EL MONACATO EN LA SOCIEDAD FEUDAL: CLUNY

CRISIS Y REFORMA EN EL SIGLO X

EL MONACATO EN LA SOCIEDAD FEUDAL: CLUNY

I. CLUNY.


Abadía de Cluny
La reforma llevada a cabo durante los siglos X y XI estuvo fuertemente relacionada con Cluny. La mayor parte de los prelados reformadores fueron cluniacenses o sufrieron la influencia de Cluny. Con la reforma del monacato de Cluny se encendió la luz de la reforma en la Iglesia de Occidente. A causa de su ejemplo, su resplandor, la potencia de sus grandes abades, Cluny logró que la reforma triunfara en la Iglesia. Destacar el papel predominante de Cluny no debe hacer olvidar el papel de otros hogares de renacimiento espiritual, especialmente en Alemania y en Europa meridional.

a) La historia cluniacense

Los fundadores

El 11 de septiembre de 909 (o 910) Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania y conde de Macón, donó su dominio de Cluny, para que allí se estableciera un monasterio benedictino. En la carta de donación indicaba los motivos: dona su dominio a San Pedro y San Pablo, es decir, a la Iglesia romana, que recibe la propiedad eminente del nuevo monasterio. Los monjes vivirán bajo la Regla de San Benito y el monasterio estará al abrigo de toda intervención venida del exterior, incluyendo al fundador y sus descendientes, estableciendo oficialmente la protección y la garantía de la Santa Sede.


Guillermo I de Aquitania, el "Piadoso".
El fin de la fundación era la defensa del patrimonio monástico en una época en la que los laicos frecuentemente se lo apropiaban. La autoridad del papa era débil, pero de más prestigio que la del obispo, pues sus sanciones eran mayores. La donación del monasterio a San Pedro prohibía la intervención del obispo y contenía intrínsecamente la exención. La exclusión de los laicos incluía la libre elección del abad, principio de la Regla benedictina.

La piedad del fundador se aprecia también en la elección del primer abad, Bernón, un reformador monástico ardiente e intransigente. Procedente de una familia noble de Borgoña, profesó, hacia el año 880, en la abadía de San Miguel de Autun, donde los principios benedictinos —según la reforma de San Benito de Aniane— se cumplían desde 870. Algunos años más tarde dejó Autún para introducir la reforma en el monasterio de Beaume-les-Messieurs. Hacia 890 fundó un nuevo monasterio sobre una de sus propiedades personales, en Gigny, en el valle del Suran. Dirigió también otras casas en Bresse y en Berry, es decir, que, puesto a la cabeza de Cluny, no abandonó estas otras funciones. En 894 obtuvo del papa una bula concediendo a los monjes la libre elección abacial sin intervención laica o eclesiástica.

Pero ni Guillermo el Piadoso ni Bernón fueron unos personajes singulares. Desde hacía cincuenta años algunas abadías habían sido donadas a la Iglesia romana por sus fundadores: Vézelay, Aurillac. Numerosos clérigos luchaban contra la invasión de los laicos para defender su patrimonio eclesiástico y la protección del papado. La evolución de este modo de pensar se afirmó gracias al prestigio de pontífices como Nicolás I.

Cuando surgió Cluny otros monasterios habían iniciado también un movimiento de reforma: Fleury-sur-Loire, Brogne, Gorze, Einsiedeln, y otros muchos que de ellos dependían.

La expansión de la reforma cluniacense en el siglo X

Bernón, abad de Cluny, Gigny y Beaume y reformador de la abadía de Souvigny, murió en 926; le sucedió Odón, su compañero preferido, cultivado y preocupado por la espiritualidad. Con este hombre ardiente e incansable se afirmó la renovación monástica.


San Odón de Cluny
Odón propagó la reforma. La llevó a Romainmotiers, en Borgoña, por influencia de Adelaida, hermana del rey Rodolfo I; Aurillac, Tulle, Sarlat, San Marcial de Limoges, San Allyre de Clermont, Charlieu, Fleury-sur-Loire, San Pablo y Santa María sobre el Aventino en Roma, Subiaco, etc. Reunió todos estos monasterios en una «familia», que trató de organizar, cuyos miembros estaban unidos en las mismas intenciones y en el mismo amor divino. Surgieron casas que renunciaron a tener un abad propio y tomaron por cabeza al de Cluny, designando un prior para ser gobernadas. Pero fueron casos raros. Lo más frecuente era que cada establecimiento guardara sus estructuras, su libertad y el derecho a elegir su abad.

