CISMAS Y HEREJÍAS EN LA IGLESIA DEL SIGLO IV
1. EL CISMA DONATISTA EN EL NORTE DE ÁFRICA
a) Algo más que simpatías o antipatías personales
Al morir el obispo Mensurio de Cartago (311) le sucedió en la cátedra episcopal el diácono Ceciliano después de vencer a los otros pretendientes, los presbíteros Broto y Celestio. La Iglesia de Cartago se dividió en dos bandos: el favorable a Ceciliano y el de sus adversarios, al frente de los cuales se puso la rica matrona Lucila, a quien Ceciliano había reprendido en alguna ocasión por su culto supersticioso a las reliquias de los mártires.

Para justificar su actitud rebelde, el bando que se oponía a Ceciliano alegaba la ilegitimidad de su consagración episcopal por dos razones: en primer lugar, por no haber esperado la llegada de los obispos de Numidia; y en segundo lugar, por haber participado en la consagración el obispo Félix de Aptunga, que había sido acusado de haber entregado (traditor) los libros sagrados de la comunidad, durante la persecución de Diocleciano.

Entonces, los obispos de Numidia declararon inválida la consagración de Ceciliano, y eligieron (312) en su lugar a Mayorino, que era un fiel servidor de la matrona Lucila. La Iglesia de Cartago quedó así dividida en dos facciones. Al morir Mayorino (313) le sucedió Donato el Grande, de quien se deriva el nombre de donatismo con que se conoce este cisma norteafricano.

Lo que en un principio no era nada más que mera cuestión de simpatías personales, se trocó muy pronto en un cisma que se revistió de unos ropajes doctrinales que justificaran la separación de la Iglesia por parte del grupo partidario de Donato el Grande. El donatismo se apoyó en la praxis cartaginesa de la rebautización de los herejes y en los principios cismáticos de Novaciano, que ya habían sido objeto de discusión a mediados del siglo III entre Cartago y Roma.

En realidad, en el donatismo estaba en juego algo más profundo que una simple cuestión de simpatías personales, porque los donatistas hacían depender la eficacia de los sacramentos de la dignidad o indignidad personal de los ministros que los dispensaban, no sólo en cuanto a la ortodoxia de la fe, sino también en cuanto a la moralidad; y, además, afirmaban que la Iglesia no puede tener pecadores en su seno, de manera que la verdadera Iglesia está compuesta solamente por hombres santos, por hombres puros. En el desarrollo del donatismo se pueden distinguir tres períodos:

b) Primer período (312-321)
Los donatistas apelaron al emperador recién convertido al cristianismo, el cual hizo examinar la cuestión en un sínodo romano (octubre 313), que se declaró enteramente favorable al obispo Ceciliano. Los donatistas acudieron de nuevo al emperador, y éste sometió otra vez el asunto a un sínodo celebrado, al año siguiente, en Arles (314), el cual también se declaró a favor del obispo Ceciliano; y, además, condenó los errores que servían de base al cisma donatista: no hay que rebautizar a quienes habían sido válidamente bautizados por un ministro hereje, con lo cual se legitimaba la validez de los sacramentos administrados por un ministro indigno; de lo contrario, nunca se podría saber cuándo se recibe válidamente un sacramento, porque nunca se podrá tener seguridad plena de la dignidad interior de los ministros.

Los donatistas no sólo no se sometieron a las decisiones sinodales de Arles, sino que agitaron a la población y ocasionaron grandes alborotos sociales; en vista de lo cual, Constantino publicó un edicto de unión por el que se declaró una vez más a favor del obispo Ceciliano, y obligó a los cismáticos a entregar todas sus iglesias a los católicos. La ejecución de este edicto se llevó a cabo con gran rigor; y los soldados dieron muerte a algunos donatistas, lo cual les sirvió de bandera para proclamarse Iglesia de los mártires.

c) Segundo período (321-362)
En el año 321, Constantino, por un nuevo edicto, concedió la libertad a los donatistas. En este segundo período, el donatismo se convirtió en revolución social; en las filas cismáticas se infiltraron esclavos fugitivos, bandoleros, desertores del ejército y alborotadores, que recibieron el nombre de circunceliones. Para tener apariencia de verdadera Iglesia, los donatistas consagraron obispos para todas las ciudades y aldeas del norte de África, de manera que en el año 336 se reunió un sínodo en el que participaron 270 obispos.

Desde el año 340 los circunceliones incrementaron sus correrías de rapiña y sus alborotos; lo cual motivó que Constantino II promulgase un nuevo decreto de unión (347) que volvía a poner en vigor el decreto de unión promulgado por su padre en el año 316. Los obispos donatistas que no se sometieron, fueron desterrados, entre ellos el propio Donato el Grande, que murió en el año 355, a quien sucedió en la dirección del cisma el obispo Pirminiano (español o francés), el cual llevó la Iglesia donatista a su máximo esplendor.

d) Tercer período (362-411)
Juliano el Apóstata permitió a los obispos donatistas desterrados regresar a sus sedes episcopales. Pirminiano escribió un libro titulado Contra la Iglesia de los traidores (362), al que replicó Optato de Milevi con su libro Contra el donatista Pirminiano.

Al morir Pirminiano (390), el cisma empezó a decaer; y, en cambio, la Iglesia católica elevó cada vez más su prestigio, sobre todo con la figura de San Agustín, obispo de Hipona, que se puso al frente de los católicos en la lucha contra el cisma, trabajando para atraer a los cismáticos; pero, al ver la inutilidad de su mansedumbre, recurrió al emperador Honorio, quien publicó un nuevo edicto de unión (405), por el que se aplicaban a los donatistas las mismas penas que a los herejes.

El cisma donatista se solucionó definitivamente en la Conferencia de Cartago (411), en la que tomaron parte siete delegados por cada parte, restableciéndose la paz de la Iglesia del norte de África. Algunos donatistas de buena fe no se sometieron a las decisiones de la Conferencia de Cartago, y continuaron el cisma hasta la conquista de África por Justiniano (533).

2. EL ARRIANISMO
a) De la experiencia a la formulación dogmática del misterio trinitario
Jesús de Nazaret llevó a su cumplimiento la revelación del misterio de Dios; y lo hizo con «hechos y palabras»; no con formulaciones abstractas, sino con un lenguaje vivo, ético-religioso y profético. Posteriormente la Iglesia procuró inculturar el mensaje revelado, a fin de que todos los pueblos pudieran acercarse lo más posible a él; y la primera inculturación o explicación se realizó en las categorías filosóficas griegas.

En los libros del Nuevo Testamento se encuentran los primeros indicios de una «exposición teológica» de la fe, sobre todo en San Pablo y en San Juan; después los intelectuales cristianos iniciaron una explicación teológica sistemática de la fe cristiana que no se ha concluido, sino que deberá progresar indefinidamente, al paso de las diferentes Iglesias locales; pero siempre bajo la luz del magisterio de la Iglesia universal, a fin de colocar la certeza última de la única verdad, por encima de todas las opiniones divergentes entre sí. Esto se realiza mediante la obra magisterial de la Iglesia, especialmente en las definiciones dogmáticas de los Concilios ecuménicos.

