LAS PERSECUCIONES DEL IMPERIO ROMANO

LAS PERSECUCIONES DEL IMPERIO ROMANO

1. LA «PAZ ROMANA» Y EL CRISTIANISMO

Cuando, «al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo nacido de mujer y bajo la ley» (Gal 4,4), solamente existía una estructura política cimentada sobre las bases de una religión politeísta, que comprendía todo el entorno de la cuenca del Mediterráneo, y se llamaba Imperio Romano; se trataba de una institución político- militar y socio-cultural, con una extensión de tres millones de kilómetros cuadrados, cuyos límites eran: el Océano Atlántico por el oeste; las regiones montañosas del norte de África y las Provincias de Egipto por el sur; la desembocadura del Rhin y del Danubio por el noroeste; el Asia Menor, Siria y Palestina; y a estas fronteras había que añadir el reino de Armenia y el reino del Bósforo-Crimea. La población de todos estos territorios rondaba los 65 millones de habitantes. Y en medio, ROMA, el centro en torno al cual giraba toda la vida de esa macroestructura que se llamó Imperio Romano, una institución que, a primera vista, parecía indestructible.

Los dos siglos que siguen al nacimiento de Cristo son, culturalmente hablando, la Edad de Oro del Imperio Romano; es la época de los grandes genios literarios latinos, de los grandes arquitectos y escultores; es la época de la máxima solidez política y social, a pesar de que por el norte y por el este se advierte ya la presencia de un factor, los pueblos bárbaros, los cuales, después de varios siglos, acabarán por llevar a la ruina más completa al Imperio Romano.

Si alguien hubiera imaginado en los orígenes del cristianismo que se pudiera entablar una lucha sin cuartel entre los cristianos y el Imperio, a nadie se le ocurriría pensar que, después de dos siglos de crueles persecuciones, los cristianos serían los vencedores; y, sin embargo, así fue. El Imperio acabará capitulando ante la cruz de Cristo.

El Imperio Romano, sin pretenderlo, creó para el naciente cristianismo un contexto socio-cultural que contribuyó poderosamente a su expansión inicial; nos referimos a la «Paz romana» que concedió a los cristianos unas oportunidades muy importantes para su expansión y su arraigo en la sociedad romana.

Los cristianos buscarán la protección de las leyes, como lo atestigua la historia de San Pablo; las leyes, y especialmente su título de ciudadano romano, lo protegieron en diferentes ocasiones de la persecución que contra él entablaron tanto los paganos como los judíos .

La red impresionante de vías de comunicación, por tierra y por mar, creadas por el Imperio no sirvieron solamente para facilitar la administración del Estado y abastecer de alimentos y materias primas a la capital del Imperio, sino que por ellas circularon también con rapidez los heraldos del evangelio; fue asimismo un instrumento al servicio del mensaje evangélico la unificación de cultura y de lengua; el latín era la lengua del ejército y de la administración pública, pero el griego común se convirtió en el idioma de los comerciantes y de los marinos que hacían de transmisores de las novedades de todo tipo que se fraguaban en toda la cuenca del Mediterráneo.

La unificación cultural llevada a cabo por Roma se convertirá en una gran ayuda para la formulación doctrinal del cristianismo. La evolución que desde hacía varios siglos había experimentado la filosofía griega hacia la ética, hacia la interioridad, más que hacia las especulaciones abstractas, hizo que los predicadores del evangelio no encontraran solamente intelectuales dominados por el escepticismo, sino más bien intelectuales orientados hacia la religiosidad interior. El monoteísmo judeocristiano encontró un camino fácil en las críticas que los filósofos griegos, como Platón y Aristóteles, y sus respectivos discípulos, habían provocado contra el politeísmo en los estamentos cultos del Imperio, a pesar de que en los estamentos populares todavía permaneciese muy arraigado el politeísmo tradicional.

Las categorías filosóficas de Grecia serán un buen instrumento en manos de los teólogos cristianos para crear un sistema intelectual capaz de satisfacer a las más altas exigencias del pensamiento; sin olvidar, por otra parte, que también esta fuerza especulativa griega será ocasión de múltiples errores y de divisiones en el seno de la Iglesia.

La misma organización estatal del Imperio sirvió de modelo para la organización de la Iglesia. La división en diócesis, metrópolis, patriarcados está calcada sobre la división del Imperio; incluso Roma, capital del Imperio, será la capital de la Iglesia universal; ¿se trata solamente de una casualidad o de un plan divino, que quiso identificar la Roma eterna de los escritores latinos con la «Roma eterna», capital del cristianismo, es decir, de aquel «reino que no tendrá fin» de que habla Lucas? (Lc 1,33).

