EL ICONOCLASMO EN LA IGLESIA ORIENTAL
a) La primera fase de la contienda (730-775)
Dos grandes papas homónimos, Gregorio II (715-731) y Gregorio III (731-741), marcaron la actividad de la primera mitad del siglo VIII. Las discusiones doctrinales parecían apaciguadas. Las fronteras monofísitas, como Armenia, Egipto y Palestina, habían pasado bajo control musulmán, pero la amenaza lombarda se hacía más asfixiante. Una nueva amenaza, imprevista, que intentó hacer arder definitivamente Bizancio y Roma, se hizo presente: la querella de las imágenes.

En el año 717, León III isáurico subió al trono imperial, inaugurando una dinastía que iba a reorganizar el imperio. Pero las reformas administrativas de los isaurios quedaron contrarrestadas por su política iconoclasta que desató la guerra civil en el país.

Sobre los orígenes del iconoclasmo (del griego eikón = «imagen », y klaó = «romper», «quebrar») no están de acuerdo los historiadores. Los motivos que dieron los isaurios en defensa de sus ideas fueron varios: influencias judías: «No tendrás otros dioses rivales míos. No te harás ídolos, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, ni les darás culto» (Éx 20,4; Lev 26,1; Dt 6,13); influencias musulmanas: el califa Jesid en el año 723 publicó un decreto sobre la destrucción de las imágenes; influencias heréticas: los paulicianos del centro de Asia Menor eran hostiles a las imágenes, pero León había sido estratega, es decir, gobernador de Anatolia, donde los paulicianos ejercieron una gran influencia; también voluntad de purificar el cristianismo de sus últimos elementos paganos; o el deseo de hacer disminuir la influencia de los monjes, que eran los grandes propietarios del culto a las imágenes.

El emperador, sin que poseamos el texto preciso del edicto, comenzó en 727 a prohibir las imágenes y mandó destruir el venerado icono de Cristo de la puerta de bronce de palacio. El patriarca Germán de Constantinopla tomó posición contra el iconoclasmo. El papa Gregorio II se puso al lado del patriarca Germán, a quien ante su prohibición expresa de las imágenes, el 17 de enero de 730, le fue nombrado un sucesor dócil al emperador. La prohibición de 730 provocó la persecución sangrienta de la oposición. Juan Damasceno, que en el año 736 ingresó en el monasterio de San Sabas de Jerusalén, fue portavoz teológico de los iconódulos (veneradores de las imágenes) en la corte del califa. En opinión de Juan Damasceno, que justificaba el arte sagrado y el culto de las imágenes a partir de la encarnación de Cristo, el iconoclasmo era una derivación última del monofisismo. El papa se mantuvo en su estricta línea de oposición eclesiástica, pero impidió que las tropas de Italia aclamaran a su emperador. No se le pasó por la mente separarse del Imperio. Gregorio murió el 11 de febrero de 731, cuando nada irreparable había sucedido aún.

Su sucesor, el sirio Gregorio III (731-741), renovó el contacto con el emperador, pero no encontró un medio de apartar a León III del camino emprendido. Gregorio III reunió un concilio en Roma que excomulgó a los que se oponían al culto de las imágenes o las destruían. León III respondió separando de la jurisdicción pontificia todas las provincias del antiguo Illyricum (Epiro, Illyria, Macedonia, Tesalia, Ácaia, Dacia, Mesia, etc.), así como Creta, Calabria, Sicilia y probablemente Cerdeña, incorporadas a Constantinopla. A la muerte de León III, en 740, un año antes de la muerte del papa, el antagonismo por cuestión de las imágenes entre Roma y Constantinopla era muy vivo.

El hijo de León III, Constantino V (741-775), después de conocer los argumentos de Juan Damasceno, sentó también cátedra de Icólogo. Constantino negaba que una imagen adecuada de Cristo pudiera representar su naturaleza divina. Sólo la Eucaristía era, según el, verdadera imagen de Cristo. Finalmente congregó un concilio general reunido el 10 de febrero de 754 en Hiereia, palacio imperial en la orilla asiática de Constantinopla. No sabemos si fueron invitados el papa y los patriarcas occidentales, pero, en todo caso, no estuvieron representados, lo que fue un argumento capital en 787 contra la ecumenicidad del concilio. La presidencia fue ocupada por el metropolita Teodoro de Tarso, uno de los primeros defensores del iconoclasmo. El número de participantes, 338, fue sorprendentemente alto. Las sesiones se prolongaron hasta el 8 de agosto. El concilio no sufrió presión alguna por parte del emperador, ni se le coartó la libertad en las deliberaciones.