La pregunta fundamental será siempre ésta: ¿de qué modo las verdades reveladas se tradujeron, desde el sencillo lenguaje del mensaje religioso de Jesús de Nazaret, a fórmulas teológicas concretas? La especulación teológica se interesó primero por el misterio trinitario, y posteriormente por el misterio cristológico porque, mientras no se solventara el dogma trinitario, tampoco se podía solventar el dogma cristológico; no se puede «aceptar» el misterio de Cristo, si previamente «no se acepta» el misterio de Dios, uno y trino.

La Iglesia tiene hoy día conciencia explícita de que el Dios revelado es Padre, Hijo y Espíritu Santo; pero no siempre fue así. Se suele decir que el Padre se ha manifestado plenamente en el Antiguo Testamento y su persona divina nunca ha sido objeto de discusión o controversia; el Hijo se ha manifestado con total claridad en el Nuevo Testamento, pero fue en el Concilio I de Nicea (325) cuando fue definida su «consustancialidad» con el Padre; y el Espíritu Santo fue anunciado por Jesús, se manifestó en los orígenes de la Iglesia y en su posterior desarrollo, pero su condición de tercera Persona de la Trinidad no se definió como dogma hasta el Concilio I de Constantinopla( 381).

Ya se ha visto en un capítulo anterior que los cristianos de los tres primeros siglos, tomando como punto de partida la monarquía del Padre, tuvieron que explicar después la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo; y ahí surgieron distintas opiniones, unas ortodoxas y otras heréticas.

b) Arrio
Arrio, presbítero de Alejandría, había nacido en Libia (256), y se formó teológicamente a la sombra de Luciano, fundador de la Escuela de Antioquía. El patriarca Alejandro le encomendó la cura pastoral en la Iglesia de Baucalis, un suburbio de Alejandría, donde consiguió un gran ascendiente entre los fieles, y especialmente entre las vírgenes, por su ascetismo y sus extraordinarias cualidades de orador.

La doctrina teológica de Arrio giraba por completo en torno a la unidad de Dios; y, tomando esta unidad de Dios como fundamento, había que repensar todo lo demás. Dios es el UNO por antonomasia; el monoteísmo ya había sido filosóficamente demostrado por todos los grandes filósofos de Grecia. Según Arrio, que en esto dependía de la filosofía platónica, el Dios absolutamente uno, trascendente y estable en sí, no tolera ni pluralidad en sí, ni una relación o vinculación con la materia. Por consiguiente, si en el Dios que se revela existe alguna pluralidad y diferencia, es decir, una distinción entre el Padre y el Hijo, esto no puede pertenecer al orden del Absoluto, sino al orden de lo creatural.

Arrio mantiene los términos tradicionales, como Cristo es «Hijo de Dios», Cristo «es Dios», pero los interpreta en un sentido restrictivo; Cristo es Dios, pero solamente en cierta medida, porque para él solamente el Padre es «verdadero Dios». Arrio entiende la naturaleza del Logos como mediador de la creación según el modelo conceptual del Demiurgo platónico, el intermediario entre Dios y el mundo material. El Logos es prototipo de la creación, una criatura plena, a imagen y semejanza del Dios invisible, pero no puede pertenecer plenamente al ámbito de lo divino, sino al ámbito de la creación propiamente dicha; y, por consiguiente, hubo un tiempo en el que el Logos no existía. Él es la primera criatura, el instrumento, por el que todo ha sido creado. El Logos es resultado de la libre, y no necesaria, decisión de la voluntad del Padre, no de la necesidad de su esencia.

Con estas teorías, parecía que Arrio no hacía otra cosa que radicalizar el subordinacionismo, predominante en los Padres de la Iglesia de los tres primeros siglos que en alguna manera «subordinaban» el Hijo al Padre; y de este modo la doctrina arriana no constituía, a primera vista, una novedad, sino una continuación de la teología tradicional; y parecía una explicación lógica porque, de lo contrario, una identificación demasiado diferenciada del Hijo con el Padre le parecía que conduciría necesariamente al atolladero del modalismo trinitario ya condenado por la Iglesia.

En el fondo, Arrio tampoco reconocía la humanidad de Cristo en sentido pleno, pues el Logos para él no es Dios, sino el «alma del mundo», que se une a un cuerpo, en cuanto que asume la carne, pero no se hace hombre, sino que ocupa el puesto del alma humana en Jesús de Nazaret; es decir, Cristo no es Dios y hombre, sino un ser intermedio.

c) El Concilio I de Nicea (325)
Para contrarrestar las doctrinas de Arrio, el patriarca Alejandro reunió un sínodo en Alejandría (321) en el que tomaron parte unos cien obispos de Egipto; y todos, a excepción de Segundo de Tolemaida y Teonas de Marmárica, condenaron las doctrinas de Arrio. Alejandro informó a los obispos orientales y al mismo Papa sobre los errores de Arrio que huyó a Cesárea de Palestina, donde fue bien recibido por el obispo Eusebio, el padre de la historia eclesiástica.

Desde Cesárea emprendió una campaña a gran escala; propagaba su doctrina a través de cartas; escribió un libro, Thalia, en prosa y verso, y compuso canciones que se hicieron muy populares. Consiguió numerosos adeptos entre los obispos; Eusebio de Nicomedia lo recibió en su casa y reunió un sínodo que absolvió a Arrio.

Después de su victoria sobre Licinio (324), Constantino se preocupó por la paz eclesial que se había roto en Alejandría; envió a su asesor religioso, Osio de Córdoba, con cartas para Alejandro y para Arrio que había regresado a la ciudad; pero Osio no consiguió ni la retractación de Arrio ni la paz eclesial; en vista de lo cual, aconsejó al emperador que convocase un Concilio universal para resolver el problema.

Constantino aceptó el consejo de Osio y convocó un concilio universal, es decir, un concilio en el que participaran obispos provenientes de todo el mundo. Hasta aquel momento habían existido muchos sínodos o concilios, más o menos numerosos, pero solamente habían tomado parte en ellos obispos de la región. Ahora se trataba de un concilio al que eran convocados obispos de todo el mundo, aunque no todos los obispos del mundo. Si Constantino era, desde su victoria sobre Licinio, emperador único, verdadero señor del mundo, ¿qué cosa más conveniente y conforme con los designios del cielo que convocar a obispos de todo el mundo para resolver un problema de tanta trascendencia como la divinidad de Jesucristo?

El Concilio de Nicea es reconocido por la Iglesia como el primer concilio ecuménico, aunque no reúne las condiciones de tal, según las normas del Derecho canónico actual, pues no fue convocado por el Papa, sino por el emperador, como sucederá con los seis concilios ecuménicos siguientes; pero el Papa aceptó y legitimó la convocación imperial, enviando sus propios legados; solamente el Concilio II de Constantinopla (553) fue convocado contra la voluntad del Papa, aunque también acabó legitimándolo.

El emperador convocó obispos de Oriente y de Occidente; y para facilitarles el acceso a Nicea, puso a su disposición la posta imperial. El Concilio I de Nicea es conocido como el «concilio de los 318 Padres » que fueron asemejados a los 318 siervos de Abraham con los que rescató de la cautividad a Lot (Gen 14,14); pero en realidad solamente tomaron parte en él unos doscientos obispos, que en su casi totalidad procedían de la Iglesia oriental; de la Iglesia occidental solamente estuvieron presentes Osio de Córdoba, dos presbíteros delegados del papa Silvestre, Ceciliano de Cartago y probablemente otros tres obispos. Constantino prefirió celebrar el concilio en la pequeña ciudad de Nicea, donde tenía él su palacio de verano, en una de cuyas aulas tuvieron lugar las sesiones conciliares.

