EL CULTO A LOS SANTOS EN OCCIDENTE
Una de las grandes novedades introducidas en la Iglesia cristiana, con posterioridad a su fundación y, precisamente, durante los años del paso de lo que hoy llamamos Edad Antigua a la Edad Media o entre los siglos V y VI, fue el culto a los santos.

I. LOS COMIENZOS
Hacia mediados del siglo V el culto a los santos se encuentra muy extendido en Occidente, aunque de forma irregular. Nacido frecuentemente junto a una tumba, fruto de la piedad espontánea de los fíeles, en adelante estará justificado por medio de una intensa reflexión teológica y organizado y encuadrado por los obispos.

a) Los cuerpos de los santos y sus reliquias
El culto predominante a los mártires cerca de sus tumbas

Reliquias de San Pedro
 
Los primeros santos que los fieles espontáneamente veneraron fueron los mártires, los testigos por excelencia desde el día después de la persecución de la que fueron víctimas. En su origen, su culto se desarrolló a partir de su tumba extra muros, como en el caso de San Pedro, en el Vaticano; San Pablo en la vía Ostiense; San Lorenzo, San Hipólito o Santa Inés en sus catacumbas. En el resto de Italia y en Sicilia, numerosos mártires fueron venerados antes de 430: Santa Águeda en Catania y Santa Lucía en Siracusa.

En España, en los primeros decenios del siglo V, el Libro de las coronas de Prudencio confirma la veneración de muchos mártires: Vicente de Valencia, Félix de Gerona, Eulalia de Mérida, Cucufate de Barcelona y Fructuoso y sus compañeros de Tarragona.

En África, a las víctimas de las persecuciones oficiales, muy violentas, se añadieron las del cisma donatista y, después, las de la persecución vándala. La devoción espontánea a estos innumerables mártires era tan grande que el concilio de Cartago de 348 sintió la necesidad de controlar su autenticidad. En el año 430 la tumba de mártir más venerada era la del célebre obispo Cipriano de Cartago, muerto el 14 de septiembre del 258. El ejemplo de África muestra que las ocasiones de martirio, aunque raras después de la paz de la Iglesia, se prolongaron a lo largo del siglo IV, dando lugar al nacimiento de nuevos cultos.

En ocasiones, el culto no se remonta al momento de la muerte del mártir, sino que resulta de la invención o descubrimiento de un cuerpo santo. Esto sólo lo podía hacerlo el obispo. Así, en Roma, San Dámaso (366-384) descubrió, bajo la basílica Liberiana, las tumbas de los santos Pedro y Marcelino. Pero las más importantes, dada la personalidad del descubridor, fueron las de los santos Gervasio y Protasio, descubiertas en Milán en el año 386 por San Ambrosio, y las de los santos Agrícola y Vital en Bolonia en 393.

De este modo, el número de santos creció. No obstante, en algunas regiones, como la Bretaña, que no había padecido persecuciones, a comienzos del siglo V no había mártires que ofrecer a la veneración de los fieles.

La aparición del culto de los confesores cerca de sus tumbas
Desde el siglo IV, un cierto número de cristianos excepcionales fueron asimilados a los mártires según un principio expuesto por San Agustín a propósito del apóstol Juan: «Si no hubiera sufrido, habría sido capaz, Dios sabe que estaba presto» (Sermón 296,5). Tal asimilación nos permite hablar de tres categorías de santos: los que sufrieron por su fe pero sin llegar a morir, como Félix de Nola, que sufrió «golpes, hierros, miedo y la noche terrible en una prisión oscura», «un martirio sin derramamiento de sangre»; los ascetas que sometieron sus cuerpos a sufrimientos comparables a los de los mártires y realizaron un martirio sin efusión de sangre, como San Martín de Tours; y algunos grandes prelados, como Ambrosio, venerado desde el día de su muerte en el año 397.

El culto a los santos separado de su tumba. El culto a las reliquias
El culto a las reliquias se puede datar en Occidente en 430. El concilio de Cartago de 401, para luchar contra la proliferación anárquica de altares en honor de los mártires, sólo autorizó su construcción sobre sus tumbas o sus reliquias, o en los lugares ligados a episodios de su vida terrestre conocidos con certeza. Las reliquias representan al santo, ya se trate de una parte de su cuerpo o de un objeto que hubiera estado en contacto con él. Las reliquias correspondientes a partes de un cuerpo únicamente podían proceder de Oriente, pues en Occidente se respetó la ley romana relativa a la protección de la integridad de los cadáveres.

