LA RENOVACIÓN DE LA VIDA REGULAR (1050-1120)

LA REFORMA GREGORIANA (1048-1125)

LA RENOVACIÓN DE LA VIDA REGULAR (1050-1120)

a) Las reformas en el interior del régimen benedictino

Diferentes personas, constatando que la mayor parte de las casas benedictinas de aquel momento estaban demasiado abiertas a la sociedad, deseosas de practicar un régimen más duro y vivir lejos de los lugares habitados y en penitencia para obtener el perdón de Dios por las faltas de los que cada vez se es más consciente, reformaron los monasterios o crearon nuevos establecimientos para realizar su ideal sin romper con el sistema y la espiritualidad benedictina, cumplimiento de las obligaciones de la Regla de San Benito: cenobitismo, dura ascesis y renuncia real al mundo.


Ruinas de la abadía de Hirsau
Fueron diversos los movimientos emprendidos. La abadía de Hirsau (en la Selva Negra) renace en 1059-1060 sobre las ruinas de un antiguo convento de época carolingia por iniciativa de un gran señor local y de los monjes benedictinos de Einsiedeln. El segundo abad de esta abadía, Guillermo (1069-1091), mandó redactar las costumbres. Quiere una mejor observancia de la Regla y no difiere de Cluny sino en que la congregación (un centenar de conventos) está más unida, por ser menos numerosa y recibir unas instituciones más flexibles. Participa, sin embargo, en las obras de su tiempo: organización parroquial y reforma gregoriana. Al contrario, la rama benedictina nacida de la abadía de Santiago de Ratisbona (hacia 1090), que muy pronto contó con una docena de establecimientos, se cerró al mundo y puso como primer fin el trabajo intelectual.


Roberto de Tourlande (San Roberto de Chaise-Dieu).
La fundación de la abadía de La Chaise de Dieu (diócesis de Clermont) en 1043, muy fría en invierno y con precarios recursos, es otro ejemplo de los problemas y de las búsquedas de esta época. Roberto de Tourlande, nacido en 1001, sintió muy pronto las contradicciones de su tiempo. Muy joven, en 1018, optó por la vida religiosa, e ingresó como canónigo en el Cabildo de San Juan de Brioude en 1026, donde fue ordenado presbítero. Deseoso de una vida más exigente, no se siente satisfecho con esta vida colegial que sólo le obliga a una vida comunitaria y a la celebración del Oficio Divino. Cluny, ya muy extendido y reputado en la región pero cuya ascesis no le parece severa, no le satisface. Hacia 1040 viaja a Montecasino para estudiar la Regla de San Benito. Tres años más tarde funda La Chaise de Dieu, donde practica con dos compañeros —después con más discípulos— un régimen de vida eremítico y sólo funda unas instalaciones estables en respuesta a las necesidades espirituales y materiales con que se van encontrando. Pronto se orienta hacia la vida cenobítica benedictina, pero manteniendo un ideal ascético, retirado del mundo, aunque actuando en la cristianización del mundo rural. Durante la segunda mitad del siglo XI y todo el siglo XII la congregación casadiosense llegó a agrupar una quincena de abadías, de las que dependían un buen número de prioratos, situados en el macizo central, en las regiones vecinas de la Borgoña y en el norte de la actual Italia.

Más original, y en sus comienzos extraña al espíritu benedictino, fue la fundación de Fontevraud (cerca de Saumur), realizada entre 1100 y 1101 por Roberto de Arbrissel, quien se orienta en una línea contraria a la vida eremítica. Predicador activo y apasionado, quiere formar clérigos predicadores y ayudar a la reforma de los establecimientos canónicos o monásticos. Animado por un ardor místico y sumergido en las aspiraciones de la población rural de aquel tiempo en que se predica la primera cruzada, en cuyas corrientes de fe y esperanza él participa, reúne junto a sí un conjunto de hombres y mujeres que quieren hacer penitencia, arrepentirse de sus pecados y llevar una vida de piedad y de renuncia para alcanzar su salvación. Finalmente, los instala en Fontevraud y les da unas normas inspiradas en la Regla de San Benito, insistiendo en la severidad de la penitencia. Estableció un monasterio doble —un monasterio de hombres y otro de mujeres— dirigido por un solo abad, la abadesa de las monjas. Después de Roberto la Orden fue ayudada por los Plantagenet. Estos ejemplos muestran los caminos de evolución monástica en la segunda mitad del siglo XI. En general hay una tendencia al cenobitismo, unido a una ruda ascesis, la pobreza y la meditación en la miseria del hombre y en el amor de Dios. Esta tendencia no rechaza por completo la actuación fuera del monasterio.

