tomadas durante y después de este encuentro. En él participaron representantes de diversas comunidades cataras del Languedoc y los obispos cátaros del norte de Francia y de Lombardía. El personaje central fue un alto dignatario de la Iglesia catara de Constantinopla, el «papa» Nicetas, que presenta a sus oyentes el dualismo absoluto, cuando todas las comunidades occidentales habían profesado hasta entonces el dualismo mitigado. El convencimiento de que el mundo era el teatro de un conflicto entre dos principios: el Dios bueno y su adversario el malo, con distinto poder. Reconociendo a los dos principios como iguales y coeternos, el catarismo occidental se alejaba mucho del cristianismo. Además, con ocasión de esta reunión, la Iglesia catara reforzó sus estructuras diocesanas y Nicetas consagró nuevos obispos. Aquel «sínodo cátaro» constituyó un desafío a la Iglesia católica.
Sería falso, sin embargo, presentar el catarismo como un bloque coherente y una doctrina homogénea. Cada Iglesia local guardaba una gran autonomía y la Iglesia federal o central no imponía la ortodoxia. Si los cátaros languedocianos se adhirieron en su mayoría al dualismo absoluto, no ocurrió lo mismo en Italia, donde se produjeron cismas ligados a cuestiones de personas y de doctrinas. Pero, en realidad, el rechazo común que las diferentes comunidades tenían hacia la Iglesia católica y sus creencias era más importante que los conflictos existentes entre ellas. En todo caso, a finales del siglo XII, no es exagerado ver en el catarismo un fenómeno europeo, cuya expansión conquistadora terminó por poner en dificultad, al menos en ciertas regiones como el Languedoc e Italia septentrional y central, el monopolio religioso y el dominio ideológico de la Iglesia católica.
Sus doctrinas. Las razones de su expansión
Las fuentes contemporáneas enfatizan en la fascinación ejercida por los perfectos de los cátaros, que alcanzaron un gran prestigio debido a su austeridad y rigor moral, que contrastaba con la mediocridad del clero católico. Pero por importante que haya podido ser este factor humano, la causa principal del éxito de su apostolado cátaro radica en el nivel de sus creencias religiosas. Pero estas creencias son difíciles de conocer con exactitud porque han llegado a nosotros a través de las refutaciones que hacen de ellos los polemistas católicos, siempre inclinados a situar a los herejes medievales como una prolongación de los de la Antigüedad tardía, en particular del maniqueísmo refutado por San Agustín.
En esta perspectiva, el catarismo ha sido definido durante mucho tiempo como una religión dualista y ciertos escritos cátaros italianos del siglo XIII —como el Libro de los dos Principios, compuesto por Juan de Lugio hacia 1230— se inclinan en este sentido. Pero este texto está lejos de ser representativo de todo el catarismo, en el cual la afirmación central no es la idea de un conflicto fundamental entre el Bien y el Mal, sino la certeza de que existe un camino por el cual el hombre se puede sustraer al poder del Mal que rige el mundo y toda la creación. Contrariamente a lo que se ha escrito frecuentemente a este propósito, los cátaros no eran particularmente pesimistas. Al contrario, anunciaron un mensaje de liberación permitiendo a la parcela de divinidad existente en cada ser humano salir de la prisión de la materia. El único medio de alcanzarlo era seguir a Cristo, mensajero angélico de Dios, que había entregado en el Evangelio una revelación que permite al hombre encontrar la pureza del alma por medio de la oración, en particular la recitación frecuente del Pater noster, y por una ascesis rigurosa. La Iglesia católica había traicionado el Evangelio olvidando su verdad profunda. Rechazada la comunidad primitivamente pura, había escogido el campo del Maligno, buscando el poder temporal y la riqueza. Al contrario, la verdadera Iglesia de Dios, la de «los hombres buenos» u «hombres cristianos», era puramente espiritual y no pretendía ninguna reivindicación de orden económico o político, aceptando los dones en natura o en dinero que permitían a los perfectos vivir sin trabajar con sus manos para poderse consagrar plenamente a su misión. El catarismo —y ésta es una de las razones principales de su triunfo— se presentó como el cristianismo auténtico y los que a él se adhirieron no tuvieron impresión de cambiar de religión, sino, al contrario, de unirse a la Iglesia primitiva renovada con sus orígenes apostólicos, tanto al nivel de la liturgia como de los sacramentos, reducidos a uno solo: la transmisión del Espíritu Santo por la imposición de manos o consolamentum.