Las reliquias más antiguas de Occidente son todas importadas. San Ambrosio acogió en Milán las de San Andrés, San Lucas y San Juan, y las colocó en la basílica de la Porta Romana, llamada desde entonces Basílica Apostolorum. Por mediación de San Ambrosio, que las envió a sus amigos, las reliquias de San Gervasio y San Protasio se difundieron en Italia, en la Galia y en África. Más tarde, después del descubrimiento en Tierra Santa del cuerpo de San Esteban a finales de 415, Orosio las llevó a Menorca y a África. Antes de su invención, Ancona veneraba una piedra de la lapidación del protomártir. A finales del siglo IV y comienzos del siglo V se produjo un movimiento de proliferación de reliquias.

El culto a un santo no ligado a un cuerpo santo o a su reliquia
Poco a poco, por todo el mundo romano eran celebradas las fiestas de algunos santos sin que se tuvieran sus reliquias; se trata de los grandes santos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento. San Agustín afirma que los Macabeos se celebraban en Hipona (Sermón 300,2 y 6). Nadie preguntó por sus reliquias. Por otra parte, comenzó a celebrarse la fiesta de algún santo cuya tumba se encontraba en otro lugar, especialmente San Pedro y San Pablo, el 29 de junio.

b) Los fundamentos del culto a los santos y su suceso
El culto a los santos reposa sobre un conjunto de creencias que fueron bien expuestas por los Padres de la Iglesia anteriores a mediados del siglo V.

Los fundamentos teológicos
El primer fundamento del culto a los santos se basa en que durante su vida y combate terrestre —martirio, ascesis o renuncia al mundo— los santos fueron templo de Dios, por ello se explica su resistencia milagrosa al dolor y su aptitud para el bien. Es Cristo quien combate y sufre en los mártires. De este modo ellos toman parte de la sustancia de la divinidad; poseen ya el cuerpo espiritual que los otros mortales no revestirán sino al fin de los tiempos.

Su triunfo sobre la muerte es evidente; los santos están, desde su vida terrena, cerca de Dios. Su muerte es, en efecto, su dies natalis, su nacimiento para el cielo; el culto de los santos se fundamenta en la idea de que las almas de los justos están cerca de Dios, en la intimidad de Dios, desde antes de la resurrección. Su cuerpo terrestre permanece después de su muerte, impregnando de sustancia divina activa, de virtus, que da lugar a los numerosos milagros que ocurren en sus tumbas. Poco importa que se trate de su cuerpo entero o de unas cenizas, el santo está todo entero en su reliquia porque la sustancia divina es indivisible.

El fin del culto. Los santos, intercesores entre Dios y los fieles
El fin primero del culto fue honrar a los santos, testigos excepcionales de la potencia y del amor divino, y conmemorar su victoria sobre la muerte, signo de esperanza para todos los hombres. La Iglesia no reza por los santos, sino que se encomienda a ellos en sus oraciones, puesto que los santos son los intercesores entre Dios y los fieles a la vez, porque ellos están cerca de Dios y porque son hombres, próximos a nuestras debilidades. Sin duda, la muchedumbre les pide intereses terrenales, sobre todo curaciones, pero para los Padres de la Iglesia la auténtica intercesión impetrada a los santos es la ayuda a la salvación eterna.

II. EL DESARROLLO DEL CULTO A LOS SANTOS (430-604)
A mediados del siglo V el culto a los santos se había desarrollado en todas las provincias de Occidente, y durante el siglo VI este desarrollo se aceleró por todas partes a causa de las crisis teológicas, de las necesidades espirituales de los fieles y de un conjunto de razones antropológicas, sociológicas, políticas y militares, que no actuaron en todas partes de manera simultánea, sino según un ritmo irregular, específico de cada una de las regiones.