Por todo esto, no es de extrañar que algunos escritores cristianos vieran en ese «evento» que se llamó Imperio Romano la plasmación concreta de la «plenitud de los tiempos» de que habla San Pablo (Gal 4,4), como fue el caso del gran poeta español Prudencio, el cual se preguntaba sobre el secreto del destino de Roma; y él mismo se respondía: «Que Dios quiso la unificación del género humano porque la religión de Cristo pide una fundamentación social de paz y de amistad internacionales»; lo cual viene a significar que «la Paz romana ha preparado el camino a la venida de Cristo»; este optimismo de Prudencio no se vio frenado, a pesar de que la dura realidad de la confrontación del Imperio Romano con el cristianismo causó innumerables mártires.

2. DE LA INDIFERENCIA A LA SOSPECHA

La actitud inicial del Imperio Romano hacia los cristianos fue de total indiferencia; esto puede provocar extrañeza y admiración, porque aquello que para los cristianos, como es la vida y la muerte de Cristo, constituye el «punto luminoso bifronte» que divide la historia de la humanidad en un antes y en un después de Cristo, para el Imperio Romano y sus autoridades pasó totalmente desapercibido; en todo caso, la muerte de Cristo fue un episodio más de los muchos que acaecían por entonces en el Imperio Romano, especialmente en Palestina, donde muy frecuentemente se levantaban algunos revolucionarios contra el poder constituido de Roma, a los que se les aplicaba la ley, sin que dejaran huellas dentro de aquella macroestructura político-social que era el Imperio de Roma.

Tampoco la predicación de aquellos doce hombres que poco después paseaban la doctrina de su Maestro por las ciudades orientales del Imperio provocó preocupación alguna en las autoridades romanas, porque los cristianos fueron confundidos con aquellos predicadores que recorrían las comunidades judías esparcidas por todo el Imperio, que en ocasiones provocaban altercados; pero los romanos estaban habituados a esos litigios propios de los judíos. Es cierto que en las provincias orientales del Imperio, como Siria, y concretamente en su capital Antioquía, empezaron a ser distinguidos de los judíos porque fue allí donde los discípulos de Jesús empezaron a ser llamados «cristianos» (Hch 11,26).

Pero el hecho es que en Roma, hasta el año 64, los cristianos no fueron considerados como un grupo independiente de los judíos; en el año 64, fecha del comienzo de la persecución de Nerón, judíos y cristianos ya estaban bien diferenciados; hoy día se plantea la hipótesis de que pudiera haber sido Flavio Josefo el responsable de esta distinción, puesto que por entonces se hallaba en Roma y tenía fácil acceso al palacio imperial por la amistad que le unía a la esposa de Nerón, de la que, según cuenta el propio Flavio Josefo, había recibido algunos regalos; porque, así como en tiempos del emperador Claudio no se distinguía a los cristianos de los judíos, porque todos los judíos fueron expulsados de Roma por los alborotos que causaban —«impulsore Chresto»—, en esta expresión hay evidentemente una alusión a la predicación del evangelio en la capital del Imperio (cf. Hch 18,2-4).

También pudo contribuir a esta distinción entre judíos y cristianos la predicación de Pablo durante los dos años de su estancia en Roma como prisionero, porque el Apóstol de los gentiles no se recataba lo más mínimo en la predicación de Cristo muerto y resucitado, como cumplimiento de las promesas hechas a Israel; pero su predicación fue más pacífica respecto a los judíos, porque él mismo se encargó de reunir en su casa a los representantes judíos para informarles de que él no tenía nada en contra del pueblo judío (Hch 26,17-28).

3. DOS SIGLOS Y MEDIO DE PERSECUCIÓN

Desde el año 64, persecución de Nerón, hasta el año 313, fecha en que Constantino les concedió la libertad, los cristianos tuvieron que sufrir un largo y penoso itinerario, salpicado con la sangre de los mártires, y ensombrecido con la tortura más atroz de los confesores, es decir, aquellos cristianos que, por defender su fe, sufrieron los más variados tormentos, pero que no murieron en ellos. Durante los siglos I y II los cristianos fueron perseguidos en tanto que individuos particulares; en cambio durante el siglo III la persecución se dirigía sistemáticamente contra el cristianismo en cuanto organización; y, finalmente, desde los últimos años del siglo III hasta el año 313, la persecución se dirigió globalmente contra los cristianos como individuos y contra la Iglesia como organización.

Hay que tener en cuenta que, si bien durante esos doscientos cincuenta años, cada cristiano tenía la espada de Damocles sobre su cabeza, porque en cualquier momento podía ser denunciado como cristiano, y en menos de 24 horas ser llevado ante los tribunales, y verse obligado a apostatar de su fe o ser condenado, unas veces a muerte, otras veces a la tortura, al destierro, a trabajos forzados o a la confiscación de sus bienes; sin embargo, durante esos doscientos cincuenta años, los cristianos gozaron de largos períodos de paz, aunque en una u otra región del Imperio siempre hubo algunos mártires.

