EL CULTO CRISTIANO

EL CULTO CRISTIANO

1. LA INICIACIÓN CRISTIANA

La palabra iniciación se refiere, en el uso litúrgico, al comienzo de la vida cristiana o la entrada en el «nuevo Pueblo de Dios» que es la Iglesia, por medio del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía, después de que los candidatos hayan recibido la instrucción pertinente. Solamente después de haber recorrido esos tres estadios se puede decir que se ha alcanzado la plena identidad cristiana. Durante los primeros siglos, y todavía hoy en la Iglesia oriental, la iniciación se realizaba en una sola celebración litúrgica; en la Iglesia occidental, en cambio, en la actualidad solamente se administran los tres sacramentos de iniciación en una misma ceremonia cuando los iniciandos son adultos.

a) El catecumenado

Es posible que, hasta bien adelantado el siglo II, solamente los adultos fueran admitidos al bautismo. Por las controversias posteriores en torno al bautismo de los niños, se podía deducir que éstos no eran admitidos al bautismo; por lo menos no existe una información precisa a este respecto, a excepción de Orígenes que lo consideraba una tradición apostólica: «la Iglesia recibió de los apóstoles la tradición de dar el bautismo a los niños pequeños». Sin embargo, fue durante el primer tercio del siglo III, como se deduce de la Tradición apostólica de Hipólito (†235), cuando se generalizó el bautismo de los niños, los cuales lo recibían en una misma ceremonia con los adultos. Algunos epitafios de niños muy pequeños atestiguan que habían recibido el bautismo; a alguno se le administró incluso el mismo día de su muerte, a petición de su abuela.


Catecúmenos esperando ser bautizados.
El bautismo de adultos estaba perfectamente ordenado litúrgicamente desde finales del siglo II, como lo atestigua la institución del catecumenado, que tenía la finalidad de instruir y examinar a los candidatos. Parece que ya San Pablo no bautizaba inmediatamente a los convertidos, sino que difería un poco el bautismo. De su primera carta a los corintios se puede deducir que había un tiempo intermedio entre la conversión y la administración del bautismo, de lo contrario no se explicarían estas palabras: «Doy gracias a Dios de que a ninguno de vosotros bauticé, si no es a Crispo y Gayo, a fin de que no pueda decir que fue bautizado en mi nombre» (1 Cor 1,14). No hay en sus cartas ningún indicio que atestigüe que San Pablo solamente se dedicaba a la predicación y que confiaba a otros la administración del bautismo.

El catecumenado o tiempo de preparación para el bautismo recibió una estructuración fija a principios del siglo III. Duraba de dos a tres años, aunque podía acortarse este tiempo, si el candidato demostraba que estaba bien preparado. Durante el tiempo de preparación ya se le exigía al catecúmeno un comportamiento plenamente cristiano; y ésta fue la razón de la institución del padrino, es decir de aquel cristiano que se encargaba no sólo de solucionar las dificultades que le pudieran sobrevenir al catecúmeno, sino también de vigilar su conducta, a fin de informar a la comunidad si podía, o no, ser admitido al bautismo.

Los catecúmenos podían asistir solamente a la parte doctrinal o instructiva de la celebración de la eucaristía; de modo que no estaban presentes en la parte mistérica propiamente dicha. Sin duda que, excepcionalmente, se podía administrar el bautismo en cualquier momento, pero se reservaban las vigilias de la resurrección del Señor y de Pentecostés para su administración solemne.

En el siglo IV, el catecumenado recibió una estructuración más completa, en la que había una serie de exámenes para constatar la formación doctrinal del catecúmeno, y de acciones simbólicas, como unciones y exorcismos, tendentes a fortalecerlo para las exigencias de la vida cristiana y librarlo de la influencia del demonio.

b) El bautismo

El bautismo se administraba generalmente por triple inmersión; pero ya desde los tiempos apostólicos, como se atestigua en la Didajé, se podía hacer por infusión: «bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en agua viva; si no tienes agua viva, bautiza con otra agua; si no puedes hacerlo con agua fría, hazlo con caliente. Si no tuvieras una ni otra derrama agua en la cabeza tres veces en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Por información de San Justino se sabe que hasta su tiempo no existían lugares reservados para bautizar a los catecúmenos, sino que eran conducidos a un lugar donde había agua; «y toman en el agua el baño en el nombre de Dios, Padre y Soberano del universo, y de nuestro Salvador Jesucristo y del Espíritu Santo».

