CONSTITUCIÓN ORGÁNICA DE LA IGLESIA

CONSTITUCIÓN ORGÁNICA DE LA IGLESIA

1. AUTONOMÍA DE LAS IGLESIAS LOCALES

Las relaciones de la Iglesia con el mundo circundante, la cultura y la política, representadas especialmente por la cultura griega y por el Imperio Romano, acaparan de tal manera el objetivo de los historiadores que olvidan, en muy alta medida, que la preocupación fundamental de los cristianos de los primeros siglos fue la creación de verdaderas comunidades locales, cimentadas en el amor mutuo, para responder así a los deseos explícitos de Jesús de Nazaret; «que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34).

Los primeros cristianos eran muy conscientes de que sus comunidades tenían su origen en las alturas del misterio trinitario; la Iglesia, las Iglesias locales y la Iglesia universal, constituyen un don de lo alto en el que intervienen cada una de las tres divinas personas, porque el Hijo hecho hombre «convocó a los que amó, para que estuvieran con él y para enviarlos a anunciar el evangelio» (Mc 3,13-14); pero «nadie va al Hijo si el Padre no lo lleva» (Jn 6,44); y no puede haber un verdadero encuentro con Cristo si no es por la fuerza del Espíritu, porque «nadie puede decir ¡Jesús es Señor!, sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3).

Cada comunidad cristiana local lleva dentro de sí misma la impronta de la Trinidad. La Iglesia reunida por una invitación de lo alto, crece y se desarrolla también por los dones de lo alto: la Palabra convocante engendra la comunión en la fe, aglutina en un mismo proyecto de vida, e impulsa a la predicación de la Buena Nueva a todas las gentes. Se trata del misterio de la Iglesia convocada por Dios en torno a su Hijo: «Dios os llamó a ser solidarios con su Hijo, Jesús, el Mesías, Señor nuestro» (1 Cor 1,9).

Cada Iglesia local tenía dentro de sí misma todos los elementos esenciales para vivir de una manera autónoma la salvación traída por Cristo, a saber: la fe, el bautismo, la comunión eucarística, los carismas concedidos por el Espíritu Santo, los servicios que cada fiel presta en la comunidad, y los ministerios especiales para los que algunos fieles son deputados por la comunidad.

Esta plena autonomía no significaba, sin embargo, que las comunidades cristianas vivieran encerradas en sí mismas; también era un elemento constitutivo de cada comunidad su apertura a la comunión con las demás comunidades cercanas y distantes, lo cual daba lugar a la Iglesia universal por encima de las Iglesias locales; de manera que la Iglesia sin ninguna connotación localista significaba la totalidad de las comunidades cristianas esparcidas por el mundo entero. La Iglesia universal se componía de una tupida red de Iglesias locales que inicialmente tenían el mismo rango y cuya autoridad máxima, a partir de finales del siglo I, era el obispo.

2. ORGANIZACIÓN PLURIFORME

a) La Iglesia es obra de Dios y de los hombres

La Iglesia es obra de Dios, pero también es obra de los hombres concretos que caminan por el tiempo y por el espacio, porque la realidad que los unifica es la común respuesta a la Palabra que los ha convocado. Igual que la «Iglesia» del antiguo Israel en el desierto nació de la Palabra de Dios aceptada por el pueblo al pie del Sinaí (Ex 24,7-8), del mismo modo la «Iglesia» del nuevo Israel nace, crece y se consolida solamente si escucha fielmente (1 Tes 1,5-7) la Palabra y la encarna de un modo siempre distinto en los diferentes ritmos de la historia. De ahí que la Iglesia asuma rostros diferentes según las circunstancias de tiempos y de lugares en que se hallan los hombres convocados por Dios, y que están llamados a ser testigos fácilmente inteligibles por aquellos hombres que todavía no han escuchado la Palabra de Dios.

Las comunidades cristianas son unos espacios a través de los cuales la Palabra de Dios prosigue su camino glorioso, desvelando la fecundidad y la riqueza del misterio de Jesús de Nazaret, Palabra eterna y definitiva de Dios para los hombres de todo tiempo y lugar, porque no hay nada más que un único y mismo evangelio, válido para los hombres de todos los tiempos y lugares.

La razón de las diferencias existentes entre unas comunidades y otras radicaba en el hecho de que cada Iglesia local se desarrolló a través de la encarnación en el modo de ser y de sentir de cada pueblo. Esta pluralidad, no sólo no se oponía a la unidad fundamental de la Iglesia, sino que, por el contrario, era la mejor demostración de la comunión eclesial que solamente puede darse por la convergencia de las diferencias y no por la uniformidad que las anula; pero respetando siempre aquellos elementos que en los Hechos de los Apóstoles se consideran como la base sobre la que se tiene que asentar cualquier comunidad cristiana. Para que existiera una comunidad cristiana que mereciera el nombre de tal, tenía que existir una coincidencia fundada en la fidelidad «a las enseñanzas de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2,42).

Ahora bien, por su propio dinamismo interno de apertura al resto de las comunidades cristianas, se fueron configurando algunos centros especiales que aglutinaban a las demás comunidades cristianas existentes en una región, adquiriendo así unos rasgos que les daban una fisonomía particular en su disciplina, en su liturgia, e incluso en las formulaciones de la fe, según el contexto sociocultural en que se crearon.

b) La creatividad de los orígenes

No existió desde el principio un arquetipo de Iglesia, conforme al cual tuvieran que modelarse todas las demás. Una cosa así negaría la condición histórica de la Iglesia. Al principio todo era espontaneidad y creatividad, y cada comunidad cristiana, como cualquier otro grupo de personas, se dotó a sí misma de una mínima organización interna, que en lo fundamental respondía a los postulados y exigencias concretas que, de alguna manera, se consideran como manifestaciones coherentes de la fe en Cristo salvador; y esto se conseguía a través de la sucesión apostólica.