La Iglesia católica no fue capaz de elaborar una respuesta adecuada contra el catarismo y los cátaros. Numerosos legados pontificios fueron enviados a los estados del conde de Toulouse, pero nunca obtuvieron resultados duraderos. Las primeras medidas jurídicas de carácter general contra los herejes fueron tomadas en 1184, con la decretal Ad abolendam, que condenaba de forma explícita todas las herejías que se habían desarrollado en Occidente durante los decenios precedentes y preveía sanciones severas para los culpables de herejía.
c) Los movimientos evangélicos y los conflictos en torno al derecho de predicar
Los valdenses
Estatua de Pedro Waldo en el memorial de Lutero en Worms,
A partir de 1170, paralelamente a la expansión del catarismo pero sin relación con él, se desarrollaron otros movimientos religiosos que reclamaban el Evangelio y reivindicaban para todos los fieles el derecho de anunciar libremente la Palabra de Dios. El más importante de ellos tuvo por iniciador a un comerciante de paños lionés de nombre Pedro Valdo, que hacia 1173 se convirtió a una vida religiosa más ferviente después de haber escuchado de un juglar la Canción de San Alejo. Valdo consultó entonces a un sacerdote que le explicó los consejos evangélicos en materia de pobreza, tras lo cual abandonó su profesión y sus bienes que distribuyó entre los pobres. Llama la atención que se hizo traducir en lengua vulgar los Evangelios, algunos libros del Antiguo Testamento y algunos extractos de los Padres de la Iglesia. Habiendo adquirido una familiaridad con la Palabra de Dios, se separó de su esposa, hizo entrar a sus hijos en una comunidad religiosa y comenzó a predicar por los caminos y en las plazas públicas. Pronto le sigue un grupo de hombres y de mujeres que él envía en misión, a imitación de los apóstoles, a las ciudades y a los pueblos de la región lionesa. No tardaron en surgir las dificultades por parte del clero que opuso a estos fervientes laicos las reglas canónicas que prohibían la predicación a los simples fieles. En marzo de 1179, Valdo viajó a Roma, donde se celebraba el concilio III de Letrán, para intentar que Alejandro III aprobara su modo de vida y el de su comunidad. La acogida que recibió en Roma fue escasa. Si bien el papa lo trató afectuosamente, no le concedió más que una autorización oral de predicar bajo la reserva del consentimiento del cura del lugar; la reacción de la comisión curial encargada de examinar la ortodoxia de los valdenses fue extremadamente reservada.
La mezcla de inquietud y de desprecio que caracterizó la reacción del clero frente a los valdenses permite comprender las dificultades de éstos cuando regresaron de Roma y que no tardaron en multiplicarse. Valdo debía hacer una profesión de fe ortodoxa en las manos del cardenal cisterciense Enrique de Marcy; después el nuevo arzobispo de Lyon, Juan de Belles Mains, intentó controlar el movimiento. Le retiró la autorización de predicar, pero Valdo no se sometió, estimando, como había dicho San Pedro al Sanedrín según los Hechos de los Apóstoles: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres». Entonces los valdenses fueron excomulgados y expulsados de Lyon por el arzobispo en 1182; después fueron condenados como herejes por el papa en 1184. Esto no impidió que el movimiento se difundiera, sino al contrario, en un primer tiempo en el Languedoc —donde polemizaron con los cátaros, con quienes no querían ser confundidos—, después en Lombardía y en otras regiones como el noroeste de Francia y el valle del Rin. Los valdenses no rechazaban la Iglesia ni su jerarquía, pero querían libre acceso a la Palabra de Dios y a su predicación. El clero se oponía a esta reivindicación, recordando que el derecho de predicación estaba reservado a ellos que habían recibido la misión por el orden sacerdotal.
Los humillados
En Lombardía, en Milán y en las grandes ciudades de la llanura del Po, hacia 1175 aparecieron grupos de laicos que tomaron el nombre de humillados.
La Crónica de Laon, anónima, los presenta como «ciudadanos que, permaneciendo en sus hogares con su familia, habían escogido una determinada forma de vida religiosa: se abstenían de mentiras y de procesos, se manifestaban con un vestido simple y se comprometían a luchar por la fe católica». Se trataba de artesanos que afirmaban el carácter santificante de toda vocación humana y de toda condición social, y aspiraban a vivir conforme al Evangelio, permaneciendo en el mundo y sin renunciar a su vida familiar y profesional. Pero como los valdenses, los humillados de Lombardía rechazaban el juramento y reclamaban el derecho a la predicación. De hecho, se les veía anunciar la Palabra de Dios en los lugares de trabajo y en las plazas públicas en un estilo directo y concreto que era el de las asambleas urbanas. Tal audacia les valió ser englobados en la condenación que lanzó en 1184 en Verona el papa Lucio III contra todos los movimientos religiosos que ponían en duda la autoridad de la jerarquía eclesiástica y la supremacía del clero. Esto no puso fin a este movimiento, que prosiguió en la clandestinidad hasta que el papa Inocencio III reconoció en 1201 su profunda ortodoxia y reintegró a los humillados en la Iglesia bajo la forma de una orden religiosa donde coexistían comunidades regulares de tipo monástico o canonical y una tercera orden que reunía a los casados. Estos últimos estaban invitados a seguir una regla de vida original, asociando el trabajo a la pobreza y a la oración.
ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
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