CRISIS Y REFORMA EN EL SIGLO X
EL MILENIO. EL IMPERIO Y EL PAPADO EN TORNO AL AÑO MIL
a) El año mil
El final del primer milenio no fue, a pesar de lo que afirmaron los historiadores románticos, un período de angustias y de terrores colectivos. Ciertamente, algunos clérigos y monjes letrados habían leído el capítulo 20 del Apocalipsis y su famoso versículo 7: «Pasados los mil años soltarán a Satanás de la prisión. Saldrá él para engañar a las naciones de los cuatro lados de la tierra», y pudieron creer que el Anticristo estaba a punto de llegar. Pero ya a mediados del siglo X, Adson de Montier en Der rechazó esta creencia, y hacia 960, Abbon de Fleury hizo otro tanto. Por otra parte, la incertidumbre cronológica de esta época y la rara utilización del cómputo de la Encarnación daban lugar a que la mayor parte de la gente ignorara que se encontraban en el año mil. En los anales de la época, el año mil no llamó jamás la atención de los analistas. Fue el monje borgoñón Raúl, llamado Glaber, indócil e inestable, quien realizó la unión entre el Apocalipsis y el año mil hablando de las hambres y catástrofes de su tiempo en sus cinco libros de Historias, concluidos en Cluny, hacia el 1048, y que contienen una historia del mundo desde el comienzo del siglo X y están dedicados al abad San Odilón. Pero ¿de qué milenio hablaba? ¿El del nacimiento o el de la muerte de Jesús? ¿El de la Encarnación o el de la Redención? En el cristianismo del siglo XI, Pascua tenía más importancia que Navidad. En torno a esta fiesta se organizaba el ciclo litúrgico, ella marcaba el comienzo del año. Transcurrido el año mil sin daño alguno, Raúl Glaber puso su atención en el 1033, tenido por milenio de la Pasión, cuando una gran hambruna afligió a la Borgoña.Es necesario esperar la Crónica de Sigeberto de Gembloux, de comienzos del siglo XII, para encontrar un texto que se refiera al año mil como un año trágico. El autor habla de un seísmo, de un cometa y de otros muchos prodigios celestes. Notemos de pasada que, desde los tiempos carolingios, los monjes redactores de anales se sentían inclinados por este género de fenómenos.
En los Anales Eclesiásticos el cardenal Baronius fue el primero que dio al año mil esta coloración terrorífica que ha conservado desde el siglo XVI. Los historiadores contemporáneos Marc Bloch, Henri Focillon, Edmond Pognon y más recientemente Georges Duby han demostrado la falsedad de la leyenda de los terrores del año mil. Es, pues, necesario quitar de nuestra mente la imagen de una cristiandad aterrorizada en la aproximación del milenario de la Encarnación, en la espera del fin del mundo y del juicio final.
b) El «milenio»
Si el año mil pasó sin pena ni gloria, es fácil que en torno a estos años se desarrollara un estado de espíritu escatológico en los medios eclesiásticos que repercutieron en el pueblo fiel. El Apocalipsis era muy comentado en Occidente y en España desde el siglo VIII. El capítulo 20,7 precisa que el demonio había sido encadenado durante mil años por un ángel, pero que después debía ser desatado por un poco de tiempo a fin de tentar de nuevo a los hombres. Otón III el día de su consagración, en 996, vistió un manto donde estaban bordadas escenas del Apocalipsis. Habían llegado los tiempos en que el diablo sería desencadenado. Con esta perspectiva, el aniversario no tenía la menor importancia en sí, pero constituía un punto cronológico a partir del cual el reino del demonio podía comenzar. Se comprende entonces que si el año mil no había registrado sucesos notables, todo el período que seguía hasta el año 1040 estuviese marcado por numerosos signos y prodigios.En el 1014, Raúl Glaber y Ademar de Chabannes, monje en Saint Cybard