El concilio se inauguró, con un discurso del propio Constantino, el día 25 de mayo del año 325, y duró cerca de dos meses. No se sabe con certeza qué personalidad presidió el concilio porque no existen actas de las reuniones, sino solamente sus resultados, es decir, el Credo niceno y algunos cánones disciplinares; pero lo más seguro es que la presidencia fue ocupada por Osio de Córdoba, como representante del emperador, porque en todas las listas de los Padres de este concilio figura en primer lugar; y después de él aparecen siempre los delegados del papa Silvestre. Es probable que para Constantino el concilio no fuese otra cosa que un consejo de expertos en materia de fe; y, en cambio, para los obispos no era nada más que un concilio episcopal que se ocupaba de los asuntos de fe y costumbres, aunque con una representación más universal.

d) El Hijo «consustancial» con el Padre
Hasta no hace aún mucho tiempo, siempre se había sostenido que el Concilio de Nicea había tomado el Credo bautismal de la Iglesia de Cesárea de Palestina como base para la formulación de la doctrina en torno a la divinidad del Hijo; hoy día se pone en duda; pero haya sido o no así, lo cierto es que las adiciones del concilio niceno van expresamente dirigidas contra la doctrina de Arrio: «Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza (homoousios) que el Padre».

De este modo algunos enunciados tradicionales sobre Jesús, como «Hijo de Dios», «Primogénito de todas las criaturas», «Dios de Dios», que Arrio aceptaba, pero que interpretaba erróneamente, quedaban precisados de tal modo que la doctrina de Arrio era condenada sin paliativos: la expresión «Hijo de Dios» quedaba clarificada con la expresión «de la misma sustancia del Padre» (homoousios); y para eliminar cualquier ambigüedad relativa a la dimensión creatural que Arrio atribuía al Hijo, se clarificaba así: «engendrado no creado ». De este modo se afirmaba que la procesión del Hijo respecto del Padre no es el resultado de un acto libre de su voluntad, ni, menos aún, una «creación de la nada», sino algo que existe en Dios mismo desde la eternidad. Y la expresión tradicional «Dios de Dios» que también Arrio aceptaba, fue matizada así: el Hijo es «Dios verdadero de Dios verdadero»; de modo que se afirmaba sin posible ambigüedad que el Hijo es Dios en sentido pleno.

El término homoousios, para significar que el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, se convirtió en el concepto clave, el santo y seña de la lucha de la fe verdadera contra la herejía arriana.

Según San Atanasio, la posición de Osio de Córdoba fue determinante para la introducción de este término; y ciertamente existen motivos para suponer que ese término procede de la teología trinitaria de la Iglesia occidental, y que ya antes del Concilio I de Nicea había sido asumido por las Iglesias de Alejandría y Antioquía, aunque esto puede ser discutible.

Arrio y sus partidarios tuvieron plenas facilidades para defender sus teorías; pero chocaron frontalmente con la argumentación implacable de Atanasio, diácono de Alejandría, que participó en el concilio en calidad de secretario del patriarca Alejandro, y a quien sucedió poco después en aquella sede patriarcal.

La condena de Arrio como hereje fue aceptada por todos los participantes en la asamblea conciliar, menos los obispos Segundo de Ptolemaida y Tomás de Marmárica, que fueron desterrados juntamente con Arrio; Eusebio de Nicomedia también simpatizaba con Arrio, y poco después también fue desterrado.

El Concilio de Nicea se ocupó también del cisma de Melecio que por espacio de una década había tenido dividida a la Iglesia de Egipto; durante la persecución de Diocleciano, el obispo Pedro de Alejandría se ausentó de su sede y otros obispos habían sido encarcelados; entonces Melecio ocupó la silla alejandrina, pero el obispo Pedro lo excomulgó; y un sínodo celebrado en Alejandría en torno al año 304, depuso solemnemente al usurpador Melecio; éste no se sometió y la Iglesia de Alejandría se dividió. El obispo Pedro murió mártir en el año 311, y Melecio fue desterrado, perdurando el cisma hasta el Concilio de Nicea, que lo condenó; y desde entonces sus partidarios se fusionaron con los arríanos.

El Concilio de Nicea promulgó también algunos cánones disciplinares. En uno de ellos se establecía la precedencia de las Iglesias de Oriente: en primer lugar Alejandría, después Antioquía; y en tercer lugar, se reconocía un cierto honor a la Iglesia-Madre de Jerusalén. En otros cánones se prohibió la ordenación de recién bautizados, de eunucos y de quienes hubieran apostatado durante la persecución; se estableció la vida común de clérigos, y se reorganizó la vida comunitaria de las vírgenes; se condenó la usura; se estableció la fecha de la Pascua conforme a la tradición romana; y se encargó a la Iglesia de Alejandría el cálculo de la fecha de la Pascua, que debería comunicar a las demás Iglesias en una carta sinódica.

e) El arrianismo después de Nicea: Constantino y sus sucesores
Constancia, hermana de Constantino, tomó bajo su protección a Eusebio de Nicomedia; hizo que el emperador levantara el destierro a los condenados en Nicea, de modo que en el año 328 ya estaban en sus respectivas sedes episcopales. Los eusebianos emprendieron entonces una feroz campaña contra los principales defensores de la ortodoxia nicena, y consiguieron la destitución de los obispos Eustacio de Antioquía, Asclepio de Gaza, Eutropio de Adrianópolis y Marcelo de Ancira; y después de varios intentos, con horribles calumnias vertidas contra él en el sínodo de Tiro, consiguieron la destitución de San Atanasio, que fue desterrado a Tréveris (335); es el primero de los cinco destierros que tendrá que sufrir. Los eusebianos consiguieron también la rehabilitación de Arrio; pero murió la víspera de la fecha establecida para su readmisión en la comunidad alejandrina (336).

Al morir Constantino (337), sus hijos dieron un decreto colectivo por el que se permitía el regreso de todos los obispos católicos que habían sido desterrados; también Atanasio regresó a Alejandría; y entonces un sínodo en el que participaron más de cien obispos reconoció su inocencia y declararon inválida la sentencia del sínodo de Tiro que lo había condenado; pero Eusebio de Nicomedia y sus partidarios no se dan por satisfechos y consiguen que Atanasio sea des terrado de nuevo, esta vez a Roma (339), donde fue recibido con gran admiración y aplauso de aquella comunidad. Al año siguiente, los eusebianos apelaron al papa Julio (336-352) contra San Atanasio; en el mismo año 340, el Papa reunió un sínodo en Roma, en el que San Atanasio, Marcelo de Ancira y otros obispos y clérigos que habían sido destituidos por los arríanos, fueron declarados inocentes y rehabilitados. El Papa comunicó a los eusebianos las decisiones del sínodo.

Los eusebianos, bajo la presidencia del propio Eusebio de Nicomedia que había logrado, contra los cánones, ser trasladado a la sede de Constantinopla, se reunieron en un sínodo celebrado en Antioquía (341), en el que confirmaron la destitución de San Atanasio; y redactaron cuatro fórmulas de fe, todas ortodoxas, aunque no incluyen en ninguna de ellas la palabra homoousios que, entre tanto, se había convertido en el santo y seña de la fe de Nicea. Eusebio murió al año siguiente (342) y le sucedió Macedonio en la silla episcopal de Constantinopla. Eusebio de Nicomedia en realidad no había aceptado propiamente la herejía de Arrio, sino que pertenecía al grupo de los llamados semiarrianos, que no comulgaban con las doctrinas extremistas de Arrio, pero simpatizaban con él.