La institucionalización de la Iglesia se aceleró a medida que fueron faltando los Apóstoles, testigos directos de la vida y de la palabra de Jesús. Desde el principio se manifiestan dos tendencias bien diferenciadas: por una parte, la que arranca de la Iglesia-Madre de Jerusalén y que plasmará de un modo más directo a las comunidades palestinenses que, en su estructura más exterior, muestran una organización que toma sus elementos de la estructura sinagogal del judaísmo. Y, por otra parte, las comunidades de origen paulino, las cuales, por carecer del cuadro institucional de las sinagogas judías, manifiestan una mayor espontaneidad y creatividad, que el propio San Pablo considera como manifestaciones del Espíritu Santo, según su convicción fundamental de que cada cristiano tiene sus propios dones o carismas: «La multiforme manifestación del Espíritu se le da a cada uno para el provecho común» (1 Cor 12,7); «a unos hizo Dios en la Iglesia primeramente apóstoles, en segundo lugar profetas, en tercer lugar doctores, luego el poder de los milagros, luego dotes de curación, de asistencia, de gobierno y diversidad de lenguas» (1 Cor 12,28); hay diversidad de dones pero todos tienen que confluir en el servicio de la comunidad; y, por tanto, a ésta incumbe discernir los carismas y el ejercicio ordenado de los mismos.

San Pablo entiende que la Iglesia es un organismo vivo, animado por la fuerza del Espíritu Santo; la Iglesia es un cuerpo cuya cabeza es Cristo; y por eso mismo exige de los «santos», es decir, de los fieles, el reconocimiento hacia quienes «en el Señor» presiden la comunidad, los obispos y los diáconos (cf. Flp 1,11; 1 Tes 5,12), aunque estos nombres no signifiquen exactamente lo mismo que en la organización eclesial de hoy, sino más bien los «presbíteros» y sus «asistentes », encargados de dirigir y atender a la comunidad (cf. Tit 1,5).

3. LA MULTIFORME EXPRESIÓN DE LOS MINISTERIOS

a) Un ministerio para cada necesidad

Los distintos ministerios surgieron en la Iglesia primitiva conforme a las necesidades de las distintas Iglesias locales. Al principio la Comunidad de Jerusalén giraba enteramente en torno a los Doce; por eso fue preciso elegir a Matías a fin de completar este número simbólico en sustitución de Judas Iscariote (Hch 1,15-26). Por entonces no se usaba aún el título de Apóstoles para referirse a los Doce testigos oculares elegidos por el mismo Jesús (Mc 3,13); esta denominación se empleará solamente después de la muerte de los Doce, a finales del siglo I. Los Doce constituyen el marco organizativo de la Iglesia de Jerusalén, hasta que apareció el conflicto por la desatención de las viudas y de los pobres del grupo helenista (Hch 6,1).

Fue entonces cuando se presentó la necesidad de constituir el grupo de los Siete Diáconos para la atención del grupo helenista. Este nuevo grupo de ministros no tiene nada que ver, excepto el nombre, con la institución del Diaconado tal como aparecerá después. Los Siete no sólo se dedicaban al servicio de las mesas, sino que también predicaban el evangelio; pero este grupo tuvo que dispersarse a consecuencia de la predicación de Esteban que lo condujo a la muerte; y poco después también los Doce tuvieron que dispersarse, al producirse la persecución de Herodes que condujo al martirio de Santiago el Mayor, y a la cárcel a San Pedro (cf. Hch 12,1-17).

La persecución de Herodes puso fin al grupo de los Doce; pues ya no se reunieron para designar un sucesor de Santiago el Mayor; y no se debe achacar esto simplemente a la imposibilidad de reunirse, como habían hecho en el caso de la desaparición de Judas, sino porque el simbolismo de los Doce, en cuanto que representaban a la totalidad del Pueblo de Israel, carecía ya de sentido desde el momento en que se habían incorporado algunos paganos a la Iglesia, como había sido el caso del centurión Cornelio y de toda su familia (cf. Hch 10,1.34-43).

b) Los ministerios durante la primera expansión de la Iglesia

La apertura a los paganos trajo consigo un tipo nuevo de organización de los ministerios en la Iglesia. Desde que Pedro se marchó de Jerusalén, se inicia la gran expansión misionera de la Iglesia; y sus protagonistas fueron los «apóstoles», es decir los «misioneros». La iniciativa partió de la Iglesia de Antioquía, desde donde fueron enviados oficialmente, en nombre de la misma comunidad, predicadores para anunciar la Buena Nueva por toda la cuenca del Mediterráneo. Esta etapa de la primera gran expansión de la Iglesia concluyó con la muerte de San Pedro y San Pablo en Roma durante la persecución de Nerón. Los ministerios giraban en torno a los «apóstoles», los «profetas» y los «doctores»; denominación que se encuentra no sólo en las cartas paulinas (cf. 1 Cor 12,28), sino también en la Didajé, una especie de «manual del misionero» de finales del siglo I, redactado probablemente en la comunidad de Antioquía.

Los «apóstoles» o «misioneros» iban de ciudad en ciudad anunciando el evangelio y constituyendo nuevas comunidades; los «profetas » eran cristianos que hablaban «en el Espíritu»; parece que se encargaban principalmente de predicar la homilía en la asamblea eucarística, después de la lectura de la palabra de Dios; los «doctores» o «maestros» aparecen asociados con frecuencia a los «profetas ». La misión de los «doctores» o «maestros» consistía en impartir una enseñanza más sistemática de la palabra de Dios, al estilo de los rabinos; algunos de estos «doctores» habían sido previamente rabinos judíos, como es el caso de Pablo y de Apolo.

Cada comunidad cristiana, proveniente del paganismo, elegía sus propios ministros: «vigilantes» («obispos») y «auxiliares» («diáconos ») (cf. Flp 1,1; 1 Tes 5,12-13), los cuales, según la Didajé, han de ser «dignos del Señor, hombres mansos, desinteresados, veraces y probados porque también ellos desempeñan entre vosotros el oficio de profetas y de maestros».

c) Los ministerios de animación de las comunidades

En el momento en que San Pedro y San Pablo mueren en Roma, el evangelio ha penetrado ya en las principales ciudades de la cuenca del Mediterráneo; se ha producido una gran expansión geográfica; la tarea evangelizadora del mundo pagano continuará; pero la tarea más importante era entonces consolidar lo ya conseguido. Es la etapa de los ministros que San Pablo llama «evangelizadores y pastores» (Ef 4,11); y a los que se dirigen especialmente las llamadas Cartas pastorales escritas por un discípulo de San Pablo: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear a la Iglesia de Dios» (Hch 20,28; cf. 1 Pe 5,2). Era preciso animar desde dentro a los cristianos que se veían sometidos a un doble peligro: por una parte, la presencia en la grey de Dios de algunos pastores indignos; de ahí las recomendaciones del autor de las cartas dirigidas a Tito y Timoteo, encaminadas a la elección de pastores responsables, de una moralidad intachable, y hábiles para enseñar (cf. Tit 1,5-6; 1 Tim 3,2-5; 5,17); y, por otra parte, las herejías de tipo gnóstico que pululaban ya por todas las comunidades, y ponían en peligro los cimientos de la fe.

