LA CONTINUACIÓN DE LAS DISCUSIONES SOBRE EL PROBLEMA TRINITARIO
a) La cuestión cristológica. El nestorianismo
El problema es, sencillamente, el de encontrar el lenguaje adecuado para referirse a la singularidad y trascendencia de Jesucristo. El problema se origina en la importancia salvífica de Jesucristo, lo que lleva a preguntarse sobre su ser peculiar. ¿Cómo afirmar la unidad de Cristo cuando en él se daban dos realidades: lo divino y lo humano? ¿Cómo ambas realidades podían coexistir sin mezclarse en el único y mismo Cristo? 

La cuestión cristológica ya se había planteado en los siglos II y III a propósito del arrianismo, que en su concepción trinitaria entendía a Cristo como una criatura y no como Dios. Pero cuando se agudizó realmente la cuestión cristológica fue en el siglo IV. Un niceno, Apolinar de Laodicea (+ h.390), la encendió. Sostenía la divinidad de Cristo con el Padre y defendía la opinión de que el Logos al «encarnarse » no había asumido a un hombre «entero» y completo, sino sólo una naturaleza humana incompleta, sin el alma, cuyas funciones respecto del cuerpo las desempeñó en Jesucristo el Logos. Desde el año 362 el apolinarismo fue enérgicamente rechazado con el siguiente argumento: sólo lo que había sido asumido por el Logos (Cristo) podía ser redimido por él. Luego si sólo había asumido un torso de naturaleza humana (sin alma), estaba claro que no podía ser redimido el hombre completo. El apolinarismo fue condenado en los sínodos de Roma (377), de Alejandría (378), de Antioquía (379) y en el segundo concilio ecuménico de Constantinopla (381). 

Diodoro de Tarso (+ antes de 394) acentuó contra el arrianismo la divinidad de Cristo, y contra Apolinar la integridad de una naturaleza humana completa que el Logos había asumido. La divinidad y humanidad netamente separadas en Cristo vino a ser desde entonces una nota característica de la «escuela» antioquena a la que Diodoro pertenecía. Los antioquenos mantenían la clara distinción: Jesucristo era Hijo de Dios y también hijo de una madre humana. Con ello no querían establecer una división en Cristo, sino que confesaban a la vez la divinidad y la humanidad. Sus contemporáneos, sin embargo, y especialmente los alejandrinos, les consideraban sospechosos y hasta les acusaban de «dividir» y «romper» a Cristo. Y éste fue desde entonces el problema cristológico que aguardaba una explicación: la dualidad y la unidad en Cristo. Y en dicho problema, lo típico de los antioquenos fue el énfasis en la distinción entre lo divino y lo humano, mientras que los alejandrinos acentuaban la unidad a costa de la dualidad (o así lo entendían los antioquenos). 

La línea antioquena de la cristología la prolongó Teodoro de Mopsuestia (+ 428). En el Logos encarnado distinguía claramente la naturaleza divina de la humana. Remachando contra arríanos y apolinaristas que el Logos había asumido una naturaleza humana completa, pensaba al mismo tiempo en la unidad de ambas naturalezas, aunque subrayándola con el concepto de «unión». A los ojos de sus adversarios, esta exposición resultó extremadamente débil e imprecisa. A título postumo, Teodoro fue condenado en el quinto concilio ecuménico, reunido en Constantinopla en 553. 


Nestorio
 
Por parte de Alejandría se consideró una debilidad de los antioquenos que un discípulo de Teodoro, Nestorio —un monje procedente de la lejana Germaniceia, en la provincia de Siria Eufratensis, nacido hacia el año 381, quizás de padres persas, y muerto después de 451—, ocupase la sede episcopal de Constantinopla (428), cuyo nombramiento siempre había sido una cuestión política, y Alejandría siempre luchó con Constantinopla por cuestiones de preeminencia. 