En el año 343, el emperador Constancio, a instancias del papa Julio, convocó el concilio de Sárdica, que inicialmente se pretendía que fuera ecuménico; participaron en él 90 obispos occidentales y 80 orientales; pero éstos abandonaron el concilio, a pesar de los esfuerzos de Osio de Córdoba, presidente del Concilio, por retenerlos. Los obispos occidentales continuaron solos el concilio. Se examinaron de nuevo las causas de San Atanasio y de Marcelo de Ancira, y se les declaró inocentes; se dictaron también algunos cánones contra las injerencias de los obispos áulicos, sobre la obligación de la residencia de los obispos en sus sedes episcopales, y sobre la regulación de los procesos contra los clérigos. El concilio de Sárdica reconoció expresamente el derecho de apelación al obispo de Roma. Este concilio, a pesar de la convocación en tal sentido, nunca ha sido reconocido como ecuménico.

f) Triunfo momentáneo del arrianismo
En el año 345, Constancio permite el regreso de San Atanasio a Alejandría, merced al influjo de su hermano Constante, que favorecía abiertamente a los católicos. Durante los años 346-350 cesaron las controversias amanas y reinó la paz en toda la Iglesia; pero en el año 350 fue asesinado Constante, y Constancio quedó como dueño de todo el Imperio Romano, y de nuevo el arrianismo levantó su cabeza.

En el año 352 muere el papa Julio y le sucede el papa Liberio (352-366). Al año siguiente, a instancias del nuevo Papa, Constancio convoca un sínodo para Arles, que fue dominado por los obispos arríanos Ursacio y Valente; en este sínodo se condenó de nuevo a San Atanasio; se obligó a los obispos a firmar por la fuerza las Actas del sínodo, incluidos los legados papales. Paulino de Tréveris, que se negó a firmar, fue desterrado. El papa Liberio protestó enérgicamente ante Constancio y exigió la celebración de otro concilio en el que los Padres tuvieran garantizada la libertad.

El nuevo concilio se celebró en Milán (355); pero fue también dominado por los obispos Ursacio y Valente, los cuales consiguieron de nuevo la condena de San Atanasio; los Padres también tuvieron que firmar las Actas a la fuerza. Lucífero de Cágliari, legado del Papa, y Eusebio de Verceli, que se negaron a firmar, fueron desterrados. También fueron desterrados el papa Liberio a Berea (Macedonia), Osio de Córdoba, casi centenario, a Sirmio (Ilírico); y, al año siguiente (356), San Atanasio es desterrado por tercera vez, y se refugió entre los monjes de la Tebaida (Egipto).

En el año 357 se reunió un concilio en Sirmio en el que los arrianos se dividieron en tres facciones: arríanos extremistas, capitaneados por los obispos Aecio y Eudoxio; semiarrianos, que defienden que el Hijo es semejante al Padre según la sustancia (homeousianos); y una facción intermedia que defendía que el Hijo es semejante al Padre según las Escrituras, capitaneada por Acacio de Cesárea (acacianos).

La fórmula de fe redactada en ese concilio era a todas luces herética; y fue rechazada tanto por el pueblo como por la mayor parte de los obispos. Entonces Basilio de Ancira logró del emperador Constancio la convocación de otro concilio que se había de celebrar también en Sirmio (358) en el cual se redactó una nueva fórmula de fe que, aunque no empleaba la palabra homousios, es plenamente ortodoxa; pero esta palabra, convertida en santo y seña de la fe católica, ya no podía ser obviada, por lo que las controversias continuaron.

g) Derrota definitiva del arrianismo
Después del Concilio de Sirmio (358), el papa Liberio pudo regresar a Roma; algunos autores de los siglos IV y V insinúan que el papa Liberio tuvo que hacer algunas concesiones al emperador Constancio. Ciertamente el papa Liberio no firmó la fórmula herética del año 357, pero parece que firmó la fórmula de fe del Concilio del año 358 y consintió en la destitución de San Atanasio.

Algo semejante ocurrió con el venerable obispo Osio de Córdoba. Los arríanos querían doblegar a toda costa la firmeza de este campeón de la fe de Nicea, y airearon que lo habían conseguido; pero las fuentes que lo afirman son sospechosas. Según San Atanasio, Osio no firmó ninguna fórmula de fe herética; pero habría aceptado la condena de San Atanasio: «cedió a los arríanos un instante, no porque nos creyera a nosotros reos, sino por no haber podido soportar los golpes a causa de la vejez». «Y, si bien es verdad que al fin, como anciano y débil de cuerpo, cedió por un momento a los arríanos a causa de los golpes sin medida que sobre él descargaron, y de la conspiración contra sus parientes; esto mismo demuestra la maldad de aquéllos, los cuales se esfuerzan en todas partes por hacer ver que no son cristianos de verdad». Osio es venerado como santo por las Iglesias de Oriente; y celebran su fiesta el día 27 de agosto 5.

Después del tercer concilio de Sirmio (358), Constancio quiso unificar la fe del Imperio, obligando a los obispos a suscribir una fórmula de fe semiarriana. Por instigación de Ursacio y de Valente, el emperador convocó dos concilios: uno en Rímini, para los occidentales, y otro en Seleucia para los orientales. A los dos concilios se les propuso una misma fórmula de fe; una delegación de cada concilio firmó el 31 de diciembre del año 359 esta fórmula, que no era herética, pero no empleaba la palabra homousios. El emperador la impuso a todos los obispos, bajo pena de destierro; solamente el papa Liberio y algunos otros obispos se negaron.

En el año 361 murió el emperador Constancio, y le sucedió en el trono imperial Juliano el Apóstata, que permitió de inmediato el regreso de todos los obispos desterrados con la malévola intención de que se hicieran la guerra unos a otros. En París se celebró un sínodo que restableció la fe católica en todo el Occidente.

San Atanasio regresó a Alejandría en el año 362, y presidió el Concilio de los Confesores, llamado así porque en él tomaron parte veinte obispos que habían confesado y padecido por la fe; en él se decidió que se tratara con benevolencia a quienes se habían pasado al arrianismo; se definió la divinidad del Espíritu Santo, y se condenó el apolinarismo, una herejía que toma su nombre de Apolinar de Laodicea, quien por poner a salvo la divinidad del Hijo, puso en peligro su humanidad, pero murió en paz con la Iglesia (395). Ante el éxito resonante que había alcanzado San Atanasio, al regresar a Alejandría, Juliano el Apóstata decretó su cuarto destierro; pero al morir Juliano, el nuevo emperador, Joviano, le revocó el destierro.

Con la llegada del emperador Valente, que era arriano, el arrianismo dominó de nuevo la situación eclesial en Oriente durante diez años; y de nuevo quien había sido el portaestandarte de la fe católica y martillo de herejes, San Atanasio, fue desterrado por quinta y última vez.

