SIGNIFICADO DE LAS PERSECUCIONES PARA LA IGLESIA

SIGNIFICADO DE LAS PERSECUCIONES PARA LA IGLESIA

1. EL NÚMERO DE LOS MÁRTIRES

Una valoración de lo que significaron para la Iglesia las persecuciones del Imperio Romano tiene que empezar por la investigación en torno al número de los mártires. Durante mucho tiempo fue un lugar común entre los historiadores, y especialmente entre los apologistas de la Iglesia, el aumentar en exceso el número de los cristianos que durante los tres primeros siglos dieron su vida por testimoniar su fe en Cristo, como si no bastase un solo caso para valorar en su justa medida semejante testimonio de fidelidad inquebrantable al Señor Jesús.

Desde el siglo XVII, en cambio, se ha caído en el extremo contrario, sobre todo desde que Enrique Dodwell escribiera sus Disertaciones ciprianicas, en una de las cuales, la undécima, intenta demostrar que el número de mártires de los tres primeros siglos fue verdaderamente exiguo; y pretende confirmar su tesis apoyándose en el Cronógrafo del año 354 en el que solamente constan tres o cuatro mártires por mes, en las escasas homilías de los santos Padres pronunciadas en las fiestas de los mártires, y en otros escritores, como Eusebio de Cesárea, Prudencio, Orígenes, los cuales mencionan realmente un número muy reducido de mártires. La teoría de Dodwell fue refutada de inmediato por Teodorico Ruinart, el cual demostró que los mártires de los tres primeros siglos fueron muy numerosos.

En el siglo XX esta cuestión ha sido debatida de nuevo por historiadores como E. de Moreau, P. Allard, H. Delehaye, y especialmente por L. Hertling; este último ha establecido unos criterios muy concretos para llevar a cabo esta investigación. Según L. Hertling, existen dos criterios fundamentales:

1) la investigación histórico-literaria, que consiste en buscar en las fuentes históricas y en los escritores contemporáneos los mártires cuyos nombres se mencionan. Por esta vía solamente se ha podido establecer un número de mártires que no sobrepasa los doscientos; lo cual daría un número muy exiguo de mártires;
2) la investigación arqueológica, según la cual, si se demuestra que se le ha tributado culto a un mártir, sin duda que ese mártir tiene garantizada su autenticidad histórica, porque el culto estaba ligado al sepulcro de los mártires.
En los primeros siglos se ofrecía el sacrificio eucarístico en el día aniversario tanto de los difuntos en general como de los mártires, pero mientras que en el primer caso solamente asistía su familia, y su conmemoración duraba pocos años, para un mártir asistía toda la comunidad cristiana, y su conmemoración era permanente.

Por el procedimiento arqueológico, siempre según L. Hertling, se demuestra la existencia de unos mil mártires; y en realidad es todavía un número muy pequeño, si se tienen en cuenta las dificultades inherentes a este tipo de investigaciones.

Sin duda que el número de los mártires no se reduce a un millar y poco más, porque no todos los mártires recibieron culto, y este culto no empezó en todas las comunidades cristianas a la vez; en Roma, por ejemplo, empezó a mediados del siglo II, lo cual significa que muchos mártires anteriores a esta fecha no recibieron culto; igual que muchos otros de las persecuciones de Diocleciano; además, con excepción de las Iglesias más importantes, como Roma, Antioquía, Alejandría, y Cartago, las otras comunidades menos importantes celebraban en un mismo día la conmemoración de todos sus mártires, de manera que se celebraba la memoria del mártir que gozaba de mayor veneración en la comunidad, y todos los demás, aunque fuesen de tiempos y lugares diferentes, se consideraban como sus compañeros de martirio.