A partir del siglo IV se edificaron los baptisterios, espléndidos edificios dedicados únicamente a la administración del bautismo; el más célebre es sin duda el de San Juan de Letrán en Roma, cuyos orígenes se remontan a la época constantiniana, pero el actual es esencialmente de Sixto III (432-440). Hacia él confluía en la gran vigilia pascual la muchedumbre cristiana para asistir al bautismo de los neófitos. Escena inolvidable cuando, después del rito sagrado, las largas filas de los bautizados, vestidos con túnicas blancas, retornaban en procesión con el canto de las letanías a la próxima basílica de San Juan para asistir a la misa pascual del Papa.

Los baptisterios independientes del edificio eclesial fueron sustituidos posteriormente por la pila bautismal, cuando cayó en desuso en la Iglesia occidental el bautismo por inmersión y se generalizó el bautismo por infusión; en cada iglesia existía generalmente una capilla a propósito para el bautismo.

A los recién bautizados se les daba una mezcla de leche y miel como signo de que habían entrado en la tierra de promisión que es la Iglesia; y se les imponía una vestidura blanca que llevaban durante una semana, hasta el llamado domingo in albis, que se la quitaban.

Con ocasión de la persecución de Septimio Severo, que se dirigió especialmente contra los catecúmenos y los catequistas, algunos catecúmenos murieron sin haber recibido el bautismo; y entonces se planteó la cuestión de su destino eterno. Tertuliano fue el primero en hablar del Bautismo de sangre, el martirio que suple el Bautismo de agua.

Las herejías suscitaron otro problema relativo al bautismo; cuando algunos cristianos que habían sido bautizados en la herejía pidieron el ingreso en la Iglesia católica, surgió una discusión acerca de si éstos tendrían que ser rebautizados. Las Iglesias del norte de África y en algunas de Asia exigían la rebautización; la Iglesia romana, en cambio, no los rebautizaba si el bautismo recibido en la herejía había sido correctamente administrado en el nombre de la Trinidad. La Iglesia de Cartago, representada por San Cipriano, y la Iglesia de Roma, representada por el papa Esteban, estuvieron a punto de romper la comunión por esta cuestión; cada una de ellas siguió su propia costumbre, hasta que el Concilio de Arles (314) solucionó definitivamente la cuestión a favor de la praxis romana.

Esta controversia se apoyaba en dos concepciones teológicas diversas: 1) la de quienes opinaban que la eficacia sacramental radica en el valor personal y ético del ministro del sacramento; 2) y la de quienes opinaban que la eficacia sacramental se funda en el valor objetivo, ex opere operato, del sacramento, sin tener en cuenta las cualidades subjetivas del ministro. Fueron las Iglesias de Alejandría y de Roma, y especialmente esta última, las que salvaron el carácter objetivo del sacramento porque, de lo contrario, nunca podría existir seguridad plena de haber recibido válidamente un sacramento. Después de la paz constantiniana, se introdujo una peligrosa corruptela: el bautismo de los clínicos, es decir el retraso del bautismo hasta la hora de la muerte o, en el mejor de los casos, hasta una edad avanzada. La causa principal de esta praxis estaba en la dureza del sacramento de la penitencia que se podía recibir una sola vez en la vida. El caso más célebre fue el de Constantino, que se bautizó solamente tres meses antes de morir.

c) La confirmación


La confirmación consistía desde los tiempos apostólicos en la «imposición de las manos».
Renacer del agua y del Espíritu, y recibir el Espíritu Santo son dos aspectos distintos de la iniciación cristiana que tienen su raíz en los misterios de Pascua y de Pentecostés, que se bifurcan en dos sacramentos distintos: el bautismo y la confirmación. El sacramento de la confirmación se administraba al principio en la misma ceremonia litúrgica del bautismo, pero siempre con signos bien diferenciados; el signo de la confirmación consistía desde los tiempos apostólicos en la «imposición de las manos» (Hch 8,14-18); y con este nombre era conocido este sacramento, por más que este signo era común a otros sacramentos, como la ordenación sacerdotal y la celebración de la eucaristía. Hipólito Romano es testigo de que en la confirmación, además de la imposición de manos, existía también una unción crismal.