a) El desarrollo del culto a los santos
Problemas teológicos
Con la presencia de los arríanos en los nacientes reinos de Occidente, se repitieron los tratados dogmáticos sobre el credo trinitario y sobre la esencia de la santidad cristiana y de los santos. A finales del siglo VI estos pensamientos animaban a Gregorio I Magno. «Espejos de Dios» (Diálogos, II, 31, 4), los santos no eran sino un reflejo, ocupaban frente a Dios una posición secundaria, de manera que en las oraciones eran invocados después de Él. Con su muerte los santos habían entrado victoriosos en el reino de los cielos donde el Señor los había convidado. No esperaban el día del Juicio, vivían para siempre «bajo la mirada de Cristo». Elementos tomados de la tradición bíblica y de la filosofía antigua empujaron a los escritores a imaginar que el más allá era una réplica feliz del mundo de aquí abajo con sus ciudades, sus jerarquías. Para Fortunato las vírgenes y los santos eran los príncipes de Dios, la corte celestial se reunía en un estrado de luz con el perfume de las flores y la dulce melodía del coro de los ángeles (Poemas, VIII, 3; V, 129).

Entre los santos se contaban, en primer lugar, los mártires, pero también los que por las prácticas ascéticas y el servicio de la Iglesia eran mártires sin efusión de sangre. A comienzos del siglo V, a través de las discusiones que enfrentaron a Pelagio y sus amigos con San Agustín, se debatió en Occidente la posibilidad de participar el cristiano en su salvación. Juan Casiano, en sus Instituciones cenobíticas y en sus Conferencias, impulsó al fiel a luchar contra sus pasiones, y a convertirse en su propio verdugo para acceder al martyrium interior. En África, San Agustín en su tratado sobre La predestinación de los santos afirma la prioridad y necesidad de la gracia para ser salvado, limitando el papel del hombre.

Las conversiones masivas
Al mismo tiempo, en algunas ciudades las conversiones al cristianismo se hicieron masivas. Los nuevos cristianos no participaron en las discusiones doctrinales, pero sintieron la necesidad de protección y de consolación que, en otros tiempos, les habían concedido las divinidades paganas. Exaltando el heroísmo de los mártires, la vida angélica de los monjes, la eficacia de los obispos, se ofrecían a su admiración nuevos ejemplos de fuerza sobrehumana. Como estos santos habían vivido en la ciudad, su tumba podía ser visitada por cualquiera. Por otra parte, se hacían mucho más accesibles que un Dios impersonal y abstracto: conocer los lugares, ver el sepulcro, les empujaba a la devoción. Los fieles, entusiasmados, se dirigían a estos santos familiares en la esperanza de que ellos transmitieran sus deseos a Dios, cerca de quien se sentaban. Los santos asumían la función de mediadores, con tal suceso que los obispos tuvieron que predicar durante mucho tiempo que sólo Dios, y no los santos, podía satisfacer las necesidades de los fieles.

La acción episcopal
Ni la reflexión teológica ni la piedad individual habrían dado al culto de los santos el desarrollo que tomó hacia mediados del siglo V sin la acción de los obispos y, en menor grado, de los abades monásticos. Salidos de las élites romanas convertidas al cristianismo, los obispos heredaron la cultura y la fortuna de sus antepasados que pusieron al servicio de sus iglesias. Los obispos lanzaron a sus ciudades al culto de los santos a través de las canonizaciones, la organización de las fiestas, la literatura y la construcción de monumentos.

En el siglo VI, los particulares podían traer de lejos preciosas reliquias, pero sólo los obispos podían consagrar el altar. En cuanto a los nuevos santos, en esta época no existía ningún procedimiento de canonización, era el obispo quien la establecía. Los obispos escribieron o mandaron escribir las Vidas que gozaron de gran reputación. También ellos se reservaron el derecho de autentificar los cuerpos santos. Si se producían «invenciones», era porque los obispos, fieles a las informaciones sobrenaturales que los guiaban, escudriñaban el suelo y descubrían públicamente el cuerpo intacto y luminoso del santo en presencia del clero y del pueblo cristiano. Finalmente, los obispos enviaban misiones a los santuarios más famosos para obtener nuevas reliquias que introducían en su ciudad mediante ceremonias de adventos. Los obispos, pues, se convirtieron en intermediarios entre el mundo divino y su ciudad.

