LOS HECHOS: REFORMA Y AFIRMACIÓN DEL PAPADO (1048 A 1122)

LA REFORMA GREGORIANA

LOS HECHOS: REFORMA Y AFIRMACIÓN DEL PAPADO (1048 A 1122)

a) La voluntad de reforma. El pontificado de León IX (1049-1054)


León IX
Enrique III, en la Dieta de Worms de diciembre de 1048, designó papa al alsaciano Bruno. El nuevo elegido había nacido en 1002 en la familia de los condes de Eguisheim, pero desde su pronta juventud estuvo confiado a Bertoldo, obispo de Toul, donde estudió en la escuela episcopal. Nombrado diácono en 1035, fue elevado al episcopado en 1036, a la edad de veinticuatro años. Profundamente penetrado por las ideas reformistas lorenesas, restableció la disciplina en su diócesis. Estuvo muy mezclado en la política de su tiempo, había conseguido la paz entre el emperador Conrado II y el rey Roberto el Piadoso.

Bruno fue entronizado el 12 de febrero de 1054 con el nombre de León IX. Se rodea de prelados loreneses ganados por las ideas reformadoras: Humberto de Moyenmoutier, Hugo Cándido, Federico de Lorena y dos monjes italianos, Pedro Damián e Hildebrando. El nuevo papa deseaba luchar contra la presencia de los normandos en Italia, contra la herejía de Berenguer en Francia, contra las pretensiones del patriarca ecuménico Cerulario, pero consagró sus esfuerzos en promover la reforma de la Iglesia.

Desde 1016, bandas de jóvenes normandos se habían establecido en Italia del Sur. Crearon los condados de Aversa (cerca de Nápoles) y Apulia. El emperador Enrique III los reconoció como vasallos del Imperio. En 1051, el duque de Benevento se sometió al papa. León IX, al sentirse amenazado por los normandos, entró en guerra contra ellos. Sin el apoyo del emperador Enrique III y con la ayuda insuficiente de sus aliados, los bizantinos, fue vencido en Civitate en Apulia en 1053. Hecho prisionero, no fue liberado sino nueve meses después. En este dominio su acción temporal peligraba.

León IX envió a Francia a Hildebrando para que se informara de la nueva herejía de Berengario, escolástico de la escuela episcopal de Tours, arcediano de Angers. Era un dialéctico sutil, que retoma las tesis de Ratramno sobre la Eucaristía y afirma que en el sacramento no hay sino una presencia espiritual de Cristo. Condenado en los concilios de Roma y de Vercelli, Berengario fue llevado al concilio de Tours que presidió Hildebrando en 1054. Allí reconoció que después de la consagración, el pan y el vino eran el cuerpo y la sangre de Cristo. Pero la controversia se prolongará hasta su muerte en 1088.

Dos meses después de su nombramiento como papa, en abril de 1049, un concilio romano pronuncia el anatema contra todos los que hubieran aceptado o vendido cargos o sacramentos; sin embargo, los clérigos ordenados no gratuitamente por un obispo podían solicitar su reintegración mediante cuarenta días de penitencia. Pero León IX sintió que era necesario llevar él mismo la reforma a cada lugar. A pesar de las dificultades planteadas por Enrique III, gran vendedor de beneficios eclesiásticos, reunió un primer concilio en Reims, en octubre de 1049. Diversos prelados simoníacos fueron desposeídos, entre ellos Hugo de Langres, simoníaco e impúdico. El obispo de Santiago de Compostela, que se denominaba apostólico, fue declarado anatema, pues únicamente el obispo de Roma podía tomar este título. Dos cánones afirman la independencia de lo espiritual o la primacía del soberano pontífice: «Nadie puede arrogarse el gobierno de una Iglesia, sino ha sido elegido por el clero y el pueblo»; «el Pontífice de la Sede romana es el solo primado apostólico de la Iglesia universal».

León IX presidió asambleas del mismo orden en Maguncia, Pavía, Verceli, Salerno, Siponte (hoy Manfredonia) y Mantua. En diferentes ocasiones reunió concilios reformadores en la misma Roma. Clérigos y laicos fueron invitados a sustraerse de recibir la comunión de sacerdotes casados. A su muerte, el 10 de abril de 1054, la corriente reformadora estaba en marcha y sus colaboradores inmediatos —Hildebrando, Pedro Damián y Humberto de Moyenmoutier— la prolongaron hasta su triunfo definitivo.

b) El papa, en libertad. Nicolás II (1059-1061)


Nicolás II
Durante su enfermedad, Esteban IX había recomendado esperar el regreso de Alemania del monje Hildebrando, antes de proceder a la elección de su sucesor. Pero la nobleza romana, movida por los condes de Tusculum y de Galería, se apresuró a instalar al obispo de Velletri, Juan Mincius, que tomó el nombre de Benedicto X. El cardenal- obispo de Ostia, Pedro Damián, rehusó coronarlo, pero no fue tenido en cuenta.

