LAS IGLESIAS NACIONALES OCCIDENTALES
a) La Iglesia de la Hispania visigoda en el siglo VI. Leovigildo (571/72-586). Recaredo (586-601)
El futuro de los visigodos en Hispania no estuvo tan amenazado por los peligros exteriores como por las disensiones internas. Contra el rey Agila, entronizado en diciembre de 549, se reveló Atanagildo, que solicitó primeramente apoyo del emperador. Atanagildo se impuso sobre Agila, pero tuvo que aceptar que los bizantinos, que en 552 habían desembarcado en el sur de Hispania, ocuparan parte de la Bética y de la Cartaginense y las organizaran como provincia imperial. No obstante, el gobierno de Atanagildo (551/554-567) significó un nuevo comienzo en la historia de los visigodos. Bajo este soberano, la ciudad de Toledo se destacó claramente como capital. Sin embargo, quien realmente fundó el nuevo reino visigodo hispano de Toledo fue el sucesor de Atanagildo, Leovigildo (571/572-586). Moneda con la efigie de Leovigildo.
En cuanto a la religión, intenta imponer a todos sus subditos la unidad religiosa bajo el arrianismo de los visigodos. Esta política se agrava cuando su hijo primogénito, Hermenegildo, al cual había designado corregente en la Bética, conforme al modelo imperial de consors regni, se convierte al catolicismo y se rebela contra su padre, esperando el apoyo de los bizantinos. Leovigildo convoca entonces un concilio de obispos arríanos en Toledo y le encarga elaborar un arrianismo mitigado al que los hispano-romanos católicos se pudiesen fácilmente convertir. Pero estas concesiones no obtuvieron los resultados deseados: Vicente de Zaragoza fue el único obispo que se pasó al arrianismo. Los obispos arríanos eran muy pocos como para convertir a los hispano-romanos católicos que constituían la mayor parte de la población. Ciertamente, se produjeron algunos hechos contra el catolicismo: se tomaron algunas medidas de exilio y de confiscación de ciertos prelados católicos. Hermenegildo fue vencido, encarcelado en Valencia y llevado más tarde a Tarragona, donde fue asesinado por su carcelero Sisberto en el año 585, al negarse a recibir la comunión de manos de un obispo arriano. Goswita intentó convertir por la fuerza a la católica Ingunda, viuda de Hermenegildo, pero la política religiosa de Leovigildo no consiguió su efecto. Por el contrario, el rey promovió la unificación del reino en el orden político, jurídico y social; eliminó el edicto de Valentiniano, que prohibía los matrimonios mixtos entre germanos y romanos; revisó el Codex de Eurico y reforzó la romanización del reino.
La rebelión de su hijo primogénito, Hermenegildo (580), inaugura en la Bética un cambio definitivo de la política religiosa de Leovigildo. El artífice fue un hispano-godo, Leandro, salido de una familia «desplazada» de Cartagena a Sevilla como consecuencia de la invasión bizantina de su patria, convertido en arzobispo de Sevilla, antes de la conversión de Hermenegildo. Leandro viaja a Constantinopla para solicitar el apoyo del emperador al rebelde. De esta embajada ineficaz quedaría su amistad con el futuro Gregorio I Magno, enviado por el papa cerca del emperador. Gregorio le dedicará los Moralia. Leandro, por otra parte, produjo una obra literaria extensa: dos tratados antiarrianos, un opúsculo de espiritualidad monástica (el único conservado) a su hermana Florentina, De institutione virginum; algunas piezas litúrgicas (texto y música) y una abundante correspondencia.
La desaparición de Leovigildo en 586 permitió a Leandro alcanzar con Recaredo, segundo hijo y sucesor del rey arriano, lo que no había podido realizar con Hermenegildo. Recaredo se convirtió al catolicismo en el año 586 y reunió en 589 el concilio III de Toledo, donde el pueblo godo declaró públicamente su adhesión al catolicismo niceano. Al concilio asistieron 63 obispos y seis vicarios episcopales de toda España y la Galia (visigoda), a excepción de los de la España bizantina: Cartagena y Málaga. La unidad fue la característica del primero de los concilios nacionales de Toledo de la época visigoda católica, que serán una institución original de la España visigoda.