b) La renovación del eremitismo

El otro camino, distinto del cenobitismo, era el eremitismo, que ya desde 1040, con Roberto de Tourlande, no dejó de atraer seguidores. Donde más vocaciones eremíticas nacieron fue en Italia, especialmente en las regiones meridionales, cuyos eremitas se inspiraron desde el comienzo de la Edad Media en las costumbres orientales. Vivían en gran austeridad, en el aislamiento total, separados de sus compañeros, en cabañas o cavernas próximas; practicaban la liturgia griega y encontraban su principal alimento espiritual en los escritos de los Padres del desierto, en San Basilio y en San Pacomio. En algunas ocasiones abandonaban la soledad para ir a las ciudades, donde ayudaban a la muchedumbre a hacer penitencia, aportando así una novedad en medio de los cuadros eclesiásticos tradicionales.

El primer eremita de esta época fue Nilo, nacido hacia 910 en Rossano, cerca de Calabria, quien, después de haber pasado largo tiempo entre el clero, se entregó a la vida eremítica. Comenzó por ser un anacoreta totalmente aislado que repartía su existencia entre la soledad total en una gruta y el refugio en un monasterio, donde practicó un ascetismo severo, largas horas en oración cada día y la lectura de libros santos, sin abandonar la copia de manuscritos. Pronto su santidad se difundió y acudieron junto a él muchos discípulos. Construyó para ellos un convento cerca de su pequeño oratorio, no lejos de Rossano, y escribió una regla con la que organizar el eremitismo. En 980 fundó un segundo monasterio en San Miguel de Valleluce y, finalmente, en 995, un tercero en Serperi, cerca de Gaeta. Murió hacia 1005 sin que nadie le sucediera, pero después de haber mostrado que se podía fundar una comunidad de anacoretas dirigida por un jefe y sometida a una regla.

Romualdo fue el primero que organizó este sistema en el seno de la Iglesia latina con un modelo original. Nacido en el seno de una familia ducal de Rávena, fue monje benedictino en el monasterio de San Apolinar en Classe, pero lo abandonó para hacerse eremita. Durante algunos años anduvo errante de un lugar a otro y permaneció varios años en el monasterio catalán de San Miguel de Cuixá, donde estudió las obras de Casiano y de los Padres del desierto. Llegó a la conclusión, siguiendo a San Víctor de Marsella y San Benito, que la vida cenobítica debía terminar en el eremitismo. Vuelto a Italia, fundó en la región de Rávena, en los Apeninos, y más tarde en Istria, establecimientos dobles que comprendían, de una parte, un monasterio donde los monjes oraban y trabajaban en común —especialmente trabajo intelectual—, y, de otra, ermitas donde cada religioso vivía aislado, en mortificación y oración, con la sola obligación de tomar una comida con los otros. En 1012 se asentó en Camaldoli, cerca de Arezzo, donde murió en 1027. Sus sucesores reagruparon las casas que Romualdo había fundado y las que habían nacido con los mismos principios en una Orden llamada «de los Camaldulenses», que comprendía monjes-eremitas y hermanos conversos que no hacían profesión y que se encargaban de las relaciones con el exterior.


San Romualdo
Uno de sus discípulos, Landulfo, abad de Fuente Avellana, cerca de Gubbio, acogió un día a un joven fogoso, que había enseñado en Parma y había sido monje benedictino, Pedro Damián. Pedro sucedió a Landulfo a la cabeza del monasterio (1043) y, fiel al espíritu de Romualdo, de quien escribió la vida, condujo a los monjes a una mayor austeridad. Recorrió diferentes regiones de Italia Central, donde estableció conventos que dependían de Fuente Avellana, hasta que en 1057 el papa Esteban IX lo sacó de la soledad, lo nombró cardenal- obispo de Ostia y lo insertó en el movimiento de reforma de la Iglesia en el que desempeñó un importante papel.

En la misma época, en Toscana, Juan Gualberto, originario de Florencia, fundó en la soledad de Vallombrosa un establecimiento del mismo tipo que las fundaciones camaldulenses (1039) que, también, intentó acercar la vida cenobítica al eremitismo. A partir de esta fundación se desarrolló una Orden de inspiración benedictina.