Ya desde los mismos comienzos de su episcopado, Nestorio suscitó una controversia acerca de la conveniencia del título de madre de Dios (theotókos), aplicado a María. Como antioqueno tenía sus dificultades no sobre la legitimidad dogmática de tal título, sino acerca de los malentendidos a que podía dar lugar. Lo consideraba equívoco por cuanto que sólo del hombre que hay en Cristo, pero no de Dios, podía decirse que había nacido de María. Temía, además, que el título pudiera inducir a representaciones míticas de una madre de Dios. Por ello intentó Nestorio una vía media con el título de «madre de Cristo» (christotókos), ya que el nombre de Cristo indicaba ambas naturalezas unidas. Pero los alejandrinos alzaron una protesta dramática por parecerles que con ello se negaba tajantemente la unidad de Cristo, se «dividía» a Cristo. Y protestas surgieron también de la piedad popular que amaba el viejo título de «madre de Dios» aplicado a María. 

Es interesante tener en cuenta que, al distinguir los antioquenos tan netamente las dos naturalezas en Cristo, tenían sus reservas frente a cualquier empleo espontáneo del lenguaje cristológico (sobre todo en Alejandría), lo que se denomina comunicación de idiomas. Es decir, dada la estrecha unidad en Jesucristo, las propiedades de sus dos naturalezas pueden predicarse de él recíprocamente de forma que, bajo el único nombre de Cristo, que sólo se refiere a una de las dos naturalezas, se predican también las propiedades de la otra, por ejemplo cuando se dice: «El Logos de Dios fue crucificado», o «el Logos ha padecido». Del mismo modo también se puede decir: «María, madre de Dios» o «Dios nació de María». Por ello los alejandrinos vieron en las reservas de Nestorio frente al título susodicho la negación de esa unión de las naturalezas. «Dividía» a Cristo, por lo que fue tachado de hereje. Los investigadores de Nestorio han demostrado que la herejía que se le atribuye en el sentido de «separar» o «dividir» a Cristo en dos seres no la defendió Nestorio, sino un pensador ortodoxo. 

Las protestas e irritación contra Nestorio llegaron sobre todo de la Iglesia de Alejandría y de su patriarca Cirilo. Su cristología, alejandrina, que fue defendida también en otras partes, como en Constantinopla, se puede calificar de teocéntrica. El arranque de todas las afirmaciones es la divinidad del Logos. Los antioquenos descubrieron ahí una deficiencia de enorme peligrosidad: si en la cristología dominaba hasta este punto la divinidad y si apenas cabía hablar del ser humano de Cristo, la imagen del Cristo hecho hombre resultaba incompleta y «mutilada». Por ello, los mismos antioquenos advertían que, para mantener la ortodoxia, era preciso evitar que la humanidad de Cristo se disolviese en la divinidad. 

b) El concilio o los concilios de Éfeso (431)

San Cirilo de Alejandría
 
Cirilo reaccionó pronto y de forma enérgica contra Nestorio. Un primer éxito lo obtuvo cuando el sínodo romano celebrado el 11 de agosto de 430 condenó a Nestorio y le instó a retractarse de su doctrina bajo la amenaza de privarle de la sede episcopal. Cirilo reforzó su argumentación dogmática conocida de todos con la fórmula tradicional de «una es la naturaleza del Logos divino encarnado». Los antioquenos le reprocharon no hacer hincapié en la dualidad de Dios y de hombre; para ellos las tesis de Cirilo contenían muchos aspectos confusos y sospechosos, por lo cual Nestorio no se retractó. 

Mediante cartas, intervenciones diplomáticas e intrigas se fomentó la agitación, estallando por todas partes las discordias y hostilidades. Todo ello aconsejó al emperador convocar un sínodo general para restablecer la unidad que él mismo deseaba. 

El 19 de noviembre de 430 convocó el emperador de Oriente Teodosio II (401-450) un concilio, que debería reunirse al año siguiente en Éfeso. La preparación fue turbulenta. Dentro de la rivalidad de los partidos eclesiásticos, Cirilo demostró tener mejor táctica y ser un tanto menos escrupuloso que la parte contraria en el empleo de la fuerza y hasta de la violencia. Con todo ello se procuró ya desde el principio una ventaja decisiva en Éfeso. Los obispos de Siria y territorios adyacentes, que bajo la capitanía del obispo Juan de Antioquía formaron un partido favorable a Nestorio, no mostraron prisa alguna por ponerse en marcha hacia un concilio del que nada bueno se esperaba. Tampoco los delegados de Roma habían llegado todavía. 