Para calcular el número de los mártires, L. Hertling ofrece otros criterios que se acercan más a la realidad, como pueden ser: las leyes persecutorias, la apreciación de los contemporáneos, el número de las comunidades cristianas existentes en cada persecución; estos criterios, sin embargo, han de ser tomados con suma cautela, porque, por ejemplo, respecto de una ley general de persecución habría que deducir que todos o casi todos los cristianos habrían sido martirizados, y esto no responde, ni de lejos, a la realidad; la apreciación de los contemporáneos es muy relativa porque depende del número de cristianos que hubiera en cada comunidad; por ejemplo, cuando Clemente Romano afirma que en la persecución de Nerón fue martirizada una «multitud ingente», no habrá que entender esa expresión de un modo absoluto porque el número de cristianos por entonces en Roma tenía que ser muy poco relevante; en cambio, sí puede ajustarse más a la realidad el cálculo de mártires por el número de comunidades existentes; y este criterio es especialmente significativo para la persecución de Diocleciano, cuando en algunas regiones del Imperio más de la mitad de la población era ya cristiana.

Ateniéndose a los cálculos de L. Hertling, se podría calcular que, durante la segunda mitad del siglo I (Nerón, Domiciano), los mártires serían unos cinco mil; para todo el siglo II (Adriano, Trajano, Antonio, Marco Aurelio), unos diez mil; para todo el siglo III (Septimio Severo, Decio, Valeriano, Aureliano), unos veinticinco mil; y para finales del siglo III y comienzos del siglo IV (Diocleciano, Galerio, Maximino Daja), unos cincuenta mil; con lo cual se podría calcular el número de los mártires de las persecuciones del Imperio Romano en tomo a cien mil.

Pero este número, nada despreciable en sí mismo, no es en modo alguno suficiente para valorar la importancia de aquellas persecuciones del Imperio Romano, pues por cada mártir habría que calcular que, por lo menos, treinta cristianos más fueron torturados, desterrados, condenados a trabajos forzados, o se les confiscaron sus bienes.

Además tampoco se puede olvidar el sufrimiento moral continuo que suponía el que, en menos de 24 horas, cualquier cristiano pudiera ser delatado como cristiano y llevado a los tribunales con el riesgo permanente de ser condenado, incluso a la pena capital, si se mantenía firme en su fe; y todo ello sin haber cometido el más mínimo delito.

2. LAS ACTAS DE LOS MÁRTIRES

Las Actas de los mártires constituyen un género literario muy peculiar dentro de la literatura cristiana primitiva; narran los últimos acontecimientos de los mártires, desde el momento de la acusación hasta el martirio. Su finalidad era perpetuar la memoria de los mártires y, al mismo tiempo, servir de edificación para las comunidades cristianas.

Cuando en el siglo IV se expandió el culto de los mártires, los cristianos deseaban conocer los detalles de la vida y muerte de sus mártires más venerados; y así, empezaron a proliferar Actas que narraban los acontecimientos del martirio; pero, al no poseer Actas fidedignas, los autores echaron mano de lugares comunes, escenas truculentas, tormentos inauditos, prodigios a granel obrados por los que durante más de un milenio se consideró como auténtica. Solamente la crítica rigurosa que iniciaron los bolandistas en el siglo XVII, eliminó de las Actas de los mártires todo aquello que no era nada más que fruto de la imaginación de sus autores. Es preciso distinguir entre varios géneros de Actas martiriales: Actas auténticas; Actas dudosas; Actas falsas, pero dentro de un fondo histórico; y Actas absolutamente falsas.

Actas auténticas son aquellas que han sido copiadas de las Actas proconsulares; es decir, de las Actas oficiales redactadas por los notarios o escribanos imperiales durante el interrogatorio de los cristianos; suelen ser brevísimas; se transcriben las preguntas del juez, las respuestas de los cristianos, y la sentencia, que podía ser de muerte, de confiscación de los bienes, de tortura, de destierro, o de trabajos forzados. Estas Actas oficiales, copiadas de los Archivos imperiales, se completaban después con la narración de los acontecimientos especialmente edificantes, acaecidos durante el juicio y la ejecución, cuando la sentencia era de pena capital. Bajo este epígrafe de auténticas se pueden considerar las Actas del martirio de San Policarpo, San Justino y compañeros, San Apolonio, Santas Perpetua y Felicitas, San Cipriano, San Fructuoso de Tarragona y compañeros, San Maximiliano, Santos Marcelo y Casiano, y algunas otras.