Prueba evidente de que la Iglesia gozó de largos períodos de paz es el hecho de que las comunidades cristianas pudieron tener lugares públicos de culto, enseñar en escuelas creadas al efecto, como la de Justino en Roma o la de Clemente en Alejandría; y, lo que es aún más importante, llevar pleitos ante los tribunales del Imperio y ganarlos. Se puede calcular que los cristianos, desde el año 64 hasta el año 313, gozaron de unos ciento veinte años de paz, aunque fuese una paz muy precaria, y durante unos ciento veintinueve años sufrieron persecuciones; siempre, naturalmente, alternándose períodos más o menos largos de paz y de persecución.

Lactancio (†317), escritor eclesiástico de principios del siglo IV y preceptor de los hijos de Constantino, unió el nombre de los emperadores con las persecuciones en cuyo reinado tuvieron lugar. Ha sido un lugar común afirmar que las persecuciones fueron; pero esto se ha hecho por establecer una analogía con las diez plagas sufridas por Egipto a causa de la persecución contra el pueblo de Israel; pero en realidad no hubo un número determinado de persecuciones, sino un período durante el cual el Imperio consideró al cristianismo como una religión ilícita, y actuó en consecuencia contra los cristianos.

4. PERSEGUIDORES MÁS CRUELES Y MÁRTIRES MÁS CÉLEBRES

a) Persecución de los cristianos como individuos particulares

Inició las persecuciones el emperador Nerón (54-68). El 19 de julio del año 64 se declaró un incendio devastador que destruyó 7 de los 14 distritos de Roma; el incendio había sido provocado por el propio Nerón; pero, a fin de descargar de sus espaldas la acusación de incendiario que contra él lanzaban los romanos, echó la culpa a los cristianos; y aunque, según Tácito, se demostró que eran inocentes, se demostró también que eran aborrecidos por el pueblo; y, en consecuencia, una «gran multitud» fue condenada a sufrir los más atroces y refinados tormentos: unos, envueltos en pieles de fieras salvajes, fueron echados a los perros que los destrozaban; otros, embadurnados de pez, sirvieron de antorchas vivientes en los jardines y en el Circo de Nerón. Además de esa anónima «multitud ingente», sufrieron el martirio San Pedro y San Pablo, los fundadores de la Iglesia romana; y Proceso y Martiniano.

De la persecución de Domiciano (81-96) no hay noticias ciertas, ni se conoce el motivo inmediato de la misma, aunque Hegesipo dice que este emperador temía a los cristianos, y especialmente a los parientes del Señor. A esta persecución se refiere el Apocalipsis (1,9; 2,3; 2,9; 2,13); aluden a ella algunos autores cristianos como Melitón de Sardes y Tertuliano; y también Plinio el Joven en su carta a Trajano. Mártires más célebres: Flavio Clemente, pariente del propio Domiciano; Acilio Glabrión, cónsul con Trajano en el año 91; y Clemente Romano. Flavia Domitila, esposa de Flavio Clemente, fue desterrada; y, según Tertuliano, Juan Evangelista fue conducido a Roma, y salió ileso de la prueba del aceite hirviendo.

La llegada de los emperadores antoninos supuso para los cristianos un período de calma. A Domiciano le sucedió Nerva (96-97), el cual por reacción contra su predecesor prohibió los procesos por ateísmo y costumbres judaicas que pesaban directamente sobre los cristianos. A Nerva le sucedió Trajano (97-117); durante su reinado tuvo lugar la consulta del gobernador de Bitinia, Plinio el Joven, de la que se tratará más adelante. Bajo el dominio de Trajano padecieron el martirio: Ignacio de Antioquía (110-112); Simeón, obispo de Jerusalén (110); varios en Bitinia, cuyos nombres se desconocen.

El emperador Adriano (117-138) dirigió un rescripto al procónsul de Asia, Minucio Fundano, del que se hará mención más adelante; durante su mandato padecieron el martirio: Eustoquio y Teopista con sus tres hijos; Telesforo, papa; Sinforosa con sus siete hijos. El emperador Antonino Pío (138-161) protegió a los cristianos contra la furia de las masas, mediante edictos dirigidos a las ciudades de Tesalónica, Larisa y Atenas; pero esto no impidió que algunos cristianos dieran su vida por su fe; entre ellos sobresale Policarpo de Esmirna con once compañeros; y en Roma: Justino, Ptolomeo y Lucio. En tiempos de Marco Aurelio (161-180) varias calamidades afligieron al Imperio; para aplacar a los dioses se organizaron cultos públicos, a los que no asistieron los cristianos; y esta ausencia provocó una violenta persecución contra ellos, que fue especialmente dura en Lyon: Fotino, obispo de noventa años; Santo y Átalo, diáconos; Blandina, esclava, con 45 compañeros. En Roma, la persecución no fue menos violenta que en Lyón, pero no hubo muchos mártires, sino más bien confesores porque los cristianos fueron condenados a trabajos forzados en las minas de plomo de Cerdeña; es célebre el martirio de Santa Cecilia, aunque algunos historiadores retrasan su martirio hasta el imperio de Alejandro Severo (222-235).