Conversión de Recaredo
Los 23 cánones, que el concilio formuló después de recomendar la observación de los cánones y las decisiones de los papas (canon 1), reforman los abusos, restauran la disciplina moral clerical, definen la actitud a manifestar ante tres clases de disidentes: arrianos, judíos y paganos. Unos pocos cánones se refieren a las costumbres: se reitera la libertad de elección de vida para las viudas y las vírgenes, la condenación del infanticidio (cánones 10 y 17), se invita a los obispos a reemplazar la frivolidad de sus propias mesas por una lectura de la Escritura (canon 7). Dos cánones litúrgicos imponen la recitación del Credo del concilio de Constantinopla por todos los fieles antes de la oración dominical y después de la consagración (canon 2), y la observación de los ritos de la penitencia (cánones 11-12). Los cánones más numerosos tienen por objeto restaurar y limitar los poderes de los obispos, y reglamentar la colaboración local de la Iglesia y el Estado, entre los obispos y los altos funcionarios reales de la justicia y del fisco (cánones 2, 3, 6, 8, 13, 15, 16 y 17).
La liquidación del arrianismo fue el objeto de dos cánones particulares (5 y 9). Uno impone a los clérigos arríanos casados renunciar a cohabitar con sus mujeres después de su conversión; el otro prescribe la transformación de las iglesias arrianas para el uso católico. En relación con los otros dos grupos de disidentes religiosos, a los judíos se les prohibe poseer concubinas o esposas cristianas, aceptar esclavos cristianos, educar a los niños en el judaismo y tener cargos públicos (canon 14). Son condenadas antiguas prácticas paganas: en las exequias, nada de cantos fúnebres en honor de los difuntos, ni fuertes golpes dados sobre el pecho, sino enterrarlos en la tierra cantando salmos (canon 22); en las fiestas patronales, nada de vigilias empleadas para bailar, ni canciones indecentes (canon 23).
La colaboración entre los obispos y los representantes del poder visigodo queda asegurada por la firma de todos los grandes del reino, que sigue a la de los obispos, y por la común repudiación del error arriano, asegurada por la profesión de fe católica. Esta profesión de fe se concretizará en todos los concilios anuales que los metropolitanos están encargados de convocar en las calendas de noviembre (canon 18).
b) Italia
La invasión lombarda
Ninguno de los cuatro papas que se sucedieron desde el año 555 hasta el advenimiento de Gregorio I Magno en 590 —Pelagio I (556-561), Juan III (561-574), Benedicto I (575-579) y Pelagio II (579-590)— fueron grandes personalidades ni gozaron de una gran libertad de maniobra. Cada elección pontificia estuvo sometida a la ratificación imperial y el nuevo elegido pagaba al fisco un tributo de tres mil escudos de oro. La tutela imperial se hacía cada vez más pesada, al mismo tiempo que la presencia bizantina era cada vez más discutida a causa de los nuevos invasores: los lombardos. Bajo el pontificado de Juan III los lombardos se apoderaron de Milán (569), Pavía (573); devastaron la Emilia, la Toscana, la Umbría y el centro de la Italia peninsular. Pelagio II fue elegido en el año 579 mientras Roma era asediada por los lombardos. Los bizantinos ocupaban las islas, y en la península el exarcado de Ravena, zona militar constituida por el emperador Mauricio (575-602); la Calabria y el ducado de Roma. Cercada por los lombardos, dueños de la región de Espoleto y Benevento, Roma, a la muerte de Pelagio II (590), se encontraba en una situación desesperada; las fuerzas bizantinas eran impotentes para defenderla materialmente, así como para expulsar a los lombardos de Italia. La época de la reconquista bizantina se había terminado; replegados en sus bases, los bizantinos se encontraban arrinconados a la defensiva.
El fin del arrianismo y el cisma de Aquilea
Desde el final de la guerra gótica en el año 555 hasta la aparición de los primeros lombardos hacia 568, Italia vivió durante algo más de una decena de años bajo la autoridad bizantina. El arrianismo que representaba a la Iglesia nacional gótica fue objeto de severas medidas. Sus bienes fueron confiscados, sus sacerdotes exiliados y los arríanos que rehusaron convertirse fueron excluidos de los cargos públicos. Al mismo tiempo, la Iglesia católica recobró sus posesiones y privilegios. Pero los otros aspectos de la política religiosa de Justiniano provocaron graves consecuencias. Fuertemente unidos a las definiciones de Calcedonia, los obispos italianos acogieron muy mal a Pelagio I, impuesto por el emperador. Los metropolitanos de Aquilea y de Milán rehusaron comunicarse con él y pasaron a ser disidentes. Con la relajación de las ligazones jerárquicas provocada por la invasión lombarda, el cisma de Aquilea persistió hasta finales del siglo VII.