de Angulema y, posteriormente, clérigo catedralicio de la misma ciudad donde escribió su Crónica, hablan de un cometa que dio lugar a incendios a su paso. El 29 de junio de 1033, según cuentan Sigeberto de Gembloux y los Anales de Benevento, tuvo lugar un eclipse de sol «muy tenebroso». Ademar de Chabannes registra en el 1023 que las estrellas combatían entre ellas como lo hacían en el mismo momento las potencias de la tierra. La naturaleza se trastornaba y nacían monstruos. Las epidemias, el mal de los ardientes y el hambre asustaban a las poblaciones, como esa terrible hambre que observa Raúl Glaber en el 1033 en Borgoña. Pero los clérigos denunciaron este desencadenamiento de Satán hasta en la mala conducta de los príncipes, en los obispos simoníacos y libertinos —también denunciados con todo vigor por el monje cluniacense Raúl Glaber— y en la aparición de herejías. A finales del año mil, Leutardo, un hombre simple del pueblo, se puso a predicar en el condado de Chálons, quemando las cruces, aconsejando que no se pagasen los diezmos, abandonando a su mujer para vivir en la castidad. El obispo de Chálons lo llamó, en la discusión lo confundió y el impostor se suicidó; pudo ser tenido por un enviado de Satán. En Orleáns —lo cuenta Ademar de Chabannes—, hacia 1020, diez canónigos de la catedral de Santa Cruz, que parecían más piadosos que los otros, fueron acusados de maniqueos. Como rehusaron volver a la fe, el rey Roberto los hizo despojar de su dignidad sacerdotal, los expulsó de la Iglesia y, finalmente, los entregó a las llamas. De alguna manera se descubrió a los seguidores del diablo por todas partes. Esto se comprende en la medida en que el maniqueísmo reposaba sobre la lucha del bien y del mal, el millennium había dado libertad de curso al mal. Raúl Glaber vio al demonio. Dueño de sus movimientos, intentaba propagar su doctrina, que la oponía en paridad con Dios. En Oriente también triunfaba el mal: el califa Hakim había destruido el Santo Sepulcro en 1009.
Para detener tantos males, para que Dios quitase de nuevo al demonio la libertad que le había dejado, los clérigos propusieron a sus contemporáneos, según un esquema clásico, hacer penitencia, pues aunque no todos creyesen en la inminencia del juicio final, interpretaban estos signos múltiples a la vez como un castigo de la divinidad, una advertencia, una invitación a hacer penitencia y a recordar el fin de los tiempos. Acciones de purificación colectivas y gestos de penitencia personales se multiplicaron. Las comunidades judías, hasta entonces preservadas de toda persecución sistemática, fueron acusadas en Occidente de befarse de Cristo y en Oriente de haber sido los instigadores de la destrucción del Santo Sepulcro y sufrieron los primeros pogroms. Masacres, expulsiones, conversiones forzadas, obligación de residir en un barrio particular y llevar una señal distintiva se sucedieron desde el siglo XI. El antisemitismo cristiano echó las raíces en la voluntad de purificación de la cristiandad. Las hogueras se encendieron para quemar a los herejes de Orleáns y a las brujas de Angulema. Los hombres multiplicaron las donaciones piadosas, las penitencias. Antes de morir, muchos pedían vestir el hábito monástico para beneficiarse del estatuto espiritual privilegiado del monje y de las oraciones de la comunidad. Los que tenían medios y voluntad tomaban el camino de Jerusalén, donde el Santo Sepulcro había sido reconstruido por los emperadores bizantinos entre 1027 y 1048. Así, consciente de los peligros que la rodeaban, dócil a los signos del cielo y de la tierra, la cristiandad occidental ensayaba, por medio de la penitencia, lograr su salvación restableciendo la paz con Dios.