Los cristianos volvieron a gozar de un largo período de paz en tiempos de Cómodo (180-192), debido al influjo de su esposa Marcia, a la que algunos historiadores consideran cristiana, o por lo menos catecúmena; no obstante, hubo algunos mártires célebres, como Apolonio, senador romano; y los doce mártires escilitanos: Esperando, Nazario y compañeros.

b) Persecución no sistemática contra la Iglesia en cuanto tal

A finales del siglo II, las autoridades imperiales se percataron de que el cristianismo no era solamente cuestión de individuos aislados, sino una organización supranacional; y, por lo mismo, ya no se atacó solamente a determinados individuos que eran cristianos, sino a la Iglesia como institución.

Durante los diez primeros años del imperio de Septimio Severo (192-211), los cristianos gozaron de paz, aunque no por eso dejara de correr la sangre cristiana, especialmente en África, lo que obligó a Tertuliano a escribir su Apologético, dirigido a los magistrados locales, a fin de deshacer las acusaciones de sacrilegio y lesa majestad que la plebe dirigía contra los cristianos. En el año 202 Septimio Severo publicó un edicto por el que prohibía la conversión al cristianismo y la propaganda del mismo; por eso abundan los mártires entre los catecúmenos y catequistas: Leónidas, padre de Orígenes, y director de la Escuela de Alejandría; Perpetua y Felicitas y compañeros, en Cartago, Basílides, Potamiena y otros en Egipto.

Los sucesores inmediatos de Septimio Severo se mostraron benévolos con los cristianos: Caracalla (211-217) tuvo una nodriza cristiana; Heliogábalo (218-222) intentó sincretizar el cristianismo con el culto al Sol invicto; Severo Alejandro (222-235) favoreció especialmente a los cristianos, porque su madre, Julia Mammea, era admiradora de Orígenes, a cuyas clases asistía en Alejandría; pero no fue cristiana, por más que Orígenes y Rufino la consideren como tal. Severo Alejandro introdujo una imagen de Cristo, juntamente con la de Abrahán y Apolonio de Tiana, en su Larario. Y, sobre todo, este emperador sentenció a favor de los cristianos un pleito que habían planteado contra una asociación de bodegueros de Roma, por un solar para un edificio de culto cristiano; lo cual implica, por lo menos implícitamente, un reconocimiento oficial del cristianismo.

A estos emperadores benévolos para los cristianos les sucedió Maximino Tracio (235-238), el cual por oposición a sus predecesores, especialmente contra Alejandro Severo, a quien había asesinado, promulgó un edicto dirigido contra la Jerarquía eclesiástica, condenando a muerte a los obispos; la persecución fue especialmente cruel en Roma: el papa Ponciano y el antipapa Hipólito murieron en los trabajos forzados de las minas de plomo de Cerdeña (235); también murió mártir el papa Antero (236).

Al final de su imperio, Maximino Tracio revocó el decreto de persecución, y la paz perduró con los emperadores Gordiano (238-244) y Felipe el Árabe (244-249), este último gran amigo de los cristianos, hasta el punto de que parece que recibió el bautismo, pues se sometió a la penitencia pública de la Iglesia, posiblemente por haber participado en el culto oficial pagano con ocasión del milenario de la fundación de Roma (249).

c) Persecuciones sistemáticas contra la Iglesia

Las persecuciones de este período (249-311) intentan exterminar sistemáticamente a la Iglesia en cuanto tal. Se inicia esta etapa con la llegada de Decio al Imperio (249-251). El nuevo emperador, para oponer una mayor resistencia a la cada vez más fuerte presión de los pueblos bárbaros en las fronteras orientales del Imperio, quiso unificar todas las fuerzas dispersas, empezando por las religiosas. Para ello era preciso que los cristianos, cada día más numerosos, retornasen al culto oficial del Imperio; con este fin publicó muy astutamente un edicto con el que no se presentaba como perseguidor de ningún grupo religioso, porque se obligaba a todos los ciudadanos a ofrecer un sacrificio propiciatorio a los dioses oficiales del Imperio; pero el edicto iba dirigido contra los cristianos, porque era el único grupo que habitualmente rechazaba el culto oficial.

A medida que cada ciudadano ofrecía el correspondiente acto de culto oficial, se le entregaba un «libelo» o certificado que acreditaba que lo había realizado; a quienes se negasen a realizar ese acto de culto, se les confiscarían los bienes, serían desterrados, condenados a trabajos forzados, e incluso condenados a la pena capital.