También se consideran auténticas aquellas Actas martiriales que, aunque no proceden de las Actas oficiales, fueron tomadas por algunos cristianos que asistieron al proceso judicial y a la ejecución; y también merecen la misma categoría de autenticidad aquellas narraciones de testigos oculares escritas después en forma de Cartas o de Passiones, como es el caso de la carta enviada por las comunidades de Lyón y de Vienne (Galias) para dar cuenta del juicio y santa muerte de los mártires del año 188.

Las demás Actas martiriales que se han señalado como dudosas, falsas, pero dentro de un contexto histórico, hoy día se definirían como novelas históricas; y las Actas totalmente falsas, se definen por sí mismas. Sin embargo, incluso las Actas que merecen el calificativo de absolutamente falsas, contienen un hecho histórico valioso por sí mismo, como es el nombre del mártir y el culto que se le tributaba; éstos eran los únicos datos auténticos sobre los cuales se apoyaba después toda la narración.

3. IMPUGNACIÓN LITERARIA DEL CRISTIANISMO

a) El silencio de los intelectuales paganos

La Iglesia de los tres primeros siglos no sólo sufrió persecuciones cruentas, sino también persecuciones de tipo moral, especialmente por parte de los intelectuales paganos. Hasta la segunda mitad del siglo II, al margen de las menciones esporádicas de Suetonio, Tácito, Dión Casio, y Plinio el Joven, los cristianos no son objeto de la preocupación de los intelectuales paganos. Juliano el Apóstata se apoyará precisamente en este silencio de los autores paganos para reafirmar su idea de que el cristianismo es una religión despreciable, porque no ha merecido la atención de los hombres cultos de aquel tiempo.

Evidentemente hay que descartar el más mínimo indicio de autenticidad de las cartas que se habrían cruzado entre Jesús y el rey Abgar de Edesa; o la pretendida correspondencia epistolar entre el gran filósofo cordobés, Séneca, y el Apóstol de los gentiles, San Pablo. Y otras parecidas, de las que se tratará en un capítulo posterior. No es de extrañar este silencio, porque, hasta bien entrado el siglo II, nadie podía calibrar aún la fuerza de esta «secta mínima y odiada», en expresión de Tácito referida a los cristianos perseguidos por Nerón; pero en la segunda mitad del siglo II empiezan las impugnaciones sistemáticas contra el cristianismo por parte de los filósofos paganos.

Sin duda que en más de una ocasión se cruzarían por las calzadas romanas los filósofos que deambulaban por las ciudades y aldeas del Imperio Romano, transmitiendo las doctrinas de los más diversos sistemas filosóficos del momento: estoicismo, neoplatonismo, epicureismo, cinismo, pitagorismo, etc., y los apóstoles y otros misioneros cristianos, que iban esparciendo también por los mismos caminos y las mismas ciudades el mensaje evangélico de Cristo. No faltaron quienes confundieran a los predicadores cristianos con filósofos estoicos y cínicos.

Los filósofos, especialmente los cínicos, odiaban profundamente a los cristianos, porque los consideraban usurpadores de su estilo de vida y de su propio sistema filosófico. Es cierto que entre los cristianos hubo quienes simpatizaron con el cinismo, y todavía más con el estoicismo; y de estos filósofos, especialmente de los cínicos, recibieron los cristianos la primera impugnación sistemática.