c) África
Las inquietudes religiosas en África
La reconquista de África por los bizantinos trajo consigo la eliminación de los arríanos y la vuelta a la situación anterior a Genserico. Con la victoria de Belisario, los obispos de África celebraron un concilio pleno en la primavera de 535 para reorganizar la estructura de la Iglesia católica, duramente castigada por las persecuciones vándalas. Por una constitución de 1 de agosto de 535, Justiniano ordena la restitución a los católicos de inmuebles, tierras y vasos sagrados de los que habían sido despojados. Al mismo tiempo tomaron medidas de confiscación y destierro para con los arríanos. Pero cuando la Iglesia de África comenzaba a recobrar la vida, las consecuencias del asunto de los Tres Capítulos dieron lugar a que surgieran nuevas inquietudes. Los africanos eran muy hostiles al monofisismo y estaban muy unidos al concilio de Calcedonia. Reaccionaron unánime y hostilmente a la política imperial. Reparatus, obispo de Cartago, llamado a Constantinopla por Justiniano el año 551, rehusó condenar los Tres Capítulos. Implicado injustamente en un asunto de traición, Reparatus fue depuesto y enviado al exilio. Su apocrisiario en la capital imperial, Primosus, fue enviado a Cartago para sucederle. Su llegada suscitó un motín sangriento. La represión se abatió sobre el episcopado africano y los recalcitrantes fueron depuestos y encerrados en los monasterios. El gobierno bizantino envió a un convertido del arrianismo, Mocianus Scholasticus, para preparar un movimiento episcopal a fin de colocar sobre las sedes de África criaturas dóciles al emperador. De nuevo, a pesar del soberano católico, África conocía la persecución.
La situación de la Iglesia de África en tiempos de Gregorio I Magno
El pontificado de Gregorio I Magno (590-604) coincidió con la reorganización del África bizantina por el emperador Mauricio (575-602). Los efectos conjugados de dos políticas restauradoras habrían debido devolver a la cristiandad africana la vitalidad que tenía antes de la invasión bizantina y la serenidad no encontrada bajo Justiniano. El exarca de África, creación de Mauricio, concentró prácticamente entre sus manos los poderes y gobernó como un viceemperador la fachada costera de África del Norte, la parte de España que pertenecía aún al Imperio, las Baleares, Córcega y Cerdeña. Gregorio I Magno mantuvo con el exarca instalado el año 591, el patricio Genadio, una continuada correspondencia administrativa en la que le pedía sin cesar el restablecimiento del derecho. Gregorio intervino directamente para defender a los clérigos injustamente condenados, como Pablo, un obispo de Numidia, o para castigar a los obispos prevaricadores, como Jannuarius de Caglari. No obstante, el mayor problema que se presentaba al papa y al episcopado africano era el despertar de la vieja herejía donatista. El despertar del donatismo
La cristiandad africana suscitó, desde el comienzo del cristianismo, excesivas sectas, dirigidas contra la moderación de la enseñanza oficial. Tertuliano (160?-240?), el gran doctor africano del siglo III, no resistió la tentación de la desmesura y abrazó el montanismo. El frigio Montano, a partir del año 172, predicó la multiplicación de los ayunos, el rechazo del segundo matrimonio y de la alimentación de carne para alcanzar la pureza. Los donatistas nacieron dentro de esta tradición de intransigencia y se tiñeron muy pronto de nacionalismo religioso; de tal manera la secta se enraizó en el pueblo que sobrevivió a la ocupación vándala. El donatismo, del nombre de Donato, obispo de Cartago, apareció en el siglo IV, como consecuencia del rechazo de una parte de la Iglesia de África a recibir de nuevo a los apóstatas de la gran persecución de Diocleciano en el año 305, y se convirtió en una especie de herejía nacional y popular hostil a Roma, de tendencia ascética y mística.
Algunos han querido ver en este cisma-herejía un conflicto de razas. Los donatistas representarían el elemento beréber opuesto a la ocupación romana. Esta opinión no es exacta, pero al menos se admite la existencia de un antagonismo social, ya que los cismáticos procedían especialmente de las masas rurales, en particular de los obreros agrícolas de Numidia, donde ciertamente formaron bandas de «circunceliones» y se opusieron a los ciudadanos del proconsulado y de Bizancio.