El edicto iba dirigido contra los cristianos, pues aunque se obligaba a todos los súbditos del Imperio, solamente los cristianos se negarían a acatarlo; también los judíos se negarían, pero su religión tenía en el Imperio romano el privilegio de no adorar a ningún otro dios fuera del suyo. La finalidad del edicto no era hacer mártires, sino apóstatas. De este modo, al obligar a todos los súbditos del Imperio a ofrecer un sacrificio a los dioses oficiales, el emperador evitaba la apariencia de injusticia si solamente hubiese obligado a los cristianos.

Los efectos de este edicto fueron bastante calamitosos para la Iglesia, no tanto por el número de mártires que fueron menos que en otras persecuciones, sobresaliendo entre ellos el papa Fabián, Águeda, Pionio, Sábilas, Alejandro y Félix de Zaragoza, cuanto por el número de los libeláticos, es decir aquellos que, sin haber sacrificado a los dioses, recibieron el libelo de haberlo realizado, los cuales causarán serios problemas en las comunidades porque estos apóstatas por simulación pidieron inmediatamente la readmisión en la Iglesia. También fue muy elevado el número de confesores, entre los cuales sobresale el célebre escritor Orígenes (+ 254).

Con la muerte de Decio, en la guerra contra los godos, cesó la persecución, aunque durante el reinado de Galo (251-253) estuvo a punto de estallar otra, por negarse los cristianos a ofrecer sacrificios a los dioses, con ocasión de una peste que se declaró en Roma; el papa Cornelio (251-253) murió en el destierro.

Nada hacía prever que el emperador Valeriano (253-260) fuese a decretar una de las persecuciones más violentas, porque al principio se manifestó favorable a los cristianos; pero después se dejó influir por el ministro de finanzas, Macrino, que quería apoderarse de los bienes de la Iglesia. En agosto del año 257 publicó un edicto por el cual se obligaba a todos los obispos, sacerdotes y diáconos, a ofrecer sacrificios a los dioses, con pena de exilio para quienes lo desobedecieran; y prohibía la visita a los cementerios cristianos y las reuniones de culto, bajo pena de muerte. Un segundo edicto publicado el mismo año 257 estableció la persecución general. En esta persecución fueron martirizados el papa Sixto y su diácono Lorenzo, Cipriano obispo de Cartago, el niño Tarsicio, Fructuoso obispo de Tarragona, y sus diáconos Augurio y Eulogio, Dionisio obispo de Alejandría, y los 153 mártires de Útica (África) que fueron arrojados a un pozo de cal viva, de ahí su nombre de Massa candida.

Al morir el emperador Valeriano, se inició un largo período de paz para los cristianos; el emperador Galieno (260-268), hijo de Valeriano, hizo restituir a los cristianos los cementerios y lugares de culto que les habían sido confiscados por su padre. Esta paz se vio en peligro durante el último año del imperio de Aureliano (270-275), el cual publicó un edicto de persecución, pero no tuvo ninguna consecuencia negativa, porque, al poco tiempo, fue asesinado.

d) Última persecución general

El nuevo emperador, Diocleciano (275-305), apreciaba mucho a los cristianos; tenía incluso servidores cristianos en su propio palacio imperial de Nicomedia. En las provincias orientales del Imperio el cristianismo se había propagado en gran medida durante los últimos cuarenta años; en la misma Nicomedia casi un 50 por 100 de la población era ya cristiana; había cristianos que ejercían cargos públicos de importancia, como gobernadores de provincias, porque las autoridades ya no les exigían el juramento ante los dioses paganos, que obligatoriamente tenían que hacer los funcionarios públicos.

Diocleciano ha sido juzgado muy duramente por Eusebio y por Lactancio por haber desencadenado la persecución más universal y cruenta contra los cristianos; pero él era, personalmente, un hombre pacífico, con una gran capacidad de estadista; para evitar la perturbación interna dividió el Imperio en cuatro Prefecturas: Galias, Italia, Ilírico y Oriente; dividió las Prefecturas en 14 diócesis, y éstas en 100 provincias. De este modo centralizó el gobierno, y evitó las continuas sublevaciones de la etapa anterior. Contra los ataques provenientes del exterior, sobre todo de los pueblos bárbaros, dividió el Imperio en dos partes: el Imperio de Occidente con capital en Milán, y el Imperio de Oriente con capital en Nicomedia, dando lugar así a la Tetrarquía. El único Imperio Romano sería gobernado por dos Augustos: Diocleciano para la parte oriental y Maximiano para la parte occidental; cada uno de ellos tenía un César: Galerio, César de Diocleciano; y Constancio Cloro, César de Maximiano, que sucederían respectivamente en cada parte del Imperio a los dos Augustos.