c) Otón III y el Imperio universal. La cristiandad latina
Con el reinado de Otón III la decadencia del papado se detiene bruscamente y fue asociado estrechamente a los planes universales del nuevo monarca. Roma, entregada durante algunos años a las disputas de los nobles romanos, procuró ayudar al príncipe en su intento de gobierno del mundo. Otón III, que, después de la larga regencia de Theófano, accedió al poder en 995, manifestó una personalidad rica pero con contrastes. Educado por su madre en el recuerdo de Bizancio, rodeado de sacerdotes desde su más tierna infancia, concibió unas elevadas ideas sobre el Imperio y una aspiración a la perfección monástica. Tuvo por amigo a San Adalberto de Praga, el apóstol de los checos, y a San Romualdo de Ravena (+ 1027), un eremita. El monje Nilo el Joven (+ 1005) de Rossano, en Calabria, fundador del monasterio de Grotaferrata, cerca de Frascati, era también uno de sus frecuentados. El joven príncipe quería construir un Imperio que tuviera la dignidad del de Bizancio y la eficacia del de Carlomagno. Otón abrió la tumba de Carlomagno en Aquisgrán, de cuyos despojos tomó una cruz de oro que llevó siempre puesta. Su espíritu, verdaderamente voluntarioso, se elevaba hasta la concepción de un Imperio universal, concebido como un orden cristiano, como la unión de países organizados de manera idéntica, independientes del reino germánico, teniendo a Roma como capital espiritual y política. La cristiandad latina debía encontrar la unidad bajo el doble impulso del papa y del emperador.Oton III
d) La ascensión de Gerberto de Aurillac
La carrera de Gerberto fue excepcional. Había nacido en Aquitania hacia 940, de una familia desconocida. Entró como oblato en el monasterio de San Gerardo de Aurillac, donde aprendió gramática y retórica con el escolástico Raimundo de Lavaur. Siguiendo al conde de Barcelona Borrel, partió para España; allí, bajo la dirección del obispo Hatto de Vich, estudió matemáticas y ciencias, y se familiarizó con la civilización y los conocimientos árabes. Sus biógrafos posteriores citan un viaje a Córdoba que, probablemente, no realizó nunca. Este viaje es uno de los elementos principales de la leyenda de Gerberto mago. Pero esta cultura científica y estos contactos le valieron el renombre excepcional de científico en su tiempo. Borrel y Hatto condujeron a Gerberto a Roma. Juan XIII se dio cuenta de sus cualidades y lo asignó a Otón I, que le autorizó ir a estudiar lógica bajo la dirección de Gerannus, arcediano de Reims. Adalberón, arzobispo de Reims (969-989), de una excelente familia lorena y muy devoto de los Otones, lo nombró escolástico. Gerberto elevó el nivel de la enseñanza y atrajo junto a él a alumnos procedentes de todas partes, como el futuro Fulberto de Chartres.Otón II, hombre de una gran curiosidad intelectual, lo invitó el año 980, en Ravena, a una pública disputa científica con el escolástico de Magdeburgo, Otric, y en 982 fue nombrado abad de Bobbio. Políticamente, su atribución era muy importante, porque el abad era el conde y debía juramento de fidelidad y servicio de ost al emperador. Gerberto juró fidelidad en las manos de Otón II, de quien no se separará jamás, sirviendo con una lealtad indefectible a los intereses de la monarquía germánica. Gerberto se instaló en Bobbio en 983. Pero, después de la muerte de Otón I, debió de dejar el monasterio arruinado, pues los monjes se habían sublevado contra él. Regresó después de un año a Reims y reemprendió la enseñanza. Gerberto se convirtió entonces en consejero político de su obispo.
La lucha entre Lotario, elegido rey de Francia en el año 954, y Hugo Capeto se encontraba en su momento álgido. Después de haber soportado pacientemente la tutela alemana, Lotario intentó deshacerse de ella a la muerte de Otón I. Sostuvo a los señores loreneses revolucionados en 973, sin conseguir sus deseos y diez años más tarde se reprodujo la misma situación: los duques alemanes, alterados, rehusaron reconocer a Otón III; Enrique de Baviera se hizo proclamar rey y solicitó el apoyo de Lotario. Adalberón y Gerberto idearon una vasta conspiración para servir a su maestro, reclutaron aliados entre el alto clero y la nobleza. Gerberto multiplicó cartas y contactos. Las muertes sucesivas de Lotario en marzo de 986, y después de su hijo Luis en mayo de 987, dejaron el campo libre a las maniobras de Adalberón y Gerberto. Hugo Capeto fue elegido rey en la asamblea de Senlis, en 987.