Cirilo aprovechó la circunstancia para abrir por su cuenta y riesgo el concilio, el 22 de junio de 431, antes de que estuvieran presentes los obispos orientales (los de Siria y Palestina) y los representantes romanos. Los orientales llegaron cinco días después y los delegados de Roma dos semanas más tarde. El sínodo de Cirilo condenó a Nestorio, que se negó a comparecer ante el mismo y fue depuesto. Los representantes romanos confirmaron la sentencia por cuanto que coincidía con la del sínodo romano de 430, mientas que los obispos orientales abrieron, también en Éfeso, otro sínodo y depusieron a Cirilo, así como al obispo del lugar, Memnón. El sínodo de Cirilo reaccionó deponiendo a su vez a Juan de Antioquía y a sus partidarios. La confusión fue grande. 

Como ambos bandos apelaron al emperador, éste hizo encarcelar a Nestorio, a Cirilo y a Memnón. Las negociaciones al respecto resultaron inútiles. El pueblo y los monjes participaron en los acontecimientos porque su fe se sentía afectada por las cuestiones teológicas. El emperador acabó entonces por inclinarse hacia el partido mayoritario de los alejandrinos, aunque sin condenar a los orientales. Como la unión y la reconciliación no eran posibles, profundamente desilusionado y con graves recriminaciones, dejó libres a los obispos orientales y clausuró el concilio en octubre de 431. 

En definitiva, había ganado el partido de Cirilo, pues el emperador sólo mantuvo encarcelado a Nestorio y lo sustituyó en Constantinopla con un obispo del agrado de los alejandrinos. Nestorio murió desterrado en Egipto no antes de 451. 

¿Cómo valorar este tercer concilio ecuménico? En realidad hubo dos concilios paralelos, uno y otro profundamente partidistas y nada ecuménicos, aunque se ha incluido en la serie de los mismos al de Cirilo. ¿Dónde radica su importancia? El único resultado fue la condena de Nestorio y la confirmación del título de «Madre de Dios» aplicado a María, pero no se formuló ningún símbolo. En esta época antigua hubo concilios teológicamente más importantes, y fue su prestigio posterior en la Iglesia antigua lo que lo alzó a tan alta categoría. 

El concilio de Éfeso tuvo su historia posterior. El nuevo papa Sixto III (432-440) y el emperador hicieron esfuerzos por restablecer la paz y la unión. Hubo nuevas y largas negociaciones entre Cirilo y Juan de Antioquía. Ambas partes se hicieron concesiones: los antioquenos nada opusieron a la condena de Nestorio, mientras que Cirilo renunció a imponer en las decisiones del concilio determinadas frases. 

El año 436 se llegó a una importante fórmula de unión, fruto tardío de los sucesos de Efeso de 431. Teológicamente manifiesta un avance acentuando por igual tanto la distinción entre la divinidad y humanidad en Cristo como la unidad que en él se da. La fórmula de unión dice así: 

«Confesamos [...] a nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios unigénito, Dios perfecto y hombre perfecto [...] el mismo consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad y consustancial con nosotros según la humanidad. Porque se hizo la unión de dos naturalezas, por lo cual confesamos a un solo Señor, a un solo Hijo y a un solo Cristo. Según la inteligencia de esta inconfundible unión, confesamos a la Santa Virgen por madre de Dios».


El 11 de noviembre de 1994 el papa Juan Pablo II y el Katholicos, patriarca de la Iglesia asiría del Oriente, Mar Ginkha IV, firmaron en Roma una declaración conjunta que ponía fin a 1500 años de separación de ambas iglesias. El Papa y el Patriarca reconocen que, en realidad, nada separa desde el punto de vista dogmático a la Iglesia católica y a la Iglesia asiría, que se considera seguidora de Nestorio.
 
c) El monofisismo. El latrocinio de Éfeso (449)

San León I Magno
 
Nuevos nombres aparecen en la palestra cristiana. En Roma es papa León I Magno (440-461) —Juan de Antioquía había muerto en 441/442— y a Cirilo (+444) le sucede, como obispo de Alejandría, Dióscoro, más duro que Cirilo. En estos años en Constantinopla gobierna Flaviano (447/448). 