Cuando el bautismo era administrado por un sacerdote, entonces el sacramento de la confirmación se reservaba siempre al obispo, como a ministro ordinario, que lo administraba en una ceremonia separada del bautismo; y se retrasaba por tiempo indefinido. Esta disciplina se convirtió en norma en la Iglesia occidental por lo menos desde los tiempos de Inocencio I (401-417); y así se dio lugar a abusos, porque no ha sido infrecuente que se administre el sacramento de la confirmación después de muchos años de haber recibido el bautismo porque los obispos no visitaban las distintas comunidades o parroquias; sin embargo, este problema se ha paliado en la actualidad porque los obispos delegan, personalmente o por oficio, a algunos sacerdotes la administración de la confirmación.

d) La Eucaristía

El relato más antiguo sobre la institución de la Eucaristía se lo debemos a San Pablo; y lo escribió a causa de un abuso introducido en torno al modo de celebrarla en la comunidad de Corinto (1 Cor 11,20-23). El relato más antiguo, al margen del Nuevo Testamento, se lo debemos a un pagano, Plinio el Joven, quien, al referirse al estilo de vida de los cristianos que han sido denunciados ante su tribunal, dice que «suelen reunirse en días señalados, antes de salir el sol, y cantar, alternando entre sí a coro, un himno a Cristo como a Dios... después se reúnen nuevamente para tomar una comida, ordinaria, pero inofensiva». La Didajé da una información algo más precisa que la de Plinio el Joven: «Reunidos cada día del Señor (domingo), partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro».


San Justino
San Justino es el autor cristiano que informa con buen lujo de detalles la manera de celebrar la eucaristía a mediados del siglo II; se trata de un rito fundamental que es el punto de partida para una posterior evolución, que tenía lugar el día del Sol (domingo), y comprendía estas acciones: 1) se comenzaba con una lectura del Nuevo o del Antiguo Testamento; 2) seguía una exhortación del presidente de la asamblea, que en los primeros siglos era siempre el obispo de la comunidad; 3) se hacían oraciones en común por toda la humanidad; 4) los fíeles se daban un beso en señal de paz y comunión; 5) a continuación se entregaban Pan, Vino y Agua al presidente, el cual pronunciaba sobre ellos una fórmula de bendición en la que alababa y rogaba al Padre de todas las cosas en nombre del Hijo y del Espíritu Santo; 6) después el mismo presidente hacía una larga oración de acción de gracias, 7) a la que el pueblo prestaba su asentimiento con el Amén; 8) finalmente, los diáconos distribuían a los presentes el Pan, y el Vino mezclado con agua, alimentos «eucaristizados», que se llevaban también a los que no habían podido acudir a la celebración; 9) y, añade Justino, todo esto no es pan ordinario ni una bebida ordinaria, sino la Carne y la Sangre del Hijo de Dios encarnado.

La Eucaristía se celebraba solamente los domingos y en una sola celebración para todos los fíeles de una ciudad, y se recibía bajo las dos especies de pan y vino. Era, por tanto, materialmente imposible que todos los fíeles pudieran asistir a la única misa que se celebraba el domingo; por eso en Roma se introdujo muy pronto la costumbre de celebrar simultáneamente en diversos lugares la misa; y, como señal de comunión de todos los fieles de la ciudad, el obispo enviaba algunas partículas de pan consagrado a las demás iglesias. Solamente en el siglo V se introdujo la costumbre de celebrar una misa después de otra en una misma iglesia.

A principios del siglo III, por lo menos en Roma, la celebración de la Eucaristía recibió una forma estable; sobre todo se empleaba una fórmula fija para la consagración; hasta entonces todo dependía de la creatividad o inspiración del presidente de la asamblea.

No había normas fijas para todas las Iglesias, sino que cada una tenía sus propias normas; así aparecieron los diversos ritos; esta pluralidad no era mal considerada, sino todo lo contrario; se defendía como elemento distintivo de cada comunidad. San Agustín ratificará más tarde esta diversidad de ritos como algo muy positivo para cada Iglesia local: si alguien observa en otras partes ritos litúrgicos que le parecen más bellos o más piadosos, cuando esté de regreso en su patria guárdese de afirmar que lo que en ella se hace es malo o ilícito, por el hecho de haber visto cosas diferentes en otras partes. Es éste un espíritu pueril del que hemos de preservarnos y que debemos combatir en nuestros fieles. La estructura de la Eucaristía que se ha descrito, según San Justino, permanecerá fundamentalmente invariable, a través de los siglos, hasta hoy mismo. Cambiarán los ritos; se introducirán formularios fijos para las distintas partes de la celebración, para las oraciones y para la plegaria universal; habrá también un ordenamiento de las lecturas de la palabra de Dios, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento; pero el rito de la «fracción del pan» en su más íntima esencia es el mismo que describen los Hechos de los Apóstoles y las cartas paulinas.