En este asunto, Gerberto sirvió admirablemente los intereses de Otón III. En 989, la muerte de su protector Adalberón le brindó la sucesión en la sede de Reims, que finalmente cayó en otro competidor, Arnulfo, bastardo del rey Lotario y sobrino de Carlos de Lorena. Arnulfo traicionó a la vez a Otón III y a Hugo Capeto entregando Reims a Carlos de Lorena, el candidato carolingio al trono de Francia. Gerberto, tras permanecer un tiempo unido a Carlos, se alzó contra su arzobispo. Después de dos años de guerra, Hugo Capeto retomó la ciudad y escribió al papa Juan XV para exponerle la situación y pedirle su consejo; pero Juan XV, ganado por los partidarios de Arnulfo, no le contestó. Hugo convocó un concilio nacional en la abadía de San Basle de Verzy, cerca de Reims, para juzgar a Arnulfo, en el que tomaron parte trece obispos y muchos abades, entre ellos Abbon de Fleury-sur-Loire. Abbon, que dirigió la defensa estimó que el concilio era incompetente y que la causa de Arnulfo debería pasar a manos del papa. Pero el obispo de Orleáns, opuesto al abad de Fleury, replicó, invocando los concilios de África del siglo iv, que el papado no tenía que intervenir en los asuntos de las provincias eclesiásticas. Por otra parte, el obispo de Orleáns, en una discusión muy violenta y sin duda inspirada por Gerberto, estimó que los papas no tenían dignidad ni ciencia suficiente para intervenir. Al término del concilio, Arnulfo se declaró culpable e indigno de su función y fue encarcelado; Gerberto fue elegido arzobispo de Reims (junio 991).
El papa Juan XV envió un agente para estudiar la cuestión y convocó a Roma a los obispos y al rey Hugo Capeto. Estos últimos se reunieron en el concilio de Chelles y declararon que «si el papa romano tomaba una medida en oposición con el decreto de los Padres, esta medida era considerada como nula y sin efecto». El legado convocó un concilio en Mouzón, donde Gerberto vino a presentar su defensa. Después el arzobispo publicó las actas del concilio de San Basle, lo que escandalizó al legado, y escribió una carta-tratado a Wilderod, obispo de Estrasburgo, en el que se justifica citando las colecciones canónicas recogidas por su lejano predecesor Hincmaro. Para él «la ley de la Iglesia es la del Evangelio, los Apóstoles, los profetas, los cánones de los concilios y los decretos de la Santa Sede que no se apartan de estos cánones». En marzo de 996, Gerberto decidió ir a justificarse a Roma; fue entonces cuando se encontró con Otón III. En efecto, el rey de Germania había llegado para hacerse coronar emperador por el papa Juan XV, aunque le coronó su sucesor Gregorio V. Capellán y primo de Otón III, Gregorio, de 23 años de edad, no se dejó convencer por los argumentos de Gerberto, a quien Gregorio consideró un «intruso». Desgraciadamente para Gerberto, Hugo Capeto murió y su hijo Roberto el Piadoso, deseoso de revalidar por Roma su matrimonio con su prima Berta, abandonó a Gerberto y llamó a Arnulfo a Reims.
Gerberto dejó Reims y fue acogido por Otón en Alemania, donde fue admirado por el príncipe a causa de su saber. El soberano lo tomó como secretario y consejero personal y Gerberto escribió para su discípulo imperial Libellus de rationali et ratione uti (Libro de lo racional y del uso de la razón). Siguió al emperador a Roma en 998 para restablecer a Gregorio V, expulsado de Roma por Crescentius y el antipapa Juan XVI. Gregorio V fue restaurado, el orden fue restablecido, pero los romanos no olvidaron las terribles represalias. Otón decidió hacer de Roma la capital del Imperio y dar lugar a la «renovación del Imperio romano». Mandó construir un palacio sobre el Palatino, organizó su corte a la manera bizantina, concedió diplomas a favor de las abadías y de los obispos y pidió al papa que nombrara a Gerberto arzobispo de Ravena por haber perdido Reims. Gerberto se mostró un obispo activo y reformador. Luchó para proteger los bienes eclesiásticos atacados por los grandes. Gregorio V murió muy pronto; y Otón ofreció a Gerberto el trono pontificio, quien a pesar de su edad, cerca de sesenta años, aceptó y se convirtió en papa con el nombre de Silvestre II.