En esta última etapa del siglo I siguen presentes en las comunidades los presbíteros o ancianos, denominados a veces «vigilantes», y los «diáconos» o auxiliares. Los diáconos aparecen por primera vez en la primera carta a Timoteo (3,8-13); y de este texto se puede deducir que el ministerio del «diaconado» es ejercido tanto por hombres como por mujeres.

Clemente Romano (†95) plantea de un modo claro la necesidad de una estructuración de los ministerios en la comunidad de Corinto, como consecuencia de la rebelión de algunos fieles carismáticos contra sus dirigentes; Clemente Romano rechaza esa destitución porque los dirigentes de la comunidad de Corinto no han cometido falta alguna; un caso contrario es el que menciona San Policarpo de Esmirna, el cual aprueba la destitución del presbítero Valente en la Iglesia de Filipos, posiblemente por alguna irregularidad administrativa.

d) La triple jerarquía ministerial: obispos, presbíteros y diáconos

En las cartas de San Ignacio de Antioquía aparece ya la figura del obispo monárquico al frente de las comunidades cristianas como garantía de su unidad; pero el obispo está rodeado del consejo de los presbíteros y diáconos. Esta «triple jerarquía»: obispo, presbíteros y diáconos, es la que se estableció desde entonces de un modo permanente en la Iglesia católica. Pero, puesto que San Ignacio de Antioquía no pretende introducir ninguna innovación, habrá que concluir que esa triple jerarquía estaba admitida unos decenios antes, por lo menos en las comunidades de Siria.

En los escritos del Nuevo Testamento propiamente dichos no se impone ninguna estructuración de los ministerios, sino que las comunidades cristianas son libres para organizarse según sus propias necesidades; sin embargo todas las comunidades tenían muy claro cuál habría de ser el espíritu que imperase en el ejercicio de los distintos ministerios: el ministerio es un servicio a la Palabra de Dios, a la comunidad, y nadie debe monopolizarlos en provecho propio. Estas directrices fundamentales están muy explícitas en labios de Jesús, cuando transmitió a los Apóstoles su propia autoridad. Y este mismo sentido de servicio se conservó cuando los Apóstoles, a su vez, la transmitieron a sus sucesores en cada comunidad cristiana.

La sucesión apostólica era la mejor garantía contra la introducción de las falsas doctrinas del gnosticismo que se convirtieron en un serio peligro para la fe cristiana, después de la muerte de los últimos apóstoles; entonces se hizo necesario señalar con total precisión quiénes garantizaban la tradición doctrinal recibida de los Apóstoles. Contra los gnósticos cristianos que pretendían la posesión de una revelación particular que los iniciaba en los misterios, los pastores de las comunidades oponían la garantía de la doctrina revelada en los sucesores de los Apóstoles en cada comunidad. El primero en apelar a la sucesión apostólica fue Hegesipo (†180); y San Ireneo de Lyon atestigua que los Apóstoles instituyeron obispos en las Iglesias como sus sucesores, y les confiaron la misión de enseñar en su lugar; y ésta es la razón por la que en todas las Iglesias se enseña la misma doctrina; cada Iglesia se preocupó de conservar las listas de sus obispos desde la época apostólica. Y el propio San Ireneo transmite la lista de los obispos de Roma, cuya Iglesia «es la más grande, la más antigua y conocida por todos... Aquella tradición y anuncio de la verdad que hay en la Iglesia desde los Apóstoles ha llegado hasta nosotros con este orden y sucesión».

e) Distinción entre el clero y los fieles

Desde la comunidad primitiva de Jerusalén existía ya una diferencia entre los Doce, los Siete Diáconos y los fieles; y esta distinción se acentúa cada vez más, a medida que la vida de las comunidades se organiza y se institucionaliza; había funciones, como la presidencia de la eucaristía, que solamente podían ejercer los obispos y después los presbíteros; pero hasta principios del siglo III no se había desarrollado todavía una teología que justificase esa distinción entre el clero y los fieles. Tertuliano (†220), por ejemplo, no estaba muy conforme con esa distinción tan radical, aunque la admite, puesto que habla expresamente de la diferencia existente entre los «ordenados » y el «pueblo fiel» en función de las asambleas de la comunidad cristiana; pero no admite una justificación teológica, porque delante de Dios no hay dos clases de cristianos, y apela a las palabras de San Pedro: «pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 Pe 2,8).

Tertuliano adelanta así el célebre dicho de San Agustín: con vosotros soy cristiano, para vosotros soy obispo, pues dice con precisión que «el rango de los ordenados ha sido santificado en atención a su asamblea, pues donde no hay asambleas del orden eclesiástico, allí ofreces tú, bautizas tú y eres sacerdote para ti solo». Pero, apenas dos décadas más tarde, la distinción entre clero y fieles ya está plenamente establecida y legitimada teológicamente por la Tradición apostólica de Hipólito Romano (†235), de modo que esta obra representa la conclusión de un proceso en el que la Iglesia ha dejado de ser una organización meramente fraternal para convertirse en una estructura social propiamente dicha, por más que deba estar siempre presidida por la caridad con la asistencia del Espíritu Santo.