Al regreso de Hildebrando, que probablemente se había concertado con la emperatriz regente, reunió el partido de la reforma en torno a Gerardo, obispo de Florencia, que fue elegido papa y tomó el nombre de Nicolás II. Un concilio reunido en Sutri destituye a Benedicto X, y Nicolás II se instala en Roma en enero de 1059.

Los difíciles sucesos de su advenimiento manifestaron la permanencia de las amenazas contra la independencia de la Santa Sede: la injerencia romana y la tutela germánica. Debido a ello, Nicolás II decidió reunir un concilio en Letrán el 13 de abril de 1059, donde promulgó el célebre decreto que fija el procedimiento a seguir en la elección del papa. En adelante, el papa debía ser elegido por los cardenales- obispos, que invitarían a los otros cardenales —presbíteros y diáconos— a ratificar su elección. El resto del clero y el pueblo manifestarían inmediatamente su aprobación. Salvo circunstancias excepcionales, la elección tendría lugar en Roma. El elegido debía pertenecer a la Iglesia de Roma; si en ella no había una persona capaz, se llamaría a una persona de otra Iglesia.

Primeramente, la palabra «cardenal» (de cardo = gozne) no era sino un adjetivo, semejante a «incardinado». Significaba la unión de un eclesiástico a una Iglesia determinada. Aún se dice sacerdote «incardinado» en tal diócesis. En el siglo VIII se hablaba de un obispo-cardenal de tal Iglesia para indicar que había sido transferido a esa Iglesia.

En los Estados pontificios los obispos-cardenales, los presbíteros-cardenales, ocupaban las sedes episcopales y los títulos o parroquias de la diócesis de Roma. Los diáconos-cardenales ejercían funciones importantes en la administración de las siete regiones de Roma. La palabra «cardenal» pasó de adjetivo a ser sustantivo. En Roma, como en las demás diócesis, el obispo debía ser elegido por el clero y el pueblo. En 1059, Nicolás II, confiando a los cardenales-obispos la elección del papa, quería evitar la intromisión de las grandes familias romanas y de los emperadores de Alemania. En el siglo XII (tercer concilio de Letrán, 1179) los tres órdenes de cardenales fueron equiparados en cuanto a la elección del papa.

El decreto de 1059 representa la primera etapa de la liberación de la Iglesia. Plantea el primer paso de la reforma: el acuerdo del emperador se convierte en una sencilla deferencia. La corte alemana no se dejó engañar. La regente no recibió al legado que llevaba las decisiones conciliares, y los obispos alemanes rompieron las actas de Nicolás II. La nobleza romana manifestó también su oposición sosteniendo a Benedicto X. Nicolás II, en abril de 1060, reunió un nuevo concilio en Letrán y le depuso.

El decreto sobre la elección pretendía permitir al papado emprender su misión reformadora. El concilio de abril de 1059 prohibió, en el canon 6, la investidura laica, y en el canon 3, el nicolaísmo, de tal modo que Gregorio VII no hará otra cosa que repetirlo ''. Nicolás II, para facilitar la observancia de estas reglas, pidió al clero tener refectorio y dormitorio común y poseer en común los beneficios de las iglesias para los cuales habían sido ordenados. El papa les ruega realizar una vida apostólica, es decir, la vida en común.

Pedro Damián (1007-1072), un monje mortificado, adversario declarado del nicolaísmo, a quien el papa Esteban IX había nombrado cardenal-obispo de Ostia, secundó al papa con sus escritos inflamados. En su Líber Gomorrianus condena a los obispos y a los sacerdotes casados, tratando a sus esposas de posesas del diablo, víboras venenosas, tigresas sedientas de sangre. En su De caelibatu sacerdotum explica, a su modo de ver, la razón esencial del celibato eclesiástico: si Cristo ha querido nacer de una virgen, son las manos puras las que deben realizar la Eucaristía.

A pesar de las resistencias encontradas, la acción del papado no tarda en manifestarse por toda la cristiandad. Un mes después del decreto de 1059, Nicolás se hace representar por dos legados en la consagración de Felipe I. Al año siguiente, el cardenal Esteban, legado del papa, preside los concilios reformadores de Vienne y Tours.

