EL MOVIDO SIGLO XII
LA IGLESIA Y LA CULTURA EN EL SIGLO XII
a) La cultura monástica. Los autores
San Bernardo de Claraval
Entre los numerosos autores monásticos del siglo XII, desde Ruperto de Deutz y Guillermo de Saint-Thierry al gran abad de Cluny que fue Pedro el Venerable, hay que destacar a San Bernardo, que fue a la vez el espejo de su tiempo en cuya historia se vio íntimamente inmerso, y es el «último de los Padres de la Iglesia» con el cual se acaba una cierta edad de la fe y de la cultura. Nacido en 1090, Bernardo estudió entre los canónigos de San Vorles. Las polémicas que mantuvo contra Abelardo y sus diatribas contra las escuelas urbanas han podido hacer creer que fue un enemigo de toda la cultura. Pero es suficiente leer una sola página de sus escritos para apercibirse que no es así. Al contrario, es, a su manera, «un poeta que escribe frecuentemente en prosa rimada, un retórico que se deja embriagar por la belleza de las palabras, un sofista que prefiere algunas veces una dialéctica propiamente científica, un argumento musical» (E. Delaruelle).
Lejos de ser un ignorante, conoce a fondo no solamente la Biblia y la obra de San Agustín, sino también a Cicerón, de quien utiliza el De amicitia para su reflexión sobre la amistad de Dios, y a los Padres griegos, poco difundidos entonces en Occidente (Orígenes, Pseudo-Dionisio, Gregorio de Nisa, Máximo al Confesor), y que él integra por primera vez en una síntesis teológica. Hostil al orgullo de la razón, prefiere explorar los caminos de la mística y mira a la unión con Dios. Para él, el monasterio es por excelencia «escuela de la caridad », noción central a sus ojos, de la que depende toda la vida religiosa. En su Tratado del Amor de Dios y en sus Sermones sobre el Cantar de los Cantares, describe las etapas por las cuales el cristiano puede pasar del «país de la desemejanza», que constituye el mundo de aquí abajo, al paraíso de la semejanza: humildad y mortificación, caridad y práctica de la pobreza, lectura de la Escritura y meditación de la humanidad de Cristo; en fin, unión transformante del alma con su Esposo celeste. San Bernardo es conservador en el plano cultural como en el dominio social. Pero con él, la exégesis monástica, literaria y escriturística resplandecieron con su último brillo antes de desaparecer la visión unitaria del saber y de la vida que los hijos de San Benito transmitían de generación en generación. En adelante, el campo del conocimiento se va a fraccionar, la teología se separará de la espiritualidad y la actitud crítica se convertirá en regla.
b) De los monasterios a las escuelas urbanas del siglo XII
Al contrario de la época precedente, el siglo XII se caracteriza en Occidente por un aumento sensible de la demanda cultural en el seno de la sociedad, que emprende un desarrollo de la escolarización sobre todo entre la aristocracia. Ello planteó un problema, pues los monjes se mostraron menos inclinados que en el pasado a admitir entre ellos a los niños o adolescentes para instruirlos. Los reformadores del monacato pensaban que las escuelas eran una fuente de perturbación y de relajación en la vida de las comunidades. A mediados del siglo XI, San Pedro Damián felicitaba a los monjes de Montecasino por no tenerlas y Cluny parece que renunció a ellas en 1100. En el siglo XII, el movimiento que tendía a separar siempre la clausura monástica del mundo se acentuó y los cistercienses rehusaban impartir la menor enseñanza, mientras que ampliaban sus bibliotecas para uso de los monjes deseosos de enriquecer su cultura religiosa. Piénsese en el escándalo causado por Abelardo cuando, después de haber profesado en Saint-Denis, retomó sus cursos en París. Su adversario, Roscelino, le reprocha en términos muy severos que reflejan la opinión común: «Puesto que enseñas, has dejado de ser monje».
Guillermo de Champeaux. Teólogo y filósofo francés, nacido en 1070. Estudió en París, y Compiégne. Enseñó en París, en la Escuela catedralicia. Hacia 1108, abandonó la enseñanza y se retiró a la abadía de San Víctor, de donde salió para ocupar en 1113 la sede episcopal de Chálons-sur-Marne, lugar en que murió en 1121.