e) Silvestre II, papa del año mil. La expansión de la cristiandad
Papa Silvestre II (Gerberto de Aurillac)
Otón III, después de pasar algún tiempo fuera de Italia porque no soportaba su clima, se instaló en Roma a finales del milenio. Cada vez más encerrado en su sueño imperial, escogió como residencia el Aventino. Introdujo a su alrededor una etiqueta bizantina e intitulaba su actas: «Yo, Otón, romano, sajón e italiano, servidor de los Apóstoles, por la gracia divina emperador augusto del mundo». Reorganizó la administración de Roma, que en adelante ascendió a capital del Imperio cristiano; aunque ni el papa ni el emperador tuvieron ni el tiempo ni los medios para desarrollar una política universal.
Silvestre II se instaló en el Laterano en abril de 999. Tuvo que resolver las empresas en curso de su predecesor. En primer lugar, el asunto del arzobispado de Reims; restableció a su antiguo rival Arnulfo en su dignidad primera, le perdonó sus faltas y le tomó bajo su protección. La carta a Arnulfo fue la primera de una larga serie dirigidas a Francia, Italia, Alemania, España.
Si durante su arzobispado de Reims se había opuesto a la intervención del papado en los asuntos locales, una vez nombrado papa, aceptó las tesis de sus predecesores y afirmó su autoridad apostólica. Tomó conciencia de la unidad y universalidad de la Iglesia católica. Para solucionar los conflictos entre clérigos y laicos convocó a los adversarios a Roma. Como antiguo monje y abad que había sido, defendió los monasterios contra las incursiones de los laicos y, en contra de sus opiniones anteriores, concedió privilegios de exención a los abades.
En Italia actuó en estrecha colaboración con el joven emperador Otón III. Otón estaba decidido a ejercer su autoridad, como lo prueba la denuncia de la famosa «donación de Constantino». En un edicto de enero de 1001, el emperador, tras proclamar a Roma «capital del mundo y a la Iglesia romana madre de todas las iglesias», denunció todas las malas actuaciones de los papas en relación con los bienes del Imperio y de la Iglesia y la falsedad del privilegio colocado bajo la firma de Constantino. Para mostrar que era el emperador el poseedor de todo, confió a Silvestre II ocho condados de la Pentápolis en el norte de Italia. Otón III, «emperador augusto y servidor de los Apóstoles», afirmó su autoridad en Occidente, no sólo teóricamente, sino en la práctica con su viaje a Polonia en el año mil.
Otón estaba unido por lazos de amistad desde el año 996 con el antiguo obispo de Praga, Adalberto, que se había retirado al monasterio de San Bonifacio y San Alejo sobre el Aventino. Adalberto siguió a Otón a Maguncia y se convirtió en su maestro espiritual. Después de haber peregrinado a diferentes abadías de Francia, Adalberto decidió ir a predicar el evangelio a los prusianos. El 23 de abril de 997 murió bajo los golpes de los paganos. Otón no se consoló jamás de la muerte de su amigo. Multiplicó iglesias y capillas en su honor; hizo componer por los monjes de la abadía de San Alejo una Pasión de San Adalberto; marchó en peregrinación a su tumba (en Gnienzo, Polonia, donde fue acogido por el príncipe Boleslao, que quería recibir el título de rey). Otón lo nombró solamente «hermano y cooperador del Imperio, amigo y aliado del pueblo romano». Pero aceptó que Gaudentius, medio hermano de Adalberto, fuera nombrado arzobispo de Gnienzo con autoridad sobre tres obispados sufragáneos: Kolobzeg, Cracovia y Wroclaw. De este modo la iglesia polaca escapó de la influencia del clero alemán. Silvestre II confirmó estas decisiones.