La investidura de Roberto Guiscardo como duque de Calabria, de Pulla y de Sicilia, y de Ricardo como príncipe de Capua, tuvieron lugar en Melfi, en junio de 1059, con ocasión de un viaje del papa Nicolás II al sur de Italia, en compañía de varios cardenales y del mismo Hildebrando, en el curso del cual, y después de una visita a Montecasino, celebró dos sínodos reformadores, uno en Benevento, el 23 de agosto, y otro en Melfi, donde repite la condenación de la simonía y del concubinato clerical. Los príncipes normandos juraron ser fieles a la Iglesia romana. Este acto marca el comienzo de una nueva alianza entre el papado y los normandos, que romperá los equilibrios políticos tradicionales en el sur de Italia y proporcionará al papado autonomía frente a la corte alemana.

c) La «Pataria» y la voluntad popular de reforma

El matrimonio y el concubinato de los clérigos provocaron la aparición de un violento movimiento popular milanés que denunció y luchó contra el nicolaísmo y la simonía.

Ya antes del año 1000, Rathier de Lieja, obispo de Verona, había fustigado a los malos clérigos y a los que rechazaban el celibato eclesiástico. En 1045, el reemplazamiento del arzobispo de Milán Ariberto por Guy de Veíate le permitió situarse a la cabeza de la señoría de la ciudad, rodeado de un clero abundante y rico procedente de la alta nobleza feudal y de un grupo de burgueses enriquecidos. El pueblo, tanto la burguesía media como el campesinado, se encontraba marginado, pesando sobre ellos las taxas y los censos.

En Milán o, mejor, en la Lombardía surge un movimiento popular, la Pataria (del vailmespaita = andrajo; paiten = andrajosos, pobres hombres), con reivindicaciones sociales y religiosas, que actúa contra el alto clero aristocrático y opulento y contra el clero casado y simoníaco por medio de manifestaciones populares. Este grupo de laicos se declaran «servidores de Cristo». Practica la humildad y la pobreza. Se flagelan: el antiguo abad simoníaco de San Ambrosio, después de su conversión, se hizo flagelar públicamente. A sus ojos, los sacramentos de los clérigos incontinentes o simoníacos carecían de valor, eran obra del diablo. Con frecuencia se entregaban a la violencia.

Pronto, este grupo popular vino a ser dirigido por dos clérigos: el diácono Arialdo de Várese y el noble Landulfo Cotta, que había recibido las órdenes menores. Ambos luchaban por la reforma de las costumbres de los clérigos, cuyo número de casados o concubinarios era grande, y de los monjes; reclamaban la vuelta a la pobreza evangélica y al celibato y se asemejaban a algunos movimientos eremíticos y heréticos. Las ideas de Arialdo y Landulfo tuvieron cada vez mayor aceptación entre «los fíeles» (los patarinos). En la procesión de San Lorenzo del 10 de mayo de 1057, a las críticas unieron los golpes. La reacción popular fue desmedida y los jefes del movimiento se esforzaron por controlar Milán.

Alertada la Sede Apostólica; al principio se mostraba conforme con estas acciones, pero al pasar a una crítica religiosa —con enfrentamientos sangrientos, pues estaba implicado el dinero y el poder— la Santa Sede intentó encauzar el movimiento: Nicolás II envió a Hildebrando como legado a Milán; después, en 1060, a Pedro Damián y al obispo de Luca, Anselmo de Baggio, originario de Milán y considerado como uno de los pioneros del movimiento. Pedro Damián obtuvo la sumisión del arzobispo Guy y de su clero. Mientras tanto, Landulfo muere y su lugar es ocupado por su hermano, Erlembaldo, un caballero que puso el aspecto laico de la insurrección.

A la muerte de Nicolás II, Anselmo de Baggio fue elegido papa con el nombre de Alejandro II. El nuevo papa continuó con vigor la obra de sus predecesores, animando el desarrollo de la Pataria, destituyendo a los clérigos concubinarios, pero no tuvo tiempo para lograr una reforma, empujado por la oposición alemana y los motines suscitados por los patarinos. Alejandro II sostuvo una doble acción: clerical contra Arialdo y laica contra Erlembaldo.

Excomulgado el arzobispo de Milán Guy, se sometió al movimiento sin cambiar sus prácticas. En 1066 logró la unanimidad en torno a él frente a los jefes patarinos, mostrando que la ciudad perdería su autonomía si se colocaba bajo la autoridad de Roma. La resistencia se fue ampliando. Arialdo fue asesinado el 28 de junio de 1067 —poco más tarde considerado mártir—, mientras el movimiento se extendió a Cremona y Piacenza. El obispo, viejo y enfermo, abandonó su cargo, sus amigos le dieron por sucesor a su secretario, el noble Godofredo de Castiglione, aceptado por Enrique IV. En revancha, los patarinos, con el legado del papa, eligieron a Atón arzobispo de Milán. Así, en 1072, se llegó al cisma, dos arzobispos se encontraron frente a frente.

