EL FLORECIMIENTO DE LA IGLESIA BAJO LOS PIPÍNIDAS. LA CREACIÓN DE LOS ESTADOS DE LA IGLESIA
Carlos Martel, un estratega militar contradictoriamente cristiano

Carlos Martel
 
De Pipino de Heristal (680-714), mayordomo de palacio de Austrasia y de una joven noble, Alpaida, nació un hijo bastardo, Carlos Martel. Este príncipe alió la fuerza física a una gran firmeza de carácter y a una cierta habilidad política. Su fe era sólida, indiscutible, propia de un hombre de su tiempo. Pero antepuso siempre sus intereses a los de la Iglesia, y sacrificó estos últimos a su política cada vez que lo creyó necesario.

Ante la petición del papa, concedió su protección militar a los misioneros Willibrordo en Frisia y Bonifacio en Germania. Fue un gran medio para hacer progresar la influencia franca junto con el cristianismo. Pero Carlos rehusó ayudar a Gregorio III contra los lombardos en 739. Para dotar a sus fieles o a las gentes que quería ganarse, expropió a la Iglesia, secularizando los bienes eclesiásticos. Concedió frecuentemente los obispados a los laicos, y nombró numerosos abades laicos para los grandes monasterios austrasianos. Bajo su autoridad las secularizaciones desorganizaron la Iglesia franca.

Ciertamente, su «gesta» musulmana le consiguió el título de salvador de la cristiandad y difuminó todo lo demás en la conciencia de sus coetáneos. El gobernador árabe de España Abd al-Rahman, atraído por la riqueza de la abadía de San Martín Tours, pasó los Pirineos y continuó su viaje hacia el Norte. Carlos Martel reunió tropas y se lanzó al enfrentamiento contra la caballería de Abd al-Rahman. El choque tuvo lugar cerca de Poitiers, en octubre de 732. Sólo Isidoro de Beja (Isidorus Pacensis) cuenta el suceso veinte años después de su acontecimiento. Abd al-Rahman murió en el choque. La invasión musulmana retrocedió. Carlos explotó su victoria, a la que unió otras nuevas. En el año 737 Carlos detiene una invasión musulmana en Provenza. En Septimania retoma Nimes, Béziers, Agde. Sólo Narbona logró escapar.

El Islam, hasta entonces invencible, era vencido. La nueva religión y sus fuerzas militares eran vulnerables. Carlos dio a los cristianos la certeza de vencer y con ella abrió todas las victorias futuras. En concreto, la victoria de Carlos Martel tuvo tres consecuencias prácticas: dio a Europa occidental la conciencia de la solidaridad de su destino ante la amenaza musulmana —Isidoro de Beja califica de Europeos (Européens) a los soldados de Carlos Martel—; concedió a los Pipínidas un vencedor legendario como antepasado fundador, del que toda dinastía tiene necesidad; y creó una dinámica de reconquista que no cesará hasta la expulsión del último musulmán de España.

Pero los clérigos no olvidaron jamás la expoliación de la Iglesia y, a pesar de la presión del poder, circuló en los medios eclesiásticos la leyenda de un Carlos Martel que se aparecía a sus gentes sufriendo en el otro mundo y pidiendo que rogaran por él. Esta leyenda revela los sentimientos del clero en relación con quien había conseguido en Poitiers un servicio a la cristiandad, pero que, por otra parte, oprimió a la Iglesia de modo que nadie pensó que Carlos tuviera en su mente y en las relaciones prácticas una finalidad religiosa prioritaria.

Pipino, un político protector de la Iglesia, creador de una nueva dinastía real franca

Pipino el Breve
 
Como soldado, Carlos Martel tenía muy en cuenta la alianza con los lombardos, muy útil ayuda para detener la invasión sarracena en Provenza. Cuando en año 739 el papa Gregorio III, amenazado por el avance del rey lombardo Liutprando, escribió al mayordomo de palacio de los francos para pedirle su ayuda, Carlos hizo oídos sordos.

Su hijo Pipino el Breve (741-768) nutría el proyecto de sustituir legalmente al último rey merovingio Childerico III, colocado en el trono en 743. Para lograrlo tenía necesidad del apoyo de la nobleza y del respaldo de la Iglesia. Pero el príncipe poseía un espíritu mucho más religioso que su padre y un interés real por las cuestiones religiosas.