La obra de Luciano de Samosata, De morte Peregrini, es el modelo prototípico de la confusión más completa del cristianismo con el cinismo. Para el autor de esta obra, los cristianos son el colmo de la ignorancia, de la ambición y de la astucia; los apóstoles y los predicadores del mensaje de Jesús de Nazaret no pasan de ser unos vulgares vagabundos orientales; la caridad cristiana no es nada más que un modo de vivir para gente astuta y ociosa. No obstante, Luciano de Samosata piensa que el Estado no debería perseguir a los cristianos, sino que tendría que concederles el derecho de vivir como a cualquier otro filósofo.

b) La impugnación sistemática de Celso

Celso era un filósofo, vivió en la segunda mitad del siglo II, aunque algunos historiadores de la filosofía lo catalogan entre los epicúreos, por el hecho de que Orígenes, en varios pasajes de su apología Contra Celso, le llama «epicúreo»; otros autores lo tachan de filósofo ecléctico platonizante, uno de los precursores del neoplatonismo; pero Celso es sin duda netamente platónico, pues defiende a Platón contra el peligro que para él y su obra suponen los cristianos. Celso fue un hombre muy instruido; un viajero incansable; también se dedicó a la política, pero no se le conocen grandes éxitos en este dominio.

Como hombre culto que era, no se contentó con los rumores, tan vulgares como absurdos, que por todas partes se esparcían contra los cristianos; en efecto, durante el mandato imperial de Antonino Pío (138-161) y Marco Aurelio (161-180) que, en general, fue muy pacífico, abundaron los escritos panfletarios contra los cristianos, no sólo en Roma, sino también en las capitales de provincias, especialmente en Alejandría, donde al parecer vivió Celso durante algún tiempo; esta literatura panfletaria no le agradaba; y entonces se propuso escribir una obra razonada contra los cristianos.

Antes de escribir, Celso investigó por su cuenta los fundamentos de esta nueva religión y el comportamiento de aquellos «hombres nuevos» que se decían cristianos. Hacia el año 178 escribió el Discurso verdadero contra los cristianos. El texto original se ha perdido; pero nos ha llegado a través de los amplios párrafos citados textualmente en el tratado apologético Contra Celso, escrito en torno al año 248 por Orígenes, el gran maestro alejandrino, a petición de su discípulo y mecenas Ambrosio, el cual, antes de convertirse al cristianismo, había pertenecido a la secta del gnosticismo valentiniano; en sus manos cayó un buen día el libro de Celso, y lo juzgó muy peligroso para lectores incautos; y lo entregó a Orígenes para que lo refutara. La impugnación de Celso contra los cristianos fue muy apasionada, pero no lo fue menos la réplica de Orígenes; su título es suficientemente expresivo: Contra Celso.

Celso dividió su obra en cuatro partes: en la primera, un judío critica al cristianismo desde su propio punto de vista veterotestamentario; en la segunda, Celso argumenta contra los cristianos y contra los judíos, negando el fundamento histórico de ambas religiones, y defiende el politeísmo oficial del Imperio Romano, argumentando desde la repugnancia existente entre la filosofía y el cristianismo; objeta contra la revelación en general, y especialmente contra los misterios de la creación y la encarnación; en la tercera parte critica la Biblia: la cosmogonía cristiana es una puerilidad; refuta las profecías y contrapone a Cristo a Moisés; rechaza el antropomorfismo del Dios de Israel; y niega, por imposible, la resurrección de los cuerpos. En la cuarta parte, Celso estudia el conflicto entre los cristianos y el Imperio Romano: los cristianos son gentes apatridas, enemigos de las tradiciones civiles y religiosas, «hombres nuevos» que tienen reuniones clandestinas, y propagan su religión entre mujercillas ignorantes, niños y esclavos. María, la madre de Jesús, repudiada por José, huye a Egipto, donde Jesús aprendió los secretos de la magia; y así engañó a sus discípulos y a las masas de Palestina; lo único bueno que tiene su doctrina no es otra cosa que un plagio de Platón; y finalmente la pasión y la muerte de Cristo son indignas de un Dios.