El lugar de los monjes fue ocupado por los canónigos regulares y, sobre todo, por el clero secular. En París, Guillermo de Champeaux, canónigo y escolástico de Notre Dame, fundó en 1108 la colegiata de San Víctor, que se convirtió en un establecimiento prestigioso y se puso a la cabeza de una verdadera congregación, que contó pronto con 44 casas dispersas por toda la cristiandad desde Italia a Escandinavia. En 1148, San Víctor adquirió la colegiata de Santa Genoveva y la reformó. Estos establecimientos fueron, hasta finales de siglo, los hogares más importantes de la cultura y de la educación, como lo testimonian nombres prestigiosos de teólogos y de exegetas como Hugo y Andrés de San Víctor o de maestros espirituales como Ricardo. Al lado se encontraban las escuelas sometidas al cabildo de Notre Dame. Se enseñaron artes liberales y pedagógicas como lo testimonia el Didascalion de Hugo de San Víctor. Pero el estudio de la teología y de las Escrituras ocupa el lugar preponderante. Algunos Victorinos permanecieron fieles a la exégesis alegórica monástica, otros se orientaron hacia caminos más novedosos y aplicaron a las ciencias sagradas los nuevos métodos de la escolástica.
Los cabildos seculares asumieron las tareas de la escolarización. Estas escuelas catedralicias, iniciadas en la época carolingia, perduraron en algunas ciudades como Reims, Chartres o Laon. En el siglo XII se multiplicaron por todo Occidente y con ocasión del concilio III de Letrán (1179). El papa Alejandro III recuerda a los obispos que era deber suyo abrir y mantener en la capital de la diócesis una escuela, donde los clérigos pudieran recibir una educación adecuada de parte de maestros cualificados.
Sólo algunas de estas escuelas catedrales alcanzaron la notoriedad nacional o internacional, como París, Chartres o Bolonia. Las escuelas catedrales dependían del obispo del lugar; de hecho estaban bajo la dirección de un canónigo, el escolástico, generalmente el canciller del cabildo. La enseñanza se daba en el claustro y sus capillas. Los alumnos estaban asimilados a los miembros del clero y se beneficiaban con este título de privilegios y libertades eclesiásticas. Entre ellos se cuentan futuros sacerdotes, pero también un número creciente de estudiantes que no querían ingresar en el clericalato.
En la mayor parte de los casos, el escolástico no enseñaba, sino que tenía para ello maestros (magistri), es decir, clérigos cualificados, especialistas en la enseñanza. Nadie podía enseñar legítimamente sin haber recibido una delegación del escolástico, que tenía el monopolio de la enseñanza en los límites territoriales de la jurisdicción episcopal. En la segunda mitad del siglo XII se multiplicó el número de estudiantes y la enseñanza se convirtió en una profesión lucrativa; los maestros trataron de escapar de la tutela del cabildo para enseñar por su cuenta. Pero los escolásticos, deseosos de mantener sus prerrogativas en este dominio, difícilmente concedían la licentia docendi, sin la cual nadie estaba autorizado para abrir una escuela.
c) Nuevos métodos, nuevos centros
La evolución de las escuelas estuvo acompañada de importantes innovaciones en la forma y en los contenidos de la enseñanza. En el plano metodológico, se asistió a la disolución del régimen de las siete artes liberales, viejo esquema heredado de la Antigüedad y fundado sobre una distinción entre el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música). Este método estaba olvidado en casi todo Occidente y los esfuerzos de algunos clérigos —sobre todo ingleses, como Adalberto de Bath y Daniel de Morley— para introducir algunas adquisiciones de la ciencia árabe, conocidas a través de las traducciones efectuadas en España, apenas tuvieron éxito. El mismo trivium, exclusivamente literario, no era enseñado en su integridad, sino a un nivel elemental. Las escuelas monásticas se habían preocupado de la gramática. Las escuelas urbanas del siglo XII concedieron mayor lugar a la retórica, es decir, a la confección de modelos de redacción para diferentes tipos de actas que eran solicitadas a los clérigos y cancilleres (ars dictaminis); y los más aventajados eran preparados en la dialéctica, el arte del razonamiento lógico. El desarrollo científico, aparte de la medicina y de la óptica, carecía de interés para la mayor parte de los clérigos, más preocupados de la teoría que de la práctica.