En el año 369, un sínodo romano, presidido por el papa español San Dámaso, en el que tomaron parte noventa obispos, proclamó de nuevo la consustancialidad del Hijo con el Padre, y se definió también la divinidad del Espíritu Santo. Los obispos orientales acudieron a San Dámaso en demanda de ayuda para restablecer la paz en aquellas Iglesias. Y con la llegada de los emperadores Graciano y Teodosio (379), la fe de Nicea triunfó definitivamente.

h) Algunos cismas, consecuencia del arrianismo
El obispo de Constantinopla, Macedonio, negaba la divinidad del Espíritu Santo (macedonianismo), porque lo consideraba inferior al Hijo, como, según él, también el Hijo es inferior al Padre; esta herejía consiguió algunos adeptos que se propagaron por Tracia y Bitinia, siendo sus principales opositores San Atanasio, San Basilio y San Ambrosio.

Fotino de Sirmio defendió un adopcionismo parecido al de Pablo de Samosata; fue combatido tanto por los arríanos como por los católicos. El Concilio de Sirmio (351) anatematizó su doctrina, pero la continuaron sus discípulos (fotinianos).

El cisma de Melecio de Antioquía, se originó cuando fue depuesto el obispo católico Eustacio, y fue entronizado el arriano Melecio. En el año 360, el obispo de los arríanos fue depuesto por Juliano el Apóstata, pero en su lugar colocó a otro arriano, de modo que en Antioquía existían al mismo tiempo tres obispos: Eustacio (católico), Melecio (arriano), que conservó algunos seguidores al ser depuesto, y el nuevo obispo arriano entronizado en lugar de Melecio. Al morir el obispo católico Eustacio (360), Lucífero de Cágliari colocó en su lugar a Paulino, pero este cisma obstaculizó la paz de la Iglesia antioquena hasta el año 415.

El cisma luciferiano tuvo como autor a Lucífero de Cágliari, que no aceptó la benignidad con que San Atanasio había tratado a los arríanos en el Concilio de los Confesores (362), y rompió la comunión con él. Este cisma se propagó por Cerdeña, y algo también por España, y duró hasta principios del siglo V.

El llamado cisma romano fue una consecuencia del destierro del papa Liberio; en su ausencia un tal Félix se proclamó obispo de Roma (355); pero, al regresar el papa Liberio, el antipapa Félix fue abandonado por todos; y murió en el año 365. Al subir al solio pontificio San Dámaso (366-382), se produjo también un pequeño cisma capitaneado por el antipapa Ursino, que fue desterrado a Colonia. Marcelo de Ancira, que había sido uno de los grandes defensores de la divinidad del Hijo contra los arríanos, más tarde cayó en una especie de sabelianismo.

En el Concilio I de Constantinopla (381) fue condenado de nuevo el arrianismo; y con esta condena las Iglesias orientales se vieron libres de esta plaga; pero no así las occidentales, porque algunos obispos, entre ellos Ulfílas, consagrado por Eusebio de Nicomedia, que era semiarriano, evangelizaron algunos pueblos bárbaros, antes de su emigración hacia Occidente; y, por eso, cuando estos pueblos invadieron la parte occidental del Imperio Romano, llevaron consigo sus creencias arrianas, y durante varios siglos los católicos tuvieron que sufrir grandes vejaciones.

i) Efectos negativos y efectos positivos del arrianismo
El arrianismo no fue solamente una controversia teológica, sino algo muy complejo que, durante un siglo, afectó a la vida de las comunidades cristianas, tanto por lo que se refiere a su vida interna como a sus relaciones con el Estado, con efectos negativos y también positivos.

Entre los efectos negativos cabe destacar los siguientes:

1) La cura pastoral fue prácticamente abandonada por los Pastores, porque la mayor parte de su tiempo lo empleaban en ir y venir a los sínodos y concilios. Y, además, con demasiada frecuencia se sucedían obispos católicos y arríanos en una misma sede episcopal. Y todo esto acaecía en un tiempo en que los paganos estaban entrando en masa en la Iglesia, a los que se les debería haber prestado una atención especial.
2) Hubo una excesiva dependencia de los obispos respecto al poder del Estado, sobre todo en tiempos del emperador Constancio; los continuos recursos a la autoridad imperial acabaron por convencer a ésta de que tenía legítimo poder para interferir en los asuntos internos de la Iglesia, hasta el punto de que imponían fórmulas de fe, desterraban a los obispos e imponían obispos complacientes en las comunidades. Con el arrianismo empezó el verdadero cesaropapismo.
3) Se inició un distanciamiento entre las Iglesias orientales y las occidentales; en el Concilio de Sárdica ya se produjo una división entre estos dos bloques episcopales.
4) Si bien es verdad que, durante algunos momentos, el Primado romano se debilitó en gran medida, sin embargo, al concluir la contienda, salió ganando, por las frecuentes apelaciones de los obispos orientales a la Sede de Pedro.
Pero estos efectos negativos tuvieron su contrapartida en una serie de efectos positivos que delimitaron ciertas actitudes fundamentales para la Iglesia del futuro:

1) La teología experimentó un gran progreso, debido a la necesidad de refutar una y otra vez toda clase de doctrinas heréticas o, al menos, erróneas; estas contiendas doctrinales hicieron emerger teólogos excepcionales, como Atanasio, Basilio, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa, Hilario de Poitiers, y otros muchos.
2) Se clarificó la idea de comunión eclesial por los abusos y facilidad con que unos obispos excomulgaban a otros; hasta que se llegó a la convicción de que la comunión en la misma fe, implica también la comunión en los aspectos fundamentales de la disciplina eclesiástica.
3) Hubo muchos obispos que dieron ejemplo de una extraordinaria fortaleza a sus fieles: Atanasio de Alejandría, Osio de Córdoba, Eusebio de Vercelli, Basilio de Cesárea de Capadocia, Dionisio de Milán, Hilario de Poitiers y muchos otros. La fortaleza de estos nuevos héroes de la fe tuvo mucha más importancia que la debilidad de muchos otros obispos.
4) El primado del obispo de Roma salió muy clarificado y fortalecido de la contienda arriana, como sucesor de Pedro; jefe supremo del episcopado universal; suprema autoridad en materia de fe y en materia de disciplina; y, sobre todo, como arbitro y fuente de la comunión eclesiástica.
5) La fe del pueblo sencillo salió en general fortalecida; los fieles en su conjunto no entendían las sutilezas que se traían entre manos muchos obispos. En Occidente, ciertamente el pueblo fiel creía que Cristo era Dios, sin distinción de ninguna clase; en Oriente, en cambio, quizás habría que matizar más la cuestión, pero en general los fieles también creían explícitamente en la divinidad del Hijo, porque, según dice San Hilario de Poitiers, los arríanos en su predicación a la comunidad decían lo mismo que los católicos, de modo que «predicaban de una manera, y pensaban de otra distinta»; pero los fieles, al oírlos, entendían lo que las palabras indicaban, sin mayores complicaciones ni sutilezas; por eso concluye el santo: «son más santos los oídos del pueblo que el corazón de los sacerdotes».
3. PROCLAMACIÓN DOGMÁTICA DE LA DIVINIDAD DEL ESPÍRITU SANTO
a) De la experiencia a la reflexión teológica
La primera reflexión teológica propiamente dicha sobre el Espíritu Santo comienza en el sigloII, se prolonga a través del siglo III, y llega a su madurez plena en los siglos IV y V. Esta primera reflexión fue provocada por las controversias gnósticas, porque fueron las escuelas gnósticas las que dieron los primeros pasos sobre el misterio trinitario.

