EL PAPADO DURANTE LA ÉPOCA CAROLINGIA

EL PAPADO DURANTE LA ÉPOCA CAROLINGIA

a) El papado, sometido a los emperadores. León III (795-816) y sus sucesores


León III
Aunque Carlomagno llevó en Italia una política contraria a los intereses del papa, la fuerte personalidad del papa Adriano se impuso a la del rey. No ocurrió lo mismo con su sucesor León III, consagrado el 27 de diciembre de 795. León no tenía origen aristocrático ni la inteligencia de Adriano. Carlomagno lo sabía y se erigió en protector de un papa amenazado por las facciones aristocráticas romanas. Pidió a Angilberto, su embajador en Roma, que recordara al papa los mutuos deberes: el rey debía defender a la Iglesia contra los heréticos, los infieles y los paganos; el papa debía, como Moisés, elevar sus brazos a Dios y ayudar con sus oraciones a los sucesos de los ejércitos reales. Los papeles se han invertido.

En 798 Roma estaba turbada por facciones que se acusaban de actos criminales. El 25 de abril de 799, León III fue atacado y hecho prisionero. Logró escapar y huyó refugiándose cerca de Carlos, entonces en Sajonia. En Paderborn tuvo lugar una entrevista entre el rey y el papa.

En esta época Carlos ya pensaba en restaurar el Imperio. La construcción del palacio de Aquisgrán, a imitación del de Constantinopla; la convocación del concilio de Francfort en 794, réplica del de Nicea II; la destitución del joven emperador griego por su madre Irene, todo ello conducía a que aquel que dirigía Occidente retomara la corona imperial. Este proyecto es bien visto por el papa, que pensaba en coronar a Carlos para tener sobre él una cierta autoridad.

Carlos pidió que se llevara a cabo una investigación sobre las acusaciones presentadas contra León III, y para ello llegó a Roma el 14 de diciembre de 800. Después de tres semanas de entrevistas, Carlos obligó a León a someterse a un juramento purgatorio a la manera germana y declararse inocente. Esta ceremonia, muy humillante para el papa, tuvo lugar el 23 de diciembre. Fue entonces, según los Anales de Lorsch, cuando León tomó la decisión de conceder el título imperial a quien residía en Roma y era el dueño de Occidente. La ceremonia tuvo lugar en la noche de Navidad, según el ritual utilizado en Bizancio. El papa coronó al rey, la multitud aclamó a Carlomagno y el papa se arrodilló delante del emperador.

Las interpretaciones de esta ceremonia difieren según los clérigos romanos y los amigos del emperador. Para los primeros es el papa quien tomó la iniciativa de coronarle; para los carolingios es Carlos quien vino a Roma para juzgar al papa y para tratar otros asuntos, como la coronación. Según Eginardo, Carlos quedó insatisfecho de la iniciativa del papa, pero esta decepción fingida estaba destinada a suavizar el descontento real de los bizantinos, que estaban escandalizados de que un «bárbaro» recibiera del papa la corona imperial.

Así, la coronación del año 800 se realiza dentro de una cierta ambigüedad. Para los clérigos de Letrán, Carlos es «el emperador de los romanos» por la voluntad del papa, dueño de Occidente gracias a la «donación» de Constantino. Durante toda la Edad Media, los papas afirmaron que no se podía llegar a ser emperador sino viniendo a recibir la corona y recibiéndola de manos del pontífice romano. Para los francos, el emperador, nuevo Constantino, gobierna un imperio cristiano, más que romano; un nuevo imperio renovado por la religión cristiana, muy diferente del antiguo Imperio romano que habían heredado los bizantinos. Además, Carlos permanece, «por la misericordia de Dios, rey de los francos y de los lombardos». Su capital no es Roma, adonde no volverá jamás, sino Aquisgrán. Esta ambigüedad será el origen de dificultades en las relaciones entre el sacerdocio y el Imperio.