Cuando Odón murió (942), Cluny era célebre gracias a la influencia alcanzada. Su sucesor, Aimaro, prosiguió la obra de reforma de Sauxillanges. En el año 948, habiéndose quedado ciego, designó un coadjutor, Mayólo, que dirigió oficialmente la abadía desde 954 hasta su muerte, cuarenta años más tarde, en 994.

Durante este abadiato se organizó la reforma, centrada en un vivo deseo de piedad y de servicio a un ideal que, a veces, se confundió con la ambición de grandeza. Todo se debió en gran parte al personaje. Mayólo era un hombre de fe firme, austero, brillante y de buena presencia, que supo utilizar su elocuencia y su atracción para conseguir su empresa.

Salido de una familia de ricos señores de Valensole (Alpes de Provenza), emparentado con las grandes casas del Midi y, quizás, con los vizcondes de Macón, había sido clérigo en Lyón antes de entrar en el monasterio. Mayólo adquirió gran experiencia en los asuntos del siglo, de manera que personajes célebres reclamaron sus consejos. Mayólo quería asegurar, con la reforma, la potencia de Cluny. Se apoyó en la alta aristocracia laica y eclesiástica: el emperador, el rey de Borgoña, condes y obispos poderosos. Otón I, a través de su mujer Adelaida, unió la dinastía sajona con el abad de Cluny. En 966 confió a Mayólo el monasterio de San Apollinare in clase, cerca de Ravena. A la muerte de Otón I en 973, después del estrangulamiento del papa Benedicto VI en su prisión, Otón II y su madre Adelaida llamaron a Mayólo para imponerse a las facciones romanas y ocupar la silla de San Pedro, pero Mayólo renunció. Le fue reclamada su intervención para restablecer la disciplina en los monasterios. Y así lo hizo, la introdujo en Francia: San Mauro de Fossés, Marmoutiers, San Benigno de Dijon, San Germán de Auxerre y Lérins; en Italia: Pavía, Ravena, Roma. Fundó nuevos establecimientos e integró en su reforma otros monasterios anteriormente fundados. Todo esto dio lugar al nacimiento de una congregación que comenzaba a estructurarse y que se había establecido en el Jura, el Delfínado, Provenza, el valle del Ródano, el sur de Borgoña y el Borbonesado. En total, una treintena de establecimientos, de los cuales algunos tenían en su dependencia pequeñas cellae.

El esplendor de Cluny durante el siglo XI y la primera mitad del XII

La suerte de Cluny radicó en que, después de este abadiato excepcional, contó con dos abades, valientes y longevos, que fueron los organizadores de la Orden, es decir, de una comunidad animada por el ideal de Bernón y de Odón y regida según reglamentos precisos.

El primero fue Odilón, designado por Mayólo, con la anuencia de los monjes, para sucederle, que dirigió Cluny durante cincuenta años (994-1049). Era hijo de los señores de Mercoeur en Auvernia. No se parecía a sus predecesores. De aspecto pequeño, delgado y de carácter nervioso, poco elocuente, autoritario, capaz al mismo tiempo de mostrarse dulce y caritativo, fue un jefe enérgico y un organizador inigualable. Condujo rectamente su rebaño en medio de las dificultades de la época y aprovechó las oportunidades para adaptarse a la nueva sociedad naciente, la feudal.