El decreto sinodal se ha conservado y manifiesta el camino por donde se había entrado en la dogmatización de la cuestión de las imágenes. Cristo no puede ser representado, pues toda imagen de Cristo está expuesta a caer en el monofisismo (representación ile Dios) o del nestorianismo (representación del hombre). Se condena por igual la fabricación y el culto de las imágenes. Sin embargo, el concilio previene contra la destrucción indiscriminada de las obras de arte existentes. El concilio, como el emperador, sólo ve una imagen adecuada de Cristo en la Eucaristía. El iconoclasmo, que hasta entonces se había apoyado en un edicto imperial, fue, desde ese momento, dogma de toda la Iglesia de Oriente. No se excluyó al grupo del episcopado disidente, pero tampoco existió una oposición digna de un grupo de obispos.

El emperador Constantino V fue mucho más allá que los decretos del concilio. El hecho de que los más reacios fueran los monjes, lo exasperó de tal forma contra ellos que pronto no fue posible distinguir si la persecución iba primeramente contra el monacato o contra la iconodulía. La sospecha de que el monacato se declarara contrario a los decretos conciliares por motivos económicos no puede ser demostrada. Cabe suponer que los monjes estaban más cerca que los obispos de la sencilla piedad del pueblo, favorable a las imágenes, aunque no puede decirse que entonces siguieran a la voluntad popular, sino que la formaron. Porque el monacato no tenía tras sí la mayoría aplastante del pueblo, sino que la actitud de oposición de los monjes frente al poder estatal fue la que les ganó la adhesión de las masas.

Se dice que el emperador negó a María el título venerable de theotókos y a los santos la denominación de «santo». Prohibió no sólo el culto de las imágenes, sino el de las reliquias. Donde hallaba resistencia hacía confiscar los monasterios y mandaba los monjes al ejército. Algún gobernador de provincias fue aún más lejos y obligó a monjes y monjas a abandonar el celibato. Diez años después se decretó la persecución formalmente. Cabeza de la oposición fue el abad Esteban el Joven, del monte Auxentio, en Bitinia. Tras un largo proceso que no llegó a condenarlo a muerte, murió al ser entregado a la chusma. Los monasterios de Bitinia, los más importantes del Imperio, se despoblaron; las iglesias fueron destruidas y profanadas. Pero el monacato no permaneció pasivo. De ellos salieron los más violentos libelos. A despecho de la persecución, el monacato se consolidó, tomó conciencia de sí mismo como una potencia.

b) La primera restauración del culto de las imágenes (775-790)
Con la muerte del emperador Constantino V, la persecución de los iconódulos pasó su punto culminante, sin que estuviera perdida la causa de los iconoclastas. Los nombres de León III y Constantino V quedaron unidos al de un período de enérgica defensa nacional frente al Islam y los bárbaros. Además, una nueva generación de cristianos iconoclastas estaba en plenitud de actuación y comprobó que la retirada de las imágenes no había producido pérdidas irreparables a la Iglesia. Por ello, sólo con la mayor cautela y sin atentar a la memoria de los emperadores difuntos podía llevarse a cabo una restauración del culto a las imágenes.

León IV (775-780), hijo de Constantino V, no pensó en restaurar el culto a las imágenes. Sin embargo, puso fin a la persecución de su padre. A su muerte, su viuda Irene asumió el poder como regente por su hijo menor, Constantino VI. Poco a poco se avanzó en una política promonacal. Todo aquel que quería hacerse monje podía hacerlo sin obstáculos, los monasterios fueron restablecidos. Por entonces surgió en Bitinia el monasterio de Sacudión, punto de partida de un movimiento de política eclesiástica de gran alcance.

Sin embargo, toda restauración de la situación anti-iconoclasta era ilusoria mientras se mantuvieran en pie las decisiones del concilio de Hiereia, que se había dado por ecuménico. La restauración sólo podía realizarse por medio de un nuevo concilio y de un nuevo patriarca no comprometido. El actual, Paulo, abdicó por motivos de salud y recomendó la celebración de un concilio. La emperatriz, prudentemente, no eligió a un monje, sino a un alto empleado laico aún, el protosecretario Tarasio, prudente y moderado. El 25 de diciembre de 784 fue consagrado per saltum obispo de Constantinopla. En el año 785 se puso en contacto con Roma, manifestó su deseo de un nuevo concilio ecuménico y pidió al papa que enviara dos legados. Del mismo modo actúa la emperatriz Irene.