León III intentó recobrar una cierta autonomía cuando Carlomagno decidió en 809 introducir el Filioque en la recitación del Credo. León propuso suprimir el Credo en la celebración litúrgica, lo cual él cumplió en Roma, pero Carlos se negó a hacerlo en Aquisgrán.

Después de la muerte de Carlomagno (814), su hijo Luis dirigió el Imperio con la ayuda de consejeros eclesiásticos, de los que el más activo fue Benito de Aniane. En Roma, León III fue de nuevo víctima de complots a los que respondió con verdaderas represalias. A su muerte, en 816, fue reemplazado por el diácono Esteban (Esteban V), que trató de tomar contacto con el emperador. El papa viajó a Francia y fue recibido en Reims por el emperador. Decidió consagrar a Luis. Reims fue por primera vez la ciudad de una consagración.

Habiendo muerto Esteban V (816-817), su sucesor, Pascual I (817-824), pidió a Luis el Piadoso que confirmara la donación de 774. Es lo que se denomina «la donación del emperador Luis». El emperador enumeró todos los territorios sobre los cuales el papa tenía autoridad y garantizó la libertad de la elección pontificia. Pero se mantuvo el derecho de investigación de los francos sobre los asuntos importantes y la posibilidad de apelar al tribunal real.

Las luchas perpetuas entre el partido de la aristocracia laica y el de la burocracia eclesiástica obligaban a los soberanos carolingios a intervenir constantemente. Lotario, hijo primogénito de Luis, coronado por el papa en 823, impuso al papa Eugenio II (824-827) una constitución que regulaba las relaciones entre el papado y el Imperio. La administración pontificia fue colocada bajo control de los francos y el futuro papa debía prestar juramento al emperador antes de ser consagrado, así como sus subditos. El papado quedó sometido a los francos.

b) El más grande de los papas del siglo IX: Nicolás I (858-867)

La persona


San Nicolás I
Perteneciente a una familia romana de origen modesto, Nicolás I sirvió en su juventud al patriarchum de Letrán en el entorno del papa. Fue ordenado de subdiácono bajo León IV y nombrado consejero de Benedicto III. Muy eficaz hasta aquel momento, fue elegido por el emperador Luis II para suceder a Benedicto III. Apenas elegido, en 858, se desbordó el Tíber causando numerosas víctimas. El papa abrió cerca de Santa María un hospicio donde recogió a los siniestrados. En adelante se preocupó por los ciegos, cojos, paralíticos..., de manera que, según nos dice el Líber Pontificalis, «no hubo en toda la ciudad un solo pobre que no recibiese los beneficios del santo pontífice». Se ocupó igualmente de defender Roma contra los ataques de los sarracenos e hizo reconstruir la ciudad de Ostia. Pero la actividad del papa desbordó grandemente el territorio romano y se extendió a toda la cristiandad.

El pensamiento de Nicolás I sobre el papado

El papa está puesto directamente por Dios como administrador de la obra de la Redención para toda la Iglesia de Occidente y de Oriente. Puede hacer venir a su presencia a cualquier clérigo de cualquier diócesis: «Si todo le ha sido entregado por el Señor, no hay nada que el Señor no le haya concedido». Juzga a todos, pero no puede ser juzgado por nadie, ni siquiera por el emperador. La potestad episcopal procede de la pontificia —en lo que se puede apreciar una fatal exageración—. El papa es la encarnación de la Iglesia, sus decretos tienen valor de cánones, y los sínodos necesitan su aprobación. La Iglesia existe con plena independencia de todo poder civil. Se rechaza toda forma de Iglesia territorial y estatal en Occidente y en Oriente, incluso la iglesia privada o propia. Lo espiritual es más sublime que lo temporal.

La personalidad espiritual y moral

Nicolás I combatió para llevar a la práctica su concepto del papado. Completamente convencido de ser, como sucesor de San Pedro, juez de toda la Iglesia, también aceptó, por su parte, los deberes inherentes a tal condición. Fue hombre de elevada moralidad personal y de fuerte sensibilidad jurídica. No se trata de una simple frase hecha cuando, en carta dirigida al emperador Miguel III, confiesa su propia fragilidad y se recuerda a sí mismo su arriesgada responsabilidad misionera por la salvación del alma del emperador. Se declara, muy en serio, dispuesto al martirio si fuera necesario para la defensa de la Iglesia romana.