El movimiento patarino perdió su fuerza. Erlembaldo fue, también, asesinado (28 de junio de 1075). Enrique IV sustituyó a Godofredo por un clérigo milanés, Teodaldo. Gregorio VII hizo saber que el papado no toleraría tal investidura laica. El proceso de ruptura entre el papa y el emperador comenzaba.

d) Una libertad difícil de mantener. Alejandro II (1061-1073) y el antipapa Honorio II (Cadalus de Parma)


Alejandro II
A la muerte de Nicolás II, sobrevenida en Florencia el 27 de julio de 1061, los normandos tenían la palabra. Bajo su protección, los cardenales-obispos, influenciados por el arcediano Hildebrando, eligieron, el 30 de septiembre de 1061, al obispo de Luca Anselmo, que tomó el nombre de Alejandro II. Durante este tiempo el abad de Montecasino negoció la ayuda del ejército normando, gracias al cual el nuevo papa entró en Roma, donde fue entronizado al día siguiente, el 1 de octubre. Algunos días después, el 7 de octubre, el conde de Capua se comprometió a respetar la elección de Alejandro II.

Anselmo de Baggio descendía de una familia de la nobleza milanesa. Siendo adolescente, fue enviado a estudiar en el monasterio de Bec, donde Lanfranco de Pavía había abierto una escuela; en este período se familiarizó con las ideas de la reforma, antes de ser sacerdote. Durante los años 1048-1050, vivió como doméstico y familiar en la corte de Enrique III. Estas relaciones con la corte le facilitaron su ascenso eclesiástico. De vuelta a Milán, formó parte de los que rodearon al obispo Guy de Veíate, que lo ordenó de sacerdote en 1055-1056 y lo llevó consigo a Goslar, donde tuvo lugar un encuentro entre el emperador y el papa Víctor II. El emperador lo nombró obispo de la diócesis más importante de la Marca toscana, Luca, no para alejar un reformador, sino para colocar un hombre de confianza capaz de controlar a Godofredo de Lorena, hermano del papa Esteban X y marqués de Toscana. Anselmo retornó dos veces a Milán en calidad de legado pontificio: a finales de 1057 con el arcediano Hildebrando, para ayudar y controlar a la vez el movimiento contestatario y reformador de los patarinos y buscar los medios para sacar al clero milanés de la grave crisis en que se encontraba sumido en la simonía y en el concubinato; y después, en 1060-1061, en compañía del cardenal de Ostia, Pedro Damián.

La elección de Alejandro II ocurrió de forma regular, pero la nobleza romana y la regente Inés olvidaron su oposición mutua para intentar retomar la elección pontificia. La emperatriz regente convocó un sínodo en Basilea, en cuyo transcurso el canciller Guiberto hizo elegir papa al obispo de Parma, Cadalus, que tomo el nombre de Honorio II.

Para resolver el cisma, el arzobispo de Colonia, Annon, que había suplantado a la regente, tomó la iniciativa de celebrar un concilio (1064) en Mantua, villa de los territorios controlados por la condesa Matilde. Alejandro II participó, evitó someter la aprobación de su elección a otra autoridad que a la de los cardenales que lo habían elegido; juró no tener pecado de simonía, puesto que su elección había sido hecha contra su voluntad por quienes, según el antiguo uso romano, tenían el derecho. Con este hecho, Alejandro II confirmaba la validez del decreto de Nicolás II en materia de elección pontificia, sin doblegarse a las exigencias de un reconocimiento real. El concilio de Mantua declaró a Honorio II depuesto y excomulgado.

A pesar de la debilidad manifestada en los comienzos de su pontificado, Alejandro II realizó una política enérgica y eficaz para imponer la autoridad de Roma y luchar contra la simonía y el nicolaísmo. Igual que Nicolás II, prohibió a los fieles asistir a la misa de los sacerdotes fornicarios. Para luchar contra la simonía y reglamentar los conflictos entre monjes y obispos, Alejandro II envió a Francia a Pedro Damián, el infatigable apóstol de la reforma, y a otros legados, como el cardenal Esteban, el obispo Gerardo de Ostia y el cardenal Hugo Cándido. Por sus legados el papa trabajó en el enderezamiento de las iglesias en Italia, en Escandinavia, en Bohemia y en Dalmacia. Hugo Cándido viajó a España para combatir la simonía, introducir el rito romano y eliminar la liturgia local mozárabe. Las iglesias catalanas y aragonesas entran en una mayor dependencia de Roma y se comprometen a pagar un censo anual regular.