— Los santos, modelos de vida cristiana.
Los obispos utilizaron para fines diversos a los santos como modelos de vida cristiana. En los sermones pronunciados por los obispos en las fiestas de los santos orientaban a su auditorio hacia una moral y una vida cristiana proponiéndoles el santo como modelo. La difusión de las reliquias les ayudó a evangelizar las zonas rurales. Una peregrinación que los paganos organizaban cada verano al país de Gabales, cerca del monte Helarius, fue cristianizada por el prelado que construyó cerca del lago una basílica donde instaló las reliquias de San Hilario, que se convirtió en objeto de devoción local.

— Los santos, patronos de su ciudad.
La eficacia de los santos se manifestó en otros campos. «El ejército de los mártires trae la victoria » (Fulgencio, Sermones 8). Esta idea, ya formulada a finales del siglo IV, se extendió por los obispos en el siglo siguiente, cuando la guerra alcanzó numerosas ciudades. Según León Magno, Roma debía su salvación a la intercesión de los santos apóstoles Pedro y Pablo, cuyas tumbas se encontraban en las puertas de la ciudad, con lo cual el 29 de junio se celebraba conjuntamente el natalis apostólico y la liberación de Roma. Los santos eran capaces de luchar contra los malhechores de la ciudad. Algunos obispos llamaron a los santos para terminar con las epidemias.

— Los santos, protectores de los obispos y de los abades
Todas estas iniciativas reforzaron la cohesión entre el santo, la ciudad y el obispo. El obispo, cuyo poder podía ser en ocasiones contestado, de repente aparecía como el protegido y el protector del santo. Así el papa Símaco, que tuvo dificultades a causa del cisma de Lorenzo y la hostilidad de una parte del clero y del pueblo romano, se presentó como el mayor constructor de monumentos destinados a los santos de su siglo. Por otra parte, los soberanos, autores de obras poco de acuerdo con el ideario cristiano, sufrían la venganza del santo.

En menor medida, los abades defendieron las inmunidades de que gozaban sus monasterios con la ayuda de los santos de quienes poseían su tumba o sus reliquias. La Vida de Fulgencio de Ruspe contribuyó a ello. Inversamente, un obispo podía extender su esfera de influencia con la distribución de reliquias, lo que creaba relaciones espirituales sobre la iglesia beneficiaría de las mismas. Gregorio Magno intentó consolidar el magisterio romano extendiendo a las Iglesias occidentales los beneficia de los santos romanos.

Con estas prácticas, los obispos aparecieron como los amigos de los santos, como sus sucesores; su prestigio era tanto mayor cuanto más antiguo fuera el fundador y antes hubiera sufrido el martirio. Así, la Iglesia narbonense defendió su superioridad bajo el pretexto de haber sido fundada por Trofmo, un discípulo del mismo Pedro. Durante la querella de los Tres Capítulos, la Iglesia de Aquilea pretendió una fundación apostólica. A partir del siglo VI, estas leyendas se multiplicaron.

Los obispos pertenecientes a la línea apostólica se convirtieron en los mediadores entre el cielo y la tierra y, próximos a los santos, podían asegurar la protección de los hombres por su intercesión cerca de ellos. Entre la ciudad y Dios se constituía una jerarquía de patronos de los que el obispo y el santo eran dos grados; el patronazgo, aún existente en las relaciones sociales, se registraba en adelante entre las relaciones divinas. Como la mayor parte de los obispos habían salido de la aristocracia, la sanctitas aparece como el corolario de la nobilitas.

Los santos honrados en Occidente
Los santos honrados en Occidente fueron muy numerosos. El santoral no tiene unidad, su contenido varía no sólo de un reino a otro, sino de ciudad en ciudad. Hubo santos universales, Pedro y Pablo fueron honrados en todas partes. El suceso de Esteban, vivo en el siglo v después de la invención de sus restos, se enfrió enseguida, mientras que Juan Bautista, conocido como el «Precursor de Cristo», tuvo un suceso continuo.