Según Hipólito Romano, los obispos, presbíteros y diáconos reciben una gracia especial por la imposición de las manos y la oración, de manera que les es propia y no la comparten con los fieles, por más que les haya sido otorgada para el servicio de toda la comunidad cristiana. La jerarquía, el clero, en el transcurso de unas décadas, y sobre todo después de la paz constantiniana, se apropiará de una terminología completamente ajena al Nuevo Testamento, en la que el obispo de Roma se equipara y asume el título de Sumo Pontífice, Sumo Sacerdote, Papa, aunque este título no será exclusivo del obispo de Roma; los obispos se llamarán Pontífices; y los presbíteros se llamarán sacerdotes, es decir, se emplea una terminología que se toma en parte del judaísmo y en parte del paganismo, pues Sumo Pontífice era un título de la religión pagana de Roma que asumía el propio emperador, y el de Sumo Sacerdote y sacerdotes, pertenecían al lenguaje del Antiguo Testamento; solamente Jesús es llamado Sumo Sacerdote en la Carta a los Hebreos, y precisamente en sentido polémico, para afirmar que el sacerdocio de Jesús no es equiparable al del Antiguo Testamento (Heb 4,12-15; 5,5-10; 7,11-14).

f) Otros ministerios eclesiásticos

A lo largo del siglo III se presentan nuevas necesidades en las comunidades cristianas, que dan lugar a la creación de nuevos ministerios y oficios eclesiásticos: subdiaconado, acolitado, lectorado, exorcistado, ostiariado y fossores. Todos estos ministerios existían ciertamente en Roma en el año 250; se demuestra por una carta del papa Cornelio al obispo Fabiano de Antioquía.

Estos oficios no pertenecían propiamente al ministerio ordenado, sino que se fueron creando a medida que se incrementaba el número de los cristianos. Los subdiáconos eran ayudantes directos de los diáconos en la administración de los bienes materiales y en la asistencia a los pobres. Los acólitos preparaban los elementos necesarios para las celebraciones litúrgicas. Los lectores tenían a su cargo la lectura de los libros santos en las mismas celebraciones litúrgicas. Los exorcistas se encargaban de la expulsión de los demonios, mediante los ritos de exorcismo, que en la Iglesia primitiva eran muy frecuentes. Los ostiarios se preocupaban de vigilar las puertas de las iglesias, a fin de que la liturgia cristiana se desarrollara con tranquilidad, libre de ojos indiscretos. Los fossores eran los encargados de excavar las tumbas; y tenían a su cuidado los cementerios cristianos.

4. DE LAS IGLESIAS LOCALES A LA IGLESIA UNIVERSAL

a) El concepto de «comunión» en la Iglesia primitiva

Entre las diversas comunidades cristianas existía un vínculo que las mantenía unidas, dentro del respeto a la autonomía de cada una de ellas, las cuales poseían en sí mismas todo lo necesario para conseguir los fines de la obra salvífica de Cristo. Esta comunión, tal como se entendía en la Iglesia primitiva, era la comunión de los fieles entre sí, de los fieles con sus obispos, de los obispos entre sí y de todos con Cristo, Cabeza del Cuerpo de toda la Iglesia. Con frecuencia en los escritos de la Iglesia primitiva «comunión» es sinónimo de «Iglesia universal». San Agustín decía que la «Iglesia consiste en la comunión de todo el orbe terráqueo»; y Opiato de Milevi identificaba la «comunión» con la Iglesia, de tal manera que una comunión distinta equivalía a una Iglesia diferente.

La «comunión» era algo más que la mera concordia en el modo de pensar, aunque la unidad de fe es fundamental para la comunión; pero la unidad de fe no basta para realizar esta comunión. De Novaciano se dice que tenía la misma fe católica y, sin embargo, no participaba de la comunión. La comunión, por otra parte, no elimina cualquier diferencia en el modo de pensar; en la Iglesia primitiva, ni todos los pastores ni todos los fieles tenían un único modo de pensar; y, sin embargo, esto no era suficiente para romper la comunión. Esto se demostró en las disputas entre la Iglesia de Roma y las Iglesias orientales en torno a la fecha de la celebración de la Pascua; el papa Aniceto y Policarpo de Esmirna no rompieron la comunión eclesial por el hecho de que cada uno perseverase en celebrar la Pascua en fecha diferente; y otro tanto acaeció a finales del siglo II, cuando el papa Víctor volvió sobre el mismo tema.

b) Diferentes expresiones de la comunión eclesial

La comunión entre las diversas Iglesias locales se hacía visible de diversas maneras: por la participación en la comunión eucarística, la cual no sólo significaba, sino que también causaba la comunión entre aquellos que participaban de la misma; en el siglo IV la palabra comunión, sin más adjetivos, se empleó para designar la eucaristía. La comunión se realizaba ante todo por la celebración de la eucaristía que significaba y causaba la unidad con Cristo y la unidad con la Iglesia. El lugar de la eucaristía era la iglesia local; pero cuando los cristianos aumentaron en las grandes ciudades, ya no se podía celebrar la eucaristía con la participación de toda la comunidad; entonces, como signo de comunión se celebraba la eucaristía en varios lugares a la vez, y a la misma hora en que la celebraba el obispo, el cual, como signo de comunión, enviaba a las diferentes iglesias de la ciudad algunas partículas del pan consagrado por él; y por la misma razón de participar en la comunión con la comunidad se llevaba la eucaristía a quienes no habían podido asistir a la celebración. Y a las comunidades del entorno se les enviaba un pan a fin de que lo emplearan en la celebración de su eucaristía. De ahí el empeño de los herejes y cismáticos para hacer que los católicos participaran de su comunión eucarística; no faltaron casos en los que, con esta finalidad, se les introducía, por la fuerza, la eucaristía en la boca.

Otro gran cauce para mantener la comunión entre las iglesias locales, fueron las cartas de comunión: los obispos se comunicaban entre sí su elección por medio de cartas; y tenían el catálogo de los obispos con quienes estaban en comunión; y, a través de estos obispos, estaban en comunión con todos los que, a su vez, estuvieran en comunión con cada uno de ellos. Pero existía además la costumbre de que algunos obispos con mayor prestigio escribieran cartas a otras iglesias a fin de ayudarlas en situaciones de conflicto, o cuando surgía algún problema grave. En este sentido escribió Clemente Romano su carta a la comunidad de Corinto; pero había obispos, como fue el caso de Dionisio de Corinto, quien, sin tener jurisdicción alguna sobre ellas, escribió hacia el año 170 cartas a diferentes iglesias, tales como Lacedemonia, Atenas, Nicomedia, Creta, Asia Menor e incluso Roma; la finalidad de estas cartas era la comunicación sobre la aparición de nuevas herejías, sobre la confesión de la propia fe, sobre sus costumbres, sobre la persecución y sus mártires; se formulaban preguntas y se daban consejos. Las iglesias locales conservaban estas cartas, y se leían en las asambleas eucarísticas como signos eficaces de la comunión intraeclesial.