La impugnación de Celso contra el cristianismo es sistemática y completa; al Discurso verdadero de Celso acudirán los racionalistas de todos los tiempos en busca de argumentos. Porfirio, Libanio y el propio Juliano el Apóstata, plagiaron la metodología de Celso en su manera de contraponer el paganismo al cristianismo.

4. REPERCUSIÓN DE LAS PERSECUCIONES EN LA VIDA INTERNA DE LA IGLESIA

No ha sido infrecuente apelar a la gran epopeya martirial de los primeros siglos para demostrar el carácter divino de la doctrina cristiana, a causa de la firmeza de los mártires ante los tormentos y la muerte misma; sin embargo esta firmeza por sí sola no es suficiente garantía, porque una firmeza semejante han mostrado los seguidores de otras religiones. En realidad no hay religión ni secta que no haya tenido también sus «mártires».

El valor demostrativo de la gesta martirial de la Iglesia de los tres primeros siglos, y de todos los tiempos, está, según Orígenes, en la presencia del Espíritu Santo que obra maravillas en los mártires; el Espíritu Santo obra maravillas que sobrepasan todo esfuerzo humano; de ahí la tendencia de las Actas martiriales a poner de relieve hechos portentosos, discursos llenos de sabiduría, frente a la ignorancia y estulticia de los jueces, por la promesa de Jesús de que el Espíritu Santo pondrá en los labios de sus discípulos las palabras más oportunas en cada caso (cf. Mt 10,20).

El influjo que ejercieron las persecuciones sobre la Iglesia fue extraordinario; y tanto desde una perspectiva negativa como desde otra positiva. Consideradas negativamente, las persecuciones fueron un notable impedimento para la conversión de los gentiles y la consolidación de la Iglesia. La continua desaparición de sus pastores, escritores y otras personas influyentes, clérigos y laicos, mermaba la posibilidad de una mejor organización interna y externa de las comunidades.

Fue especialmente negativo el hecho de aquellos cristianos que no supieron permanecer firmes ante los tormentos y la muerte misma, y apostataron de la fe; unas veces de una manera abierta, y otras veces disimuladamente, como en la persecución del emperador Decio, cuando muchos cristianos, aunque no sacrificaron realmente a los dioses oficiales del Imperio, se procuraron los certificados o «libelos» de haberlo realizado. Bien es verdad que estos simuladores encontraron una mejor acogida en los brazos misericordiosos de la Iglesia que los verdaderos apóstatas; lo cual fue ocasión de los cismas de Novaciano en la Iglesia de Roma, y el de Novato, Felicísimo y Fortunato en la Iglesia de Cartago.

Si las persecuciones causaron dolorosos efectos negativos, causaron también efectos muy positivos; en las persecuciones, el fervor de los cristianos se elevaba a cotas altísimas; durante el interrogatorio de los mártires, no sólo se contagiaban de su heroísmo los cristianos, sino también los propios paganos. En las persecuciones se plasmó el prototipo del sano cristiano; y esto no sólo desde una perspectiva cultual, sino también como ideal de vida.

En el martirio se produce la vivencia más completa de las exigencias morales, ascéticas y místicas. El mártir practica del modo más perfecto posible la verdadera imitación de Cristo, la cual exige profesar en grado heroico las tres virtudes teologales: la fe en Cristo sin la más mínima duda, la esperanza total en sus promesas, el amor perfecto, hasta dar la vida por aquel a quien se ama, y la unión mística más plena con Cristo.