Pipino adquirió una cierta cultura entre los monjes de la abadía real de Saint-Denis. Fundó una biblioteca y el papa Paulo I (757-767) le envió libros litúrgicos, así como manuales elementales de gramática, de ortografía y de geometría. Fulrado, el abad de Saint-Denis, permaneció durante mucho tiempo como su colaborador íntimo y su consejero. Pipino fue el primero de los carolingios que mantuvo relaciones personales con el papa, en especial, largas conversaciones en Francia con Esteban II en los 754 y 755. El pontífice ejerció sobre su interlocutor una profunda influencia. Pipino guardó para con el papa un sentimiento hecho de afecto, admiración y temor sagrado.

Pipino desarrolló una verdadera política religiosa en tres dominios distintos: la reparación de las expoliaciones de su padre, la reforma de la Iglesia franca y la expansión misionera. La amplitud de las secularizaciones era tal, que el retorno integral de los bienes que Carlos había despojado a la Iglesia habría provocado una reducción del patrimonio carolingio y del de las grandes familias austrasianas. El rey tomó medidas de indemnización. Estableció que estos bienes fueran tenidos en precario por los beneficiarios hasta su muerte y el soberano garantizaba la restitución. Además, estas tierras debían pagar dos veces el impuesto eclesiástico o diezmo cuando éste se convirtió en obligatorio en abril de 756; esto es, el impuesto del diezmo y de la nona, o sea, el pago de la décima parte de las rentas —diezmo ordinario—, y un suplemento de la novena parte —nona—, a título de indemnización. Por otra parte, el soberano multiplicó las donaciones a las iglesias.

La iniciativa de introducir reformas en la Iglesia franca le correspondió al hijo primogénito de Carlos Martel, Carlomán, quien había heredado en 741 la mayordomía de Austrasia y la autoridad sobre Alemania y Turingia. Carlomán era una persona más inclinada a la piedad que su hermano más joven. Carlomán escuchó la llamada de Bonifacio y convocó un concilio en sus Estados en el año 742, el concilium germanicum. Pipino, a su vez, reunió en Soissons los obispos de Neustria en marzo de 744. Con diez años de distancia, dos concilios generales reformadores tuvieron lugar en Estinnes (Hainaut), en marzo de 745, y en Ver (Verneuil, Oise), en julio de 755. Lo esencial de esta legislación canónica fue recogido en los capitulares reales que recibieron fuerza de ley civil (capitularía, de capitula: capítulos; edictos reales compuestos de capítulos seguidos, aplicados a todos los asuntos).

Carlomán ingresó en un monasterio el año 747 y Pipino hubo de continuar solo esta política de reforma. Mientras extendía la influencia del cristianismo, hacía progresar al mismo tiempo la autoridad franca. Pipino terminó la reconquista de la Septimania, comenzada por su padre, y reconquistó Narbona. Después de la revuelta de Waifredo, duque de Aquitania, reconquistó la provincia y la reorganizó apoyándose en el clero. Continuó la ayuda a las misiones de San Bonifacio hasta su martirio en 754. Pipino fue verdaderamente un activo protector de la Iglesia. Bonifacio juzgó su intervención indispensable. Pipino apareció como el jefe de los cristianos latinos de Occidente; el basileus Constantino V aceptó su patronazgo para un concilio común que reunió latinos y griegos en Gentilly en 767, que no tuvo consecuencias. El califa de Bagdad buscó su alianza.

Pipino quería ser rey de los francos, pero tenía dos inconvenientes: la existencia de su hermano Carlomán, con quien condividía el reino, y su no pertenencia a la realeza. Una vez que Carlomán abandonó el gobierno, Pipino fue el único dueño del poder político, pero todavía no estaba asegurado contra la competencia de los hijos de Carlomán, que entre tanto habían alcanzado la mayoría de edad. En el año 750 Pipino envió al papa Zacarías (741-752) una embajada, compuesta por el abad de Saint-Denis, Fulrado, y de Burcardo, obispo de Wurzbourg, sufragáneo y discípulo de San Bonifacio. Pipino, que ya era «señor» de la Iglesia territorial franca, preguntó al papa «si, quien ya poseía el poder real, no debería también ser rey». La pregunta implicaba indirectamente el reconocimiento, hasta entonces inaudito, de la autoridad del papado con carácter vinculante en el plano estatal. Zacarías, un griego de Sicilia, tenía un espíritu vivo y delicado. Apreciaba al príncipe franco por su piedad y su condescendencia, por comparación con Constantino V, iconoclasta como su padre, León III, y con Aistulfo, nuevo rey de los lombardos desde el año 749, que amenazaba a Roma. Zacarías tenía necesidad de ayuda y sabía que no se debía ayudar a un ingrato. Respondió a la consulta de Pipino afirmando que «le parecía mejor llamar rey a quien detentaba ya la totalidad del poder», lo que Eginardo, en su Vida de Carlomagno (Vita Caroli), tradujo por un reconocimiento firme, pero excesivo, en el prefacio de su obra: «Bajo la orden del papa de Roma, Pipino fue llamado rey de los francos».