La Eucaristía se reservaba, tal como se desprende de lo dicho anteriormente; pero no con una finalidad cultual como se hace ahora, sino para llevarla a los fieles que no habían asistido a la celebración eucarística, a los enfermos, y para comulgar a lo largo de la semana, incluso quienes habían asistido a la celebración dominical. La Eucaristía era el mayor tesoro de los cristianos; lo ocultaban no sólo a los paganos, sino también a los catecúmenos, a quienes no se les explicaba este misterio hasta poco antes del bautismo, aunque la realidad de la misma era conocida sin duda por ellos.

En el siglo IX la Eucaristía se guardaba en un cofre precioso depositado sobre el altar, en forma de torre o de paloma; el Concilio IV de Letrán (1215) impuso que la Eucaristía se guardara bajo llave; y para ello se dispuso de cofres móviles, verdaderas joyas artísticas; el Concilio de Trento decretó que la Eucaristía se guardase en el centro del altar; el Ritual de 1614 favoreció esta práctica, aunque se podía reservar en medio del altar de una capilla lateral construida al efecto. El culto a la Eucaristía, tal como se entiende hoy día, empezó después de la quiebra de la comprensión y aprecio de la celebración de la misa, con la consiguiente deserción de la comunión; de manera que el culto eucarístico se presentó como algo más importante que la misma celebración de la misa; la exposición del Santísimo Sacramento tuvo su origen en el deseo de contemplar la hostia, lo cual aportó algunas innovaciones en la celebración de la misa, como la elevación; muchos fieles iban a la Iglesia únicamente para contemplarla, y después se marchaban tranquilamente a sus labores habituales; también la aparición de la lámpara del Santísimo Sacramento está en este contexto; para que los fieles pudieran contemplar esta luz, testigo de la presencia del Señor en la Eucaristía, se abrieron pequeñas ventanas en el ábside de las iglesias.

2. LA PENITENCIA

a) El perdón de los pecados cometidos después del bautismo

Sin duda la Iglesia tiene, por voluntad expresa de Cristo, poder para perdonar los pecados (Mt 16,18-20; 18,15-18); pero ni en el Nuevo Testamento ni en los escritos de los Padres apostólicos se halla testimonio alguno acerca de que la Iglesia de los primeros cien años haya hecho uso de este poder de perdonar los pecados, al margen del sacramento del bautismo. Hasta mediados del siglo II no se encuentra ningún testimonio seguro sobre la existencia de alguna institución penitencial para la reconciliación de los cristianos que hubiesen cometido algunos pecados especialmente graves, que después se llamarán «pecados mortales». El Pastor de Hermas, escrito en Roma en la segunda mitad del siglo II, es el primer testimonio a favor de una institución penitencial, una especie de jubileo, para perdonar los pecados cometidos después del bautismo; pero una sola vez en la vida. Sin embargo, esta institución penitencial de la Iglesia romana no era común en las demás Iglesias. Todas las Iglesias que, poco a poco, admitieron esta «innovación», incluida Roma, excluían de este perdón algunos pecados que tenían una especial resonancia social: apostasía, homicidio y adulterio.

La Didajé, San Ignacio de Antioquía, San Policarpo, la Epístola de Bernabé y Clemente Romano, ya hablaban de «la penitencia de excomunión» para los pecados más graves.