En 1063 Alejandro II envía el vexillum sancti Petri al duque normando Roger, vencedor en la batalla de Cerami contra los musulmanes de Sicilia; pero el concilio de Mantua manifestó que los progresos continuos de la expansión normanda en Italia del Sur inquietaban a la corte alemana y a los medios romanos, a causa de los numerosos ataques de los normandos contra los monasterios que dependían directamente de la Sede Apostólica. El concilio de Melfi de 1 de agosto de 1067 y la consagración de la nueva iglesia de Montecasino en presencia del abad y de los obispos de las diócesis de Campania y de Pulla estrecharon los lazos entre Roma e Italia del Sur, para favorecer el espíritu reformador.

En 1066 el papa sostiene las reivindicaciones de Guillermo, duque de Normandía, a la corona inglesa, vacante por la muerte de Eduardo el Confesor (5 de enero), y le envía el estandarte de San Pedro. El papa, inspirado por Hildebrando, reformó la Iglesia anglosajona, que se hallaba en una grave situación disciplinar y moral. Alejandro, anticipándose a Gregorio VII, envió a España a los legados Rambaldus y Geraldo para fomentar la puesta en marcha de una nueva cruzada contra los sarracenos. Los acuerdos preveían que las nuevas tierras conquistadas a los infieles pertenecerían a la Sede Apostólica y que los señores las tendrían como vasallos ex parte Sancti Petri.

En relación con el Imperio, Alejandro II se mostró firme y conciliador a la vez. Pedro Damián, legado en Alemania, obligó a Enrique IV a conservar a su joven esposa, Berta de Turín, recordándole que la Iglesia prohibe el divorcio y le asegura que el papa nunca consagrará emperador a un perjuro.

Alejandro II murió el 21 de abril de 1073. A la mañana siguiente, el pueblo romano aclamó al diácono Hildebrando y los cardenales, movidos por el cardenal Hugo Cándido, procedieron a su elección regular. La entronización tuvo lugar en la iglesia de San Pedro in Vinculis. La elección fue legal. El consentimiento del rey no fue requerido. De hecho, Gregorio VII comunicó su elección a los obispos, abades, reyes y príncipes, pero no al rey Enrique IV.

e) Gregorio VII (1073-1085)

Hildebrando antes de ser papa

Hildebrando no nació en Roma. De su familia de clase media y de su origen toscano no conocemos más que el nombre de su padre: Binizón. La alusión a Soano como su lugar de origen es tardía. La fecha de nacimiento es anterior a 1029 si, como quiere la norma, no tenía más de 20 años en la fecha de su ordenación como subdiácono. Llegó a Roma muy joven, pues sus padres lo confiarían inpueritia (en la infancia) a un tío materno, abad del monasterio de Santa María en el Aventino, y habría tenido como maestros a Lorenzo, arzobispo de Amalfi, y a Juan Graciano, arcipreste de San Juan ante Portam Latinam y futuro Gregorio VI. Es más seguro que en Roma pudo adquirir su educación en Letrán. Fue capellán del papa Gregorio VI y, cuando fue depuesto, le siguió en el exilio en Colonia.

Ya en su juventud, Hildebrando deseaba hacerse monje, pero hasta la muerte de Gregorio VI (20 de diciembre de 1046) no tomó el hábito en Cluny. Pero es una cuestión muy discutida. Su primer encuentro con León IX tuvo lugar en enero de 1049, en Besancon, cuando el pontífice emprendía el viaje a Roma para su entronización. León IX lo llamó para formar parte de sus colaboradores, junto con Humberto de Silva Cándida y Federico de Lorena. Después de su llegada a Roma, León IX nombra a Hildebrando oeconomus y cardenal subdiácono, y le confía el cargo de rector de la abadía de San Pablo, a mediados de 1050, donde permaneció hasta su ascensión al pontificado. La adhesión de Hildebrando a la vida monástica no se puede poner en duda. En un privilegio del 10 de marzo de 1078 llama a San Benito pater noster, pero es difícil presentarlo exclusivamente como monje.

Antes de la muerte de León IX, Hildebrando fue enviado a Francia para resolver problemas político-eclesiásticos y discutir las teorías eucarísticas de Berengario de Tours. Pero se hallaba en Roma cuando León IX murió. Esteban X lo envía de nuevo a la Galia como legado pontificio. Los sínodos de Chálon-sur-Saone y Lyón destinados a luchar contra la simonía fueron presididos por él.