Preparado así el terreno, el nuevo rey fue ratificado en noviembre de 751 por la asamblea de Soissons, donde Bonifacio actuó como legado pontificio. Bonifacio en persona, u otro obispo en su presencia, ungió con la unción santa al rey y a su esposa Bertrada, ceremonia hasta entonces inusitada, aunque conocida entre los visigodos hispanos. Aquí encontró su continuación la obra más personal de Bonifacio y aquí se inició la alianza milenaria de Carlomagno con la Iglesia, del Trono y el Altar en Occidente, uno de los elementos que más caracterizaron a lo que llamamos Edad Media.

De esta manera toda la familia carolingia quedaba asociada al carácter religioso del rey consagrado y ella aparecerá como escogida directamente por Dios. Jamás el rey merovingio, aunque rodeado de santos ministros, se había revestido de esta dignidad particular. Con el merovingio había permanecido un rey laico; con el carolingio la monarquía adquiere un carácter casi sacerdotal. En adelante se fue imponiendo la concepción bíblica del rey elegido por Dios: «Tú me has escogido como rey de tu pueblo» (Sab 9,7). Nuevo Saúl, nuevo David, el rey consagrado tiene sus deberes (officia), un ministerio (ministerium) que Dios le ha confiado personalmente, es a Él a quien rendirá cuentas. El carácter sacerdotal del rey de los francos es muy superior al concedido al basileus, cuya coronación por el patriarca constituía una simple formalidad religiosa sin significación política. La consagración coloca al rey en el sumo de las funciones que Dios ha repartido entre todos los bautizados.

La creación de los Estados de la Iglesia (756)
En Italia la paz, o al menos la pausa, amenazada por la muerte de Liutprando (713-744) y continuada con el reinado del devoto Ratchis (744-749), desapareció con llegada al trono de Aistulfo (749-756). El nuevo rey de los lombardos se adueñó de Ravena, poniendo así fin al exarcado bizantino. Habiendo de este modo eliminado toda intervención griega, éste exigió de Roma el pago del tributo de un escudo por habitante para manifestar su soberanía sobre la Ciudad Eterna. Esteban II (752-757) protestó en vano. Una embajada bizantina no tuvo mayor éxito. El papa se volvió entonces hacia el rey de los francos y solicitó el envío de una escolta para visitarle y encontrarle. El 14 de octubre de 753 Esteban II, Crodegango (obispo de Metz), el duque Augier y el enviado bizantino dejaron Roma para un último encuentro en Pavía. Un mes más tarde, el papa y los enviados francos tomaban la ruta de los Alpes y, en nombre del rey, fueron acogidos por el abad Fulrado en Saint-Maurice, en Valais. El papa permaneció en Francia a lo largo de todo el año 754 y comienzos de 755, primero en Ponthion, después en Saint-Denis, unos quince meses en total.

Largas negociaciones secretas se realizaron en el curso de conversaciones privadas entre el papa y Pipino, cuyo contenido exacto ignoramos. En ellas fueron encomendadas, de una parte, la renovación de la consagración de Pipino; de la otra, el poder del soberano para intervenir en Italia, probablemente con el compromiso secreto de donar a San Pedro las tierras conquistadas a los lombardos. Al final de las ceremonias, el papa confirió a Pipino y a sus hijos Carlos y Carlomán el título de patricius de los romanos, que hasta entonces había sido concedido exclusivamente por el emperador, lo que ligaba aún un poco más la suerte de la dinastía a la de la Ciudad Eterna y al papa, y éste transfería al rey de los francos y a su casa la función protectora del exarca imperial de Ravena. El gesto de Esteban II significó de hecho, aunque no formalmente, la ruptura con Bizancio, es decir, con el antiguo Imperio romano.