Este rigorismo penitencial que excluía del perdón eclesial esos «pecados mortales» fue mitigado por un decreto del papa Calixto I (217-222) que admitía a la penitencia a los adúlteros y fornicarios. Hipólito Romano criticó duramente este decreto; y a esta crítica se sumaron también algunos obispos del norte de África y Tertuliano por considerarlo excesivamente laxista; en tiempos de San Cipriano (†258) fueron admitidos a la penitencia los apóstatas; y finalmente el Concilio de Ancira (314) admitió también a los homicidas.

b) Penitencia pública, y una sola vez en la vida

A mediados del siglo III existía ya una institución penitencial bien organizada que funcionaba al estilo de un tribunal. El pecador, es decir, el bautizado culpable de esos pecados especialmente graves mencionados en el apartado anterior, se presentaba ante el obispo o ante un presbítero, según consta por San Cipriano y por Orígenes, para manifestarse culpable de algún pecado. Por entonces no existía aún una diferencia precisa entre «pecados graves» y «pecados leves»; los «pecados leves» no eran objeto de la «penitencia pública»; se perdonaban por el ayuno, la limosna, la oración y la recepción de la Eucaristía. En la Iglesia primitiva existía la obligación de denunciar a los pecadores, a fin de cumplir el precepto evangélico de la corrección fraterna (cf. Mt 18,15-17).

La manifestación de los pecados, al principio, era pública; pero ante el escándalo que produjo en la comunidad la confesión pública de algunos pecadores, se estableció la costumbre de que el obispo o el presbítero al que se presentaba el pecador decidía si la confesión había de ser pública o secreta en caso de que los pecados no fueran públicos; que la confesión podía ser secreta está atestiguado por Orígenes. San Juan Crisóstomo en Constantinopla y San León Magno en Roma, abolieron la confesión pública.

Aunque la confesión hubiera sido secreta, la penitencia siempre era pública, porque suponía que los pecadores entraban en la categoría de «los penitentes», los cuales eran excluidos de la vida de la comunidad en todo o sólo en parte; los penitentes estaban excluidos hasta que, después de un tiempo de penitencia, eran readmitidos a la comunión eclesial.

En la Iglesia oriental había diversas clases de penitentes: los flentes, no podían entrar en la asamblea litúrgica; los oyentes, podían asistir a las lecturas y a la homilía; los genuflectentes, participaban también en la oración común de los fíeles después de la homilía; y los consistentes, que podían asistir a toda la celebración de la Eucaristía; en cambio en la Iglesia occidental, los penitentes estaban equiparados, por lo que al culto se refiere, a los catecúmenos que sólo participaban en la primera parte, hasta que se concluía la homilía y empezaba la parte mistérica propiamente dicha.

El tiempo de penitencia pública podía ser abreviado si el penitente presentaba una carta de recomendación o libelo de paz, de parte de alguien que hubiera sufrido por la fe. Los fíeles eran admitidos de nuevo (reconciliación) a la comunidad eclesial por la imposición de manos del obispo o, en su ausencia, de un simple sacerdote. La Iglesia no admitía de nuevo en el «orden penitencial» a aquellos cristianos que, después de haber sido admitidos una vez, volvían a caer en el pecado. San Ambrosio es el mejor testigo de esta negativa penitencial, «porque así como hay un solo bautismo, del mismo modo existe una sola penitencia». Esto significa que durante varios siglos no existió lo que posteriormente se llamará «la confesión de devoción».

c) De la penitencia pública, a la penitencia privada y reiterable

A lo largo de los siglos IV y V se advierte en la Iglesia una reacción cada día más fuerte contra la praxis penitencial; se deduce esto del énfasis que ponen los sínodos diocesanos para mantener en pie esta institución penitencial que se tornaba cada día más insuficiente e ineficaz para la vida de los fieles.

El primer testimonio que atestigua que en la Iglesia se pretende introducir otra forma penitencial, distinta de la penitencia pública, procede de la Iglesia española, concretamente del Concilio V de Toledo, porque los Padres que tomaron parte en él, condenaron la «innovación» de la penitencia privada que intentaba abrirse camino entre los fieles españoles.

En el siglo VI se clarifica el sentido de interioridad de la penitencia en la dirección señalada por San Ambrosio, San Agustín y San Paciano de Barcelona, los cuales afirman que los ritos penitenciales, al mismo tiempo que son un gesto de la Iglesia que reconcilia en cuanto sociedad externa, son también un signo eficaz del perdón de Dios que otorga de nuevo la gracia por medio de este sacramento. El Sacramentarlo Gelasiano se hace eco de esta nueva orientación. Es cierto que también en los siglos anteriores se creía que la praxis penitencial era un sacramento que reconciliaba, a la vez, con Dios y con la comunidad eclesial, pero se visibilizaba el segundo aspecto mejor que el primero.