Fuera de Italia, en Inglaterra prendió esta corriente más tardíamente, pero en Alemania y en Francia, ya en el siglo xi, los eremitas fueron numerosos y, muchos, célebres: Gunter en Baviera, muerto en 1045, fundador de Rinchnach; Roberto de Arbrissel; Bernardo de Tiron; Geraldo de Salles y otros. Uno de los más famosos fue Esteban, hijo del vizconde de Thiers, que, después de haber practicado el anacoretismo en Calabria, regresa a su país y se retira a la soledad de Muret, cerca de Grandmont, en la diócesis de Limoges (1074). Llevó durante más de cincuenta años una vida ascética consagrada a la meditación y a la oración y atrajo a varios discípulos con los que fundó la orden o la «cofradía» de Grandmont, difundida en Francia e Inglaterra y cuya originalidad fue que los hermanos conversos podían ejercer funciones espirituales. El papa terminó esta experiencia en 1186.

Estas iniciativas, numerosas y extendidas, prueban claramente que el eremitismo atrae a un gran número de vocaciones, puesto que el cenobitismo tradicional parece insuficiente para la satisfacción de las exigencias espirituales y religiosas de este tiempo. Los eremitas se centran en la penitencia, el desprecio del mundo y la pobreza. La búsqueda de la contemplación no excluye una cierta participación en la acción. Como no están obligados a una regla cenobítica, se entregan libremente a las actividades espirituales del pueblo predicando y aconsejando y, frecuentemente, confesando. Sin embargo, la mayor parte de estas nuevas órdenes constituyeron logros personales con un nuevo ideal, pero no fueron originales. En Italia meridional permanecieron unidas al monacato basiliano, es decir, cenobítico. En otras regiones se inspiraron en la Regla benedictina. Después de varios decenios, estos monasterios terminaron por unirse bien al monacato benedictino, bien al cisterciense o se transformaron en capítulos regulares, olvidando todo su eremitismo. Algunos permanecieron fieles a su primera intención: el más célebre, la Cartuja.

c) Un nuevo sistema triunfante: la Cartuja

El mayor logro de los monjes de la Gran Cartuja fue el de darse una constitución original que garantizaba mejor las obligaciones de la vida eremítica e instituía, al mismo tiempo, una estabilidad monástica.


San Bruno
Su fundador, San Bruno, había nacido en 1030 en una familia noble de Colonia. Realizó estudios, primero en Colonia y después en Reims, y se convirtió en profesor de las escuelas de Reims, en las que se impartía una enseñanza orientada a la exégesis bíblica. Al mismo tiempo se interesó por los grandes problemas de su tiempo y apoyó firmemente las reformas de los gregorianos. De este modo alcanzó estrechas relaciones con numerosos obispos, abades y clero local, de manera que en 1082 le fue ofrecida la sede arzobispal de Reims, a la que renunció, pues en ese momento estaba decidido a abandonar la vida mundana.

Se encontró entonces con Roberto, abad de Molesme, quien se interesó por los eremitas. Gracias a él, se estableció con dos compañeros en la foresta de la Séche-Fontaine, no lejos de Bar-sur-Seine. Pronto descubrió los inconvenientes de tal instalación, pues estaba en contacto con las poblaciones vecinas y su intención no era predicar; sus concepciones personales le empujaban a no vivir de la pobreza, lo que le obligaría a vivir en contacto con los fieles; además, tampoco quería un «eremitismo en equipo», sino un «género de vida que respondiese mejor a la necesidad individual de recogimiento y de oración».

Abandonó la Champaña y viajó a los Alpes, donde se confió al obispo de Grenoble, Hugo I. Bruno consiguió que le regalaran el dominio de la Chartreuse, propiedad del abad de La Chaise de Dieu y de dos señores laicos. En el verano de 1084, asistido por los habitantes de Saint-Pierre, fijó su residencia en un lugar extraordinario, inhóspito, glacial y totalmente aislado del mundo en invierno: era verdaderamente un establecimiento en el desierto.