La disputa estalló de nuevo cuando por ese mismo año un anciano monje llamado Eutiques propuso en Constantinopla una cristología provocativa. Se trataba de un furibundo antinestoriano, seguidor de Cirilo y enemigo de la fórmula unionista de 436. Defendía su posición tan tajante que hay que hablar de un verdadero monofisismo: la humanidad y la divinidad sólo forman en Cristo una naturaleza, en Cristo no hay más que una naturaleza, que es la divina. Hasta qué punto desaparecía en la cristología eutiquiana la naturaleza humana de Cristo lo pone de manifiesto una imagen habitual entre los monofisitas: en Cristo la humanidad se disuelve en la divinidad como una gota de agua dulce en el océano salado. 

Todo esto, a los ojos de las poblaciones orientales, no podía sino reforzar la maternidad divina de María. El monofisismo, más allá de las luchas de escuelas teológicas, se convirtió en una adhesión popular profunda. En Egipto, donde estaba latente, tomó el aspecto de una religión nacional. En este sentido, el monofisismo tuvo a lo largo del siglo vi, para muchas regiones de Oriente, el mismo carácter popular que tuvo el arrianismo entre los germanos de Occidente. 

Un sínodo reunido en Constantinopla el 2 de noviembre de 448, condenó a Eutiques, quien, sin embargo, obtuvo el apoyo incondicional de Dióscoro de Alejandría, defensor de hecho de la misma teología. Eutiques consiguió que el emperador Teodosio II convocase en el año 449 un concilio ecuménico en Efeso. El papa León I Magno no sólo intervino, como habían hecho sus antecesores, sino que además redactó un tratado dogmático sobre el problema cristológico y sobre su propia posición, que envió al obispo Flaviano de Constantinopla, tratado que luego sería el famoso Tomus Leonis o Epístola dogmática ad Flavianum. Es un escrito claro que tendrá posteriormente una gran influencia. 

Convocado el concilio, fue preparado de tal modo por las gentes de Eutiques que aseguraron la presidencia para el partidista Dióscoro, mientras que los representantes de otras tendencias quedaban excluidos —Teodoreto de Ciro, por ejemplo, recibió una prohibición de participar—. Los obispos del concilio no eran monofisitas, pero Dióscoro los intimidó por completo, no permitió que se dejara sentir oposición alguna e impidió contra las repetidas propuestas de los legados de Roma que se leyese el Tomus Leonis con el que no comulgaba dogmáticamente. El concilio rehabilitó a Eutiques, depuso a todos los antioquenos importantes, como Flaviano y Teodoreto, calificándolos de herejes como los nestorianos. Muchos protestaron: los antioquenos, el papa de Roma, el episcopado galo e itálico, el emperador de Occidente Valentiniano III, pero el emperador de Oriente, Teodosio II, refrendó el concilio en 449. En la historiografía ha entrado como el sínodo del latrocinio. 

d) El concilio de Calcedonia (451)

Emperatriz Santa Pulquería
 
En el año 450 moría Teodosio II y se produce un cambio político y religioso. Bajo la emperatriz Pulquería, hermana de Teodosio II, y su marido, el emperador Marciano, se invirtieron los papeles, de modo que perdieron unos la influencia que ganaron los otros. La corte imperial estableció contacto con el papa de Roma y se preparó un nuevo concilio. En efecto, la pareja imperial convocó el concilio, que se celebró en Calcedonia, junto a Constantinopla, desde el 8 de octubre al 1 de noviembre de 451, y que se considera el cuarto concilio ecuménico. Con la asistencia de más de quinientos obispos, predominantemente de las iglesias orientales, y bajo la dirección de los comisarios imperiales, la primera parte se centró en hacer olvidar el «sínodo del latrocinio» de 449, que no fue reconocido como un sínodo ecuménico. Flaviano fue rehabilitado y Dióscoro depuesto. 