Se produjo un cambio en la enseñanza. En la pedagogía tradicional, el acto esencial era la lectio, es decir, la lectura de los textos sagrados y de sus principales comentarios, considerados como autoridades cuyas interpretaciones se hacían ley, ya se tratase de San Agustín o de Gregorio Magno. En la medida en que los dominios de la enseñanza se ensancharon, el número de auctoritates aumentó y cada dominio tuvo los suyos: Donato para la gramática, Cicerón y Séneca para la retórica, Boecio y Platón para la dialéctica.
Pero el cambio mayor consistió en que el maestro no se contentaba con leer y dar un comentario literal de los autores, sino que trataba de encontrar el sentido profundo y el contenido doctrinal del texto. La exposición se desarrollaba en una glosa más amplia que se destacaba del texto base y se convertía en una reflexión autónoma. Muy pronto las auctoritates no serán más que referencias obligadas. A la auctoritates se podía hacer decir cosas contradictorias. Este cambio de actitud se marcará, en el plano pedagógico, por el desarrollo de la quaestio, consistente en oponer dos o más textos contradictorios sobre un mismo sujeto, para ir más allá de sus contradicciones, según el método dialéctico puesto en vigor por Abelardo en 1134 en su Sic et non. El resultado es, pues, el paso del comentario exegético a la discusión de textos y a la organización de un corpus coherente de cuestiones disputadas en la escuela así como de respuestas ofrecidas por los maestros.
De manera general, se tiende a la especialización de los estudios y a la ampliación de programas. Algunos centros se especializaron en el estudio del derecho (en particular Bolonia, a partir de 1130); otros, como Orleans, en la poesía y el ars dictaminis, o la medicina (Salerno, Montpellier).
Los centros de vida intelectual más prestigiosos de la época estaban en Francia: Chartres, donde los escolásticos Bernardo y Thierry se esforzaron en realizar una síntesis entre el pensamiento platónico, el Timeo y las obras de Boecio, y la doctrina cristiana en el dominio de la filosofía de la naturaleza. En París, donde Abelardo influye sobre numerosos alumnos y discípulos entre 1108 y 1141, promociona el método dialéctico, es decir, la aplicación del razonamiento lógico y de la duda metódica a todas las cuestiones, comprendidos los misterios divinos. A diferencia de sus predecesores, no parte de la fe, sino de la razón y pretende elaborar una ciencia de Dios, una teología, concepto nuevo que fue creado en su entorno. Ni agnóstico, ni racionalista. Abelardo fue el inventor de la escolástica, que es la organización sistemática de conceptos fundamentales de la doctrina cristiana dentro de un sistema coherente, concediendo un primado a la filosofía.
d) Las nuevas disciplinas. El Derecho canónico. El Decreto de Graciano
El derecho fue una disciplina que en el siglo XII conoció una evolución rápida gracias al impulso de la escuela de Bolonia, fundada por Irnerius en los años 1110-20. La renovación de los estudios jurídicos sólo puede comprenderse en el contexto de las polémicas levantadas por la reforma gregoriana y la lucha de las investiduras. En los dos campos se emprendieron investigaciones para buscar en las colecciones canónicas anteriores y en las legislaciones imperiales argumentos propios para fundar las reivindicaciones presentes, encontrándose numerosos textos de decretos conciliares o fragmentos de compilaciones legislativas que se remontan a Justiniano y Teodosio. Durante la primera mitad del siglo XII, el esfuerzo de los maestros boloñeses se aplicó en la reconstitución de un texto integral de las principales colecciones jurídicas de la Antigüedad tardía, del Digesto al Pandectas.
Pero muy pronto aparecen las glosas, verdaderos comentarios fundados en la aplicación a los textos jurídicos de los métodos dialécticos de las escuelas parisienses. El mejor ejemplo es el Decreto del monje Graciano, compuesto en Bolonia hacia 1140, que utiliza cerca de cuatro mil textos procedentes de los papas, los concilios y los Padres de la Iglesia, clasificados y ordenados en función de las necesidades y de los objetivos de la Iglesia romana de aquel momento. No contento con poner orden en una legislación difusa y contradictoria, Graciano fue el primero en elaborar una teoría del Derecho, netamente distinta de la teología y de las letras. Para él y para sus sucesores, toda legislación se debe conformar al derecho natural, que es la expresión de la voluntad de Dios, y las leyes humanas contrarias a este último deben ser rechazadas y abolidas. El maestro de Bolonia, deseando afirmar la primacía jurisdiccional de los poderes eclesiásticos, sólo concede al Derecho romano una plaza subordinada. Según Graciano, la Iglesia recurre al Derecho romano en la medida en que está conforme a la legislación canónica y es útil a sus necesidades, por ejemplo, en los dominios en que el Derecho canónico no dice nada.