Los mártires ocuparon siempre un puesto privilegiado en las comunidades primitivas: los cristianos encarcelados en espera del juicio y de la muerte eran visitados por sus hermanos en la fe, y sus mensajes fueron considerados como otros tantos oráculos provenientes de la boca del Señor; los mártires permanecerán para siempre en la memoria del día aniversario de su victoria sobre el demonio, al lado de sus sepulcros; y de ahí al culto oficial no hubo nada más que un paso que se dio muy pronto. Y aquellos cristianos que no morían en los tormentos, pero que llevaban en su cuerpo los estigmas de la pasión del Salvador, ocupaban un puesto especial dentro de las respectivas comunidades, y dentro de la Jerarquía eclesial si eran miembros de la misma; aunque justo es reconocer que por parte de algunos confesores hubo excesos, al pretender unos privilegios que sólo a la Jerarquía o a la comunidad en cuanto tal les pertenecían.

Los mártires eran invocados con una ternura entrañable; sus reliquias, en las que mora la presencia del Señor, fueron muy pronto objeto de veneración especial. Lo decían los cristianos de Esmirna en la carta en que comunicaban la «pasión» de su obispo San Policarpo: «Nosotros recogimos sus huesos que tienen para nosotros más valor que las piedras preciosas, son más estimables que el oro, los depondremos en un lugar digno. Y allí nos reuniremos para celebrar en la alegría el aniversario de este día en que Policarpo ha nacido para Dios». Los cristianos ambicionaban ser sepultados al lado del sepulcro de los mártires porque éstos eran considerados como los mejores intercesores ante Dios.

5. EL MARTIRIO NO ES UN EPISODIO CERRADO DE LA IGLESIA PRIMITIVA

Cuando las persecuciones del Imperio Romano dejaron de ser una amenaza para los cristianos y de ser un hecho colectivo pasaron a ser un hecho individual, hacia ellos volverán sus ojos los cristianos de todos los tiempos, y serán siempre la meta soñada del fervor cristiano; y su tiempo, la edad de oro de la Iglesia.

Pero el martirio no es un episodio cerrado que acaeció en un momento determinado de la historia de la Iglesia. El martirio pertenece a la identidad misma de la Iglesia, puesto que el Maestro dijo claramente a sus discípulos, y en ellos a los cristianos de todos los tiempos: Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros. Sin el ejemplo de aquellos primeros mártires, hombres débiles igual que nosotros, que cantaban en los suplicios y prefirieron la muerte a renunciar a su fe, no se explicaría fácilmente la alegría cristiana ante la muerte y la certeza de la redención por la sangre.

Toda la historia de la Iglesia, desde el principio hasta nuestros mismos días, está ennoblecida y consagrada por la figura de hombres como Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, Ireneo de Lyón, Lorenzo y muchos otros, pertenecientes unos a la Jerarquía y otros al sencillo pueblo de Dios; y de mujeres como Blandina, Perpetua y Felicitas, Cecilia, Águeda, Leocadia, Inés, y tantas otras, de noble rango unas como Cecilia, y otras pertenecientes a los estamentos inferiores de la escala social, como la esclava Blandina. Pero el martirio perduró a lo largo de la Edad Media y de las Edades Moderna y Contemporánea; y tanto en iglesias de vieja cristiandad como en iglesias en formación, como es el caso de los mártires de Uganda, de Indochina, de Corea o de Japón.

Pero hay un lugar en el mundo que tiene la primacía sobre todos los demás lugares del mundo, donde se ha testimoniado la fe en Cristo a costa de la propia vida: Roma; y en Roma las catacumbas, aquellos gigantescos y portentosos cementerios subterráneos, donde tantas generaciones de cristianos enterraron a sus muertos; y entre todos ellos fueron venerados con especial fervor los sepulcros de los mártires, en cuyo entorno todos los fieles se afanaban por encontrar un hueco en el que dormir esperando la resurrección.