Odilón se relacionó con Hugo Capeto (939-996), que en 940 concedió al abad de Cluny el derecho de acuñar moneda con la efigie del abad Mayólo; con el emperador Enrique II (1002-1024), que lo nombró su consejero y ofreció a Cluny su misma corona; con el emperador Enrique III (1039-1056), quien, influido poderosamente por el espíritu de Cluny a través de su esposa, intervino eficazmente en el papado y nombró sucesivamente a los papas Clemente II, Dámaso II y León IX, comenzando con este último la reforma; igualmente se relacionó con las fuerzas locales, los señores. Odilón apoyó con su autoridad los movimientos de paz: «Tregua de Dios» y «Paz de Dios». Ayudó a los pequeños caballeros sin tierras a situarse en el vasallaje de los más poderosos. A todos propuso la ayuda espiritual de sus monjes, cuya oración se elevaba perpetuamente a Dios en su favor y en el de sus linajes. Acogió con gran satisfacción a los atraídos por la penitencia o a los jóvenes guiados al claustro. Solicitó, fundado en los beneficios de la oración monástica por el perdón de los pecados y la salvación eterna, de estos medios y pequeños señores la concesión de tierras en las que instaló nuevas comunidades. Cluny continuó agregando a su grupo monasterios que se concedían a su abad y creando establecimientos importantes, así como otras casas, pequeños conventos de algunos monjes, que, faltos de bienes, no pudieron desarrollarse considerablemente. Todos estos establecimientos eran controlados por el abad Odilón ya directamente, ya por mediación de las grandes abadías cuyos superiores se le habían sometido. Comenzó a hacerse presente en la designación de sus dirigentes (priores y no abades), una tarea facilitada por la exención. Por otra parte, precisó las costumbres y determinó la jerarquía de las casas. El resultado fue un gran desarrollo de la Orden. Contaba con más 70 conventos, entre los cuales destacan los nuevamente incorporados: Paray-le-Monial y San Marcelo, en Bretaña; en el Franco Condado; en el Delfinado y en los Alpes; en Auvernia, etc. La reforma de Cluny llegó a España. El rey Sancho de Aragón había enviado a Paterno con algunos compañeros a Cluny. Vuelto a Aragón fue nombrado abad de San Juan de la Peña hacia 1020, convirtiendo esta abadía, la mayor de Aragón, en semillero de monasterios y de obispos. La misma función desempeñó en Navarra el monasterio de Leire (1021), y en Castilla el de Oña. Paralelamente, gracias a su esplendor, Cluny se asoció a otras potentes abadías; algunas guardaban la disciplina común, mientras que otras se mantenían autónomas.

Sucedió a Odilón, siguiendo sus deseos, Hugo, elegido abad cuando sólo tenía 25 años —a los 15 había ingresado en Cluny—, que gobernó hasta 1109. Era un borgoñón emparentado con potentes familias. Se impuso por la nobleza de su porte, su elocuencia, su cultura, pero también, al igual que su predecesor, por su sentido político así como por su autoridad, que no excluía una cierta flexibilidad. Prosiguió la obra emprendida con extraordinario dinamismo e integró la sociedad cluniacense en el mundo feudal.

Fue elegido abad poco antes que lo fuera León IX (Bruno de Toul) como papa. Su abadiato coincidió con el del papa reformador, que puso las bases de la reforma de Gregorio VII, el supuesto monje Hildebrando. Cuando Bruno caminaba hacia Roma para hacerse cargo del papado, se detuvo en Cluny y se hizo acompañar por el abad Hugo, ya consejero del emperador, y por Hildebrando.

Vuelto León IX a Francia, confirmó los privilegios de Cluny y se llevó al abad Hugo al sínodo de Reims de 1049, que condenó la simonía. En 1050 León IX llamó a Hugo para que participara en el sínodo de Letrán. Un año después el emperador Enrique III llamó a Hugo a Colonia para que fuera padrino de su hijo, Enrique IV. Después viajó a Hungría, por voluntad del emperador, para mediar entre éste y el rey Andrés.

Consiguió que formaran parte de su congregación tres grandes abadías con sus dependientes: Moissac en el suroeste, Lézat en Ariége y Figeac en Quercy. También obtuvo la adhesión de otras menos importantes. Creó otras nuevas, de las cuales muchas carecían de abad; a la cabeza de la mayor parte de ellas puso priores por él designados, que después supervisaba Cluny.

La orden se reforzó con La Charité-sur-Loire, Saint-Étienne- de-Nevers, Mozac, Royat, etc. Se instaló sólidamente en el centro de la región parisina, en torno a San Martín de los Campos, donada por el rey Felipe I en 1079. Se estableció en el Languedoc: La Daurade de Toulouse, además de Moissac o Lézat, así como en Poitou y en los países vecinos. Penetró en las regiones del este y del norte de Francia (San Pedro de Abbeville). En Inglaterra se fundó Lewes en 1077. Los establecimientos se multiplicaron en Lombardía (San Benito del Po), así como en España (Carrión, Camprodón, Nájera). En Alemania, en cambio, sólo a las regiones periféricas llegó el espíritu cluniacense; el verdadero país germánico permaneció reticente por la voluntad de sus reyes, aun cuando Cluny ejerció una influencia profunda sobre Hirsau, Reichenau Corvey, como lo hizo en Italia sobre Farfa.