Los cristianos que emprendían algún viaje se proveían de cartas del obispo para atestiguar su comunión con él y para que los recibieran en las comunidades que visitaban; se llamaban cartas de comunión y también cartas de recomendación y cartas de paz, que solamente podían ser firmadas por el obispo, no por un simple presbítero; equivalían a un carné de «identidad cristiana»; quien lo presentaba, tenía derecho a ser admitido a la comunión eucarística, y a la hospitalidad. La hospitalidad era otro signo muy fuerte de comunión en la misma fe.

Existía además un criterio infalible de comunión con la Iglesia universal, que consistía en estar en comunión con el obispo de Roma; esto se consideraba garantía suficiente para atestiguar la comunión en la misma fe. En la Iglesia de Roma, por ser la sede de Pedro, está el fundamento de toda la comunión católica, porque, como decía San Ignacio de Antioquía, «la Iglesia que preside en la capital del territorio de los romanos... está puesta a la cabeza de la caridad».

Este hecho de que la comunión con la Iglesia romana era criterio de la legitimidad cristiana, lo conocían incluso los paganos, porque cuando Pablo de Samosata cayó en la herejía y fue depuesto de la silla episcopal, la comunidad católica le exigió que abandonara también la casa episcopal (369); pero él apeló contra esta decisión al tribunal del emperador Aureliano, el cual decretó que la casa episcopal se entregara al obispo que estuviera en comunión con el obispo de Roma. Todo lo cual evidencia una cierta preeminencia de la Iglesia romana, y no sólo de honor, sino también disciplinar y jurídica; de lo contrario no se explicaría cómo la comunión con el obispo de Roma fuese el criterio decisivo de la comunión con la Iglesia universal.

c) Comunión y excomunión

El concepto de comunión está en íntima conexión con el de excomunión. La excomunión en la Iglesia primitiva significaba la rotura de las relaciones de comunión, tanto de la comunión eucarística como de la comunión epistolar. La excomunión podía dirigirla un obispo contra sus fieles y sus clérigos, los cuales eran admitidos de nuevo a la comunión solamente después de haber cumplido la penitencia correspondiente. También podía excomulgar un obispo a otro obispo, incluso aunque no fuese su superior legítimo: por ejemplo, San Basilio excomulgó a Eustacio, a pesar de que ambos tenían el mismo rango de Metropolitanos. Incluso un simple fiel cristiano podía excomulgar a su obispo; por ejemplo, Felicísimo rompió la comunión con su obispo San Cipriano de Cartago; y esto mismo ocurrió cuando, el día de Navidad, el emperador Arcadio de Constantinopla rechazó la comunión eucarística de manos de su obispo San Juan Crisóstomo.

Muchos otros hechos similares se podrían traer a colación, pero cabe preguntar qué cristiano poseía el derecho de excomulgar a otro cristiano. En realidad, cualquier cristiano podía excomulgar a otro; pero todo dependía de quiénes siguieran al que excomulgaba o al excomulgado; porque si un fiel excomulgaba a su obispo, y resulta que, después, toda la comunidad seguía a su obispo, ese fiel cristiano que excomulgó al obispo resultaba ser el excomulgado y separado de la comunidad cristiana.

5. DIÓCESIS, METROPOLITANOS, PATRIARCADOS

La división del Imperio en provincias, prefecturas y diócesis, fue el modelo seguido por la Iglesia para su propia organización territorial. La civilización romana era urbana, porque todo giraba en torno a las ciudades; dentro de cada provincia, lógicamente la capital de la misma tenía bajo su jurisdicción a las demás ciudades. También el cristianismo fue inicialmente una religión urbana, de modo que la comunidad cristiana de cada ciudad estaba presidida por un obispo, y cuando el cristianismo se expandió por la campiña, creándose otras comunidades cristianas más reducidas, el obispo enviaba a un presbítero o a un obispo auxiliar para que las atendiera; y así se dio lugar a lo que después se llamará la diócesis; de modo que en una provincia civil había varias diócesis o comunidades presididas por sus propios obispos; y entonces el obispo que presidía la comunidad cristiana de la capital de la provincia civil fue adquiriendo una cierta primacía sobre las demás diócesis, y se convirtió en el metropolitano de la provincia eclesiástica.

Los metropolitanos vigilaban la disciplina y confirmaban la elección de los obispos de su provincia. La autoridad de los metropolitanos se vio reforzada, en detrimento de la autoridad de los obispos, por la institución de los sínodos locales y regionales convocados para tratar sobre determinados asuntos de interés para toda la provincia eclesiástica, como nuevas herejías; éste fue el caso del montanismo; y también para tratar de asuntos meramente disciplinares, como la disputa en torno a la fecha de la celebración de la Pascua, que provocó la reunión de varios sínodos a finales del siglo II.

De la conjunción de varias provincias eclesiásticas surgió el patriarcado, cuya capital coincidía con la capital de las diócesis civiles del Imperio Romano, y tenía jurisdicción sobre todos los metropolitanos de su demarcación geográfica.

El Concilio de Nicea (325) ratificó este ordenamiento eclesiástico que se había consolidado a lo largo del siglo III; el canon IV se refiere a los metropolitanos; y el canon VI a la precedencia de los patriarcados, reconociendo este orden: Roma, Alejandría, y Antioquía; se reconoció también el honor debido a la Iglesia-Madre de Jerusalén; esta comunidad, la primera de todas las comunidades, perdió, después de las guerras judías del 66-70 y 132-135, la singular importancia que había tenido en los orígenes de la Iglesia.

Más tarde Constantinopla, la «Nueva Roma», como residencia del emperador, luchará por adquirir el mismo rango de patriarcado, y lo conseguirá; en cambio fracasaron en esta misma pretensión los metropolitanos de Efeso, Heraclea, Cesárea; y Cartago, cuyo obispo, a pesar de que, desde los tiempos de San Cipriano, descollaba en el norte de África por encima de un simple metropolitano, tampoco consiguió el rango de patriarcado.

La configuración de los patriarcados no alcanzó su estatuto definitivo hasta el siglo VI. Cinco fueron las sedes episcopales que tuvieron este rango, cuatro en Oriente: Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Jerusalén; y uno solo en Occidente, Roma, aunque posteriormente algunas sedes episcopales de Occidente, como Venecia, Lisboa y otras, consiguieron el título, meramente honorífico, de patriarcado.