Por otra parte, en cada ciudad se celebraban sus patronos locales cuyos restos o reliquias eran conservados allí. En África hubo muchos mártires. En Italia se celebraron con los mártires algunos grandes santos confesores: Ambrosio, Zenón, Apolinar. En la Galia, después de la llegada de las reliquias y de las invenciones martiriales, los obispos se convirtieron en los santos más habituales. San Martín se colocó en primer lugar debido a la precocidad de su Vida. En Hispania hubo mártires y confesores.

b) Formas de culto
Fiestas y fechas de las fiestas
El papel de los obispos fue esencial, pues fijaron las fechas de las fiestas en honor de los santos y organizaron y presidieron las ceremonias. Además de las fiestas del tiempo litúrgico, que conmemoraban los diferentes episodios de la vida de Cristo y fueron, por ello, comunes a toda la Iglesia; cada comunidad poseía su propio ciclo de celebraciones en honor de los santos que ella escogía honrar, es decir, el santoral, donde se contienen todos los grandes santos universales, como los apóstoles y San Juan Bautista, y los santos locales. Algunos raros documentos nos permiten conocer esos calendarios locales. Gregorio de Tours nos ha transmitido la lista de fiestas para las que el obispo Perpetuus de Tours instituyó vigilias (vigilia consagrada). La primera parte concierne a las fiestas comunes con toda la Iglesia (Pedro, Pablo, Juan Bautista); la segunda, a las conmemoraciones propiamente locales: Martín (dos veces), su predecesor Litorius, su sucesor Bricio, Hilario de Poitiers y Sinforiano de Autun. En España, el calendario de la iglesia de Carmona estaba grabado sobre dos columnas de mármol, de las cuales sólo ha llegado hasta nosotros una, correspondiente a la primera mitad del año litúrgico a partir de Navidad, donde se encuentran las fiestas de santos universales: Esteban, Juan Apóstol, Juan Bautista; mártires españoles: Fructuoso, Augurus y Elogius de Tarragona, Vicente de Valencia, Félix de Sevilla, Crispinus de Écija, y la virgen Trepes; finalmente, mártires extranjeros: Macius de Constantinopla, Gervasio y Protasio.

Los aniversarios se repartían a lo largo de todo el año; pero pronto se impuso la idea de evitar la Cuaresma para preservar su carácter penitencial. El canon 48 del segundo concilio de Braga (572) prohibe celebrar el dies natalis durante este período.

Las relaciones cada vez más numerosas entre las diferentes iglesias contribuyeron a aumentar el santoral con los préstamos recíprocos, y la conciencia de la universalidad del testimonio de Dios movió a reunir en una sola lista las fechas de las fiestas de todos los santos. Este tipo de obra se llamó más tarde Martirologio, e indica para cada día muchos nombres de santos, precisando, en general, sus cualidades y el lugar donde se celebran. En Occidente el más antiguo es el Martirologio de Jerónimo, falsamente atribuido a él. Las fechas de las fiestas corresponden frecuentemente al aniversario de la muerte del santo, esto es, su nacimiento para el cielo. También era motivo de conmemoración la invención de un cuerpo santo, una traslación de reliquias, la dedicación de una basílica o un milagro en beneficio de la ciudad.

— Fiestas y servicio litúrgico permanente
Todas las grandes fiestas eran precedidas de vigilias como las que el obispo Perpetuus instituyó en Tours. En Lyón, para la fiesta de San Justo, una procesión conducía a los fieles a la basílica antes del alba; allí los clérigos y monjes celebraban la vigilia cantando salmos, mientras la muchedumbre se dispersaba esperando los oficios divinos a la hora de tercia. La liturgia eucarística constituía el momento esencial. Se reservaba un momento para la lectura de la vida o pasión del santo, cuyo reflejo se encontraba en la homilía.

Construcciones o reconstrucciones de basilicas
El desarrollo del culto a los santos llevó consigo la construcción, la reconstrucción o la renovación de los santuarios. Unos estaban ligados a la tumba, venerada desde el entierro del santo o desde la realización de algún milagro, como San Pedro de Roma. Otros santuarios se levantaron sobre lugares santificados no por la tumba, sino por un episodio de la vida del santo, por ejemplo su pasión. En España, en Tarragona fue levantada una basílica en honor de Fructuoso y sus compañeros en el anfiteatro, lugar de su martirio, a finales del siglo vi. Finalmente, y cada vez con más frecuencia, los santuarios recogieron las reliquias. De este modo, los edificios recuperados del uso herético fueron santificados por el depósito de las reliquias; toda reliquia, por pequeña que fuera, representaba al mártir o al confesor. Las reliquias orientales podían ser fragmentos de cuerpos santos, pero en Occidente se respetó la ley romana sobre la preservación de los cadáveres, por lo que las reliquias consistían en maderas o telas impregnadas de la sangre del mártir durante su pasión o reliquias de segundo grado: tierra, telas o líquidos santificados por el contacto con la tumba del santo. De este modo, el culto de estos santos se dirundió enormemente. Las reliquias ya no eran colocadas sólo sobre el altar, sino de otros varios modos.

c) El santo y sus fieles
Fuera de todo control episcopal, los hombres emprendieron relaciones privadas con los santos que consideraron como modelos o protectores.