San Hugo dedicó la última parte de su vida a la construcción de la basílica de San Pedro de Cluny, que debía reemplazar el modesto santuario construido por Mayólo y Odilón, cuya primera piedra se puso en 1088 (Cluny III). Cuando San Hugo murió en 1109 la iglesia estaba terminada en sus líneas más importantes.


Recontrucción del Monasterio de Cluny
 
Un privilegio creciente: la exención cluniacense, verdadera causa de su gran poder
La potencia cluniacense no habría sido posible si la abadía madre, y después la Orden entera, no se hubieran beneficiado de la exención. Este privilegio, concedido por el papa, sustraía el establecimiento que lo recibía a la jurisdicción del obispo del lugar y lo sometía a la sola autoridad pontificia. De ello resultaba, cuando el exento era un monasterio, que el abad adquiría un gran poder y una amplia libertad de acción, puesto que no estaba sometido a ningún poder local. Este cambio de las estructuras tradicionales, que podría resultar peligroso, no afectó a los papas, que multiplicaron las exenciones. De una parte, la exención protegía a los monasterios que no encontraban en el obispo al defensor que necesitaban. De otra parte, la exención aumentaba la ascendencia y la fuerza de la Iglesia romana, capaz, gracias a este privilegio, de intervenir directamente en un gran número de asuntos locales. Finalmente, los papas vieron en ello, en la segunda mitad del siglo XI, un medio de propagar la reforma del clero y de la sociedad (reforma gregoriana) apoyándose en una red de establecimientos más directamente dependientes de ellos.

El abad de Cluny gozó de una verdadera exención, pero el privilegio no le fue concedido desde su fundación. En la carta fundacional se precisa que Cluny estaba excluido de todo poder exterior, laico o eclesiástico, en relación con su dominio temporal, lo que hizo de Cluny un bien cuya propiedad eminente tenía la Iglesia romana a la que pagaba un censo; además concedía a los monjes la independencia para proceder a la libre elección de su abad. Pero la carta no contenía explícitamente ninguna restricción del ejercicio de la jurisdicción episcopal del obispo de Macón, que mantenía los derechos del ordinario en materia de ordenaciones, bendiciones, provisiones y justicia (determinación y ejecución de las sentencias de excomunión y de entredicho). Entre los años 996 y 999 el papa Gregorio V concedió un privilegio con ciertas cláusulas de exención: la limitación de la jurisdicción episcopal para consagrar sacerdotes y bendecir abades sin permiso del abad de Cluny. En 1025, Juan XIX añadió la imposibilidad de pronunciar el obispo sanciones eclesiásticas contra los religiosos de Cluny.

Cluny gozó en adelante de la «libertad romana», fue plenamente libre, lo que permitió a Odilón obtener la total independencia de los monjes en sus actividades monásticas, y después a Hugo obrar, organizar y dirigir a su gusto. En lo sucesivo, los papas precisaron las ventajas de este privilegio: León IX en 1049 y Gregorio VII en 1080, en un concilio celebrado en Roma. El mismo papa definió el área territorial de aplicación del privilegio, es decir, los lugares sobre los cuales se ejercía, sola y libre, la jurisdicción del abad: no solamente la misma abadía, sino algunas capillas vecinas. Después de él Urbano II, un antiguo cluniacense como Gregorio VII, extendió los límites en 1095, delimitando lo que se llamó «el ban o bannus sagrado de Cluny», e indicó los derechos del abad sobre las parroquias de las que la abadía era propietaria: escoger el servidor y presentarlo al obispo de Macón para que le diera la cura animarum.