Las herejías gnóstica y montanista separaban el Espíritu Santo de Cristo y de la creación. Es un hecho cierto que, a lo largo de la historia de la Iglesia, todas las controversias relativas a la Iglesia siempre han ido acompañadas por una controversia en torno al Espíritu Santo.

Las Escuelas de Asia (Alejandría y Antioquía) y de África (Cartago), con Tertuliano, San Cipriano, San Agustín, que defendían a la Magna Iglesia en contra del sectarismo de la Pequeña Iglesia, se apoyaban para su reflexión teológica en los datos que sobre el Espíritu Santo aportaban la Sagrada Escritura y los escritos inmediatamente posteriores al Nuevo Testamento.

Posteriormente se produjo una auténtica conjunción de esfuerzos por parte de los autores más importantes de todas las principales Escuelas teológicas, que pusieron los cimientos para la evolución posterior de la teología sobre el Espíritu Santo: Justino, Taciano, Atenágoras, Teófilo de Antioquía, por las Escuelas de Asia; Clemente de Alejandría y Orígenes, por la Escuela de Alejandría; y Tertuliano, por la tradición teológica de Cartago; las formulaciones dogmáticas sobre el Espíritu Santo y el lenguaje teológico específico sobre el misterio trinitario resultarían incomprensibles sin la iluminación y la guía de estos autores.

En la teología del Espíritu Santo, sin embargo, hay grandes diferencias, no sólo entre las distintas escuelas teológicas antiguas, sino también entre los autores de una misma escuela, por más que todos se afirmen sólidamente sobre la misma regla de fe.

La tradición alejandrina, representada muy especialmente por Clemente, Orígenes y Atanasio, siguió más de cerca las categorías filosóficas griegas, y especialmente las platónicas; y a ellos habría que añadir aquel grupo de espléndidos teólogos unidos por lazos de amistad y de parentesco: San Basilio, San Gregorio Nacianceno, San Gregorio Niseno; y la mayor parte de los occidentales, como Hilario de Poitiers y San Agustín.

Sin embargo, pocos temas hay tan oscuros en la teología prenicena, y aun posnicena, como el de la procesión del Espíritu Santo. «La dificultad radica en las fuentes mismas de la revelación, nada explícitas sobre el particular y, lo que es peor, demasiado genéricas. Falta un término, un nombre personal. "Espíritu", denominación muy vaga, más vale para significar, aun en Dios, la naturaleza común que una denominación personal».

El Concilio de Nicea (325), a pesar de que centró todos sus trabajos en torno a la divinidad del Hijo, abrió un ancho cauce para profundizar en la teología del Espíritu Santo, especialmente cuando se abrieron de una manera específica las controversias en torno al Espíritu Santo, directamente provocadas por Macedonio y Eunomio, y que culminarán con la proclamación de la personalidad divina del Espíritu Santo en el Concilio I de Constantinopla.

b) El Concilio I de Constantinopla (381)
En la última etapa del arrianismo, varios obispos orientales habían pedido la celebración de un concilio ecuménico para solventar las numerosas controversias surgidas después del Concilio de Nicea; pero no se celebró hasta el año 381, no tanto por dificultades eclesiales propiamente dichas cuanto por dificultades políticas, aunque éstas influyeran en aquéllas, y viceversa.

El emperador Teodosio accedió, por fin, a los deseos de la mayor parte de los obispos orientales; y convocó el concilio para el año 381; por tanto, al no ser convocados los obispos occidentales, y también por el modo como se desarrollaron sus actividades, en principio este concilio no fue considerado como ecuménico, aunque posteriormente se le reconoció este carácter.

Asistieron 150 obispos católicos, entre los cuales sobresalieron Melecio de Antioquía, Eladio de Cesárea de Capadocia, Cirilo de Jerusalén, Timoteo de Alejandría, y los dos hermanos de San Basilio: Gregorio de Nisa y Pedro de Sebaste. Asistieron también 36 obispos semiarrianos, al frente de los cuales estaba Eleusio de Cícico. El concilio fue presidido por Melecio de Antioquía, y al morir éste, le sucedió en la presidencia Gregorio de Nacianzo.

c) Símbolo niceno-constantinopolitano
Es lógico que quienes negaban la divinidad del Hijo, negasen también la divinidad del Espíritu Santo. El Símbolo aprobado en el Concilio I de Constantinopla se diferencia del Símbolo niceno básicamente en que se le han añadido algunas cláusulas sobre el Espíritu Santo y su obra salvífíca.

Este segundo concilio ecuménico, al referirse al Espíritu Santo, evitó cuidadosamente la palabra homoousios, a fin de no cerrar el diálogo con los «macedonianos», pero inútilmente porque éstos, después de rechazar expresamente esa palabra, se marcharon.

El concilio constantinopolitano I definió la divinidad del Espíritu Santo con un lenguaje salvífico, hablando de él como «Señor y dador de Vida»; que «procede del Padre»; y «es alabado y glorificado a un tiempo con el Padre y con el Hijo»; y, a continuación, se enumeran las obras del Espíritu Santo: «habló por los profetas», «perdón de los pecados», «resurrección de la carne», y «vida eterna».

Estas cláusulas, añadidas al Credo niceno, dieron como resultado el Credo niceno-constantinopolitano, que no tuvo gran difusión hasta que el Concilio de Calcedonia (451) lo hizo suyo.

Los Padres conciliares confirmaron el anatema contra todas las herejías, especialmente contra las trinitarias defendidas por los eunomianos, anomeos, arríanos, eudoxianos, macedonianos, sabelianos, marcelianos, fotinianos y apolinaristas 9.

d) Cuestiones disciplinares
San Gregorio Nacianceno ocupaba de hecho la sede episcopal de Constantinopla, pero no había sido canónicamente designado porque previamente había sido designado obispo de Nacianzo, ya que el canon 15 de Nicea prohibía el traslado de los obispos de una sede a otra; no obstante, los Padres conciliares lo ratificaron y reconocieron como tal, apoyándose en el hecho de que él no había tomado posesión de la sede episcopal de Nacianzo, sino que era simple coadjutor de aquella sede. Ahora bien, cuando llegaron Timoteo de Alejandría y los obispos egipcios, que no habían estado presentes en la inauguración del concilio, se negaron a reconocer la validez de la designación de Gregorio Nacianceno para la sede episcopal de Constantinopla; y Acolio de Tesalónica se adhirió a esta opinión de los egipcios porque el papa San Dámaso tampoco aceptaba que se trasladase a Constantinopla a un obispo procedente de otra sede. Ante esta oposición, Gregorio Nacianceno renunció a la sede episcopal de Constantinopla, se despidió de los Padres conciliares con un hermoso discurso, y regresó a Nacianzo.

Otro tanto acaeció con Paulino de Antioquía, quien, al morir el obispo Melecio, había sido confirmado como obispo de aquella ciudad. Gregorio Nacianceno, como presidente del concilio, argumentó en su favor, a fin de que se restableciera la paz en aquella sede episcopal, y además porque Paulino había sido recomendado por el papa San Dámaso y por el Patriarca de Alejandría; pero precisamente por ir en contra de este último argumento, los obispos egipcios se opusieron a la confirmación de Paulino como obispo de Antioquía.