Los primeros años fueron muy difíciles, apenas si afluían discípulos. En 1089 y 1090 Bruno fue llamado a Roma por el papa Urbano II, su discípulo, que le confió una misión en Italia meridional. Su partida estuvo a punto de provocar una catástrofe: los religiosos se dispersaron; pero, pensando que la comunidad no dependía de la existencia de un maestro sino de ser una institución duradera a la que los monjes pertenecen en virtud de un voto de estabilidad, Bruno designó como prior a Landuino, quien logró reagruparlos. Desde entonces el convento no dejó de desarrollarse. Bruno no regresaría hasta su muerte, acaecida en 1101, pero tendrá tiempo de fundar una segunda casa en Santa María de la Torre, en Calabria. Deseosos sus sucesores de mantener el ideal que Bruno había querido realizar, el quinto sucesor de la Gran Cartuja, Guido de Chastel (+ 1137), redactó la regla.

El ideal cartujano, expuesto en este documento, reposa sobre principios diferentes del monacato benedictino. Es evidente que las prácticas concernientes a la alimentación y la organización interna del convento están conformes con la Regla benedictina y que se observan de un modo muy estricto. Pero para el resto, es decir, lo esencial, los fundadores de la Cartuja se inspiran en San Jerónimo, en Casiano y en otros Padres, consiguiendo un instituto de eremitismo estable extraño a las ideas de San Benito.


La Grande Chartreuse, en Isère (Francia), monasterio fundador y sede de la orden cartuja.
En el convento cohabitan dos categorías de personas: los monjes y los conversos (hermanos). Los segundos son laicos comprometidos en religión; viven en común, como los cenobitas, en un mismo edificio; asisten al oficio cotidiano de la mañana y de la tarde y están obligados a recitar algunas oraciones durante la jornada; tienen como función realizar los trabajos necesarios para la subsistencia de toda la comunidad. Sin embargo, no son cartujos, sino solamente religiosos que permiten a los monjes cumplir su vocación.

Los monjes cumplen una regla conforme al ideal de San Bruno. Son clérigos, frecuentemente sacerdotes, que, vestidos con un hábito blanco, se entregan al eremitismo y viven, después del noviciado, en el eremitorio. Allí, cada uno tiene como una pequeña casa con dos plantas: en la inferior, un local que les sirve de taller y se abre hacia un jardín; en la superior, un cuarto para la meditación y el trabajo intelectual y otra pieza cuya puerta se abre al claustro que conduce a la iglesia donde se celebran los oficios en común. El resto de las horas del día el cartujo permanece en su celda, donde el converso le entrega la comida a través de una ventanilla. El cartujo ora, lee, reflexiona, copia manuscritos y se entrega a tareas manuales; vive en la soledad, en medio de un desierto, ayudado y sostenido por la comunidad. La institución reposa sobre cuatro principios fundamentales: los votos, que son los mismos del monacato benedictino; la estabilidad en un lugar; la elección por los monjes del prior, a quien por humildad no se le da el título de abad, pero que tiene su lugar y es el padre a quien se debe obediencia total y quien mantiene la unidad del grupo; finalmente, la reunión de todos los monjes en capítulo para la corrección fraterna y escuchar los consejos y exhortaciones del prior. El prior lleva, también, la gestión material del monasterio y reside, para ello, en la casa de los conversos. Bajo las instrucciones del prior, los hermanos cumplen los trabajos rurales y la cría de caballos.

En cuanto a la Orden, está constituida por una federación de establecimientos, regida según las decisiones del capítulo general que reúne periódicamente a todos los priores. Aunque tuvo un número restringido de casas (39 en 1200, apenas 200 a finales del siglo XV), no debemos pensar en una desafección hacia la institución cartujana, sino en una escasez de vocaciones a causa de la rudeza del género de vida propuesto. En el siglo XII la Cartuja triunfó en relación con las otras órdenes.

Su éxito se debió sin duda a la originalidad de su espiritualidad, que reposa sobre una total renuncia del mundo, por la soledad absoluta y por la voluntad de no mantener relación alguna con la sociedad (más que lo que exijan las necesidades materiales), ni actuar en ella. Esta renuncia, manifestada en la pobreza individual y en la castidad, conduce al monje a la oración y a la contemplación de Cristo y de sí mismo. La oración tiene tres fases: la lectura atenta, la reflexión y la propia oración, en el aislamiento y en el silencio más estricto. Esta ascesis está acompañada permanentemente de un examen de conciencia. Las virtudes cartujanas son las mismas que las benedictinas, pero no se realizan del mismo modo. El cartujo no parte de la obediencia para aprender la humildad, sino que funda su vida espiritual en la ruptura con la sociedad que le fuerza a encontrar, en la taciturnidad, la introspección y la oración, el sentido profundo de la sumisión a la regla. El monje cluniacense es un orante, el cartujo es un contemplativo.

d) La vida comunitaria activa. Las reformas canonicales

En la misma época en que el eremitismo suscitaba nuevas vocaciones, la vida comunitaria atraía a buen número de clérigos, hombres y mujeres, que se diferenciaban del cenobitismo benedictino y se insertaban en una tradición canónica que había creado, a comienzos del siglo IX, la regla de Aquisgrán.

