LOS MONJES EN LA ÉPOCA CAROLINGIA

LOS MONJES EN LA ÉPOCA CAROLINGIA

a) Las misiones de San Willibrordo y San Bonifacio


San Willibrordo
Los misioneros benedictinos de la iglesia anglosajona pasaron al continente para predicar el cristianismo. Primeramente predicaron entre los frisones (costas del Mar del Norte, desde Bélgica hasta el Weser); aunque el rudo sentimiento de independencia de este pueblo se opuso a la cristianización durante mucho tiempo.

Tras los fracasados esfuerzos del obispo de York, Wilfrido (†709), y de algunos otros, en el año 689 Willibrordo, discípulo de Wilfrido, desembarcó en esta tierra con otros once compañeros. Trabajó de acuerdo con el mayordomo de palacio Pipino de Heristal, a quien visitó personalmente y de acuerdo con el papa. En dos ocasiones viajó a Roma, siendo consagrado arzobispo por el papa Sergio (687-701) en el segundo viaje (695). Por indicación de Pipino estableció su sede en Utrecht. En el año 698 Santa Irmina, quizás noble franca, le regaló solar y bienes para fundar el convento de Echternach (en el actual Gran Ducado de Luxemburgo), que convirtió en seminario de misioneros. Echternach fue el punto de partida de la misión definitiva de la actual Alemania, pues, probablemente, desde allí Willibrordo envió a Bonifacio al Este en 719, cuando Bonifacio rehusó seguir trabajando en la misión frisona. Allí, el «apóstol de los frisones», tras una vida llena de trabajos y éxitos, murió y fue enterrado en 739. En los siglos siguientes Echternach se convirtió en un importantísimo centro de cultura y de religión cristiana y luego, a través de los siglos, pasó a ser una célebre abadía del Imperio.

El discípulo y compañero de Wíllibrordo superó a su maestro. Bonifacio fue el propagador, purificador y organizador de la Iglesia en Germania y franco-occidental. El anglosajón Wilfrido (así se llamaba) había nacido en Crediton, en Devonshire entre 673 y 680 de padres no nobles, convertidos al cristianismo en un medio sajón. A la edad de cinco años ingresó en la abadía de Exeter, después en la de Nutcell, cerca de Winchester. Recibió una educación cuidadosa y fue ordenado sacerdote a los 30 años. Lleno del deseo de la peregrinado Christi, pasó en una primera ocasión al continente y comenzó a predicar en Frisia en 716. Después de este primer ensayo infructuoso, volvió de nuevo en 718.

En mayo de 719 viajó a Roma. Allí el papa Gregorio II le dio el nombre del mártir de Cilicia Bonifacio, que conservará para siempre; fue admitido en la familia papal y enviado a Germania con el mandato de misionar Frisia con el arzobispo misionero Willibrordo, su guía y de modelo. En 721 viajó a Hesse y a Turingia para predicar el Evangelio. Los comienzos de su apostolado fueron muy fructíferos: bautizó millares de paganos y recondujo a numerosos cristianos a fe, como los jefes tribales Dettic y Deorulfo recaídos en el paganismo.


San Bonifacio
Gregorio II lo llamó a Roma (722) y lo consagró obispo misionero en Germania al este del Rin, sin residencia fija. Bonifacio prestó juramento de fidelidad a Gregorio II, similar al que hasta entonces sólo los obispos de los alrededores de Roma estaban obligados a prestar. Ahora le llegaron los grandes éxitos. Cerca de Geismar, la encina de Donar cayó a manos del heraldo de la fe: un verdadero juicio de Dios a los ojos de los paganos presentes. Con la ayuda de Carlos Martel terminó la conversión de Hessen en 723, donde creó el monasterio de Fritzlar. De 725 a 735 recorrió Turingia, donde el paganismo convivía con formas bastardas de cristianismo, y donde fundó el convento de Ohrruf. Junto a Bonifacio vinieron otros misioneros: el franco Gregorio, el bávaro Sturm o desde Gran Bretaña su sobrina Lioba. Multiplicó las fundaciones y colocó a Sturm en Fulda, a Lioba en Tauberbischofsheim, a Tecla en Ochsenfurt, mientras que Wunibaldo y Walpurgis fundaban el monasterio doble de Heidenheim. Ante una semejante actividad creadora, Gregorio III promovió a Bonifacio a arzobispo en 732 y le encargó consagrar nuevos obispos en los territorios evangelizados. Bonifacio se ocupó desde entonces de organizar nuevas circunscripciones eclesiásticas.