De regreso a Italia, Otón se detuvo en Aquisgrán; allí, el día de Pentecostés hizo buscar el emplazamiento de la tumba de Carlomagno, a quien consideraba su modelo. Antes de colocarlo en un nuevo sarcófago, se apropió el Evangeliario de la coronación.
Poco después, la cristiandad europea se agrandó con la conversión de Hungría. Esteban, príncipe de Hungría, que quizás había sido bautizado por Adalberto y se había casado con una princesa bávara, deseaba escapar de la influencia del clero alemán tanto como del bizantino y quería recibir la corona real. En la asamblea de Ravena en la primavera del 1001, el papa y el emperador aceptaron crear una iglesia húngara con dos metrópolis, Esztergom y Kaloca, y dieciocho obispados. Uno de los obispos nombrados, Astric, habría llevado a Esteban la corona real el 15 de agosto de 1001.
Con posterioridad, el papa y el emperador enviaron misioneros al país de los lutices y de los prusianos y mandaron a Romualdo, abad de Pereum, y alguno de sus discípulos. Por su parte, Otón se encontró con el duque de Venecia, Pedro Orseolo, y Silvestre II escribió al duque y al arzobispo de Grado para animar el celo religioso veneciano y dálmata. Parece que el papa estuvo también en relación con Vladimir de Kiev, bautizado en el cristianismo en el año 998.
Surgieron dificultades en Tívoli y en Roma, lo que obligó al emperador y al papa a dejar la ciudad e instalarse en Ravena (febrero de 1001). Los romanos, dirigidos por el hijo de Crescentius II, quisieron deshacerse de los extranjeros. Otón III preparó durante meses la reconquista de Roma. Pero el 24 de enero de 1002, víctima de una violenta fiebre, murió en el castillo de Paterno sobre el Monte Soracte, a los 22 años; su cuerpo fue llevado a Aquisgrán para ser enterrado junto al de Carlomagno.
Silvestre II regresó a Roma. Los romanos, que habían recobrado su libertad bajo Crescentius III, dejaron libre a un viejo inofensivo. El papa continuó enviando diplomas y bulas. Convocó un sínodo en diciembre del 1002 y otro en Pascua del 1003. En esta fecha Adalberón de Laón, culpable de haberse levantado contra su rey Roberto el Piadoso, fue invitado a ir a Roma. No lo hizo, y algunas semanas antes, el 12 de mayo de 1003, Silvestre II moría con más de 60 años. Fue enterrado en Letrán.
f) La evolución de la Iglesia imperial
San Enrique II, Emperador
Conrado II (1024-1039) no dejó un gran recuerdo y fue acusado de simonía. Reservó el 50 por 100 de las sedes episcopales para sus capellanes.
Enrique III (1039-1056) adoptó una actitud más rigurosa y más positiva. Su intervencionismo en las elecciones episcopales se extendió al papado. Fue en esta época cuando hubo más obispos próximos parientes del rey (24 de 44 nombramientos). Además de la cruz, el soberano entregaba el anillo a los nuevos elegidos, concedía la iglesia a los clérigos siguiendo la fórmula entonces común: accipe ecclesiam. Fórmula que fue firmada en un concilio celebrado por Enrique III y León IX y que nadie criticó.
A la muerte de Otón III y de Silvestre II, la aristocracia, dirigida por Crescentius III, nombró a los papas Juan XVII (1003), Juan XVIII (1003-1009) y Sergio IV (1009-1012). Con la muerte de Crescentius el papado cayó en manos de la casa de Tusculum, probablemente salida de la familia de Teofilacto, dueño de la Sede Apostólica en el siglo precedente. Tres papas de esta familia se sucedieron en el trono de Pedro: Benedicto VIII (1012-1024), Juan XIX (1024-1032) y Benedicto IX (1032-1044).