La exención reforzó la cohesión de la Orden y constituyó uno de los factores mayores de su desarrollo y de su potencia. En cambio, creó el peligro de atentar contra la autoridad del obispo. Durante todo el siglo surgieron incidentes a propósito de los derechos parroquiales, de los diezmos y de otras rentas, oponiéndose los obispos, especialmente el de Macón.

b) La organización de la Orden de Cluny

La verdadera familia y su distribución monárquica

La Orden de Cluny estaba constituida esencialmente por la abadía madre y los prioratos que dependían directamente de ella. En torno a esta comunidad organizada gravitaban otras abadías, unas plenamente agregadas, otras sólo asociadas. El conjunto permaneció abierto, aunque Odilón y Hugo intentaron imponer una organización más rígida.

El priorato cluniacense era un monasterio benedictino igual que los demás, con la misma organización interna, pero que no tenía a su cabeza un abad elegido, sino un prior. Estos prioratos fueron o monasterios ya existentes donados a Cluny e integrados en su «dominio » o monasterios de nueva creación, bien creados directamente por Cluny o por otros prioratos ya dependientes de Cluny. A comienzos del siglo XII, se contaban de 1000 a 1100 prioratos, entre los cuales 800 en Francia, 40 en Italia, 30 en Inglaterra, 30 en la Península Ibérica, 30 en Alemania y 30 en la Suiza actual. Estos establecimientos eran muy desiguales. La abadía de Cluny, al final del abadiato de Hugo, contaba con 300 monjes y novicios; otras doce casas tenían 50 religiosos; una veintena entre 30 y 50; 120 de 15 a 30; pero la mayor parte de las casas, 200, no pasaban de 15 personas, y 700 casas no contaban sino con cinco o seis monjes.

La jerarquía cluniacense estaba constituida por Cluny, debajo los cinco prioratos llamados «hijos de Cluny», es decir, creados a su iniciativa y tenidos por polos de difusión de la reforma en las regiones donde se instalaron: Souvigny en el Borbonesado, donado a Cluny en 920; Sauxillanges, en Auvernia, abadía unida a Cluny bajo Mayólo y reducida a priorato en 1062; La Charité-sur-Loire, cerca de Cosne, aportada en 1059; San Martín de los Campos, en París, concedida en 1079; Lewes, en Inglaterra, en Sussex, fundado en 1077.

A la cabeza de la Orden se encontraba el abad de Cluny, que de hecho y de derecho era el abad de todos los establecimientos que la componían. Era elegido solamente por los monjes de Cluny, lo que constituía una singularidad muy poco lógica, y, según los principios de la Regla benedictina, era el jefe absoluto de toda la familia. Era él quien nombraba a los priores, a veces consultando a los monjes, a veces sin consultarles. Recibía inmediatamente el juramento de fidelidad, norma en conformidad con la sociedad feudal. A él le incumbía vigilar la buena observancia, reglamentar los conflictos, tomar las decisiones que se imponían y promulgar los reglamentos interiores. Su principal trabajo consistía en visitar los prioratos. Como esta visita se convirtió en algo muy pesado, en tiempos de Hugo se reunieron todas las casas en diez provincias. Auvernia, Francia, Gascuña, Lyón (también llamada Cluny), Poitou, Provenza, Alemania, Inglaterra, España, Lombardía, pero permaneció el régimen monárquico: sólo existía un abad, el de Cluny, que administraba su comunidad y gestionaba los dominios.


Ubicación de los monasterios de Cluny

Las otras abadías sometidas o relacionadas con Cluny

Al lado de Cluny y de los prioratos se encontraban otras abadías, ligadas de manera diferente a la comunidad cluniacense y que pueden ser clasificadas en dos categorías.

Algunas estaban verdaderamente sometidas a Cluny, recibiendo y aceptando las órdenes del abad de la casa madre de la Orden y eran controladas o visitadas. Se las denominó abadías de obediencia o abadías sujetas. En cada una de ellas, los monjes elegían libremente a su abad que juraba fidelidad al de Cluny, pero que guardaba una cierta autonomía para la gestión y una cierta autoridad sobre los prioratos que dependían de su abadía. En 1076 había nueve monasterios de este tipo; en 1118, dieciocho en total.