Para solucionar los conflictos provocados por nuevas herejías, cuyos fautores llevaban aparejada la pena de excomunión, se reunían los sínodos locales y regionales, es decir asambleas en las que los metropolitanos decidían de parte de quién estaba la razón, tanto en cuestiones doctrinales como disciplinares. El montanismo motivó la reunión de los primeros sínodos a finales del siglo II; pero estas asambleas no se reunían solamente para solucionar conflictos entre obispos o entre un obispo y sus fieles, sino también para tratar de asuntos concernientes al ordenamiento eclesiástico, a la doctrina teológica, a la liturgia y a la disciplina. Los sínodos fueron el instrumento más apto para salvar la comunión entre las iglesias, aunque no siempre pudieron resolver todas las diferencias. Esta práctica sinodal trajo consigo una cierta disminución de la autoridad de los obispos en sus iglesias locales.

6. EL PRIMADO DEL OBISPO DE ROMA

a) Identidad teológica del primado romano

La identidad del primado de Roma no hay que buscarla en los diferentes nombres con los que se designó a su obispo durante los primeros siglos. El nombre de Pontífice estaba reservado al principio al sumo sacerdote pagano, y después los emperadores romanos se lo reservaron para sí mismos. Por semejanza con los pontífices judíos también Cristo es llamado pontífice (Heb 5,10). Por su similitud con el título pagano, el papa San Dámaso prefería los nombres de obispo, sacerdote, pastor, rector, etc.; pero, cuando el paganismo empezó a decrecer, también decreció la repugnancia hacia ese título; y aparece por primera vez en el arco triunfal de la iglesia de San Pablo (443-449) aplicado al papa León Magno; pero este título no se reservó entonces para el obispo de Roma, sino que se aplicó a todos los obispos.

Tampoco el nombre de Papa estaba reservado al obispo de Roma, porque antes que a él se le aplicó en el año 155 a San Policarpo de Esmirna; y en el siglo III era común aplicarlo a todos los obispos. Tertuliano fue el primero en atribuirlo al obispo de Roma, San Calixto; y en la Iglesia bizantina se atribuía comúnmente a todos los sacerdotes. Solamente a partir del siglo VI se empezó a reservar para el obispo de Roma.

El primado del obispo de Roma tiene su fundamento teológico en el primado de Pedro, primado no sólo de honor sino también de jurisdicción, es decir, primado en cuestiones de fe y costumbres, de disciplina y de gobierno sobre la Iglesia universal. Son abundantísimos los escritos de los santos Padres que deben ser considerados como verdaderos y sólidos elementos teológicos sobre el primado del obispo de Roma, especialmente aquellos en los que afirman que solamente existe una Iglesia, fuera de la cual no hay salvación; el signo evidente de esta verdadera Iglesia es la comunión eclesiástica; por mandato de Cristo, Pedro es cabeza de los apóstoles en la que se fundamenta la unidad de la Iglesia universal; el depósito de la fe se conserva en las iglesias apostólicas, especialmente en la de Roma; el obispo de Roma es el sucesor actual del apóstol San Pedro.

b) Pedro, obispo de la Iglesia de Roma

Pedro muere mártir y es sepultado en Roma; ninguna otra Iglesia reclama su sepulcro; también Pablo murió mártir en Roma; pero nunca se ha reivindicado la sede episcopal de Roma para San Pablo, sino que siempre se ha dado por supuesto que el primer verdadero obispo de Roma fue San Pedro. Todos los «catálogos» más antiguos de los obispos de Roma empiezan con San Pedro: Pedro, Lino, que es citado por San Pablo en las cartas a Timoteo, Cleto (o Anacleto), Clemente, Evaristo, Sixto, Alejandro, Telesforo, Higinio, Pío, Aniceto, Sotero, Eleuterio..., cuyo Pontificado coincide con los escritos de San Ireneo (175-189) que compuso el primer catálogo de los obispos de Roma a la que elogia, y le reconoce a su obispo la autoridad para intervenir en otras Iglesias, incluso para separarlas de la comunión eclesial. El «Catálogo Liberiano», compuesto hacia el año 354, ya señala la cronología de los obispos de Roma: años, meses y días de cada pontificado.

Es digno de tenerse en cuenta que los doce primeros papas son de las más diversas procedencias: cuatro romanos, cuatro griegos, tres de varias regiones de la península italiana, y uno sirio; y el siguiente a estos doce, el papa Víctor (189-199), parece que fue norteafricano.

No cabe duda de que en esta posición privilegiada del obispo de Roma sobre la Iglesia universal, influyó también la posición política de Roma capital del Imperio Romano o «capital del mundo». Ya se ha visto anteriormente cómo la importancia de las sedes episcopales dependía de la importancia política de las ciudades. Pero esta explicación no es suficiente, sino que su posición primacial le compete por la esencia misma de la Iglesia, cuyo Fundador, Jesús, quiso que fuera monárquica con el primado de San Pedro y de sus sucesores en la sede romana.

c) Ejercicio del primado romano antes de la paz constantiniana

Los primeros indicios no sólo de estima, sino también de ejercicio de una cierta autoridad de la Iglesia romana en el ámbito de la Iglesia universal, se remontan a la era inmediatamente pos-apostólica:

Epístola de Clemente Romano a la Iglesia de Corinto. Es el primer caso de un recurso elevado por una Iglesia, nada menos que de fundación paulina, a la Iglesia de Roma; la intervención del obispo de Roma fue bien recibida; todavía a finales del siglo II perduraba en Corinto la costumbre de leer la carta de Clemente Romano en la asamblea litúrgica del domingo, e incluso trascendió la Iglesia de Corinto, porque Clemente de Alejandría, a finales del mismo siglo II, consideraba esa carta como una «escritura santa». Y a principios del siglo IV, Eusebio era testigo de que todavía se leía en muchas iglesias.
La controversia pascual. Esta controversia demuestra que, en la segunda mitad del siglo II, el obispo de Roma ejercía ya de un modo fehaciente su autoridad primada sobre otras iglesias. La cuestión que se planteaba era la siguiente: Las Iglesias de Asia celebraban la Fiesta de Pascua el día 14 de nisán, aunque no cayera en domingo; de ahí el apelativo de «cuartodecimanos» con que eran conocidas; en cambio en la Iglesia romana, por institución del papa Pío I (141-155), se había de celebrar siempre en Domingo, el domingo siguiente al 14 de nisán.
Aunque pueda parecer que esta cuestión carecía de relevancia, sin embargo, era algo importante, porque de la fecha en que se celebrara la Pascua dependía la ordenación de todo el ciclo litúrgico, y además era un signo bien claro de la comunión entre todas las Iglesias del mundo.
En este contexto, el papa Aniceto (155-166), recién ascendido a la silla de San Pedro, entabló conversaciones con San Policarpo de Esmirna, el cual se trasladó a Roma. Discutieron los dos venerables obispos; San Policarpo alegaba que no podían renunciar a la fecha de la Pascua de las Iglesias de Oriente, porque era una tradición judeocristiana que él había aprendido de los labios y de la práctica del apóstol San Juan, de quien había sido discípulo directo. No hubo acuerdo sobre la cuestión, sin embargo los dos obispos quedaron fraternalmente amigos, y cada uno con su opinión; pero ninguno de los dos consideró el caso tan grave como para romper la comunión eclesial; en prueba de ello, por invitación del papa Aniceto, San Policarpo celebró la Eucaristía para la comunidad de Roma.
El papa Víctor (189-199) planteó de nuevo la cuestión de la fecha pascual con una decisión que supone una plena conciencia de su primado universal. Resulta que algunas Iglesias de Oriente habían introducido prácticas litúrgicas judaizantes, como el rito del cordero pascual. Entonces el papa Víctor mandó que las Iglesias de Oriente se reunieran en sínodos provinciales, para estudiar de nuevo la cuestión pascual. Todas las Iglesias se mostraron conformes con la praxis pascual de la Iglesia romana, salvo las Iglesias de Asia Menor; en nombre de las cuales el obispo Polícrates de Éfeso escribió negativamente y en tono muy vehemente al Papa, el cual reaccionó, a su vez, con la misma vehemencia, amenazando con la excomunión a aquellas Iglesias.
No se produjo la rotura de la comunión porque intervino oportunamente San Ireneo de Lyón con una carta conciliadora dirigida al papa Víctor en la que le reconocía su derecho para excomulgar a aquellas Iglesias, pero le aconsejaba que no lo hiciera porque la cuestión no tenía tanta importancia como para tomar una decisión tan grave, y le traía a la consideración el diálogo pacífico entre el papa Aniceto y San Policarpo de Esmirna. De esta intervención pacificadora de San Ireneo proviene la palabra y el concepto de irenismo, y no sólo por su etimología griega.

El Concilio de Arles, celebrado en el año 314 bajo la égida de Constantino, estableció la praxis romana para todas las Iglesias; decisión que fue ratificada, incluso para las Iglesias orientales, por el Concilio I de Nicea (325), el cual condenó explícitamente la praxis de los cuatordecimanos. Sin embargo, las Iglesias orientales siguen celebrando la Pascua en su fecha tradicional.
Los cismas romanos del siglo III. El papa Calixto (217-222) suavizó la disciplina penitencial anterior en materia sexual; el presbítero romano Hipólito, el último gran teólogo romano que escribió en griego, y de tendencia muy rigorista en materia moral, protestó contra esta mitigación; otro tanto hizo Tertuliano, que llegó a decir que el papa Calixto había introducido el sexo en la Iglesia. Hipólito no reconoció al papa Calixto, y se hizo proclamar papa; es el primer antipapa de la historia; el cisma se prolongó durante los pontificados de Urbano I (223-230) y de Ponciano (230-236). Durante la persecución de Maximino Tracio, el papa Ponciano y el antipapa Hipólito fueron condenados a trabajos forzados en las minas de Cerdeña; y allí se reconciliaron; y murieron casi al mismo tiempo; la Iglesia los venera como mártires.
Persecución de Decio: Durante esta persecución se produjeron apostasías en masa, como ya se ha visto en un capítulo anterior; pero al cesar la persecución los apóstatas («lapsos») pidieron el reingreso en la Iglesia; y el papa Fabián fue benigno con ellos; pero, cuando fue elegido su sucesor, el papa Cornelio (251-253), Novaciano, el primer teólogo romano de cierta importancia que escribió en latín, fue elegido antipapa por un pequeño grupo; un sínodo al que asistieron más de sesenta obispos condenó a Novaciano; el cual, sin embargo, tuvo seguidores durante algún tiempo en Oriente y en Occidente, incluida España.
— Los obispos españoles «libeláticos», Basílides de Astorga y Marcial de Mérida, que habían sido depuestos por sus comunidades porque habían «simulado» la apostasía en la persecución de Decio, apelaron al papa Esteban, el cual también fue benigno con ellos, como lo había sido con los «lapsos» de Roma; pero Astorga y Mérida, contra esta decisión del obispo de Roma, apelaron a San Cipriano de Cartago, que les dio la razón. Está claro que si un obispo español, Basílides, apela a Roma, se debe sin duda a que está persuadido de que la autoridad del Papa puede revisar las decisiones de un sínodo español que lo ha despojado de su silla episcopal.
— En Oriente, la comunión con la Iglesia romana se consideraba signo de comunión con la Iglesia universal; de ahí que, cuando surgía algún cisma, todos buscaban la protección o adhesión del obispo de Roma; tal fue el caso de Pablo de Samosata, obispo de Antioquía, que fue depuesto por su comunidad a causa de sus ideas adopcionistas; la sentencia condenatoria fue confirmada por el papa Félix (261-274) que envió sus cartas de comunión al nuevo obispo, Demetriano; y, al no querer Pablo de Samosata abandonar la casa episcopal, acudió al emperador Aureliano, que dio esta sentencia: la casa será para aquel obispo que «esté en relación con los obispos de Italia y con el obispo de la ciudad de Roma»; esta sentencia constituye sin duda un hecho curioso, porque un emperador romano, todavía en tiempos oficiales de persecución, reconoce, en cierto modo, al obispo de Roma como centro de comunión eclesial universal porque esta sentencia constituía norma para todo el Imperio. C.9. Constitución orgánica de la Iglesia 133
— Cipriano de Cartago fue un obispo que gozó de extraordinario prestigio en toda la Iglesia; había dado su apoyo al papa Cornelio contra el cismático Novaciano; pero durante el pontificado de Esteban (254-258) se produjo una controversia entre Roma y Cartago por la cuestión de la «rebautización» de los provenientes de la herejía; mientras que Roma no rebautizaba a los convertidos de la herejía, Cartago sí lo hacía: el papa Esteban quiso imponer a Cartago la disciplina romana, amenazando con la excomunión; pero San Cipriano se opuso; y estuvo a punto de verificarse una escisión entre las dos Comunidades; pero no se produjo porque la persecución de Valeriano (258) se llevó de en medio a estas dos personalidades que merecieron los honores del martirio. San Cipriano podría ser considerado como un acérrimo «episcopalista» que defendía la independencia de los obispos locales, lo cual, sin embargo, no le impedía reconocer que la Iglesia de Roma es la Iglesia principal de la que proviene la unidad sacerdotal; y nadie puede abandonar la cátedra de Pedro, sobre la que está fundada la Iglesia, y seguir confiando en que está en la Iglesia.