La expresión de la devoción de los fieles. Manifestaciones de devoción individual

Las manifestaciones más frecuentes de la devoción en relación con los santos fueron la oración, el don, la peregrinación y la sepultura ad sanctos. Frecuentemente, el don estaba asociado a un voto. De manera general existía siempre una ofrenda material: un edificio, una porción del pavimento del mosaico de la basílica del santo, bienes inmobiliarios cuyas rentas contribuían a la construcción de la basílica; también los objetos más diversos, la corona, la reproducción del miembro curado por intercesión del santo.

Todos los santuarios construidos en honor de los santos atrajeron peregrinos. En Occidente, el primer centro fue Roma, siendo también de importancia San Martín de Tours, San Vicente en Valencia, Santa Eulalia en Mérida.

La práctica de la sepultura ad sanctos muestra la importancia de las preocupaciones espirituales que los fieles mantenían bajo su devoción al santo. En efecto, cuando un cristiano se hacia inhumar «cerca de los santos» era, sin duda, para que su tumba fuese protegida de toda violación, pero también para beneficiarse de una intercesión eficaz el día de la resurrección de los cuerpos y obtener la salvación. San Agustín y San Gregorio se manifestaron en contra de esta costumbre. En España, el canon 18 del concilio de Braga (561) prohibe la inhumación en las basílicas de los santos, pero la autoriza en el exterior.

Los milagros
El milagro tiene un lugar eminente, la muerte del santo no terminaba con su poder para hacer milagros, sino que trascendía más allá en su tumba y en sus reliquias. Los santos podían interceder contra todo tipo de desgracias individuales y colectivas: la sequía, la epidemia, la enfermedad, la pobreza, etc., todas atribuidas a Satanás, que tomaba formas externas hasta llegar a la posesión. El santo no tenía una especialidad. En vida, después de haberse dirigido fervorosamente a Dios, pues de El viene el socorro que se les pedía, realizaban gestos salvíficos y curaban a los enfermos como Cristo, con el signo de la cruz.

Por su acción, los santos se presentaban como los dueños de la naturaleza: las rosas que en pleno invierno florecían, la lámpara que permanecía siempre encendida junto a su tumba. En las curaciones que se les atribuyen —curaban ciegos, sordos, paralíticos— se puede ver una réplica de los milagros evangélicos, pero Gregorio de Tours y Gregorio Magno suponen que los escritores se inspiraron en casos concretos próximos a su público. Los milagros son la respuesta del santo, un oraculum a la demanda de un fiel.

Pero no todos los milagros tenían un efecto benefactor. El malo que había faltado a su palabra o que no había respetado a la Iglesia o sus leyes sufría una sanción divina. Existía el «libro del Mal»: la parálisis que afectaba al perjuro, la fiebre y la muerte dolorosa que eran infligidas al ladrón de los bienes del santo. A través del milagro se expresaba el juicio de Dios que anticipaba la sentencia final.

d) Consecuencias
Dos fueron las consecuencias más importantes. En primer lugar, la aparición de una nueva imagen de la ciudad que se llenó de basílicas, criptas, pórticos, atrios en la fachada o a un lado, donde los fugitivos encontraban asilo, los enfermos curación y los pobres limosna. Al lado de las basílicas se levantó un edificio para los pobres, los enfermos y los peregrinos: los xenodochia, igualmente las habitaciones para los servidores de la basílica.

En segundo lugar, la aparición de una literatura para la gloria de los santos. En el siglo III las Pasiones de los mártires. Las primeras vidas de santos occidentales, la Vita Martini y la Vita Ambrosii, se publicaron en 397 y en 411-412. En ellas cantan la gloria de los dos obispos desaparecidos en el año 397.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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