Consecuencia de esta mayor profundización fue el desplazamiento del acento religioso-vivencial de las duras obras expiatorias exteriores hacia el dolor interior, hacia la humilde confesión del penitente, y hacia la fuerza reconciliadora con Dios y con la Iglesia del sacerdote que administra el sacramento de la penitencia. De este modo, los moldes o estructuras anteriores de la praxis penitencial se quedan pequeños y anticuados ante esta nueva vivencia interior del sacramento de la penitencia.

La penitencia privada, tal como hoy se practica en la Iglesia, se introdujo definitivamente, primero en Irlanda y después en el continente europeo por la acción evangelizadora de los monjes irlandeses, hasta que el Concilio IV de Letrán impuso la obligación de recibir la penitencia por lo menos una vez al año.

3. MATRIMONIO Y VIDA FAMILIAR

Lo mismo que en otros aspectos de la vida cotidiana, la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén siguió en todo lo que se refiere al matrimonio los usos habituales en el pueblo judío. Y otro tanto hay que decir respecto de las demás comunidades cristiano-judías de toda Palestina y de la Diáspora.

El concilio de Jerusalén parece aludir al fundamento teológico- bíblico, que se debería mantener en el matrimonio por parte de los cristianos provenientes de la gentilidad, cuando en la carta dirigida a la comunidad mixta de Antioquía dice que harán bien en abstenerse de la «fornicación» (Hch 15,20.29), puesto que ahí hay algo más que una alusión a las disposiciones del capítulo 18 del Levítico sobre el matrimonio judío. Todo lo cual significa que los Apóstoles daban por supuesto que las modalidades de la celebración matrimonial de los cristianos provenientes de la gentilidad tendrían que ser las vigentes en la sociedad en que se hallaban, evitando, claro está, lo que pudiera tener alguna implicación respecto a la fe y a las buenas costumbres, como pudiera ser la realización de algún acto de culto idolátrico.

Las normas del Imperio Romano respecto al matrimonio facilitaron mucho las cosas, porque la celebración del mismo se verificaba dentro del contexto familiar sin ninguna ceremonia propiamente dicha de la religión pagana. En este sentido hay que entender la expresión de la Carta a Diogneto cuando afirma que los cristianos se casan y procrean hijos como todos los demás ciudadanos; y Atenágoras dice en la primera mitad del siglo II que «los cristianos reconocen también como su esposa a aquella mujer con la que se han casado conforme a las leyes establecidas por las autoridades romanas»; y en el mismo sentido se expresa Tertuliano; a finales del siglo IV San Juan Crisóstomo todavía afirmaba esta misma adecuación del matrimonio de los cristianos respecto a las leyes vigentes en el Imperio. Los cristianos sabían, por las enseñanzas de San Pablo, que su matrimonio, realizado conforme a las costumbres del pueblo en que viven, es un signo de la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5,32).

Existen algunos sarcófagos paleocristianos en los que se representa a Cristo colocando la corona sobre la cabeza de los dos esposos o presidiendo la unión de las manos, colocadas sobre el libro de los evangelios. La ceremonia exterior puede que sea la misma del matrimonio entre paganos, pero donde se celebra un matrimonio cristiano, allí está Cristo en medio de los esposos.

Sin embargo, ya San Ignacio de Antioquía exigía a los cristianos que pidieran y actuaran conforme al parecer y en presencia del obispo. Todo esto se orientaba a favorecer el matrimonio entre cristianos por el peligro que suponía para la propia fe el casarse con un pagano. De la creencia cristiana de los esposos procede la armonía interna del matrimonio, la cual recibe sus fuerzas de la común participación en la eucaristía. La indisolubilidad del matrimonio cristiano está suficientemente atestiguada por la mayor parte de los escritores del siglo III.

Tertuliano, una vez que aceptó la herejía montanista, se muestra muy riguroso con el matrimonio entre cristianos y paganos, hasta el extremo de no reconocerlo como un verdadero sacramento, y de excluir de la comunión eclesial a quienes eso hacen; la Didascalia de los Apóstoles, obra escrita en torno al año 220, recomienda que el obispo conceda en matrimonio a las huérfanas que están bajo la protección de la Iglesia solamente a cristianos; San Cipriano también exige que los cristianos se casen «en el Señor», es decir entre cristianos; y del mismo parecer era San Juan Crisóstomo.