Desde el siglo IX, la vida canónica no dejó de ejercer su atracción en el seno de los cabildos catedrales, agrupando sacerdotes que se comprometían a guardar la castidad, vivir en común y respetar un reglamento. Las diferencias esenciales con el monacato concernían a la clausura —los canónigos podían tener relaciones con la sociedad— y la pobreza —cada uno de ellos poseía bienes propios procedentes de las rentas de la mesa común o de los bienes de la comunidad—. Estos cabildos, muy activos y potentes en Alemania y al norte del Loira, reclutaban sus miembros entre la nobleza y eran considerados como un peldaño para emprender una buena carrera clerical, sin practicar trabajos rudos ni romper con el mundo.

En los siglos X y XI se produce una cierta relajación en algunos de estos cabildos relacionados con la regla de Aquisgrán. En la misma época, los conventos benedictinos de mujeres, sin cambiar su denominación, se convirtieron en una especie de pensionados para las hijas de la nobleza, y las monjas tomaron el título de canonesas.

Desde comienzos del siglo XI se introduce una reforma en los cabildos de Italia del Norte, de España, de Aquitania y de Provenza. Poco alentada por la nobleza, fue impulsada por la jerarquía, tanto por los obispos como por la Iglesia romana, que, en 1059 y 1064, publica cánones y reúne sínodos en los que intenta comprometer a los sacerdotes, los diáconos y los subdiáconos para que pongan en común sus rentas, compartan la vivienda y la comida, y lleven una vida apostólica sin propiedades personales. Poco a poco gana otras regiones y termina por ser adoptada por los cabildos catedrales.

Al mismo tiempo se produce la creación de comunidades canonicales, no unidas a las iglesias catedrales, que se denominarán colegiales. Éstas, en el siglo XII, fueron innumerables y de todas las dimensiones, desde las más grandes, que agrupaban muchas decenas de canónigos, hasta las que sólo contaban algunas unidades. Al mismo tiempo aparecían cabildos de canonesas reformadas.

Todas estas comunidades escogieron la denominada Regla de San Agustín, es decir, se inspiran en los principios de la vida ascética que el obispo de Hipona propuso a los clérigos y a las religiosas de su entorno, razón por la cual se llamó a los clérigos que formaban estos cabildos «canónigos de San Agustín». De esta Regla tomaban las obligaciones de piedad (Oficio Divino) y de virtud que completaban con reglamentos cotidianos sacados de la tradición de Aquisgrán o del régimen benedictino. El fundamento era la exigencia de una vida en común —con la obligación de obedecer a un jefe de la comunidad llamado deán, prior o abad—, la pobreza individual y la castidad (puesto que los canónigos eran por lo general presbíteros), aunque no se trataba de un ideal monástico, pues siempre se preocuparon de atender las necesidades espirituales de los grupos humanos de sus alrededores.

La vida canonical se convierte en una vida activa, en una dirección opuesta a los movimientos eremíticos o a ciertos institutos de restauración de la vida cenobítica. Quería atender las necesidades espirituales de su tiempo que los monjes no satisfacían ni por vocación ni por medios.

Algunos canónigos regulares se entregaron a la atención pastoral de parroquias antiguas o nuevas. Otros se dieron a la predicación y a la enseñanza e instalaron junto a ellos conversos laicos bajo la dirección de un magister laboris que se preocupaban de los trabajos materiales para la gestión del dominio y la subsistencia.