Otros establecimientos aceptaron solamente la reforma cluniacense y la observancia de las costumbres, sin estar sometidos al abad central. Sus abades, libremente elegidos, no pronunciaban ningún compromiso en relación con Cluny, que sólo ejercía una autoridad moral. Estos monasterios fueron más o menos numerosos según las épocas. Se les denominó abadías de observancia o abadías afiliadas. En este sentido se unieron algunos monasterios femeninos, de los que el más célebre fue el de Marcigny, fundado en 1055 por Hugo, confiado, bajo su control, a un prior. La Regla de Marcigny se observó en veinte casas.

c) La vida cluniacense

El monasterio y sus habitantes

A finales del siglo XI, la comunidad cluniacense contaba de diez a doce mil monjes y novicios. Todos los establecimientos estaban situados en pequeñas ciudades o en las afueras de los recintos amurallados urbanos. Materialmente, tenían la misma disposición. El edificio principal lo constituía la iglesia con un gran coro para los oficios divinos; el claustro principal, en cuya parte este se abría la sala capitular, lugar donde se reunía el capitulo conventual para escuchar las instrucciones del abad o del prior y denunciar públicamente las faltas a la Regla, acusándose cada religioso de las faltas que había cometido en esta materia y señalando caritativamente los errores del mismo tipo cometidos por sus hermanos. A los otros lados del claustro se encontraba el refectorio y la cocina, el scriptorium, la sala de estudios y de copia de manuscritos, la chimenea y algunos talleres; en la parte superior, las celdas y la enfermería. Además de este grupo central, estaba el noviciado y la hospedería, así como otros edificios para los diversos trabajos: talleres, granja, bodega, lagar, cuadra, etc. El conjunto estaba rodeado por un muro (clausura). Fuera de la clausura, sobre los dominios que poseía el monasterio y que estaban a veces alejados de la casa central, los monjes construían pequeños edificios para realizar sus trabajos rurales necesarios; algunos monjes residían allí, al menos en las ocasiones en que era necesario: siega, vendimia.

En cada monasterio vivían tres categorías de habitantes: los oblatos, niños confiados al monasterio desde su infancia y destinados a la vida monástica; los novicios, que se preparaban para la pronunciación solemne de los tres votos definidos por la Regla benedictina, y los monjes profesos, que ya habían pronunciado los votos y que, en su gran mayoría, eran sacerdotes, circunstancia propia de Cluny. Durante el siglo XII aparecieron los hermanos, que se preocupaban de las tareas materiales. Después estaban los domésticos, siervos y libres.

A la cabeza del establecimiento, el abad o el prior era ayudado por varios oficiales. En el mismo Cluny, dos jugaron un papel importante: el gran prior, verdadero adjunto al abad, que le sustituía en todo, y el prior claustral, que se encargaba de las actividades religiosas en el interior del monasterio. En las abadías sujetas y afiliadas también había prior claustral. En todas las casas existían los oficios previstos por la Regla de San Benito: sillero, sacristán, enfermero, maestro de novicios, etc., todos nombrados por el jefe del monasterio.

La Regla benedictina

El monacato cluniacense era benedictino, su Regla era la de San Benito. Pero se observaba según las prescripciones de Benito de Aniane. La práctica estuvo además muy impregnada de las ideas propias de los grandes abades: Odón, Odilón y Hugo. La principal originalidad era que la mayor parte de los establecimientos no tenían abad elegido.

La jornada del monje se desarrollaba al ritmo de la Regla benedictina, repartida entre las horas del oficio y de la oración, los tiempos de trabajo y los momentos para la comida y para el sueño. Sin embargo, el oficio litúrgico y la oración ocupó gran parte de la vida monástica, ya que junto a las oraciones litúrgicas se acumularon otras ceremonias, una o dos misas solemnes cotidianas, y las oraciones por los muertos: abades, monjes, bienhechores, etc., cuya lista se contenía en los obituarios, registros que recogían los nombres a recordar y por los cuales había que implorar a Dios en las fechas del aniversario de su muerte.

Una singular transformación se realizó en cuanto que todos los monjes fueron sacerdotes, por lo que cada uno debía celebrar misa privada, lo que explica la multiplicación de altares secundarios en la iglesia así como en las capillas exteriores. De ello resultó que el tiempo de trabajo quedó muy reducido y se redujo a casi nada el trabajo manual, desechando los trabajos rurales. El trabajo intelectual, aunque tuvo un lugar eminente, no alcanzó un nivel muy elevado: las escuelas que existieron en algunos monasterios se cuentan raramente entre las mejores y lo único destacable fue la copia de manuscritos, la fabricación de libros litúrgicos.