Ante la petición del duque Odilón, Bonifacio estableció la jerarquía de Baviera. Dividió el país, ya evangelizado por Ruperto (†722), en cuatro obispados: Passau, Ratisbona, Salzburgo y Freisingberg. El país fue cristianizado bajo los duques Odilón y Tasilón, antes de la anexión por Carlomagno, que siguió a la revuelta de Tasilón en 788. Salzburgo se convirtió en un centro misionero para los eslavos de Carintia, Moravia y Bohemia. El papa León III, a petición de Carlomagno, la erigió en sede metropolitana de Baviera y de los países eslavos.

En el reino franco no pudo emprender la organización de la Iglesia, erigiendo nuevas diócesis, hasta después de la muerte de Carlos Martel (741), bajo la protección de Carlomán y del menos fervoroso Pipino el Breve. Bonifacio concedió a la región de Hessen y Turingia sus capitales religiosas creando los obispados de Burabourg y de Erfurt en 741, después Eichstatt para la región entre el Danubio y el Main. Para ellos pidió expresamente al papa las bulas de confirmación, cosa que hasta entonces nunca había sucedido.

Bonifacio se convirtió de hecho en el primado del reino franco de Austrasia, lo que aparece en la decisiva participación que tuvo en el Concilium Germanicum(743) convocado por Carlomán, quien publicó sus decretos y le dio fuerza de ley. Estableció que los obispos prestaran juramento de fidelidad al papa, ampliando así la jurisdicción pontificia. En los monasterios introdujo la Regla de San Benito. Reguló la educación del clero y del episcopado, que según las cartas de Bonifacio estaba moralmente corrompido. Prohibió la caza, el servicio de las armas, etc. Los bienes arrebatados a la Iglesia por Carlos Martel debían ser devueltos.

Una nueva ampliación de la acción del santo tuvo lugar con la celebración del concilio de Soissons (744) y del primer concilio general franco (745). Bonifacio apareció, con la aprobación del mayordomo de palacio, incluso como jefe supremo de la Iglesia de Neustria y como reformador. El intento de organizar la Iglesia franca en arzobispados fracasó.

En el año 745, Colonia fue erigida como metrópoli de Austrasia, pero Bonifacio no se instaló en la sede de Colonia, sino que ocupó a partir de 747 el obispado de Maguncia, convertido en arzobispado bajo el reinado de Carlomagno hacia 780. Pero Bonifacio, retomando el espíritu misionero, dejó su sede a su discípulo Luí y partió de nuevo a Frisia. Después de numerosas conversiones durante el verano de 753, el arzobispo y sus compañeros fueron masacrados por paganos cerca de Dokkum el 5 de junio de 754. Se halla enterrado en Fulda.

En su proceder reformador, Bonifacio se encontró con una fuerte oposición. Los obispos francos autóctonos, en su mayoría casados, sólo pensaban en el dinero, el placer y el poder, y se mostraban contrarios a la vida del misionero. Pero logró la renovación de las Iglesias de Germania y Galia y, de acuerdo con las tradiciones de la Iglesia de su patria inglesa fundada por Roma, logró su unión con el centro romano, adaptando su liturgia y sus costumbres. En un sínodo del año 747 logró que los obispos francos anunciaran que «habían decidido mantener firmemente su unidad con la Iglesia de Roma y la sumisión a la misma».

Como escuela modelo y seminario para toda Alemania, Bonifacio fundó en 746 el monasterio de Fulda, del que nombró abad al bávaro Sturm. Para este monasterio obtuvo, por indulto papal, exención completa o independencia canónico-eclesiástica de cualquier obispo diocesano. El monasterio de Fulda fue también un centro de formación, así como de actividad religiosa, económica y artística, y asimismo el conjunto de monasterios benedictinos germanos. La obra misionera de Bonifacio, en cuanto a evangelización y organización religiosa, fue inmensa. El apóstol de Germania conquistó para Cristo inmensos territorios con la sola predicación, sin intervención propiamente militar. Sólo en su martirio corrió la sangre.

b) La reforma y unificación benedictinas. San Benito de Aniane y Luis el Piadoso

El orden de los monjes es el mejor y más completamente definido, a la vez que sirve de modelo para los otros. Durante los tiempos carolingios terminaron los desórdenes monásticos. La Regla benedictina se generalizó en todo el Imperio; Benito de Aniane fue el artífice de esta reforma.

Carlomagno (768-814)


San Benito de Aniane
Durante las primeras décadas de su gobierno estuvo demasiado ocupado en cuestiones de política exterior. Su primera capitular conservada data de 779. Diez años más tarde (789) promulga la Admonitio generalis, primera ley importante para la reforma de la Iglesia.

En la Dieta de Aquisgrán de octubre de 802 introdujo para el clero la legislación Dionisio-Hadriana (colección canónica de textos de derecho recopilados en el siglo VIII y entregada a Carlomagno en 774) y la Regla de San Benito. Con este hecho comenzó a producirse una más clara distinción entre el clero secular y regular.