Es preciso tener en cuenta que todo esto, también la división de poderes, se halla dentro de la línea general ya indicada de la superioridad del papa sobre el poder político. Él mismo fue quien confirió a Luis II en su coronación el derecho de la espada —inicio de la teoría posterior de dos espadas.

Las luchas de Nicolás I con los arzobispos

Personalmente, Nicolás I no pudo coronar con éxito ninguna de las luchas en las que defendió estos principios. Las discusiones se prolongaron durante los pontificados siguientes. La importancia de este gran papa reside en haber anunciado y defendido un gran programa. No sin relación con la organización político-social de la época, que llamamos proceso de feudalización, algunos metropolitanos occidentales intentaron ampliar su poder eclesiástico y acrecentar su independencia. Durante toda su vida Nicolás I estuvo en continua lucha con ellos. A esto se añade, hasta su muerte, la discusión permanente con el patriarca de Constantinopla.

La primera discusión la sostuvo Nicolás con Juan, arzobispo de Ravena, la antigua rival e impugnadora de Roma y, después de ésta, la sede metropolitana más importante. Juan, apoyado por su hermano —que allí ostentaba el poder civil— y ante todo por el emperador de Italia, Luis II, pretendía nada menos que un propio Estado eclesiástico «ravenense», con independencia de Roma. Ni la suspensión ni la excomunión por parte del papa pudieron lograr la completa clarificación de la contienda.

Aún más importante e incluso más meritoria desde el punto de vista humano fue la discusión con Hincmaro (†882). La polémica sostenida con el arzobispo de Reims evidenció claramente las tendencias que cristalizaron en Pseudo-Isidoro: los obispos querían verse libres de las intromisiones de los grandes, tanto seculares como eclesiásticos; con tal fin proclamaron al papa como supremo juez y protector de sus derechos: «Que los obispos busquen refugio en el papa como en una madre; para que ahí, como siempre ha ocurrido, se encuentren protegidos, defendidos y liberados». Pero Hincmaro mostró a los obispos lo contrario: «Os convertiréis en siervos del obispo de Roma si no observáis la gradación divina de la jerarquía».

Uno de los sufragáneos de Hincmaro, Rotardo, obispo de Soissons, de los más ardientes defensores del ideal de reforma eclesiástica de los obispos, se opuso a la intromisión tanto del rey como de Hincmaro, su metropolitano. Al ser excluido de la comunidad de los obispos, apeló al papa. Nicolás reaccionó con toda su energía. Planteó a Hincmaro todas sus exigencias con toda claridad, le amenazó con la suspensión, le exigió la readmisión incondicional de Rotardo o la comparecencia ante su tribunal. Expresó su postura en un gran conjunto de cartas a Hincmaro, al rey, al clero y pueblo de Soissons y a los obispos francos occidentales. La conciencia del poder universal del papa se manifestó en toda su pujanza. Nicolás habló absolutamente como señor de la Iglesia franca y del metropolitano Hincmaro; quedaron abolidos los derechos de las iglesias territoriales y de los metropolitanos independientes: «Todos los asuntos importantes son de incumbencia del papa».

Rotardo logró ir en persona a Roma, y allí, en la Navidad del año 865, Nicolás I le confirmó en su dignidad episcopal, anuló la condena del sínodo imperial e hizo que un legado suyo le acompañara hasta Soissons.