El papa Adriano reconoció con reservas a Tarasio y aprobó el proyecto conciliar de la emperatriz. Algunos obispos iconoclastas estaban en contra. Cuando el 1 o el 16 de agosto de 786 se reunió el concilio en la iglesia de los Apóstoles, en su sesión de apertura, en presencia de Irene y de su hijo, penetraron tropas de la guardia en la iglesia y deshicieron la reunión.

La emperatriz tuvo que comenzar de nuevo. Trasladó las tropas de guardia y el concilio a Nicea, donde se abrió el 28 de septiembre de 787. Ocuparon la presidencia los delegados pontificios, pero ya en la primera sesión los obispos sicilianos rogaron a Tarasio que tomara la dirección de las deliberaciones. Participaron entre 258 y 335 obispos junto con un considerable número de monjes y abades con derecho a voto. El concilio no brilló por la presencia de grandes teólogos ni de grandes razonamientos teológicos. La definición del concilio declara doctrina ortodoxa el culto a las imágenes, condena el iconoclasmo como herético y ordena la destrucción de los escritos antiicónicos. Define el culto como «prokynesis honrosa» en que entran, también, luces e incienso. Esta prokynesis se distingue de la latreía, adoración propiamente dicha. La misma prokynesis está justificada por la relación con la persona que se representa en la imagen. Se pone de relieve el valor moral del culto y no se hace distinción entre la cruz y las imágenes de Cristo y de los santos.

El 23 de octubre de 789, la emperatriz reunió a todos en sesión final en el palacio de Magnaura en Constantinopla, donde aprobaron también los 22 cánones que forman el final de las actas. Algunos de éstos se ocupan de la situación creada por el iconoclasmo: la prohibición de consagrar iglesias sin la disposición de reliquias, la de guardar escritos heréticos o destinar edificios monacales para usos profanos. Otros cánones se dirigen contra prácticas simoníacas y recomiendan a clérigos y monjes sencillez y rigor moral.

El patriarca Tarasio hizo llegar al papa Adriano un breve informe sobre el concilio. Recibió las actas por sus legados. En Roma fueron mal traducidas y esa traducción incorrecta pasó a los Libri Carolini, lo que aumentó los equívocos. No parece que el patriarca Tarasio pidiera a Roma la confirmación de los decretos. La paz parecía restablecida en la Iglesia ortodoxa. Sin embargo, el iconoclasmo no había muerto.

c) Pausa en el iconoclasmo (790-806)
Constantino VI alcanzó la edad para ejercer la soberanía. Como no podía esperar que su madre se retirara, se coligó con sectores del ejército y la aristocracia iconoclasta. Pero la emperatriz madre descubrió la conjura y exigió del ejército el condominio. Las tropas de la capital se lo prestaron, pero las tropas de los «temas» resistieron y proclamaron soberano único a Constantino VI (790). Ante esta resistencia, Irene capituló y se retiró. Sin embargo, dos años más tarde recuperó la influencia sobre su hijo y se convirtió en emperatriz de hecho. Constantino VI quedó aislado. Las intrigas de su madre lograron indisponerlo con el partido de los monjes.

En el año 788 Irene casó a su hijo con la paflagonia María y le obligó a abandonar el proyecto de boda con Rotruda, hija de Carlomagno. Debido a ello, el emperador repudió a María y la obligó a entrar en un monasterio, pensando casarse con Teodota, dama de la corte de su madre. El patriarca Tarasio negó al emperador permiso para un nuevo matrimonio y lo amenazó con excluirlo de la vida de la Iglesia. Sin embargo, Constantino se casó con Teodota y el presbítero José bendijo la boda. El patriarca dio paso a la oikonomía (acomodamiento).

El abad Platón de Sacudión y su sobrino Teodoro se pusieron a la cabeza de la resistencia, secundados por algunos monjes. Censurando como adulterio las nuevas nupcias, tacharon al patriarca de «laxo» y le negaron la comunión. El emperador y la nueva emperatriz hicieron todo lo posible para que los monjes cambiaran de idea. Al no lograrlo, Platón y Teodoro fueron encarcelados y desterrados. Con ello, el emperador se enfrentó no sólo al ejército sino también los sectores reformistas de la Iglesia, y sonaba de nuevo la hora de Irene. El año 797 hizo cegar a su hijo, que sólo sobrevivió unos años y gobernó Irene. Platón y Teodoro recibieron de ella la libertad. Tarasio fue obligado a excomulgar a José. La emperatriz Teodota fue acusada de adúltera y su hijo desheredado. En el año 806 moría Tarasio.