Otra singularidad se aprecia en una menor rigurosidad de la Regla. El monje cluniacense vestía un hábito negro, de donde la expresión «monjes negros», y disponía de algunos vestidos supletorios. En su alimentación se abstuvieron de la carne hasta el siglo XIV, pero se les servían platos más variados y más aprestados, bebían vino mezclado con miel y aromas; tenían derecho a un tentempié suplementario por la mañana. Finalmente, no dormían en el dormitorio, sino en una celda.

La espiritualidad cluniacense

Estos trazos específicos definieron un monasterio distinto del de San Benito y constituyeron la marca esencial del movimiento cluniacense. Cuando el jefe no es elegido, el convento de los monjes se convierte en una comunidad de voluntarios cuyo único cimiento es la observancia de la regla y de las costumbres. Esta nueva situación quedó compensada por el sacerdocio de los monjes, que dio un cansina particular al Oficio Divino y a cada una de las obligaciones religiosas y aportó a la Orden una espiritualidad particular.

Esta espiritualidad ya no estaba fundada en la humildad y en la obediencia absoluta al abad. Ciertamente, estos principios siempre fueron los primeros, especialmente la obediencia, pero no fueron fundamentales.

En la base de la espiritualidad cluniacense se encuentra el recogimiento, que se realiza en el Oficio Divino, la oración y el silencio. El monje cluniacense fue un hombre de oración, un hombre piadoso, un orante, no un penitente, y menos un recluido. En esta configuración el sacerdocio tuvo una gran plaza. El sistema cenobítico fue un poco alterado, pues, a partir de una cierta época, se atribuyó a cada monje una celda propia. El monje ora para glorificar a Dios y darle gracias, para alcanzar su salvación y poder ayudar a la salvación de los otros, conmemoración de los muertos, misas votivas, etc.

La acción caritativa es el segundo elemento de la espiritualidad cluniacense que compensa de algún modo la dulcificación de la mortificación y de la conciencia de mediocridad del hombre. No se excluye la acción y se hace del monacato una institución abierta al mundo —con una escuela donde son acogidos algunos alumnos que no están destinados a la profesión monacal— y participando algunas veces en sus empresas.

No fue un ideal insignificante ni fácil. Era menos rudo que el que había querido San Benito. No proponía la huida del mundo, sino el rechazo de la vida mundana. Manteniendo la pobreza, se perseguía la humildad. Sobre todo, buscaba un profundo deseo de amar y de servir a Dios, solo y verdadero maestro, y con el ejemplo y la oración, amar y servir a los hombres. En fin, fue el ejemplo más claro de aquel orden de los orantes definido por Adalberón de Laón en 1020: «La casa de Dios, que se cree una, está divida en tres: unos oran, otros combaten, otros, finalmente, trabajan». El cluniacense, que pertenecía al primero, creía que constituía la élite. El cluniacense fue un noble, noble por los orígenes sociales, noble por las aspiraciones espirituales.

d) La influencia de Cluny en la sociedad

El monacato cluniacense jugó, sobre todo en el siglo XI, un papel importante en todos los aspectos o niveles de la vida y de la sociedad. La institución cluniacense mantuvo una simbiosis estrecha con la sociedad feudal, particularmente con la clase señorial que entonces se constituía y de la que surgieron un gran número de monjes. La organización de la Orden y el género de vida de los religiosos constatan esta relación con la nobleza feudal. El sistema de dependencias entre la abadía madre y el priorato, y el compromiso personal del prior nombrado o del abad elegido con el abad de Cluny, recuerdan los modos feudales y vasalláticos. El cuadro material es el de los señores y los campesinos de su tiempo, es decir, una casa en medio del campo, rodeada de huertos y viñas, pero próxima a un lugar o a una ciudad. Tal régimen tenía que atraer novicios y vocaciones.

Las exigencias espirituales y morales estaban también en conformidad con la mentalidad de esta nobleza señorial. El monasterio obligaba a un tipo de vida que, si no era heroico, era el de un combate valeroso. El monje, caballero, guerreaba contra sí mismo y contra el demonio usando las armas espirituales propias del monasterio: el recogimiento, el silencio; la caridad, la pobreza que domina la codicia, fuente de la brutalidad y de la crueldad.