Después de Graciano, la actividad de los canonistas consistió, por una parte, en interpretar la summa monumental que constituía su Decreto. En esta tarea destacaron Huguccio († 1210), el supuesto maestro del papa Inocencio III en Bolonia, y Juan el Teutónico, autor de la Glosa ordinaria, que se impuso en las escuelas. Pero su evolución estuvo sobre todo marcada por la parte creciente dada, al lado del Decreto, a las decretales de los papas contemporáneos.
e) La historia de Joachim de Fiore
Beato Joachim de Fiore Joaquín de Fiore o de Floris (1135-1202) fue un abad nacido en Calabria en la Edad Media. Sus seguidores, denominados joaquinitas, iniciaron un movimiento heterodoxo que proponía una observancia más estricta de la Regla franciscana.
La contradicción entre los signos de los tiempos cada vez más negativos y el mensaje evangélico de redención es lo que trata de resucitar uno de los pensadores más originales de este tiempo, el abad Joachim de Fiore, que murió en 1202 en el pequeño monasterio de San Giovanni in Fiore (Calabria). Joachim no es un historiador, pero su reflexión sobre la Escritura y el dogma cristiano le conducen a elaborar una auténtica filosofía de la historia cuya influencia debía ser considerable en los últimos siglos de la Edad Media.
Acentúa la distinción de las personas divinas en el seno de la Trinidad más que sobre su unidad, de donde deduce la idea de una evolución progresiva de la humanidad pareja a las etapas de la Revelación, y es acompañada de una clarificación progresiva del mensaje divino. A diferencia de muchos clérigos de su tiempo, que consideraban que la perfección cristiana se había realizado en el origen de la Iglesia y que ésta con el paso de los tiempos se había alejado del modelo ideal que constituye la comunidad primitiva de Jerusalén, el abad de Fiore distingue tres edades sucesivas en la historia de la salvación: la del Padre, que coincide aproximadamente con el Antiguo Testamento; la del Hijo, que ha comenzado con la Encarnación, y la del Espíritu Santo, que llegará, según sus cálculos, hacia 1260. La primera edad precristiana corresponde a la época en que la humanidad vivía bajo la Ley y bajo la carne; los laicos casados jugaron un papel de primer plano, pues se trataba entonces de poblar el mundo; el segundo, después de la venida de Cristo, marca la profundización del conocimiento de Dios, esto es, el tiempo de la Iglesia y de los clérigos, encargados de difundir entre los hombres el mensaje evangélico. Pero éste no será comprendido en su integridad sino en una tercera edad. Solamente entonces el pueblo cristiano accederá, no sin dificultades y resistencias que son anunciadas en el Apocalipsis, a una inteligencia superior y puramente espiritual de la Revelación. La Iglesia no necesitará de clero ni de institución. El Evangelio eterno publicado por un nuevo orden religioso, «el orden de los justos», será perfectamente asimilado y comprendido por todos en espíritu y en verdad. El canon segundo del concilio IV de Letrán de 1215 condenó la doctrina trinitaria de Joachim de Fiore.
f) Los orígenes de la mística occidental
Al lado de la teología, que trataba de penetrar el contenido de la fe por medio del método discursivo, y de la reflexión sobre la historia, ansiosa de encontrar un sentido a las vicisitudes del presente, se desarrolla en Occidente la mística, entendida como una ciencia de la unión con Dios. Ciertamente el monacato había realizado un largo camino hacia este tipo de preocupación, pero antes de 1100 raramente había pasado el nivel de la ascesis, es decir, de la búsqueda de la purificación previa a la contemplación. En el siglo XII, en cambio, aparece una verdadera mística especulativa que, sin renegar de las experiencias espirituales anteriores, no duda en afirmar la posibilidad para el alma humana de llegar a la iluminación y a la unión con la divinidad; el autor más influyente en los espirituales de este tiempo fue el Pseudo-Dionisio el Areopagita, neoplatónico cristiano, cuyas obras fueron traducidas al latín en el siglo IX y difundidas por la escuela de Auxerre.