Algunas congregaciones de canónigos fueron muy importantes. Entre las más conocidas estuvieron la congregación de San Rufo de Aviñón, aparecida en 1039, que agrupó hasta 1100 colegiatas, particularmente en Provenza y en el valle del Ródano; la de Arrouaise, formada a partir de 1094 por el obispo de Arras; la de Marbach bei Colmar, obispo de Tréveris, que llegó a contar con 300 casas en 1094; y la de San Víctor de París, fundada en 1110 por Guillermo de Champeaux, profesor en las escuelas de Notre Dame, célebre por la austeridad de su regla y el valor de la enseñanza teológica, cuyos principales maestros fueron Hugo (+ 1141) y Ricardo (+ 1173) de San Víctor.

e) Una congregación de canónigos predicadores: Prémontré


San Norberto
El fundador de esta Orden fue San Norberto, uno de estos cristianos ardientes que se sintieron atraídos a la vez por la acción y la contemplación y que consagró su vida a ellas. Nacido en 1080, hijo del conde de Xanten, emprendió una vida dentro del clero secular y, siendo solamente subdiácono, fue nombrado canónigo de su ciudad natal. Llevó una vida mundana, frecuentando la corte de Enrique V, de quien fue capellán. Pero en 1115 se convirtió, se ordenó de sacerdote y buscó la soledad entre los monjes benedictinos de Siegburgo y entre los canónigos regulares de Rolduc en Limburgo. Norberto descubrió en su reflexión la necesidad de practicar la pobreza. Fracasó en su intento de restaurar la disciplina entre los canónigos de Xanten. Entonces, habiendo abandonado sus beneficios eclesiásticos, vendido sus bienes patrimoniales y repartidas entre los pobres las sumas recibidas, partió para Saint-Gilíes, donde se encontró con el papa Gelasio II, quien le mandó, afirma Norberto, «que me hiciera canónigo, monje, eremita o peregrino sin domicilio, yo obedecí agradablemente».

Gelasio II lo manda a predicar y le da la facultad de hacerlo donde y cuando quiera. Su sucesor, Calixto II, confirma este estatuto que permite a Norberto predicar en los campos rurales y en las poblaciones poco numerosas. Pero, al igual que Roberto de Arbrissel, Norberto aspira a la contemplación. Acepta los consejos del obispo de Laón, Bartolomé, a quien el papa lo ha confiado, y se queda en su diócesis. En 1120, Norberto se establece en la selva de Vous en un lugar llamado Prémontré, con siete jóvenes llegados de la Lotaringia a los que siguieron otros muchos discípulos.

Nace un nuevo instituto, cuyo ideal, en sus comienzos, no está suficientemente definido. De una parte, Prémontré aparece como una comunidad monástica de tipo benedictino o cisterciense, que agrupa bajo la dirección de un abad elegido, a religiosos vestidos de blanco, conversos laicos que realizaban los trabajos de la comunidad, y religiosas instaladas en una casa vecina, como en Fontevraud. Esta comunidad se reúne por la mañana para cantar prima y asistir a la misa y al capítulo. Después cada uno se entrega a sus tareas: los religiosos trascriben manuscritos, las religiosas se ocupan de la cocina y de trabajos propios (la hilatura, la costura, la lechería), los conversos se cuidan de los trabajos del campo. Pero los religiosos recitan en común en la iglesia todo el Oficio Divino y asisten a una segunda misa solemne, en tanto que las otras dos categorías sólo toman parte en la misa matutina y en las completas. Por otra parte, se mantiene la preocupación por la predicación. Por esto, Norberto no impone a sus discípulos observar una regla propiamente monástica, sino que les da la Regla de San Agustín insistiendo, como en San Víctor de París, en los mandatos más austeros y completándolo con un reglamento interno, inspirado en el Císter y en Hirsau. Los premonstratenses son predicadores, pero predicadores pobres.

Esta evolución corresponde no solamente a las intenciones un poco ambiguas del fundador, sino también a las circunstancias de los últimos años de su vida. En efecto, en 1126 Norberto fue consagrado arzobispo de Magdeburgo, una provincia eclesiástica de la que una parte importante estaba aún poblada de paganos (eslavos). Norberto se entrega a la actividad misionera y llama a sus antiguos religiosos, cuya dirección mantendrá hasta 1128.

El medio de misionar fue la fundación de iglesias colegiales. Bajo su impulso se fundaron trece en los países nuevamente conquistados para el cristianismo, además de las fundadas en Francia del Norte y del Este. Después de su muerte, la Orden se organiza por medio de los capítulos generales y continúa desarrollándose hasta alcanzar 614 monasterios y muchos millares de religiosos repartidos en Francia, Alemania, Hungría, Polonia, Inglaterra, España, Italia y Tierra Santa.


Paredes, Javier. (1998). Diccionario de los Papas y Concilios . Barcelona: Editorial Ariel, S.A

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