El sucesor de Tarasio fue otra vez un laico, el canciller imperial Nicéforo, cronista y santo de la segunda fase de la guerra de las imágenes (806-815). Lo peor fue que el emperador Nicéforo obligó al nuevo patriarca a convocar un concilio para readmitir al presbítero José en la comunión eclesiástica. Probablemente Nicéforo obraba por resentimiento contra su antecesora Irene. Obedeció al mandato imperial y el sínodo se adhirió a él. Teodoro de Studium tuvo que partir de nuevo al destierro que terminó en 811, al cambiar el trono.

d) La segunda fase de la guerra de las imágenes (806-815)
El régimen iconófilo había quedado ligado con el gobierno de Irene. Por mucho que la hagiografía y las crónicas monacales exalten a esta emperatriz, su regencia y mando fue desastroso para el imperio. Todo ello condujo a la sublevación de Nicéforo I (803-811), que barrió a Irene y sus partidarios. El duro régimen del nuevo emperador lo situaba cerca de los iconoclastas y frente a los monjes; no contuvo ni reprimió la propaganda iconoclasta. En el año 811 fue derrotado por los búlgaros, lo cual le costó a él la vida y a su hijo Staurakios el trono. El nuevo emperador Miguel I Rangabe (811-813), debido los consejos de Teodoro el Estudita, luchó contra los búlgaros. Una nueva derrota a manos de los búlgaros dio lugar a que los generales del campamento eligieran emperador a León, jefe del tema anatólico.

León V (813-820) llegó al trono en una situación similar a la de los dos primeros emperadores sirios e intentó una restauración en este sentido. Teológicamente se parte de que el culto de las imágenes sólo es lícito cuando está ordenado por la Biblia, mientras que el argumento popular era que el gobierno de los emperadores iconoclastas había sido bueno para el imperio. Se hallaron las actas del concilio de 754. A fines de 814 acudieron al patriarca Nicéforo, exigiéndole que retirara las imágenes del culto inmediato del pueblo — no se trataba de una destrucción general de las mismas—. La respuesta del patriarca fue un «no» rotundo. Además, el patriarca rechazó que la cuestión fuera discutida en un concilio o en una conferencia episcopal. El emperador redujo sus exigencias, sólo había que apartar de las iglesias las imágenes cercanas al pueblo. Sin embargo, Nicéforo no se avino a ello y fue deportado a Asia Menor, donde renunció a su cargo. El 1 de abril de 815 el emperador nombraba un nuevo patriarca, Teodoto Cassiteras (815-821), y el mismo mes se reunía en Santa Sofía un conciliábulo que renovaba los decretos del concilio de 754, criticaba ásperamente el segundo concilio de Nicea y prohibía otra vez la fabricación de imágenes de Cristo y de los sanios. Se produjo un cambio: muchos abades se hicieron iconoclastas, mientras que algunos obispos defendieron la iconodulía.

En la Navidad de 820 fue asesinado el emperador León V. Le sucedió su asesino, Miguel II el Amorío (820-829), hombre de carácter y postura religiosa sombríos y, según las crónicas posteriores, más inclinado al judaismo que al cristianismo. Se produjo una revuelta social que se confabuló con la potencia árabe. El hijo de Miguel, Teófilo (829-842), sufrió la caída de la fortaleza de Asia Menor Amorión (838). Teófilo fue aún más fuerte perseguidor de los veneradores de las imágenes que su padre. Era discípulo de Juan Gramático, que en el año 815 había preparado los decretos del concilio iconoclasta, y ahora el patriarca Juan VII (837-843).

Al morir Teófilo se hundió el iconoclasmo. Los motivos son complejos. Dada la peculiar teología política de los bizantinos, para quienes la prosperidad del imperio era premio de la recta fe, los desastres precisamente de los últimos emperadores iconoclastas habían puesto argumentos de peso en manos de los iconófilos. El tiempo de paz entre 780 y 815 había acrecentado el prestigio de los monjes entre el pueblo.

Muerto Teófilo, le sucedió su hijo de tres años Miguel III (842- 867). La regencia fue asumida por la emperatriz viuda Teodora, de antiguo iconófila. La iniciativa partió de su ministro y consejero Teoctisto. La emperatriz se dejó persuadir de buen grado, con tal que se salvara la memoria de su difunto marido. Juan VII fue inducido a que abdicara y su puesto lo ocupó el siciliano Metodio (843-847). En marzo de 843 se celebró inmediatamente un solemne sínodo que restableció el culto a las imágenes. Por fin se impuso una paz que, en este sentido, no volvió a turbarse más.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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