Los cluniacenses ejercieron sobre la sociedad de su tiempo, por medio de sus sermones y sus actuaciones, una influencia directa en la dulcificación de las costumbres. Participaron en la puesta en práctica de los movimientos de paz: «Paz de Dios» y «Tregua de Dios».

La acción cluniacense se extendió de otra manera más sutil. Los cluniacenses extendieron el miedo al infierno, presentando la religión a los hombres de su tiempo como una práctica muy exigente, controlada y sancionada por una justicia temible que obligaba a los violentos a hacer penitencia para apartarse de sus pecados.

Difundieron la donación de bienes a un establecimiento eclesiástico, particularmente in articulo mortis. Esto tuvo como efecto dar a la piedad un sentido comercial entre el pecador y Dios, lo que no impidió hacer penetrar en las almas la idea de que el orden es mejor que el desorden y de favorecer el desarrollo de las instituciones de paz. Igualmente, a finales del siglo XI, Cluny animó a los señores a tomar parte en la Cruzada o a combatir en la Reconquista de España. Los cluniacenses estuvieron implicados en la sociedad feudal dando a conocer sus valores espirituales y aportando a cada miembro, en compensación de sus defectos, los beneficios de sus oraciones durante su vida y, más aún, después de su muerte, oraciones por los vivos y por los muertos de todos los linajes. Fue con esta intención como Odilón difundió la liturgia de la conmemoración de todos los difuntos el 2 de noviembre, que sigue a la fiesta de Todos los Santos.

No tuvo menos importancia la participación de Cluny en el nacimiento y desarrollo del arte románico. Sigue discutiéndose sobre la participación de Cluny en la reforma gregoriana.

II. LA REFORMA LOTARINGIA

a) Gorze


San Juan de Gorze
La abadía de Gorze, la más importante, fue fundada por Juan, nacido en Vandiéres (al sur de Metz), que reunió a siete hombres, clérigos instruidos, algunos ya de edad, entre los que se encontraba Einoldo, arcediano de Toul. Este grupo decide retirarse a un monasterio. Para informarse mandan a Juan y a un compañero a Italia del Sur con el fin de visitar a los monjes basilios y de Montecasino. A su retorno, el obispo de Metz, Adalberón I (929-962), les ofrece Gorze. El grupo eligió como abad a Einoldo; hicieron la profesión y comenzaron a llevar vida monástica. Juan recibió la función de prior y debía reconstruir los bienes materiales. La iniciativa se detuvo muy pronto por falta de recursos. Cuando la situación se hizo crítica, el obispo les confirma sus bienes y les permite seguir (diciembre de 936). En esta época, Gorze envía algunos monjes a restaurar abadías más o menos lejanas como San Martín en Metz, San Huberto en Ardenne, Stavelot.

b) Brogne


San Gerardo de Brogne
En 919 el noble Gerardo, conde de Lomé (Namur), fundó Brogne. El fundador visitó Saint-Denis, de donde regresó con un grupo de monjes y las reliquias de San Eugenio. En 933-934 el duque de Lorena Giselberto y el conde de Flandes piden servicios a Brogne, que llevaba más de quince años de existencia. Personalmente o por medio de sus discípulos, Gerardo de Brogne introduce la reforma en Flandes (Gante), en Hainaud (San Ghislain), en Picardía (San Berrín, San Riquier, San Amando), en Normandía (Fontanelle, Monte de San Miguel). En Brogne, como en Tréveris, Metz o Toul, jugaron un papel determinante los obispos (Richer de Lieja, Adalberón de Metz, Gauzelin de Toul), los príncipes, el duque Giselberto (f 939) y los condes. Los monasterios se renovaron por medio de un entendimiento entre los monjes y los nobles. La abadías episcopales eran las más activas, los monasterios privados no estaban en crisis, sí algunas abadías reales.

En el plano religioso había una vuelta a la letra de la Regla de San Benito de Nursia y a las recomendaciones de San Benito de Aniane. Los tres principios fundamentales de toda reforma monástica lotaringia fueron: el restablecimiento de un abad regular, la vuelta a una regla y a la disciplina estrictamente observada, y el restablecimiento de unos bienes temporales sólidos y bien administrados.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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