Refutados en el siglo V por San Agustín, los donatistas volvieron a levantar la cabeza a comienzos del siglo VII. Llevaban una vida dura dirigida por obispos muy celosos, como aquel Pablo que defendió San Gregorio. Donde eran mayoría no toleraban la presencia del clero oficial y presionaban sobre los católicos para que se bautizaran siguiendo su rito.
Para evitar las luchas, el exarca Genadius y sus sucesores intentaron reconducir a los heréticos, que, al parecer, eran numerosos y tenían gran influencia. Los obispos no estaban muy preparados para intervenir. Dos obispos fieles al papa, Hilarius, rector de los bienes pontificios en África, y Columbus de Numidia, mantuvieron una lucha difícil contra la herejía y contra el particularismo local.
No obstante, el cristianismo de África, que se benefició de la prosperidad suscitada por el reinado de Heraclio (609-641), retomó sus fuerzas, construyó iglesias nuevas y envió misioneros entre los mauritanos, prolongando hacia el sur la influencia de los cristianos. El cristianismo penetró entre las tribus del Aurés y del Zab. Los obispos y las nuevas iglesias se hicieron presentes en los concilios africanos, prueba a la vez de la seguridad y de la facilidad de las comunicaciones y de las buenas relaciones entre los bizantinos y los beréberes. Pero las secuelas de la lucha monofisita oscurecieron de nuevo la atmósfera religiosa, al acercarse la amenaza musulmana.
d) Francia. Las Iglesias francesas bajo los merovingios.
La anexión del reino burgundio (534) y la adquisición de la Provenza (537) por los hijos de Clodoveo supusieron la unidad religiosa de la Galia. El país estaba uniformemente colocado bajo la autoridad de los reyes católicos, a excepción de la Septimania. Pero la unanimidad espiritual reencontrada no significaba el retorno a la unidad política. La división de la Galia en varios reinos frecuentemente rivales —Neustria (Francia del Noroeste), Austrasia (Francia del Noreste), Burgundia (Francia del Centro-Este) y Aquitania (Francia del Centro-Oeste)— cesó solamente en tres ocasiones: bajo Clotario I (558-561), Clotario II (613-629) y Dagoberto (629-639). Las iglesias se vieron frecuentemente mezcladas a causa de las disputas de los soberanos. Pretextato, obispo de Rouen, fue asesinado en el año 586 por la instigación de Fredegunda, reina de Neustria. Leger, obispo de Autún, fue asesinado en el año 678 por Ebroin, maestro de palacio de Neustria, por oponerse a su política. Leger fue honrado como mártir. Uno de los aspectos más llamativos de la sociedad merovingia fue esta interdependencia de la política y de lo religioso. Los soberanos que conservaron su carácter laico (no se trataba de reyes consagrados) nombraban directamente a los obispos, algunos a precio de dinero, o los deponían. Alguno de sus reyes quiso ser teólogo, como Chilperico, rey de Neustria (567-584), que escribió un tratado sosteniendo que distinguir personas en Dios era indigno de la majestad divina. Pero los soberanos merovingios, si por una parte ejercían una pesada tutela sobre sus obispos, por otra los llamaban para asumir responsabilidades de poder.
La institución conciliar, que funcionó muy bien hasta mediados del siglo VI, se detiene. En el año 614 se celebró en París el más importante de los concilios nacionales merovingios. Los ochenta prelados allí reunidos impusieron a Clotario II algunas exigencias: la libertad de las elecciones episcopales, el privilegio del foro eclesiástico y el carácter inviolable de los bienes de la Iglesia. En contrapartida fueron obligados a reconocer que era necesaria una orden expresa del rey para consagrar a un obispo nuevamente elegido. Hasta el primer concilio general germánico del año 742 no se reunirá una asamblea tan importante. Los reyes continuaron designando, por medio de asambleas electorales reunidas con motivo de la muerte de un obispo, hombres de su confianza. No todas las elecciones fueron felices como las de San Ouen, San Didier o San Eloy; algunos candidatos se apoderaban de las sedes mediante la violencia o por simonía, como un tal Eusebio, que aceptó el obispado de París en el año 592. En la misma época fue necesario degradar a los obispos de Embrun y de Gap, culpables de homicidios.
La moralidad del clero era dudosa. La mayoría de los clérigos rurales vivía en la ignorancia y en el concubinato. La decadencia religiosa iba a la par con la monarquía católica.
ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
No hay comentarios:
Publicar un comentario