Gregorio VII, el hombre

El nuevo pontífice tenía cincuenta años de edad, era pequeño y sin gracia, de figura poco atractiva; poseía una viva inteligencia, apoyada en una experiencia de gobierno, a la que unía una voluntad de hierro y una actividad incansable. La energía parece haber sido su mayor cualidad. Ella excluía de Gregorio las formas más evangélicas del cristianismo: la dulzura, la familiaridad. Gregorio estaba convencido de ser instrumento de Dios y no debía oponerse a los deseos de su Providencia. Vicario de San Pedro, se considera a sí mismo como Pedro viviente: «El mismo bienaventurado Pedro responde por mi boca», afirmaba. Movido por un impuso profético, comparado a Elias, Gregorio buscó en el Antiguo Testamento la inspiración para dirigirse a los príncipes y a los grandes. Profeta, soldado, condena a los que no atacan al mundo con vigor. Esta voluntad exacerbada de hacer triunfar la causa de Dios le lleva en algunas ocasiones a la violencia. Con él la reforma se agiliza. Gregorio aplica toda su pasión humana a la obra de Dios. Esta energía indomable, estas crisis de violencia dieron lugar a que le acusaran de posesión diabólica y Pedro Damián lo llamaba «mi San Satanás».

Gregorio VII, el estilo

Hildebrando no aportó una doctrina elaborada. Inteligente e instruido, no era un intelectual especulativo, sino un hombre de acción. Además de la Sagrada Escritura, conocía bien el derecho canónico y algo a los Santos Padres. Por ello, Gregorio se atuvo más a la mentalidad cluniacense que a la tradición dialéctica. Del cardenal Humberto tomó la voluntad de independencia absoluta del papado y de Pedro Damián la de gobernar solo, pero, como él, admitió la validez de las órdenes conferidas por los simoníacos. Gregorio consideraba que lo esencial de su tarea era restablecer «el orden justo» que, según San Agustín, es la condición necesaria para la instalación del reino de Dios sobre la tierra. Así, la palabra más repetida de su vocabulario fue iustitia (Justicia) , pero al servicio de la libertad de la Iglesia, de la justicia y de la paz puso una pasión y una energía extremas. Si bien no existe una doctrina gregoriana, si no hay un aspecto original y propiamente gregoriano de la reforma pontificia, sí existe un estilo gregoriano de la reforma, hecho de firmeza en la afirmación de los principios y de actividad en la actuación en el plano temporal.

Gregorio VII, el reformador

Gregorio VII continuó la obra iniciada cuando no era más que Hildebrando y, de este modo, terminó de poner en orden los bienes temporales del papado, de lo que se había ocupado siendo arcediano. Confió la gestión temporal a un camarero (camerarius), revestido de la dignidad episcopal, ayudado por los clérigos de la «cámara». Pero su preocupación fundamental fue la reforma y para llevarla a cabo utilizó los concilios, las cartas pontificias y los legados. Gregorio VII multiplicó las legaciones permanentes o temporales y eligió muy acertadamente a sus colaboradores. Los legados, por encima de los metropolitanos, restablecieron la relación directa entre el papa y los obispos y fueron el instrumento de la centralización pontificia. Gregorio y los normandos

Al comienzo de su pontificado, las relaciones entre el papado y los normandos permanecieron distendidas, al menos con Roberto Guiscardo, cuya amenaza sobre las tierras de la Iglesia era constante. El sobrino de Guiscardo, Roberto de Lotarello, reanudó las incursiones y llegó hasta Ortona; pero Gregorio contaba con la fidelidad de algunos príncipes normandos, especialmente Landulfo, príncipe de Benevento, y Ricardo, príncipe de Capua, quienes le renovaron el juramento de fidelidad. El papa esperaba resolver el problema normando lanzando una llamada a la cruzada que habría permitido liberar a la Iglesia romana de todos sus enemigos y ayudar al emperador de Bizancio, amenazado por los turcos; pero consultados los príncipes occidentales, no dieron la respuesta esperada. El papa excomulgó a Roberto Guiscardo en el concilio de Letrán de 1074, excomunión que fue renovada en el sínodo romano de 1075 y extendida a su sobrino Roberto de Lotarello. Paradójicamente, el conflicto de Gregorio con Enrique IV le empujaría a acercarse a los normandos.

El sínodo de Cuaresma de marzo de 1074

En el sínodo de marzo de 1074 Gregorio renovó la prohibición hecha a los fieles de asistir a las misas celebradas por sacerdotes incontinentes y pide la deposición de los prelados simoníacos que hubiesen comprado su oficio y beneficio. Gregorio no pretendía proclamar la nulidad de las ordenaciones conferidas por los simoníacos, sino simplemente terminar con los malos pastores.