6. ESPIRITUALIDAD DEL MARTIRIO

En el Antiguo Testamento, el testimonio de la sangre era el signo más espléndido de la más alta fidelidad a la palabra de Yahvé. En el Nuevo Testamento el martirio es considerado como una prolongación de la pasión de Cristo, conforme a la pregunta que el mismo Cristo formuló a los hijos de Zebedeo: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber, o ser bautizados con el bautismo con que voy a ser bautizado?; el cáliz que voy a beber, sí lo beberéis y también seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado» (Mc 10,38-39). Esto significa que los mártires son portadores peculiares de la presencia de Cristo; sus cuerpos serán traspasados por la espada, pero sus almas jamás podrán ser separadas del amor de Cristo; sufriendo con Cristo, son consumidos por las llamas ardientes del Espíritu Santo que mora en ellos.

El mártir es el discípulo de Cristo por antonomasia: «Ahora empiezo a ser un verdadero discípulo de Cristo», decía San Ignacio de Antioquía cuando iba camino de Roma para ser expuesto a las fieras; y para San Policarpo, los mártires son imágenes de la verdadera caridad cristiana; sus cadenas son las diademas de los verdaderos elegidos de Dios.

El martirio no lo consigue quien quiere, sino aquel a quien Dios se lo concede; el martirio no tiene su origen en una decisión del hombre, sino en una llamada especial de Dios a testimoniar su opción radical por Cristo. El martirio es imitación de la pasión misma de Jesús, que exige una íntima y perfecta comunión con él. Ante la llamada de Dios al testimonio supremo del amor a Cristo, el cristiano se declara enteramente disponible para dar su vida en defensa de su amor incondicional.

Los pastores de las comunidades cristianas frenaban el entusiasmo incontrolado que, a veces, producía el ejemplo de los mártires, pues no faltaban quienes, en una valoración presuntuosa de su fortaleza, se presentaban espontáneamente a los jueces y se declaraban cristianos; pero, después, ante el temor de la muerte o de la tortura, se volvían atrás y apostataban de la fe: «Ninguno de vosotros se presente espontáneamente a los gentiles. Si alguien es arrestado o entregado debe hablar porque, Dios presente en nosotros, hablará en aquella hora. Él prefiere la confesión a la autodenuncia pública».

En el mismo sentido se expresaba San Policarpo de Esmirna: «Hermanos, nosotros no aprobamos a aquellos que se entregan espontáneamente, porque el evangelio no lo enseña así»; pero Orígenes decía que podía haber casos excepcionales que hacían suponer la existencia de una llamada especial de Dios. Dios llama a todos los cristianos a dar un testimonio valiente de la resurrección del Señor Jesús (Hch 4,33); pero solamente llama a algunos a dar la prueba suprema de su amor a Cristo, a través del testimonio cruento de la propia vida.

San Cipriano consolaba a algunos cristianos desilusionados porque no tenían la ocasión de dar su vida por Cristo: «Ante todo el martirio no depende de ti, sino que depende de la elección de Dios. Pero tampoco puedes decir que has perdido aquello que no sabes si habías merecido recibir».

Si Dios llama al martirio, sin duda que concederá la ayuda necesaria para que los cristianos sean fieles a esa vocación; todo es don de Dios; es el Señor quien, al lado del mártir, le infunde la fuerza para sostenerlo en los tormentos; por eso hay que atribuir a Dios la fuerza del mártir para soportar todos los tormentos.

La presencia de la gracia de Dios exige también la disponibilidad libre del cristiano llamado al martirio; de modo que el martirio, además de ser un don de Dios, es también una elección voluntaria del cristiano; como dice Orígenes, los mártires «han elegido voluntariamente la muerte por la vida». El martirio es una respuesta llena de amor a la invitación que hace el Espíritu Santo, de modo que se verifica un encuentro perfecto entre el amor de Dios y el amor ardiente del cristiano.

Los mártires han sacado el máximo rendimiento a la semilla que en ellos sembró el Señor. Por eso mismo, San Cipriano decía que los mártires son aquellos que, conforme la parábola del sembrador (Mt 13,1-8), han conseguido el ciento por ciento, mientras que las demás formas de santidad solamente consiguen un 60 o un 30, y el propio San Cipriano reserva el 60 a las vírgenes.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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