Hugo de San Víctor nació en Saxe, según toda probabilidad, hacia 1096. Hizo sus primeros estudios en la abadía de Hamersleben, cerca de Halbrstadt. Su tío fue arcediano de este obispo. Entró en San Víctor después de 1115. Murió joven en 1141.
Pero fue con los Victorinos cuando estos temas encontraron mayor eco: Hugo († 1141) y Ricardo de San Víctor († 1173). Ellos dieron en sus estudios un lugar importante a la psicología; desarrollaron en sus escritos una teoría de la contemplación, fundada sobre la idea del nacimiento de Dios en el alma humana por medio de la gracia bautismal. Para Ricardo, el amor, en lugar de constituir una fatalidad, se fundamentaba en la voluntad y la libertad, atributos que atestiguan la dignidad real del alma. Aquí se funde la mística con la teología. En efecto, enfatiza el acento en la relación trinitaria, que no es simple diálogo entre personas distintas, sino caridad perfecta que les hace complacerse en lo que cada uno da y recibe. Dios, según Ricardo, ha puesto en el alma humana un deseo y una nostalgia de este amor que trasciende las diferencias sin abolirías. Por la contemplación, el alma podrá acceder a la vida íntima de las personas divinas y fundarse en Dios en un excessus mentís que es más una iluminación de todas las facultades que un éxtasis propiamente dicho.
San Bernardo, menos especulativo y más práctico, fue el verdadero fundador de la mística en Occidente, que procede a la vez de un acto de la voluntad y de un sello afectivo. En el centro de su experiencia espiritual se sitúan la consideración y la imitación del hombre-Dios. En sus obras, en especial De diligencio Deo y sus 86 homilías sobre el Cantar de los Cantares, desarrolla su tema favorito, las relaciones nupciales del alma con Cristo, Verbo de Dios, y habla de Él como de un amigo, deteniéndose en su nacimiento en la humildad y derramando lágrimas sobre su Pasión dolorosa. Pero el abad de Claraval no se entrega nunca a la contemplación de la humanidad de Cristo: esto no es sino una etapa de un proceso ascensional en el curso del cual el deseo de Dios debe depurarse para convertirse en algo totalmente desinteresado, abandonando todo miedo y renunciando a toda esperanza de recompensa. El alma que llega a este estado es llevada fuera de sí misma; unida a Cristo, se adentrará en el ser mismo de Dios. Despojada de toda voluntad propia, se encontrará en el estado de inocencia y de armonía que había conocido en el paraíso antes de la caída.
La mística llamada bernardina no es propia del abad de Claraval, sino de su contemporáneo y amigo Guillermo de Saint-Thierry y la escuela cisterciense, con Aelredo de Rievaulx y Guerric de Igny, de quienes la retomarán y la ampliarán.
g) Nuevos problemas. Razón y fe
El principal desafío que la Iglesia mantuvo por parte de los intelectuales fue el de la constitución de una ciencia teológica, que plantea la cuestión esencial de las relaciones entre la razón y la fe. El desarrollo de este debate era tanto más importante cuanto que la creencia en Dios constituía el fundamento ideológico de la cristiandad occidental. San Anselmo ya había anunciado en su Proslogium el argumento ontológico, abriendo la vía a una aproximación filosófica del misterio divino. Sus alumnos, Anselmo de Laon († 1117) y Guillermo de Champeaux († 1121), escolástico de Notre Dame de París, compusieron las Sentencias, es decir, la síntesis sistemática de la doctrina cristiana sobre la base de las enseñanzas y de las afirmaciones (sententiae) de los Padres de la Iglesia. Pero estas obras carecen de claridad y no resuelven las contradicciones existentes entre las diversas «autoridades».