La misma firmeza y valentía que con los arzobispos, demostró Nicolás I en el asunto, sin duda más espinoso, del matrimonio de Lotario II. Éste y su amante Waldrada, de la que tenía tres hijos (uno de ellos varón, que podía figurar como heredero del trono), estaban contra la legítima esposa, Teuteberga, hija de un conde borgoñón, con la que Lotario se había casado por motivos políticos, pero que fue repudiada porque no le daba ningún heredero. Tres sínodos en la residencia de Aquisgrán, bajo la influencia de los metropolitanos de Colonia y de Tréveris y del obispo de Metz, obligaron a Teuteberga a confesar un delito de incesto, declarando nulo su matrimonio y, por tanto, lícitas las segundas nupcias del rey; la reina tuvo que entrar en un convento. Enseguida se celebró la boda de Waldrada.

El papa se atrevió en este caso a hacer lo que ninguno de sus predecesores hubiera osado: juzgar al rey franco. Por medio de sus legados exigió un nuevo sínodo con nuevos obispos y se reservó la sentencia. El nuevo sínodo se pronunció a favor del rey. Pero el sínodo de Letrán, convocado por el papa en el año 863, condenó el nuevo matrimonio del rey; sin proceso judicial fueron depuestos los arzobispos de Colonia y de Tréveris. El legado de Nicolás, Arsenio, llevó a Waldrada a Italia, que huyó. Pero el papa no accedió a los deseos de renunciar de la abatida Teuteberga. Condenó a los culpables, sin pronunciar una excomunión formal. Así pues, no se llegó a una ruptura con la Iglesia franca, ya que tampoco el papa debía tener interés en ello, dadas las graves discusiones eclesiásticas con Oriente.

El enfrentamiento más duro y de peores consecuencias para el papado y la Iglesia de Occidente fue con el patriarca de Constantinopla, Focio.

c) Los sucesores de Nicolás I hasta el año 882

A Nicolás I le sucedieron dos papas ancianos, afables, que trataron de resolver los problemas suscitados por Nicolás I y que a su muerte se encontraban sin resolver: Adriano II (867-872) y Juan VIII (872-888)

Cuando Adriano murió, el clero de Roma escogió para reemplazarle a otro anciano, Juan VIII. Juan había trabajado desde hacía mucho tiempo en el patriarchum de Letrán con Nicolás I. Nombrado arcediano, fue considerado un hombre ponderado. Llegó al pontificado rodeado de ambiciosos, entre los que figuraba Formoso, obispo de Porto que, no habiendo llegado a ser patriarca en el país búlgaro, había querido ceñir la corona pontificia.

Juan VIII fue un buen administrador. Reclutó hombres para luchar contra los musulmanes siempre amenazantes, pagar a los marinos de Amalfi y de Nápoles y hacer grandes trabajos en Roma. Hizo consolidar los muros del Vaticano y rodear San Pablo fuera de los muros de una muralla. Era amigo de los buenos caballos y de la rica vajilla. Desde el comienzo de su reinado, mostró, de otra parte, seguir el ejemplo de sus predecesores.

Amenazado por los sarracenos, por los partidarios de Formoso, por Lamberto de Espoleto y Adalberto de Toscana, Juan VIII, como sus predecesores Esteban II y León III, partió para Francia a pedir socorro a Luis II el tartamudo. Un gran concilio se reunió en Troyes en agosto de 878. Juan coronó a Luis el tartamudo y entabló buenas relaciones con Bosón, tío del rey, que esperaba la dignidad imperial. Pero, después de la muerte del rey, Juan VIII propuso la corona imperial a Carlos el gordo, hijo de Luis el Germánico. Carlos aceptó y fue coronado en Roma el 12 de febrero de 881. Los ataques normandos le obligaron a pasar los Alpes. Juan VIII se quedó solo ante los ataques musulmanes, murió el 15 de diciembre de 882, posiblemente masacrado por el clero de su alrededor.

El fin trágico de Juan VIII no debe hacer olvidar ni la grandeza ni la importancia de su pontificado. Pero con el asesinato del papa comienza el saeculum obscurum de la historia de la Iglesia. Desde 882 a 1049 (ciento sesenta y siete años) hubo cuarenta y cuatro papas, y más de veinte durante los ochenta años que medían hasta la intervención de Otón I el grande.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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