Sin embargo, no quedaron del todo eliminadas las profundas tensiones existentes. Incluso la misma unión no quedó asegurada definitivamente. Los lazos de los papas con el supremo poder de la Roma oriental no quedaron definitivamente rotos. Los papas siguieron fechando sus documentos según los años del reinado del basileus «nuestro señor». En Constantinopla, a pesar del escándalo provocado por el proceder del obispo de Roma, se entendió la unión con los francos como un intento de defensa contra el enemigo común, los lombardos. De hecho, el peligro por este lado era muy grande, pues el piadoso Carlomán, hijo de Carlos Martel, abandonó inesperadamente su convento, a instancias del lombardo Aistulfo, para hacer fracasar la unión del papa con Pipino.

Tampoco los francos consideraron definitiva la alianza sin poner ningún reparo; por ejemplo, no hicieron uso del título de «patricio» hasta después de la conquista del reino lombardo, cuando dicho título representó no solamente deberes, sino también derechos.

La íntima tensión entre sacerdotium e imperium se evidenció ya desde el principio de la alianza; el informe romano sobre lo sucedido en Ponthion-Quierzy es esencialmente diferente del franco en la forma y en el contenido.

No obstante, había ocurrido algo decisivo: se habían asentado las bases para el futuro de la alianza eclesiástico-política medieval. Se establecieron una serie de acciones llenas de simbolismo y se formularon una serie de exigencias y reconocimientos históricamente vinculantes: Pipino prestó al papa servicios de caballerizo mayor, que en el ceremonial cortesano bizantino únicamente podían prestarse al emperador. Por su parte, Esteban, al día siguiente, vestido de saco y ceniza, se arrojó a los pies de Pipino y le rogó por los méritos del príncipe de los Apóstoles que le librara de las manos de los lombardos. Hay que tener muy en cuenta que el socio de Pipino en este convenio, en definitiva, no es el papa, sino Pedro, el portero celestial, cuyos «bienes» robados deben ser restituidos a su legítimo propietario. Con lo cual Pipino asume la defensa de los privilegios de Pedro.

Prescindiendo de las posibles intenciones de fondo, el poder profético- espiritual del sumo sacerdote logró aquí una legitimación política, esto es, un poder político: lo eclesiástico-pontificio penetró directamente en lo político-temporal. La unión y, en cierto modo, la mezcla de ambas esferas, básica para toda la Edad Media, se produjo en dicho encuentro, aceptada por ambas partes, aunque arrastrando ciertas confusiones y sin eliminar posibles tensiones.

La puesta en marcha de esta política romana, verdadera revolución en la actitud de los francos, encontró singulares dificultades en su aplicación. La nobleza franca, aliada tradicionalmente a los lombardos, no quería aventurarse en una expedición arriesgada; por otra parte, no tenía los mismos intereses que Pipino. Carlomán, el propio hermano de Pipino, que desde el año 750 vivía en Montecasino, fue obligado a salir de su monasterio por Aistulfo y enviado a la Galia para contrarrestar la influencia del papa. Pipino lo hizo encerrar en un monasterio en Vienne y buscó una via media para alcanzar sus fines sin enfrentarse demasiado con los nobles. Una primera expedición de Pipino, realizada fácilmente durante el año 755, consiguió la rendición Aistulfo, que prometió restituir al papa, y no el emperador, Ravena, el exarcado y la Pentápolis, sobre la costa adriática —los cinco obispados de Rímini, Pesara, Fano, Senigalla y Ancona—. Pipino regresó a la Galia, Aistulfo rehusó cumplir sus promesas. En enero puso su sede junto a Roma. Esteban II escribió una carta conmovedora a Pipino en la que hacía hablar a San Pedro. En mayo de 756 Pipino renovó su expedición con mayor energía. Pero esta vez tomó la precaución de vigilar la ejecución del tratado. Fulrado, en calidad de missus (enviado) real, visitó todas las ciudades rendidas, recibió sus llaves y fue a colocarlas sobre la tumba de San Pedro. Mediante este gesto nacía oficialmente el Estado pontificio.