Los dos primeros fueron pontífices relativamente enérgicos, pero el tercero, elegido joven, se comportó de manera indigna. Expulsado de Roma en reiteradas ocasiones, surgió frente a él un antipapa, Silvestre III, elegido por un grupo de insurgentes romanos. Benedicto IX, que, según algunos, soñaba con casarse y temía la venida a Italia de Enrique III con quien no se entendía, transmitió su sucesión al arcipreste Juan Graciano, su padrino, hombre virtuoso. Este último aceptó la venta: mil libras de plata, para eliminar a un mal papa, hicieron bueno un mal gesto. Consagrado con el nombre de Gregorio VI (1045-1046), el nuevo papa fue juzgado favorablemente por los reformadores a pesar del irregular modo de su ascensión. Pedro Damián veía en él el retorno de los buenos tiempos de la Iglesia. Pero Enrique III quería intervenir en el papado y puso en el trono de San Pedro a varios obispos alemanes que conservaron su sede episcopal, de manera que varios papas fueron al mismo tiempo príncipes del Imperio. El concilio de Sutri (diciembre de 1046), reunido bajo su mandato, depuso a Silvestre III y a Gregorio VI. Un sínodo romano registra la dimisión de Benedicto IX y lo considera como depuesto. Enrique III designó entonces al obispo de Bamberg, que tomó el nombre de Clemente II, y que coronó emperador a Enrique III el día de Navidad de 1046. Nueve meses más tarde, muere el papa y reaparece Benedicto IX con el apoyo del partido tusculano. Se mantiene en Letrán hasta la llegada del candidato del emperador, el obispo de Brixen, Dámaso II. Pero veintitrés días después de su coronación, Dámaso muere. El emperador designó entonces a su primo Bruno, obispo de Toul, que con el nombre de León IX comenzaría la reforma de la Iglesia.
g) Las asambleas de paz
La Paz de Dios
La sociedad feudal fue una sociedad brutal. Todas las crónicas relatan batallas, muertes, venganzas privadas, levantamientos, destrozos, cuyas principales víctimas fueron los clérigos, quienes recuerdan al rey que debe hacer reinar el orden y el derecho. El rey se encontraba a la cabeza del orden de «los que combaten», por ello debía defender «a los que oran» y «los que trabajan», los campesinos que sin armas estaban indefensos. Pero cuando la autoridad del rey no era respetada, otros debían intervenir. Fue entonces cuando los clérigos y especialmente los obispos se reunieron en asambleas de paz en el sur de Francia.El cronista borgoñón, Raúl Glaber describió las muchedumbres reunidas con los prelados: «Fue decidido que en ciertos lugares los obispos y los grandes del país reunieran concilios para el restablecimiento de la paz y para la institución de la santa fe» n. El texto establecido, dividido en capítulos, contenía a la vez lo que estaba prohibido hacer y los compromisos sagrados que habían decidido tomar en relación con Dios todopoderoso; de los que el más importante era observar una paz inviolable. Los lugares sagrados o iglesias debían convertirse en objeto de tanto honor y tanta reverencia, que si un hombre punible por cualquier causa se refugiaba en ellas, no padecería daño alguno, salvo si violaba el pacto de paz. Si él arrancaba el altar, debería sufrir la pena prescrita. Aquel que atravesara el país en compañía de los clérigos, los monjes o las monjas no debía sufrir violencia de nadie.
Se ha demostrado que la primera asamblea de paz fue la de Laprade, reunida bajo el obispo de Puy, Guy de Anjou, en 987. El obispo, habiendo agrupado a los caballeros de Puy y sus alrededores hasta diez kilómetros, los obligó a jurar la paz y conceder la libertad a los rehenes. Dos años después, en Charroux, cerca de Poitiers, los obispos de la provincia eclesiástica de Burdeos y el obispo de Limoges lanzaron anatemas contra los violadores de las iglesias, los ladrones de los bienes de los pobres y los que trataban brutalmente a los clérigos. En 990, fue en Narbona donde se juró la paz, y de nuevo en Puy. Los juramentos se prestaban sobre las reliquias.