Nada hacía prever un cambio de actitud de Diocleciano respecto a los cristianos; pero cedió a la presión de su César, Galerio; y, a pesar de que estaba convencido del grave error que cometía, decretó la persecución, que pasó por diversos estadios, hasta que se convirtió en una guerra de exterminio total. En el año 297 se obligó a los soldados a ofrecer sacrificios a los dioses; y, al oponer resistencia, los soldados cristianos fueron expulsados del ejército, y algunos fueron martirizados: Julio, en Mesia; el centurión Marcelo, en Mauritania; y Casiano, escriba o actuario en el proceso seguido contra Marcelo.

En el año 303, Diocleciano promulgó un primer edicto de persecución general, por el cual obligaba a los cristianos a destruir sus lugares de culto y a entregar los libros sagrados; un segundo edicto, promulgado el mismo año 303, obligaba al clero a ofrecer sacrificios a los dioses, bajo pena de encarcelamiento. Un cristiano fue sorprendido mientras prendía fuego a este edicto, y fue quemado vivo. La persecución cruenta empezó por los propios servidores que Diocleciano tenía en su palacio de Nicomedia. Un tercer edicto promulgado el mismo año 303 obligaba al clero a ofrecer sacrificios a los dioses, bajo pena de muerte.

En el año 404 Diocleciano promulgó un cuarto edicto por el cual se extendía a todos los cristianos la obligación de ofrecer sacrificios a los dioses; este edicto no se aplicó con igual rigor en todas las provincias del Imperio. En la parte occidental, a pesar de que Constancio Cloro no fue muy riguroso en la aplicación de este edicto de persecución general, el mayor o menor número de mártires dependió de los gobernadores de provincias: Eusebio señala en Palestina el martirio de 92 cristianos; en Roma sobresalió el martirio de Sebastián, que desempeñaba un alto cargo en el ejército, y el de Inés, Marcos, Pedro, y el papa Marcelino. En España hubo un elevado número de mártires, superior al de otras regiones como las Galias e incluso Italia: Emeterio y Celedonio, soldados en Calahorra; el centurión Marcelo en León; los dieciocho mártires de Zaragoza, a quienes Prudencio dio el apelativo de los innumerables; los niños Justo y Pastor en Alcalá de Henares; Leocadia en Toledo; Vicente, Sabina y Cristeta en Ávila; Eulalia en Mérida; es posible que Eulalia de Barcelona sea un desdoblamiento de Eulalia de Mérida.

e) Edicto de tolerancia (311)

La finalidad de Diocleciano, al aceptar la idea de Galerio de perseguir a los cristianos, hay que enmarcarla en el contexto de la reforma y restauración que llevó a cabo en el Imperio; pero fracasó por completo. La persecución no reportó beneficio alguno para el Estado; todo lo contrario, creó una situación de gran malestar, no sólo entre los cristianos, que en la parte oriental constituían ya cerca de un 50 por 100 de toda la población, sino también entre los mismos paganos, que no veían con buenos ojos tanto derramamiento de sangre.

Diocleciano, viejo y achacoso y, sobre todo, hastiado por el fracaso, abdicó en el año 305; al abdicar él, tenía que hacerlo también Maximiano; en la parte oriental del Imperio, Galerio sucedió a Diocleciano como Augusto, y Maximino Daja ocupó el puesto de César, dejado vacante por Galerio; pero Licinio se sublevó contra él y lo venció, quedando dueño único de la parte oriental del Imperio. En la parte occidental, Constancio Cloro estaba llamado a suceder a Maximiano, y el puesto de Constancio Cloro, como César, tendría que ser ocupado por Majencio, hijo adoptivo de Maximiano; pero, al morir Constancio Cloro, su hijo Constantino fue proclamado emperador por los soldados, entablándose así la lucha entre éste y Majencio; venció Constantino y se hizo dueño único de la parte occidental del Imperio.

Las persecuciones cesaron inmediatamente en los dominios de Constancio Cloro; en cambio, en Roma, donde Majencio se hizo fuerte, las persecuciones solamente cesaron en la práctica, porque, en realidad, no fueron revocados los edictos de Diocleciano; y, por consiguiente, seguían prohibidas las reuniones del culto cristiano.

En la parte oriental del Imperio, las persecuciones duraron hasta el Edicto de tolerancia, firmado por Galerio el día 30 de abril del año 311. Galerio dividió su Edicto de tolerancia en tres partes:

1) en la introducción reprende a los cristianos por haber abandonado la religión de sus antepasados; reconoce el fracaso de la persecución, aunque justifica su finalidad, a saber, «para que también los cristianos retornaran a su sano juicio»;

2) perdona a los cristianos al ver que no podían adorar ni a su Dios, ni a los dioses oficiales; y además, les concede dos cosas:
a) «Ut denuo sint christiani», «que existan de nuevo los cristianos»; es decir, Galerio no proclama propiamente el fin de la persecución, sino más bien el reconocimiento jurídico de la Iglesia;

b) que los cristianos edifiquen templos donde puedan celebrar su culto;

3) exhorta a los cristianos para que nieguen a su Dios por el bienestar del emperador y del Imperio.