Para conseguir el respeto de sus decisiones, al papa nombró legados encargados de ejercer su autoridad en Alemania, en Francia y en el reino anglo-normando, donde el decreto de 1074 suscita una viva oposición. En Alemania, los clérigos proclamaron herético al papa. Si el papa ratificaba sus decisiones, «ellos prefieren renunciar al sacerdocio antes que al matrimonio y, puesto que el pontífice romano aborrecía a los hombres, tendría que procurarse ángeles para gobernar la Iglesia de Dios». El episcopado, de otra parte, no estaba dispuesto a aceptar una subordinación estrecha a la Santa Sede.

Gregorio VII se sentía profundamente decepcionado. En octubre de 1074 escribió a las condesas Beatriz y Matilde de Toscana, devotas de la causa pontificia: «Asisto al naufragio de la Iglesia, sin poder salvarla por medio alguno. La ley y la religión cristiana han perecido casi por todas partes». En enero de 1075 confió a Hugo, abad de Cluny: «Estoy asediado por un inmenso dolor y por una tristeza universal [...] Si miro hacia Occidente, apenas encuentro algún obispo cuya elección y cuya vida sean regulares, que en el gobierno del pueblo cristiano estén guiados por el amor de Cristo y no por la ambición temporal».

El concilio de Cuaresma de 1075

Pero Gregorio VII no era un hombre dispuesto a ceder. En febrero de 1075 condenó lo que había tolerado hasta entonces: la investidura laica. Prohibió recibir una iglesia o una abadía de manos de un laico, de cualquier manera, ni gratuitamente ni por dinero. También prohibió a los metropolitanos consagrar a aquel que haya recibido «el don de un obispado», aunque este decreto no era nuevo. Quería volver a la práctica de la Iglesia antigua, pero parecía revolucionario. Realmente, Gregorio no quería dar a su decreto un valor universal, sino que sirviera para suprimir las elecciones simoniacas. Para Gregorio tampoco cuenta la hostilidad de los soberanos y, en el mes de marzo de 1075, expone los principios para resistirla, publicando un conjunto de proposiciones que constituyen su Dictatus papae (Dictámenes del Papa), ya conocido ( en el capítulo: "LAS IDEAS GREGORIANAS").

La lucha de las investiduras


Enrique IV
El programa pontificio iba directamente en contra de los intereses del soberano germánico y provocó lo que se ha llamado la «querella de las investiduras». En Alemania la Iglesia era muy rica y los obispados y las abadías poseían inmensos dominios. Siguiendo la tradición de los carolingios, después la de los emperadores de la casa de Sajonia, Enrique IV mantenía su potencia con la ayuda de los obispos y de los abades que él nombraba. Privado de su apoyo, Enrique IV no resistiría la feudalidad laica y hereditaria.

Enrique IV continuó designando e invistiendo obispos. Gregorio VII, evitando el conflicto, no puso ninguna objeción a los nombramientos de los obispos hechos a pesar de su decreto. La ruptura se producirá a propósito del obispado de Milán. Después de diferentes motines, Enrique IV designó un nuevo arzobispo distinto del que había sido elegido canónicamente y provee para las sedes de Bamberg, Spira, Colonia, Lieja, Fermo y Espoleto. Esta vez Gregorio VII se vio obligado a reaccionar ante un acto que tenía todas las apariencias de una verdadera provocación; no se trataba de una simple investidura de un obispo, sino del reemplazamiento de un arzobispo en funciones por otro. El papa escribe al intruso, el 7 de diciembre de 1076, haciéndole saber: «En tanto que él [el titular] no haya sido excluido por justos motivos, la disciplina canónica y eclesiástica no os permite ni a ti ni a otra ninguna persona tomar su lugar».

Insensible a las protestas del papa, Enrique IV reúne en Worms, en enero de 1076, una asamblea donde 26 obispos alemanes deponen al papa acusándole de diversos crímenes. Una asamblea de obispos lombardos reunidos en Piacenza ratifica esta decisión. En febrero, en el curso de un sínodo romano de Cuaresma de 1076, Gregorio VII excomulga a Enrique IV y desliga a sus súbditos del juramento de fidelidad. El papa profiere su sentencia delante de los obispos reunidos justificando su propia conducta.