Contó con algunas dificultades durante el pontificado de Paulo I (757-767), hermano y sucesor de Esteban II, porque, a pesar de su juramento, Didier, el nuevo rey de los lombardos, rehusó en la práctica aplicar el tratado. Pipino se retrajo ante una tercera expedición y se situó hasta su muerte en una reserva prudente, aunque multiplicando las delegaciones.

Una oscuridad fundamental subsiste sobre los motivos, el concepto y las modalidades primeras de la donación de Pipino a Esteban II. Si existió un texto sobre estas cuestiones, se ha perdido. Las concepciones sobre la esencia y la misión de cada uno de los dos «supremos» poderes y su relación mutua encontrarán a lo largo de los siglos una expresión literaria cada vez más rica, primero en forma de documentos (auténticos o inauténticos), luego de tratados teóricos y, finalmente, de libelos y escritos polémicos.

Como suele ocurrir en tan complicados procesos, lo más importante son los fundamentos y la tendencia evolutiva que en ellos se apunta.

Uno de los principales objetivos de la Iglesia de Roma fue su independencia de la presión del Estado, o sea, del emperador romano o romano-oriental. Ello quedó plasmado en La leyenda de San Silvestre, una narración fabulada según la cual el papa Silvestre I había bautizado a Constantino el Grande y le había librado con ello de la lepra, y en agradecimiento el emperador había hecho al papa valiosos regalos.

Esta leyenda encontró su redacción literaria definitiva en un documento falsificado: la llamada Donación de Constantino, que tendrá fatal consecuencia para la evolución del Occidente, especialmente para la relación sacerdotium e imperium, del que se desconoce el momento y el lugar de origen. Junto a tendencias romano-papales se encuentran también influencias francas. En el orden político y político- eclesiástico esta falsificación fue utilizada únicamente por los papas, esporádicamente en el siglo X, más intensamente en el siglo XI y de forma general desde el siglo XII. Ya Otón I y excepcionalmente Otón III (en un documento del año 1001) lo consideraron una falsificación. Pero luego fue tenido por auténtico durante todo el Medioevo y, por fin, en el siglo XV, fue demostrada su falsedad.

El decreto se hace pasar por una carta del emperador Constantino escrita al papa Silvestre y sus sucesores «hasta el fin de este tiempo terreno», el 30 de marzo de 315. El documento comienza con la narración de la conversión de Constantino, de su bautismo y de su curación de la lepra por intercesión del papa Silvestre. En agradecimiento por estos favores, que por mediación de Silvestre le han sido otorgados por el príncipe de los Apóstoles, quiere el emperador, de acuerdo con sus grandes y con todo el pueblo romano, entregar al representante (vicarius) de San Pedro en la tierra el poder, la dignidad y el honor imperial, el pleno poder soberano, exaltando así la sede del bienaventurado Pedro por encima de su propio trono. Eclesiásticamente el papa debe tener el principado sobre los otros cuatro patriarcados de Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén, así como sobre todas las Iglesias del globo terráqueo; la iglesia del Salvador construida por Constantino en su palacio (de Letrán) tiene, por consiguiente, el rango de cabeza de todas las iglesias del mundo.

Este reconocimiento se concreta en las siguientes donaciones: Silvestre y sus sucesores reciben Letrán como sede; las insignias de la dignidad imperial —de la cuales Silvestre sólo acepta la blanca clámide frigia como símbolo de la resurrección del Señor—; y al clero romano se le concede el rango de senadores con todos sus privilegios. Según el documento, Constantino, por respeto a San Pedro, ha hecho el servicio de strator, o sea, ha llevado de las riendas el palafrén (caballo) del papa. Constantino, además, constituye al papa en soberano, fuera de los muros del palacio de Letrán, de la ciudad de Roma, de las provincias de Italia y de todo el Occidente.

Consiguientemente, la «donación» termina con la decisión de Constantino de trasladar su sede a Bizancio. Porque no sería justo que un emperador de la tierra gobernara allí donde el emperador del cielo ha establecido la soberanía de los sacerdotes y la cabeza suprema de la religión cristiana. Esta Donación de Constantino fue después recogida como la pieza principal en las llamadas Decretales del Pseudo-Isidoro.

El documento es falso. El redactor ha puesto en la boca del primer emperador cristiano todas las ideas fundamentales del papado medieval. El papa es «el obispo universal» y el maestro, el defensor y el padrino del emperador; el vicario por medio del cual San Pedro manifiesta su poder y, finalmente, el papa es el jefe temporal supremo de Occidente.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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