Más importante fue la búsqueda de una confesión que pudiera unir a todos. En las negociaciones jugó un papel decisivo el Tomus Leonis, pero de forma que se puso de relieve su coincidencia con Cirilo. Efectivamente, en Calcedonia se evocó la figura de Cirilo como testigo de la ortodoxia, y con él, el concilio de Efeso de 431. 

Tras largas discusiones se aceptó la confesión de fe de Calcedonia del año 451. Comienza por un preámbulo que cita en favor de la tradición ortodoxa a los dos sínodos de Nicea (325) y de Constantinopla (381). Expone después los dos errores del nestorianismo y del monofísismo para rechazarlos, siguiendo finalmente la fórmula de fe propiamente dicha. Esta fórmula describe primero la unidad y distinción en Cristo a la vez que confirma el título de «Madre de Dios», en el mismo estilo de la fórmula unionista del año 436: 

«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a un solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre [...] consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, [...] engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo en los últimos días [...] engendrado de María Virgen, madre de Dios en cuanto a la humanidad [...] en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión [o: mediante la unión], sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad, y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido ni dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios, Verbo (Logos), Señor, Jesucristo».

En este texto se reconocen las delimitaciones frente al nestorianismo y al monofísismo, pues se acentúan la unidad y la dualidad en Cristo: se trata de «una persona» en «dos naturalezas». Los dos conceptos definitorios decisivos, persona (prósopon) y naturaleza (physis), son filosóficos. En sus concilios, la Iglesia antigua se preguntaba al modo griego por la importancia salvífica de Jesús, interrogándose por el peculiar ser y esencia del Señor. Y a la pregunta correspondía la respuesta: Cristo es un ser único de singular estructura ontológica. 

El 25 de octubre de 451 esta confesión fue proclamada solemnemente como la confesión del concilio imperial, ligada a un ceremonial asimismo imperial y evocando la hora grande de la ortodoxia. Pero Calcedonia no significó en modo alguno el final de las controversias cristológicas. 

e) La historia posterior a Calcedonia. La separación de las Iglesias
La historia posterior a Calcedonia es la historia de un amplio no reconocimiento del concilio. Éste va a ser en buena medida el tema de la segunda mitad del siglo V y todo el siglo VI: la crisis provocada por el concilio. La doctrina del concilio de Calcedonia pareció a la población como una apostasía, una vuelta al abominable nestorianismo. Bajo la presión popular, muchos obispos orientales, vueltos a sus sedes, se retractaron, y lo que siguió fue una serie ininterrumpida de luchas políticas y religiosas. El Estado hizo todo lo posible por imponer las fórmulas conciliares, aunque en vano. Los decenios siguientes al concilio de Calcedonia figuran entre los más tristes de la historia de la Iglesia. Es entonces cuando empezaron las grandes apostasías orientales, a las que contribuyeron diversas causas. Muchos obispos se declararon posteriormente disconformes con Calcedonia porque seguían temiendo que la condena del monofísismo pudiera desembocar en una reviviscencia del nestorianismo, pero lo peor era la falta de una conciencia clara de la indisoluble unidad de la Iglesia. Se habían habituado demasiado, desde los tiempos de Constantino, a ver en el emperador al jefe efectivo de la Iglesia. Para ellos, ser fiel a la Iglesia y serlo al emperador eran una misma cosa, y cuando empezó a desvanecerse la idea de la unidad del Imperio, se aflojó también el sentimiento de la unidad eclesiástica. No es que fuera un nacionalismo en el sentido moderno: nadie pensaba, en Siria o en Egipto, en erigir estados nacionales, pero no se sentían dispuestos a obedecer en todo, y hasta sus convicciones religiosas, los dictados del gobierno de Bizancio. La Iglesia de Oriente, bastante plural desde el principio, experimentó desgarros, pérdidas y adquisiciones, fruto de herejías y de cismas. 


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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