El canon 2.° delimitaba las circunscripciones de influencia para los obispos de Alejandría, Antioquía, Cesárea de Capadocia, Efeso y Heraclea, y les prohibía entrometerse en los asuntos de las demás Iglesias.

El canon 3.° introducía una novedad importante en la precedencia de las Iglesias establecida en el Concilio de Nicea (325), según el cual le correspondía el primer puesto a Alejandría, y el segundo a Antioquía; y se le reconocía a Jerusalén un cierto honor por ser la Iglesia Madre de todas las Iglesias. Pero el Concilio de Constantinopla le reconocía al obispo de esta ciudad el primado de honor sobre todas las Iglesias orientales por ser la Nueva Roma; este nuevo orden de precedencia de las Iglesias orientales, aunque no atentaba contra el primado romano, tenía, sin embargo, gran importancia, porque introducía un principio político en el orden de las sedes episcopales.

El emperador Teodosio, a petición de los Padres conciliares, aprobó las decisiones del concilio por un decreto del día 30 de julio del mismo año 381. En cambio el papa San Dámaso aceptó todas las decisiones del concilio con la excepción del canon 3.°, porque atentaba contra los derechos adquiridos de Alejandría y Antioquía. El contenido de este canon será introducido de nuevo en el canon 28 del Concilio de Calcedonia (451), y aunque el papa León Magno también lo rechazó, las Iglesias orientales acabaron por aceptarlo, incluida la Iglesia de Alejandría que era la más perjudicada porque era relegada al segundo puesto entre las Iglesias orientales.

El Concilio I de Constantinopla fue reconocido como ecuménico por la Iglesia occidental por sus decisiones doctrinales contra los herejes y por su Credo; el papa Gregorio Magno (590-604) lo enumera entre los concilios ecuménicos.

En el año 382 se celebró otro concilio en Constantinopla en el que los obispos orientales ratificaron su fe ortodoxa en torno al misterio trinitario; y enviaron una carta sinodal a Roma en la que expresaban la pureza de su fe y justificaban las elecciones de los obispos Nectario de Constantinopla, Flaviano de Antioquía y Cirilo de Jerusalén. En el mismo año 382 el papa San Dámaso convocó un concilio en Roma en el que se aprobó el Tomus Damasi o Confesión de fe dirigido a Paulino de Antioquía, en el que había 24 anatematismos y una explanación de la fe en tres capítulos: sobre el Espíritu Santo, sobre el Canon de la Sagrada Escritura y sobre el Primado del obispo de Roma.

4. OTRAS HEREJÍAS Y CONTROVERSIAS
a) Pelagianismo
Pelagio, monje inglés, llegó a Roma a finales del siglo IV, donde se introdujo en los ambientes ascéticos creados años antes por San Jerónimo, alcanzando gran fama de santidad, debido a su riguroso ascetismo. Contra los cristianos de vida demasiado relajada que excusaban su mala conducta en la debilidad de la naturaleza humana herida por el pecado original, Pelagio predicaba una doctrina que se pasó al extremo contrario: el pecado original no existe, sólo existen los pecados personales; los niños recién nacidos se hallan en el mismo estado en que se encontraba Adán al ser creado por Dios; el pecado original sólo afectó intrínsecamente a Adán; a sus descendientes sólo como mal ejemplo; la gracia no es necesaria para la salvación, porque el hombre puede salvarse por sus propias fuerzas; la redención de Cristo consiste en el buen ejemplo que dio a la humanidad.

En el año 410, con ocasión de la conquista de Roma por Alarico, Pelagio en compañía de su discípulo Celestio huyó a Sicilia; y desde allí, se trasladó a Palestina, y a Celestio lo envió a Cartago. Paulino, un diácono de Milán, refugiado también en Cartago, puso al descubierto las doctrinas de Pelagio y de Celestio. Un sínodo celebrado en Cartago condenó el pelagianismo; Celestio apeló al Papa y se marchó a Efeso, donde fue ordenado de presbítero.

En el año 415, San Agustín envió a su discípulo, el sacerdote español Orosio, a Palestina para acusar a Pelagio ante el obispo Juan de Jerusalén; se reunió un sínodo para examinar las doctrinas de Pelagio, pero debido a las dificultades del idioma, no se tomó ninguna decisión. Al año siguiente, un sínodo reunido en Dióspolis aceptó una confesión de fe demasiado genérica, y Pelagio fue absuelto de la acusación de herejía. Al llegar esta noticia a Cartago, se reunió un nuevo sínodo que renovó la condena de Pelagio. El papa Inocencio I (401-417) ratificó en el sínodo romano del año 417 la condena del sínodo de Cartago contra Pelagio.

Los obispos orientales, no satisfechos con la absolución de Pelagio en el sínodo de Dióspolis, se reunieron en un nuevo sínodo que condenó a Pelagio y lo expulsó de Palestina. Desde entonces Pelagio desapareció de la escena eclesial, y no se sabe cuándo ni dónde murió.

Al enterarse de la confirmación del Papa respecto a las doctrinas condenadas en el sínodo de Cartago (417), Celestio se presentó ante el nuevo papa, Zósimo (417-418), y ganó sus simpatías después de haber hecho ante él una confesión genérica de fe; entonces, el papa Zósimo escribió a los obispos del norte de África, reprendiéndolos por haber dado crédito a los calumniadores de Celestio. Pero los obispos africanos, reunidos en un nuevo sínodo, ratificaron la condena del pelagianismo.

Ante la ratificación de la condena de Pelagio y Celestio, por parte de los obispos africanos, el papa Zósimo convocó otro sínodo en Roma para estudiar mejor la cuestión; invitó también a Celestio para que se explicara ante el sínodo, pero éste, en vez de presentarse, huyó de Roma; entonces el papa Zósimo se dio cuenta de su doblez y mala intención, y publicó su Epístola tractoria, condenando definitivamente el pelagianismo.

Julián de Eclana, al frente de algunos obispos italianos partidarios de Celestio, defendió el pelagianismo durante algún tiempo; desde el año 431 se pierde toda noticia tanto de Julián de Eclana como de Celestio.

b) Semipelagianismo
San Agustín, que había sido el principal adversario del pelagianismo, urgió en exceso la eficacia de la gracia y la predestinación por parte de Dios. Los monjes de Adrumeto se extrañaron de esta doctrina agustiniana, y para tranquilizarlos escribió el santo dos obras, De gratia et libero arbitrio y De correptione gratiae, en las que exponía con mayor claridad su pensamiento. Pero estas nuevas explicaciones provocaron una oposición mayor entre los monjes de Marsella dirigidos por Juan Casiano, los cuales, por parecerles demasiado dura la doctrina de San Agustín, propusieron la suya: el hombre puede alcanzar por sus propias fuerzas el comienzo de la fe; y con esto ya merece la gracia necesaria para realizar buenas obras; una vez alcanzada la justificación, ya no se necesita la gracia para perseverar en el bien.

Los monjes marselleses mitigan un poco la doctrina de Pelagio, por eso se les considera como semipelagianos. Contra esta doctrina escribieron Próspero de Aquitania e Hilario Africano, los cuales, aunque seglares, eran buenos conocedores de las cuestiones teológicas. San Agustín, avisado por estos dos amigos suyos, cuando estaba ya a las puertas de la muerte, todavía escribió dos obras más para refutar el semipelagianismo: Sobre la Predestinación y Sobre el don de la perseverancia.