Para el clero secular se establece la vita canónica, basada en la Regla de Crodegando, obispo de Metz (+766), que había fundado en 748 la abadía de Gorze. Se trata de la regla de los canónigos que Crodegando redactó hacia el año 754 para el clero catedralicio de Metz, que está basada en la Regla de San Benito y en el derecho sinodal franco. Crodegando aconseja a los sacerdotes de las principales iglesias y a los de su catedral que se agrupen en comunidades a las que propone una ascesis inspirada en la espiritualidad benedictina. Así se constituyeron cabildos cuyos miembros —sin que aún puedan ser llamados canónigos— estaban retirados del mundo, sujetos a un reglamento cenobítico y encargados de atender a una iglesia. A diferencia de los monjes, los cabildos podían gozar de sus bienes privados. Para el clero regular estableció la Regla de San Benito. Pero estos decretos sólo fueron aplicados por Luis el Piadoso.

En relación con los monjes, Carlomagno deseó, por temperamento, la uniformidad, e invitó a todos los abades del Imperio a observar la Regla de San Benito, de la que pidió un texto exacto al abad de Montecasino. Pero en la aplicación de dicha regla tuvo sus reservas.

De una parte, Carlomagno no estaba de acuerdo con la libre elección del abad por los monjes del monasterio, pues este procedimiento privaba al soberano del control de los monasterios, lo que era contrario a sus ideas y criterios. De otra parte, entendió mal el interés específico de la vida monástica. Profundamente creyente, no manifestó ningún interés por la mística ni parece que comprendiera el sentido de la mortificación, pero, sobre todo, no encontraba ninguna utilidad en ayudarse de religiosos que no participaban en sus empresas o que no actuaban en el mundo.

Esta posición frenó el progreso de fundaciones monásticas en su reino, y procuró la transformación de algunos monasterios en cabildos de canónigos, es decir, en comunidades de religiosos no cerradas que practicaban una disciplina menos estricta según los principios de Crodegando.

Carlomagno quería que las abadías fueran, en los países recientemente conquistados al cristianismo, centros de acción religiosa, a partir de los cuales los fieles fueran cristianizados, por lo que Carlomagno encomendaba a los monjes unas tareas análogas a las del clero secular, lo que condujo a ordenar sacerdotes a los monjes. Sobre todo, Carlomagno quiso que los monasterios fueran hogares de expansión de la cultura cristiana e instrumentos eficaces del Renacimiento carolingio. Por ello, los monjes participaron, más que en las etapas anteriores, en la vida intelectual y en la creación de una nueva civilización: San Riquier, Corbie, San Wandril, Gorze, Saint-Denis, Lorsch, Fulda, Reichenau, Aniane abrieron escuelas célebres donde se enseñó a numerosos alumnos y donde se instalaron talleres para la copia de manuscritos.

Benito de Aniane y el monacato del siglo IX

De 814 a final del siglo IX continuaron las dificultades, a pesar de un buen intento de renovación de la vida monástica realizado por Benito de Aniane y Luis el Piadoso (814-840). Luis, en verdad, no participó en los puntos de vista de su padre. Muy sensible a los cosas religiosas, atento a los consejos de los hombres de Iglesia, deseoso de volver a inspirar vigor y dinamismo espiritual, participó plenamente en la empresa de restauración del monacato tradicional. Favoreció a Benito desde la época de su encuentro, cuando era rey, por delegación, de Aquitania y mucho más desde el momento en que recibió la corona imperial (814).

Benito, Witiza de nombre de nacimiento, era hijo de un alto funcionario carolingio, el conde Maguelone. Nacido en el año 750, fue educado en el palacio de Pipino y comenzó una carrera de administrativo. Pero en 774 decide retirarse del mundo y se hace monje en la abadía de Saint-Seine, cerca de Dijon. Deseoso de alcanzar el más alto ideal monástico, comenzó a estudiar las grandes reglas monásticas y llegó a la conclusión que la mejor de todas era la de San Benito, que, aunque con algunas alteraciones, coincidía con la de Saint-Seine. Deseoso de volver a la verdadera regla casiniense, pero desilusionado con la política de Carlomagno que no ayudaba a sus proyectos, dejó su monasterio borgoñón. Se retiró al Languedoc y fundó en Aniane, no lejos de Lodeve, un nuevo monasterio sobre una propiedad que le había regalado su familia. Allí impuso a sus discípulos la verdadera Regla benedictina revisada, a fin de dar su pleno valor espiritual al Oficio Divino y al trabajo manual y no abrir inmoderadamente el monacato hacia el exterior. Con la ayuda real consiguió que la Regla benedictina se impusiera en numerosos monasterios del Languedoc, del macizo central y de la Borgoña.

Después de 814 su acción revistió un carácter oficial. En este año Benito fue llamado por el nuevo emperador a dirigir Marmoutier, en Alsacia y, algunos meses más tarde, instalado en Inden, monasterio próximo a Aquisgrán, fundado por el monarca y consagrado en 817.