d) Ejercicio del primado de Roma después de Constantino

La libertad que Constantino concedió a la Iglesia facilitó que el papa pudiera relacionarse más libremente con las demás Iglesias de Oriente y de Occidente; y así empezó el papa a ejercer más frecuentemente la solicitud por todas las Iglesias; lo cual conducirá también a un estilo más autoritario en el ejercicio del primado.

— El obispo de Roma, después de que Constantino decidiese fundar la Nueva Roma (Constantinopla) sobre la antigua población de Bizancio, adquirió un prestigio cada día mayor por ser la única personalidad de importancia residente en la Antigua Roma, pero, por otra parte, con el progresivo ascendiente del obispo de Constantinopla, le surgió un rival eclesiástico en sus obispos.
La controversia arriana fue ocasión de que el Papa empezase a ejercer de un modo más directo su primado universal, aunque al principio las cosas parecían orientarse en una dirección contraria. Es cierto que Constantino favoreció a la Iglesia con la libertad que le concedió, y de muchas otras maneras; pero también empezó a considerarse a sí mismo como «obispo desde fuera de la Iglesia», con lo que mermó la libertad de la Iglesia; cosa que se vio incrementada con la cuestión arriana, pues el emperador se entrometió en los asuntos internos de la Iglesia, y no siempre de un modo favorable para la misma, porque él intentaba por todos los medios posibles mantener la paz interior del Imperio, sin importarle demasiado la unidad de la fe.
Cánones del Concilio de Sárdica (342-343): este concilio, en el contexto del arrianismo, fue convocado con carácter de ecuménico, aunque después no fue reconocido como tal. En esta asamblea del episcopado oriental y occidental se dictaron tres cánones que habrían de regular la intervención del obispo de Roma en los asuntos de otras iglesias, cuando los tribunales metropolitanos no ofrecieran garantías suficientes. Los cánones 57a, 57b, 57c disponían que cualquier obispo depuesto por un Concilio Provincial podría recurrir al obispo de Roma, por ser ésta la «sede de Pedro», el cual tenía la potestad de declarar nulo el primer proceso y hacer que la causa fuera examinada de nuevo por los obispos de una provincia vecina, a los cuales podrían unirse algunos sacerdotes designados por el Papa. Estos cánones de Sárdica representan un indudable reconocimiento del primado del obispo de Roma por parte de la Iglesia oriental en materia judicial; pero su uso no se generalizó.
— En el contexto de la defensa de la ortodoxia, no pocas veces en contra de las intromisiones de los emperadores (herejías de los siglos IV y V), los papas fueron tomando una conciencia cada día más explícita de su primado sobre la Iglesia universal. Abundan las declaraciones oficiales sobre la doctrina del primado. San Dámaso (366-384) generalizó el uso de la expresión Sede Apostólica, aplicada a la Iglesia de Roma; y empleó las palabras de Jesús, Tu es Petrus (Mt 16, 16-19) como referidas esencialmente al primado de Roma. San León Magno (440-461) hace referencias constantes al primado en todos sus escritos; y, sobre todo, estableció una identificación plena entre el Papa y el apóstol Pedro. El propio papa San León Magno, a petición del obispo Toribio de Astorga, condenó los últimos vestigios del priscilianismo con la decretal Quam laudabiliter (21.7.447), en la que, además, ordenaba a los obispos de España reunirse en Concilio Nacional para destituir a los obispos priscilianistas que aún quedaran en las diócesis españolas.
— El Concilio de Efeso (431) hizo una de las más claras y solemnes proclamaciones del primado del obispo de Roma. El delegado papal, el presbítero Eusebio, en la sesión del 11 de junio pronunció un discurso que constituye una declaración conciliar sobre la función que le corresponde al obispo de Roma, según la eclesiología oficial romana: «Es cosa conocida desde todos los siglos, que el santo y beatísimo Pedro, el exarca y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y fundamento de la Iglesia católica, ha recibido de Nuestro Señor Jesucristo Salvador y Redentor del género humano, las llaves del Reino y el poder de atar y desatar los pecados. Pedro es quien, hasta ahora y para siempre, vive y juzga en sus sucesores. Nuestro C.9. Constitución orgánica de la Iglesia 135 santo y bienaventurado obispo, el papa Celestino, sucesor y vicario legítimo de Pedro, nos ha enviado para representarle en este santo concilio».
— Proclamaciones semejantes se hicieron en el Concilio de Calcedonia (451): «Petrus per Leonem loquutus est», fue la aclamación de los Padres conciliares, orientales en su mayor parte, a la lectura del «Tomus ad Flavianum» en el que el papa León Magno exponía dogmáticamente la doctrina relativa a la existencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en Cristo.
— El papa Hormisdas (514-523) compuso una fórmula de fe, Libellusfidei Hormisdae Papae, que contiene una declaración expresa sobre el primado de Roma. Esta fórmula de fe fue suscrita por un número muy elevado de obispos orientales, excluidos, claro está, los obispos monofisitas.
— Si bien es verdad que el primado de Roma se oscureció notablemente en la Iglesia oriental con las controversias teológicas que dieron lugar a algunos cismas, como el cisma acaciano (484), y las herejías de los siglos V y VI, no es menos cierto que en la Iglesia occidental el primado de Roma adquirió cada vez más, sobre todo después de la reforma gregoriana en la segunda mitad del siglo XI, un monopolio eclesial que habría sido impensable en la Iglesia primitiva.
Ahora bien, en el ejercicio del primado del obispo de Roma, no siempre será fácil distinguir cuándo ejerce su autoridad como obispo de Roma, como patriarca de Occidente, o como sucesor de Pedro, y más tarde como soberano político de los Estados pontificios.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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