El papa Celestino I (422-431), para acallar a quienes menospreciaban la memoria de San Agustín, tomó a su cargo su defensa; pero la lucha continuó agitando a la Iglesia de Francia durante casi un siglo, hasta que, por iniciativa de San Cesáreo de Arles (+542), se reunió el Concilio Arausicano II (Orange) (529), el cual condenó en 25 cánones el pelagianismo y el semipelagianismo; y el papa Bonifacio II (530-532) aprobó estas decisiones.

c) Priscilianismo
Prisciliano nació en Galicia en el año 340; según Sulpicio Severo, era de familia noble, rico, atrevido, inquieto, locuaz, erudito, nada codicioso, muy parco, proclive a la vanidad, propenso a disputar y a disertar; y pasaba mucho tiempo en vigilias. En Galicia existía ya por entonces un movimiento ascético muy rigorista en el que se pueden detectar elementos de corrientes doctrinales anteriores, tales como el gnosticismo, montanismo, novacianismo; y acabará degenerando en una especie de maniqueísmo; lo integraban clérigos y laicos. La incorporación de Prisciliano a este movimiento supuso un mayor desarrollo doctrinal del mismo, y su rápida expansión por Galicia y Portugal. El propio Prisciliano le dará su nombre a este movimiento.

El expandirse el priscilianismo por el sur de la Península Ibérica, el obispo Higinio de Córdoba lo denunció ante Idacio, metropolitano de Mérida, e Itacío, obispo de Ossonoba (Faro, Portugal); este último excomulgó a Prisciliano y a sus seguidores. En el año 380 se reunió un concilio en Zaragoza, en el que tomaron parte 12 obispos, entre los cuales figuraban Idacio e Itacio, pero ninguno de los obispos seguidores de Prisciliano.

El concilio zaragozano no pudo condenar a Prisciliano ni a sus seguidores, porque un decreto del papa San Dámaso prohibía conde-_ nar nominalmente a quien no estuviera presente en la asamblea que lo juzgaba; pero este concilio zaragozano promulgó ocho cánones que condenaban un tipo de ascetismo que, a todas luces, se identificaba con el priscilianismo.

Prisciliano, por medio de los obispos Instancio y Salviano, consiguió la silla episcopal de Ávila; pero ante los tumultos suscitados en el pueblo por esta consagración, Idacio e Itacio recurrieron a las autoridades civiles; y el emperador desterró a Prisciliano y a sus dos amigos obispos, los cuales apelaron a Roma; San Dámaso no los recibió y lo mismo hizo San Ambrosio de Milán a quien también habían acudido.

Prisciliano sobornó al funcionario imperial Macedonio, y consiguió que tanto él como sus dos obispos amigos fueran repuestos en sus sedes; pero Itacio, valiéndose de la misma astucia, acusó a los priscilianistas ante el usurpador imperial, Máximo Clemente; y Prisciliano y sus amigos de nuevo fueron condenados en un sínodo de Burdeos; y entonces Prisciliano acudió personalmente a Máximo Clemente, el cual les formó proceso civil, no por herejía, sino por delitos comunes; y, hallados culpables, especialmente del delito de maleficio, fue decapitado en Tréveris (385), juntamente con su amiga, la viuda Eucrocia, de Burdeos, y dos clérigos.

Un sínodo celebrado en Tréveris en el mismo año 385 aprobó el modo de proceder de Máximo Clemente; pero el papa Siricio, San Ambrosio de Milán y San Martín de Tours reprobaron estas ejecuciones.

Los restos de Prisciliano fueron trasladados a Galicia donde contaba con numerosos seguidores, que lo consideraron como mártir; su doctrina arraigó en el pueblo porque lo defendían muchos obispos, entre ellos Simposio de Astorga y su hijo Dalmacio, que también era obispo; este último escribió un libro titulado Libra, citado por San Agustín en su obra Contra mendatium.

El Concilio I de Toledo (400) condenó el priscilianismo, y consiguió que muchos obispos se retractaran de la herejía; pero no se logró la unidad plena de la Iglesia en España; tampoco la consiguió definitivamente la decretal Saepe me et nimia (402) del papa Inocencio I. Santo Toribio de Astorga acudió, a mediados del siglo V, al papa San León Magno, el cual combatió los escritos de los priscilianistas, de clara tendencia maniquea. El Concilio de Braga (563) alude todavía al priscilianismo; pero poco a poco desapareció de la Iglesia, aunque algunos vestigios permanecieron hasta bien entrada la Edad Media.

d) Otras herejías menores
San Epifanio de Salamina combate dos herejías provenientes de Asia: 1) antidicomarianitas, que negaban la perpetua virginidad de María; 2) kollyridianistas, que eran unas mujeres que, como sacerdotisas, ofrecían a María unas tortas de pan (kollyris). Los hermanos Paulo y Juan de Samosata dieron origen a la secta de los paulicianos, muy semejante al priscilianismo; varios emperadores promulgaron edictos contra ellos, pero lograron sobrevivir e influyeron en algunas sectas medievales, como los cataros.

El florecimiento de la vida monástica proporcionó la ocasión de que surgieran algunas doctrinas contrarias, como:

1) Los euchitas o messalianos, que negaban la eficacia de los sacramentos; cada hombre tiene su propio demonio que no puede ser expulsado nada más que con la oración; una vez expulsado este demonio, se siente cómo entra el Espíritu Santo, y con él llega la tranquilidad y el conocimiento del porvenir. Esta secta tuvo su origen en los monasterios de Panfília y Licaonia; fue condenada en el Concilio de Éfeso (431).
2) Joviniano negaba la diferencia entre el pecado y las buenas obras; la virginidad no es mejor que el matrimonio. La Virgen María dejó de ser virgen después del nacimiento de Jesús. Joviniano fue refutado, de un modo especial, por San Jerónimo.
3) Elvidio, Vigilando y Bonoso de Sárdica defendían los mismos errores que Joviniano; y fueron refutados directamente por San Agustín, San Ambrosio y San Jerónimo.
e) Controversias origenistas
Las controversias origenistas, aunque su desarrollo y consiguiente condena de Orígenes tuvo lugar a mediados del siglo VI (553), tuvieron su origen mucho antes, en el siglo IV.

El origenismo tuvo su centro principal en la Nueva Laura, junto a Tecua; y sus máximos adversarios fueron los monjes de la Gran Laura, y conmoverá profundamente a la Iglesia oriental, durante la primera mitad del siglo VI; los monjes de la Gran Laura consiguieron del patriarca Efrén de Antioquía la condena del origenismo. La queja del patriarca Pedro de Jerusalén contra el origenismo, consiguió que el emperador Justiniano promulgase 15 cánones en los que se condenaban nueve errores de Orígenes, a pesar de que había muerto en paz con la Iglesia en el año 254, después de haber padecido por la fe.

Los enemigos de Orígenes pretendían que fuese incluido en la lista de los herejes, y que los obispos y abades tuvieran la obligación de anatematizarlo el día de su consagración. El patriarca de Constantinopla, San Menas, convocó un sínodo que se celebró en el ano 543, el cual condenó los nueve errores de Orígenes, tal como habían sido expuestos en el decreto de Justiniano; y el papa Vigilio (537-555) confirmó la condena en el Concilio II de Constantinopla (553).


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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