Hasta este momento, este movimiento sólo había reunido a los grandes aristócratas, pero a partir de 1030, se dirigió a los caballeros, la nueva clase social. Se trataba de hombres muy ricos poseedores de un caballo, milites, que se encontraban comprometidos en el servicio de los grandes, y que querían emanciparse y obtener un puesto en la sociedad. Los caballeros fueron invitados a las reuniones mantenidas en Borgoña por los cluniacenses. El abad Odilón vio en estas asambleas un medio para contener la violencia guerrera y organizó en su iglesia de Cluny una liturgia por la paz. En la asamblea de Verdun- sur-le-Doubs se reunieron los obispos de la región, la nobleza y el pueblo, y «fue jurado un santo pacto ante de las reliquias de los santos». Entre otras cosas se afirma:
«No asaltaré al clero o al monje que no llevan armas ni a los que vayan con ellos sin armas, ni tomaré sus bienes salvo en flagrante delito. No arrestaré a un campesino. No robaré a un hombre el mulo, la muía, el caballo, el jumento u otra bestia que sirvan para el pastoreo. No cortaré, ni golpearé, ni arrancaré las viñas de otro. No destruiré el molino, ni tomaré trigo, salvo en casos de guerra en mi tierra». El obispo de Soisson, que se encontraba en Verdún, intentó celebrar asambleas de paz en el norte del reino. El rey Roberto el Piadoso reunió en 1023 una asamblea en Compiegne que repitió las disposiciones de Verdun-sur-le-Doubs. Junto con Enrique II intentó celebrar un concilio de paz.
Pero algunos obispos, fieles a la tradición carolingia, fueron hostiles a estas asambleas porque, según ellos, sólo debía reinar la paz del rey. Gerardo de Cambray afirmó que «pertenece al rey reprimir las sediciones y apaciguar las guerras, y a los obispos exhortar a los reyes a combatir por la salvación del país». Adalberón de Laón, el adversario de los monjes cluniacenses, se enfrentó a los «concilios rurales» porque en ellos los monjes se mezclaban con los soldados. No obstante, la oposición de estos hombres no creó un movimiento general.
La «Tregua de Dios»
Se trata de la detención de la guerra durante algunos días. En la época carolingia ya estaba establecido que los combates se detuvieran los domingos. En el concilio de Arles (1037-1041), dentro del espíritu de penitencia reinante, se decidió que, durante las grandes fiestas litúrgicas —Navidad, Cuaresma, Pascua de Resurrección y Pentecostés— y aun de jueves a domingo, los caballeros renunciaran a las armas. Esta tregua de Dios se extendió por la Lombardía y Cataluña. En el norte de Francia, Ricardo, abad de Saint-Vanne, la impuso en Flandes y en Normandía.El cronista Raúl Glaber nos recuerda las condiciones del establecimiento de la «Tregua de Dios»:
«Ocurre en este tiempo, bajo la inspiración de la Gracia divina y en el país de Aquitania, después, poco a poco, en todo el territorio de la Galia, que se concluye un pacto, motivado a la vez por el miedo y por el amor de Dios. Prohibe a todo mortal, del miércoles por la tarde al alba del lunes siguiente, ser tan temerario como para tomar por la fuerza lo que pertenezca a otro, o tomar venganza de algún enemigo. Quien vaya contra esta medida pública, o bien lo pagará con su vida o bien será expulsado de su patria y excluido de la comunidad cristiana. Es bueno que todos apelen a este pacto, en lengua vulgar, llamado tregua de Dios».
Es difícil saber si la «Paz y la Tregua de Dios» fueron observadas. Pero es cierto que estas instituciones definieron la figura del caballero cristiano, que no podía hacer la guerra en ciertos períodos, en los que debía hacer penitencia, mientras que en otros debía poner las armas al servicio de la viuda y del huérfano. Se puede hacer la guerra mientras se combata a los enemigos de Cristo porque, dice el concilio de Narbona de 1054: «cuando algún cristiano asesina a otro cristiano, el que mata al cristiano derrama la sangre de Cristo».
Al contrario, debía luchar contra todos los enemigos de Cristo y en particular contra los más próximos, los musulmanes. El papa animó a los normandos a conquistar Sicilia al Islam. En España, después de la ofensiva de Al-Mansur—saqueo de Barcelona (985), ataque de Santiago de Compostela (997)—, los cristianos pasaron a la ofensiva.
ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
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