Este fue el papel histórico de Abelardo (1079-1142) y, en menor medida, de Gilberto de la Porree, poner las bases de lo que comenzó a llamarse la teología, aplicando el método dialéctico a la explicación de los misterios divinos. Abelardo no negaba la importancia de la Revelación, pero estimaba que era necesario apoyarse en argumentos lógicos y que los dogmas fundamentales del cristianismo podían ser estudiados utilizando las nociones de la filosofía pagana. Esta afirmación propiamente revolucionaria, así como su inclinación por las afirmaciones atrevidas y paradójicas, le valieron bien pronto serios enemigos. En 1121 su tratado De unitate et trinitate divina, destinado a comprender el misterio de la Trinidad, para el que se ayudó de argumentos racionales, fue condenado por el Sínodo de Soissons y, en 1141, diecinueve proposiciones extraídas de sus obras posteriores fueron declaradas heréticas en el concilio de Sens por instigación de San Bernardo. Éste le reprochó rebajar los misterios cristianos al nivel de verdades racionales recurriendo a analogías y subordinar la credibilidad de las verdades de la fe a su demostración lógica. Este conflicto entre la teología monástica, respetuosa de la distancia que separa al hombre de su creador, y la nueva teología escolástica, que trata de «nombrar» a Dios con palabras tomadas del vocabulario filosófico o empírico, se cerró con la condena de Abelardo, quien encontró refugio en Cluny, donde murió en 1142.
Pero, al final, Abelardo fue el verdadero ganador, pues, poco tiempo después, la teología tal como él la había concebido obtuvo derecho de ciudadanía en la Iglesia, en particular a través de la obra de Pedro Lombardo, que escribió entre 1150 y 1152 sus Cuatro libros de las Sentencias, exposición completa de la doctrina cristiana que había de convertirse en el manual básico de los teólogos hasta finales de la Edad Media. Como su maestro Abelardo, el futuro obispo de París (1159-1160) dio razón de las cosas de la fe sin apoyarse en la Escritura y trató de explicar su contenido por la especulación intelectual, convencido como estaba de la racionalidad de los dogmas. Su obra fue bien recibida, porque se refería estrictamente a los dogmas tradicionales e incluía muchas referencias a los Padres de la Iglesia. Al término de las investigaciones y de los conflictos que marcan la primera mitad del siglo XII se afirmaba una disciplina nueva, la escolástica, que se había fijado como tarea la elaboración de una visión satisfactoria del mundo, en la que «las razones necesarias» de la filosofía y los datos de la Revelación concuerdan armoniosamente. Los dogmas cristianos eran analizados y razonados por un conjunto de conclusiones rigurosamente lógicas, probadas frente a todas las objeciones imaginables y recogidas en síntesis denominadas summas, de gran interés por su coherencia orgánica.
Un nuevo peligro se manifestó contra la ortodoxia. Se trata de los problemas surgidos para el pensamiento cristiano del redescubrimiento de partes enteras de la obra de Aristóteles. Occidente no había conocido hasta entonces más que una parte de la Lógica, pero a partir de 1170-80, el conjunto de sus tratados, que versan sobre la política, las ciencias naturales y la metafísica, fueron traducidos del árabe al latín en Toledo (España) por equipos de traductores que se mostraron incapaces de distinguir entre los escritos del Estagirita y los añadidos de sus comentaristas musulmanes, Ibn Badja († 1136), llamado en Occidente Avempace, y sobre todos Ibn Ras († 1198), más conocido como Averroes. Estos últimos acentuaron los aspectos naturalista y panteísta de Aristóteles; afirmaban, por ejemplo, la eternidad del mundo y negaban la inmortalidad de alma individual.
En la medida en que la nueva filosofía dudaba de ciertos datos fundamentales del dogma cristiano, se explica fácilmente el rechazo que suscitó de parte de las autoridades eclesiásticas. En esta perspectiva hay que situar las condenaciones del concilio de París de 1210 contra los dos maestros de la facultad de artes de París, Amalarico (Amaury) de Bene y David de Dinant, así como a sus discípulos, y la prohibición hecha en 1215 por el legado pontificio Roberto de Courcon de leer públicamente y comentar en las escuelas parisinas los libros de Aristóteles sobre la filosofía de la naturaleza y la metafísica. Será la generación siguiente la que emprenda el esfuerzo para intentar resolver los difíciles problemas suscitados por estas obras.
Con todo, la acción cultural de la Iglesia en Occidente a lo largo del siglo XII fue muy positiva.
ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
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