La Iglesia fue, poco a poco, metiendo en la estructura jurídica romana del matrimonio las exigencias derivadas de la fe cristiana. Solamente a partir del siglo IV se puede hablar de una verdadera bendición litúrgica para el matrimonio cristiano, y la intervención del obispo o de un presbítero en las ceremonias matrimoniales. De todos modos el ritual del matrimonio cristiano se apoyaba en el ritual del matrimonio romano: bendición del sacerdote y del padre de familia, unión de las manos, coronación (propia de la Iglesia oriental); las oraciones para el matrimonio encontraron una fuente de inspiración en las bendiciones matrimoniales de la Biblia; la esposa tiene la cabeza cubierta con un velo durante la ceremonia. Los ritos del matrimonio serán, a lo largo de los siglos, muy diferentes según las Iglesias locales.

Un elemento cristiano imprescindible, en contra de lo que prescribían las leyes romanas, fue desde la antigüedad la prohibición del divorcio, aunque la Iglesia oriental, separada de Roma, lo admitió por una interpretación peculiar del pasaje del Evangelio de Mateo en el que el Señor lo prohíbe, «salvo el caso de fornicación» (Mt 19,12).

4. FIESTAS CRISTIANAS

a) Fiestas del Señor

La Iglesia primitiva estableció, desde la misma era apostólica, el día del culto cristiano en el primer día de la semana (Hch 20,6-12; 1 Cor 16,2), el domingo, o día del Señor, en recuerdo de la resurrección de Jesús; en cambio, las comunidades palestinenses continuaron durante algún tiempo celebrando el culto cristiano el sábado, el día festivo del judaismo. Desde finales del siglo I, el domingo se convirtió en santo y seña de la identidad cristiana. San Ignacio de Antioquía contrapone el domingo cristiano al sábado judío: «quienes se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a la novedad de esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el domingo, día en que también amaneció nuestra vida por gracia del Señor y mérito de su muerte». El domingo adquirió su organización litúrgica definitiva antes del Concilio de Nicea (325); y era ya un día de fiesta para los cristianos. Constantino le concedió en el año 321 el carácter de fiesta civil al domingo.

La Iglesia mantuvo las principales fiestas judías, pero dándoles un sentido cristiano: la Pascua, como conmemoración de la resurrección del Señor, pasó a ser la principal fiesta de la Iglesia. La Didascalia de los Apóstoles, escrita en Siria en el siglo III, describe el modo de celebrar esta fiesta de las fiestas cristianas: «El viernes y el sábado ayunaréis completamente y no tomaréis nada. Reunios, no durmáis, velad toda la noche en oraciones, súplicas, lectura de los profetas, del evangelio y de los salmos..., hasta las tres horas de la madrugada siguiente al sábado. Entonces dejaréis de ayunar... Ofreced vuestros dones y luego comed, estad alegres, felices y contentos, pues el Mesías, prenda de vuestra resurrección, ha resucitado. Será para vosotros una ley eterna hasta el final del mundo».

Acerca de la fecha de la Pascua surgió una seria polémica entre la Iglesia de Roma y las Iglesias de Asia; éstas celebraban la Pascua cristiana el mismo día de la Pascua judía, el 14 de nisán, aquélla, en cambio, la celebraba el domingo siguiente al 14 de nisán. Ahora bien, como la Pascua judía se regía por el calendario lunar, y la Iglesia de Roma se regía por el calendario solar, puede existir un espacio de tiempo muy largo entre ambos calendarios. El Concilio I de Nicea (325) pidió que todas las Iglesias celebraran la fiesta de Pascua en un mismo día, encargando a la Iglesia de Alejandría el cómputo de la fecha de la Pascua, de modo que a partir de entonces se celebró la Pascua el domingo siguiente al plenilunio inmediatamente posterior al equinoccio de primavera; de este modo, conforme al calendario reformado por Gregorio XIII en 1583, puede ocurrir entre el 22 de marzo y el 25 de abril; en cambio, para las Iglesias que no aceptaron esta reforma, sino que siguen fieles al calendario juliano, la Pascua puede ocurrir entre el 4 de abril y el 8 de mayo.

La fiesta judía de Pentecostés dejó de ser la fiesta de acción de gracias por la recolección de la cosecha, para ser la conmemoración de la venida del Espíritu Santo.