En la misma época, Enrique IV le dirige una virulenta carta en la que rehúsa reconocer la supremacía del papa sobre el emperador, que tenía su poder sólo de Dios, con estos términos: «Enrique, rey no por usurpación sino por la santa ordenación de Dios, a Hildebrando, que no es papa sino falso monje. Tu has merecido para tu confusión esta forma de saludo». Y termina con este apostrofe célebre: «Deja esta Sede apostólica. Que otro se siente sobre el trono del bienaventurado Pedro, otro que no cubra con violencia el manto de la religión, sino que enseñe la sana doctrina. Yo, Enrique, por la gracia divina, yo te digo con todos nuestros obispos: desciende, desciende, tú que estás condenado para siempre jamás» (descende, descende per saecula damnande).

Canossa

Las injurias de Enrique IV no podían sino reforzar la firmeza de Gregorio VII a causa de la condenación pontificia, hecho sin precedentes hasta entonces. Los enemigos del rey toman la dirección del asunto. En septiembre de 1076, Gregorio VII añade que, si Enrique no regresa a Dios, él lo reemplazará a la cabeza del reino. Reunidos en Tribur, en octubre, los príncipes alemanes deciden que, falto de reconciliación, Enrique debe presentarse ante una Dieta, en Augsburgo, para defender su causa ante el papa. Amenazado por los grandes señores feudales, abandonado de los obispos alemanes que dudan ante una ruptura definitiva con Gregorio VII, Enrique IV comprende que para guardar su corona no tiene otra alternativa que obtener el perdón. Rodeado de un grupo de hombres, se presenta ante el castillo de Canossa (enero de 1077), fortaleza inexpugnable en la que Gregorio VII se había refugiado en viaje a Alemania. El rey cumple la penitencia eclesiástica exigida y se presenta durante tres días ante la puerta del castillo vestido de penitente y con los pies descalzos, a pesar de la nieve, e implora el perdón. Gregorio VII se deja convencer por los ruegos de la condesa Matilde, prima de Enrique IV, y del abad Hugo de Cluny, su padrino.


Gregorio VII recibe a Enrique IV en Canossa
Gregorio VII termina por ceder y el 28 de enero de 1077 levanta la sanción. Al obrar de este modo actúa como un verdadero pastor, pero pierde la ventaja política. Los nobles alemanes, aliados del papa, miran este gesto como una traición. Designan a Rodolfo de Suabia en lugar de Enrique IV Este último, vuelto a Alemania, no sueña más que en violar sus compromisos.

El final del pontificado de Gregorio VII

Después de varios años de luchas, Gregorio VII excomulga y depone nuevamente a Enrique (marzo de 1080). Pero Rodolfo huye y Enrique IV e hace dueño de Alemania, donde se desarrolla un potente movimiento antigregoriano. En junio del mismo año Enrique IV hace destituir de nuevo a Gregorio VII por los obispos que le permanecían leales, quienes eligieron un antipapa, el arzobispo de Ravena, Guiberto, que tomó el nombre de Clemente III. El emperador viajó a Italia y se apoderó de Roma en 1083, y fue coronado emperador en Pascua el 31 de marzo de 1084 por el antipapa Clemente III.

Gregorio se había refugiado en el castillo de Sant'Angelo, de donde fue rescatado por su aliado Roberto Guiscardo. Pero los normandos se entregaron a tal pillaje y masacre, que Gregorio y sus sucesores legítimos fueron hechos responsables de este cataclismo por la población y perdieron durante largo tiempo la simpatía de los romanos. Exiliado voluntariamente, abandonando Roma en manos de Clemente III —que se mantuvo hasta 1100—, huyó hacia el sur bajo la protección de los normandos. Primero fijó su residencia en Montecasino, después en Salerno. Hacia finales de 1084 celebró un sínodo para renovar la excomunión de Enrique IV y de Clemente III. En Salerno, murió en el exilio el 25 de mayo de 1085. Sobre el lecho de muerte habría pronunciado estas palabras célebres: «Porque amé la justicia y aborrecí la iniquidad, por ello muero en el destierro».


Sepulcro de Gregorio VII en Salerno
En su testamento, probablemente escrito por un miembro de su entorno después de la muerte del papa y conservado en dos traducciones diferentes, Gregorio VII pregunta a los obispos y cardenales romanos presentes en Salerno sobre la persona que debería sucederle e indica, por este orden, los nombres de Anselmo, obispo de Luca; Eudes, obispo de Ostia, y Hugo, arzobispo de Lyón. En cuanto a los excomulgados, el papa agonizante habría precisado que Enrique dictus rex y el arzobispo de Guiberto de Ravena —el antipapa Clemente III—, así como sus consejeros, deberían dar plena satisfacción canónica a los obispos y a los cardenales de su voluntad de reintegrarse en la Iglesia.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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