De este modo, Galerio reconocía por primera vez en la historia del Imperio Romano que el Dios de los cristianos constituía una aportación positiva a la política del Estado; y en consecuencia, se puede afirmar que los cristianos tenían ya carta de naturaleza en el Imperio, con tal de que no hicieran nada contra las instituciones estatales.

Majencio, para probar su legitimidad en la sucesión de Constancio Cloro, en contra de su hijo Constantino, promulgó en Roma el Edicto de tolerancia de Galerio, y dispuso que se restituyeran al papa Melquíades o Milcíades los bienes confiscados a la Iglesia durante la persecución de Diocleciano.

Al morir el papa Marcelino en el año 304, la silla de San Pedro estuvo vacante hasta el año 308, siendo elegido entonces el papa Marcelo I (308-309), al cual sucedió el papa Eusebio (309-310) que fue desterrado por Majencio a Sicilia, donde murió; le sucedió el papa Melquíades o Milcíades (311-314), bajo cuyo pontificado tuvo lugar la victoria de Constantino sobre Majencio en la batalla del Puente Milvio, que dio lugar a una situación enteramente nueva para la Iglesia.

5. CAUSAS DE LAS PERSECUCIONES

Si se tiene en cuenta la proverbial tolerancia del Imperio Romano para con todas las religiones, incluido el monoteísmo judío, a cuya sombra creció el cristianismo durante tres décadas, no resulta fácil entender por qué se inició y se mantuvo durante 249 años la intolerancia y la persecución contra los cristianos. Por una parte, son muy escasas las fuentes provenientes de las autoridades imperiales porque faltan casi por completo los textos de los edictos de persecución; los rescriptos de Adriano y de Trajano son casos excepcionales, consecuencia de consultas elevadas al emperador por dos gobernadores de las provincias orientales. Y, por otra parte, las noticias abundantes provenientes del campo cristiano, tampoco son absolutamente imparciales, por cuanto que son una autodefensa y una acusación de injusticia contra el Imperio.

El Imperio Romano era un Estado que sobresalía por su fundamentación jurídica; y por consiguiente no se le deben atribuir crueldades basadas en el quebrantamiento de las leyes; y tanto más, si se tiene en cuenta que las persecuciones más violentas fueron decretadas por emperadores de los siglos II y III que fueron óptimas personas y buenos gobernantes. Todo esto indica que el Imperio debió de tener sus propias y buenas razones para comportarse así con los cristianos.

En el fondo mismo de esta cuestión tuvo que estar presente el peligro que para su propia estabilidad y subsistencia veía el Imperio en los cristianos; a esta motivación aluden los cristianos de Lyon y de Vienne, al comunicar a otras comunidades cristianas la persecución que estaban sufriendo a finales del siglo II.

Por supuesto que los cristianos se consideraban, y eran, buenos ciudadanos que cumplían con sus deberes de tales; es más, oraban sinceramente por el bienestar del Imperio y de sus autoridades, tal como se lo recomendaban San Pablo (Rom 13,1; 2 Tim 2,1) y San Pedro (1 Pe 2,13-16); y Clemente Romano, unos años más tarde, compone una preciosa oración por los emperadores. Todo esto es cierto, pero la oposición frontal entre el Imperio y el cristianismo no radicaba en el campo de los hechos concretos, sino en el de los principios. El Imperio estaba cimentado en una religión colectiva y nacional que unía el reconocimiento de la religión oficial a la legalidad ciudadana. «La religiosidad de la antigüedad pagana percibía de un modo admirable la necesidad vital que la polis tenía de la vida religiosa. Su miseria consistía en absorber la religión en la civilización, confundiendo la polis y la religión, y divinizando la polis o, lo que es lo mismo, nacionalizando los dioses que se convertían en los primeros ciudadanos del Estado». En cambio, los cristianos partían de la idea de una religión personal que sólo tributa culto al Dios que se ha apoderado de su conciencia; idea que el cristianismo heredó del profetismo judío.

Esta es la causa fundamental por la que el Imperio Romano se enfrentó al cristianismo: la falta de libertad religiosa o la confesionalidad del Estado; por eso, hasta que el Imperio no renunciase a esta confesionalidad, la confrontación con los cristianos perduraría; pero, cuando en el año 313 Constantino proclamó que todos los ciudadanos del Imperio, «incluidos los cristianos», podían y debían adorar al dios que se hubiese apoderado de su conciencia, el Imperio Romano, cimentado en el culto oficial pagano, se auto-destruyó porque renegó de sí mismo.