En 816, en la Dieta de Aquisgrán, los obispos pidieron que fuera restablecida en el clero secular y el regular la observancia de las reglas tradicionales y declararon, conforme a las ideas de Benito, que todos los monjes debían someterse a las mismas obligaciones y celebrar los mismos oficios divinos según los principios benedictinos. Al año siguiente, los abades de todas las abadías del Imperio se reunieron después de la Dieta para completar los decretos de 816. Benito tuvo un papel determinante y, por iniciativa suya, fue redactado y promulgado el Capitular que organizaba la vida monástica (Capitulare monasticum) del 10 de julio de 817. Esta carta supuso una vuelta a las nociones fundamentales según las cuales el monacato no debía, en absoluto, vivir en el mundo, para poder entregarse a una ascesis que le conduzca a la salvación y para elevar hasta Dios la oración comunitaria en cada hora litúrgica del día. Puntualiza, aunque sin excesiva fuerza, acerca del trabajo manual y prescribe que los estudios en los monasterios debían estar reservados exclusivamente a los oblatos destinados a la profesión monástica. En el año siguiente se devolvía a los monasterios la libre elección del abad.

Sin embargo, el Capitulare monasticum completaba y modificaba en ciertos puntos la Regla de San Benito. A decir verdad, se trata de una colección de cánones, que dista mucho de la esencia, doctrina y profundidad espiritual de la Regla casiniense, es más bien un reglamento de tipo del de San Pacomio, aunque más evolucionado, menos primitivo y rudo. Abundan en él los detalles y hasta las minucias y tiene un carácter práctico-ejecutivo. Introduce nuevos usos que no estaban en la Regla de San Benito: los cantos litúrgicos del aleluya y el Gloria Patri al final del rezo de cada salmo, la bendición después de Completas, lavarse los pies recíprocamente, mayor severidad en el ayuno durante la Cuaresma y el Viernes Santo. Más aún, prescribe conductas que se alejan de la Regla e incluso se oponen a ella: el canon 33 prohíbe acoger en los monasterios a quien no pretenda hacerse monje, lo que va en contra del capítulo LIII de la Regla de San Benito en el que establece la hospitalidad; el canon 36 cierra la escuela del monasterio a quien no sea oblato; el canon 13 modifica el capítulo LI de la Regla de San Benito al establecer que los monjes viajen de dos en dos.

Así se consiguió, tres siglos después de la fundación de Montecasino, hacer de la Regla benedictina, retocada en algunos detalles, la regla monástica de Occidente, lo que le dio a la obra de Benito de Aniane una importancia excepcional.

En cuanto a los canónigos seculares, cuyas obligaciones de vida comunitaria se habían dulcificado bajo Carlomagno, se les impuso una constitución inspirada por Benito de Aniane (De institutione canonicorum, 816) que, fiel a los principios de Crodegando, los obligaba a la clausura, al refectorio y dormitorio común, así como al Oficio Divino. Lo mismo ocurrió con las canonesas que constituían entonces comunidades muy numerosas al lado de las monjas benedictinas.

En 821, sólo cuatro años después del Capitulare monasticum, moría Benito de Aniane. Sin embargo, todas las medidas adoptadas tuvieron, durante cuarenta años, felices resultados, a pesar de las resistencias puestas por algunos establecimientos, en particular la abadía de Saint-Denis, que rehusó durante quince años (de 817 a 832) el retorno al régimen casiniense. Fueron reformadas abadías hasta entonces apenas conocidas y surgieron nuevas fundaciones como Vézelay (monasterio femenino, 821), Hirsau en Würtemberg (hacia 830) Santa Giulia de Brescia (hacia 840), Charlieu, Canneto en Liguria, etc.

Desde mediados de siglo el movimiento se encuentra de nuevo con grandes dificultades. El desorden y las divisiones políticas en el Imperio trajeron el desorden en el interior de los monasterios. La ambición de los poderosos provocó expoliaciones de los monasterios y se vieron obligados a abrirse a la sociedad y modificar la Regla. Los desórdenes aumentaron a finales de siglo con las nuevas invasiones de los normandos, sarracenos y húngaros. Muchas casas fueron destruidas y numerosos monjes huyeron de sus monasterios, llevándose las reliquias de su santo patrón o fundador, estableciéndose en otro lugar donde esperaron el final de los ataques de las invasiones.

En pocos años toda la obra monástica desapareció, debido a la ambición de los grandes y los asaltos de los invasores. Aunque el desorden no estaba generalizado y se produjeron reacciones y ensayos de restauración; éstos fueron especialmente vivos en algunas regiones como Borgoña y Lorena, donde a finales del siglo IX se habían concentrado los monasterios.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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