La fiesta de la Navidad tuvo su origen en la Iglesia occidental; aparece por primera vez en el Cronógrafo del año 354; se celebró desde el principio el día 25 de diciembre, para oponer una fiesta cristiana, la fiesta del nacimiento de Cristo, verdadero Sol invicto, que triunfa sobre las tinieblas de la muerte, a la fiesta principal del paganismo de entonces, la fiesta del Sol invicto, la luz que vence a las tinieblas de la noche.

En cambio, la fiesta de la Epifanía tiene su origen en la Iglesia oriental en el siglo II; y originariamente tenía la misma finalidad de oponer la aparición del Verbo de Dios hecho hombre a la fiesta pagana del solsticio de invierno, la fiesta del Sol victorioso, celebrada especialmente en Egipto y Arabia; pero en esta fiesta cristiana se conmemoraba también el bautismo de Cristo en el Jordán y el milagro de Cana; esta fiesta se introdujo en la liturgia de la Iglesia occidental a mediados del siglo IV.

b) El culto de los mártires y otros santos

El culto de los mártires tiene su origen en el culto a los difuntos que los cristianos compartían con todos los demás pueblos de la tierra. Las familias se reunieron siempre alrededor de la tumba de sus seres queridos, especialmente en el día aniversario de su muerte. Las comunidades cristianas, verdadera familia de Dios, se reunían también para conmemorar el aniversario de la muerte de sus hermanos más queridos; y éstos eran los mártires que habían testimoniado su fe con su sangre. Quienes habían derramado su sangre por Cristo, y, en definitiva, también por la comunidad, fueron considerados muy pronto como intercesores ante Dios. El testimonio más claro de la voluntad de reunirse en el día aniversario de la muerte de los mártires pertenece a la Iglesia de Esmirna, con ocasión del martirio de San Policarpo.

c) Calendarios y Martirologios

A mediados del siglo III se empezó a formar el Calendario de los Santos. Inicialmente cada Iglesia conmemoraba solamente el aniversario de sus propios mártires; pero posteriormente se introdujeron en el calendario de cada Iglesia los mártires más conocidos del resto de la cristiandad. En conexión con el culto tributado a los mártires, que habían derramado físicamente su sangre, está el culto a aquellos que habían «confesado» la fe, pero no murieron en los tormentos; se pasa así al culto de los confesores; y después al culto de quienes «confesaban » la fe con el testimonio de una vida ejemplar para la comunidad; y entre éstos figuraban especialmente los ascetas, las vírgenes, los obispos, y más tarde los monjes.

Cada comunidad tenía un catálogo de sus mártires; así se dio lugar a la composición de los Calendarios, en los que figuraba el día de la muerte, es decir, del nacimiento de los mártires y santos de cada comunidad a la verdadera vida; entre los más célebres figuran el Cronógrafo del 354, que es una edición de lujo del calendario de la Iglesia de Roma, calcografiado e ilustrado por el artista griego Furius Dyonisius Philocalus; además de la lista con el aniversario de los mártires y el lugar de su sepulcro, tiene otra con el aniversario de los obispos de Roma. Este calendario se conoce también como Catálogo liberiano por haber sido compuesto por orden del papa Liberio (352-366). Esta edición está compuesta sobre otra del año 336; y posteriormente fue completado hasta el año 420. El Calendario de Nicomedia, que fue compuesto en torno al año 360, en cierto sentido es el primer calendario universal por cuanto que, además de los mártires de la Iglesia oriental, trae los principales mártires de la Iglesia occidental: San Pedro y San Pablo, Perpetua, Saturnino, el papa Sixto, y otros.

Parecidos a los calendarios son los Martirologios, el primero de ellos compuesto en el año 431; su autor dice en el prólogo que lo escribió San Jerónimo, cosa imposible porque había muerto en el año 420; pero por eso se le conoce como Martirologio Jeronimiano. Posteriormente se compondrán otros, como el Martirologio de Adón (860) que recibe su nombre de Adón de Vienne; éste en realidad fue un falsificador pues presentó este Martirologio, enteramente compuesto por él, como si se tratase de un manuscrito del Martirologio Romano, que él habría encontrado en Italia.

Son célebres también el Martirologio de Usuardo de Saint-Germain (865) y, sobre todo, el Martirologio Romano, promulgado por Gregorio XIII en el año 1584, el cual, además de los mártires, conmemora a otros santos tomados especialmente de la Sagrada Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que no tenían un día especial de culto. El Martirologio se convirtió en libro litúrgico, porque se leía todos los días en el coro a la hora de prima.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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