Existen algunos hechos que se suelen considerar como causas de las persecuciones, tales como la hostilidad de los judíos, que no podían ver con buenos ojos que el cristianismo se expandiera a su sombra, como se evidenció en el caso del martirio de San Policarpo de Esmirna; la animosidad de las masas, que incitaron a la persecución en busca de un chivo expiatorio por la presencia de una peste, de una hambruna o de una guerra, no debe ser considerada propiamente como causa, sino más bien como ocasiones o pretextos para acabar con una gente a la que se odiaba o se rechazaba, como se evidenció, según Tácito, en el caso de la persecución de Nerón.

6. FUNDAMENTO JURÍDICO DE LAS PERSECUCIONES DEL IMPERIO ROMANO

Leyes especiales contra los cristianos

Cuando el Imperio Romano distinguió la religión cristiana respecto del judaísmo, y se percató de su peligrosidad, promulgó leyes especialmente dirigidas contra los cristianos. Fue Nerón el primer emperador que abrió un camino ensangrentado que los cristianos tuvieron que recorrer durante 249 años; y él habría sido el primer emperador que dictó una ley que en términos generales establecía la ilicitud del cristianismo: Christianos esse non licet, «no es lícito que existan los cristianos». Tertuliano afirma la existencia de un institutum neronianum, es decir, una norma establecida por Nerón contra los cristianos; pero esa expresión no es necesario entenderla en el sentido de que Nerón hubiese promulgado una ley especial contra los cristianos, sino que puede entenderse como «lo que Nerón comenzó contra los cristianos», es decir, el hecho mismo de la persecución o, en todo caso, la condena moral de los cristianos. El propio Tertuliano reprocha al Estado romano el proceder contra los cristianos sin una base jurídica precisa. A esa condena moral de Nerón habrían acudido los emperadores posteriores.

El institutum neronianum no fue una ley propiamente dicha, porque de lo contrario, parece imposible que no la conociera un hombre tan culto y formado en el derecho como Plinio el Joven, quien hacia el año 111-112 fue enviado por Trajano a Bitinia como gobernador; algunos ciudadanos fueron acusados ante él de ser cristianos; el nuevo gobernador no sabía qué actitud tomar frente a ellos; y entonces escribió a Trajano, preguntando si todos los cristianos debían ser tratados por igual, ya fuesen niños, adultos, ancianos, o incluso quienes decían que habían sido cristianos, pero que habían dejado de serlo desde hacía veinte años; y al final planteaba la pregunta fundamental: «¿Hay que castigar sin más el nombre cristiano?».

Trajano respondió a Plinio el Joven con un Rescripto imperial, que no pretendía establecer una práctica jurídica nueva para todo el Imperio, sino para el caso concreto que se le había consultado: No hay que buscar de oficio a los cristianos, las denuncias anónimas no hay que tenerlas en cuenta; quien sea oficialmente acusado, ha de tener un proceso normal; si el cristiano niega su condición de tal, aunque hasta entonces lo haya sido, no tiene que ser castigado.

Los apologistas cristianos escribieron libros bien documentados y apoyados en el derecho romano vigente, por los cuales se pueden conocer las acusaciones de los paganos y la defensa de los cristianos. Después de oídas las dos partes, el veredicto tendría que haber sido totalmente absolutorio para los cristianos por no haber cometido ninguno de los crímenes que les imputaban la plebe y las autoridades romanas. La condena que contra ellos dictó el Imperio Romano durante 249 años solamente se puede explicar por la mentalidad romana que lo miraba todo desde una consideración política. La valoración y, en su caso, la condena de los cristianos dependió siempre de consideraciones políticas, es decir, desde la tranquilidad, la seguridad y el prestigio del Imperio.

Es cierto que los romanos, como conquistadores de extensos territorios, y conscientes de la extraordinaria importancia que en todas las sociedades tenía la religión, no sólo toleraron la religión de los pueblos conquistados, sino que incluso se consideraban obligados a dar culto a sus dioses. En el Panteón romano tuvieron cabida material los dioses de todos los pueblos sometidos al Imperio.

La única excepción a esta política religiosa fueron las persecuciones contra los cristianos, por considerarlos subversivos para el Estado. Pero, ya sea que los cristianos fueran condenados en virtud de una ley promulgada por Nerón, o en virtud del poder coercitivo de los magistrados, o por las leyes del derecho común, se trató siempre de un proceso de religión.

Los jueces dictaban su sentencia, pero los cristianos acusados la habían dictado de antemano, puesto que ellos mismos tenían en su mano la absolución o la condena, según que permanecieran fíeles a su fe o apostataran de ella. Los cristianos eran condenados simplemente por su nombre de tales: propter nomen ipsum, «por el mero nombre», y no por crimen alguno que hubieran cometido; y esto explica el hecho de que los cristianos marchasen gozosos al martirio; y que las comunidades no lamentasen jamás estas muertes, sino que las celebrasen religiosamente.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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