EL NACIMIENTO DE LAS ÓRDENES MENDICANTES

EL NACIMIENTO DE LAS ÓRDENES MENDICANTES

a) Los hermanos predicadores


Santo Domingo de Guzmán

Santo Domingo. Los comienzos

Domingo de Guzmán nace hacia 1170 en una familia de la pequeña nobleza de Caleruega, en Castilla, al sur de Burgos. El joven estudia Sagrada Escritura y Teología en Palencia. Se ordena de sacerdote y en 1196 o 1197 pasa a ser canónigo del cabildo de la catedral de Osma, que ha adoptado la Regla de San Agustín. Prosigue sus estudios, se inicia en la ascesis cenobítica y se entrega al ministerio sacerdotal, especialmente a la predicación. Se beneficia de las buenas cualidades del prior del cabildo, Diego de Acebes, que pasa a ser obispo de Osma.

En 1203, Diego elige a Domingo para su viaje a Escandinavia. A su regreso, pasan por Roma y solicitan del papa Inocencio III la autorización para evangelizar a los paganos. El papa les aconseja ayudar a los legados cistercienses, que intentan detener los progresos de la herejía en el Languedoc. Domingo y Diego aceptan.

En estos momentos, el catarismo logra un gran suceso en esta región. Es comprensible la ansiedad del papa ante esta situación y las dificultades de los cistercienses, que intentan restaurar la doctrina ortodoxa tratando de imponer un clero parroquial digno y seguro, que se oponga a los cátaros, a los que el pueblo considera mejores cristianos, puesto que viven una vida austera. Los cistercienses exponen sus problemas a Diego y a Domingo: hay que reformar el clero y conseguir los mejores predicadores.

Es entonces cuando comienza la gran predicación. Los progresos son mínimos, pero los dos nuevos predicadores no se desalientan. Diego retorna a España para ocuparse de su diócesis y muere en Osma en los últimos días de 1207. Domingo se queda como jefe del grupo. En la primavera del año siguiente establece en Prouille, muy cerca de Fanjeaux, un grupo de mujeres convertidas por sus predicaciones que forman una comunidad católica de monjas, convertida en 1211 en la abadía de Santa María de Prouille. Durante los años 1207, 1208 y 1209, cuando aparecen en el Languedoc los cruzados de Simón de Montfort, Domingo recorre el país, y reside en Prouille. A partir de 1210 residirá en Fanjeaux, expulsados los cátaros, de donde Domingo es nombrado cura en 1211.

A comienzos del año siguiente, el obispo de Toulouse, Fulco, decide ayudar a este extraordinario predicador que se separa de los cistercienses. Domingo acepta crear una congregación diocesana de predicadores de la palabra cristiana bajo su control en toda la diócesis a fin de extirpar la herejía, enseñar la verdadera fe e inculcar las santas costumbres. Así aparece la primera Orden dominicana, confinada dentro de los límites de una diócesis. Cuenta con ocho hombres, que se establecen en la iglesia de San Román de Toulouse. Observan la Regla de San Agustín con otras costumbres tomadas en parte de los premonstratenses: el vestido de color blanco y el manto negro de los canónigos españoles. Era una comunidad canonical.

Desde 1206 Domingo comprende que su obra religiosa no debe consistir solamente en la persecución de los heréticos, sino también en una profundización de la fe por medio de una mejor enseñanza de la doctrina cristiana, y un mejor descubrimiento de las exigencias de la moral católica, y esto dirigido a toda la cristiandad. En noviembre de 1215, participa en Roma en el concilio IV de Letrán, y solicita de Inocencio III la confirmación de lo realizado por su comunidad, así como el título de Predicadores.


Honorio III entrega a Santo Domingo la bula fundacional de los "Hermanos predicadores"
En noviembre de 1216, recibe del papa Honorio III la bula esperada. El 17 de enero de 1217, de nuevo en Roma, obtiene una segunda bula que corresponde a los propósitos que Domingo había manifestado en la curia romana, puesto que el pontífice liga la predicación a una orden de penitencia.

La Orden dominicana

Después de una larga experiencia y de una profunda meditación, nace la Orden de los Frailes Predicadores. Su fundador fue un canónigo con un vivo deseo de acción pastoral, buen predicador, gran teólogo, firme organizador, deseoso de servir a los fieles, que quiere para sus discípulos un género de vida original y una ascesis singular.

Su originalidad radica en que mezcla la oración y la predicación. Fija su residencia en Roma a finales de 1217, y recluta y reparte a sus hermanos en dos equipos para que se instruyan en París y en Bolonia, principales centros universitarios de la cristiandad. Domingo viaja a España en 1218 y funda conventos en Segovia y en Madrid. En París, prospera la casa de los Predicadores establecida en la Rué Saint-Jacques. El mismo año, los frailes se instalan en Lyón y en Roma (Santa Sabina). Hacia 1221 se encuentran en Inglaterra y en Alemania. Por todas partes predican y proyectan llevar el cristianismo a los pueblos más lejanos, aún paganos.

Domingo organiza la Orden. En cuatro años obtiene de la curia pontificia un centenar de bulas confirmando y precisando los reglamentos elaborados por los dos primeros capítulos generales de la Orden, reunidos en Bolonia en 1220 y 1221, y complementados por las constituciones de 1241 y 1259, que establecen como central la Regla de San Agustín con algunas costumbres particulares.

Después del noviciado, durante el cual se realizan los estudios teológicos, el futuro predicador pronuncia los tres votos —obediencia, pobreza y castidad—. En este momento es designado a un convento donde prosigue su formación intelectual y recibe el diaconado y el sacerdocio. Dentro del convento, enseña, medita y perfecciona sus conocimientos; en el exterior, predica en la ciudad y sigue los cursos en la universidad. El dominico mezcla la acción y la contemplación; una existencia canonical y una existencia monástica, inspirada en los premonstratenses, en los cistercienses y, en menor grado, en los frailes menores.

El dominico debe recitar el Oficio Divino, consagrar una parte del día a la oración y al estudio; practicar una dura ascesis con ayunos y mortificaciones y, sobre todo, observar la pobreza individual. Los frailes no pueden poseer nada: les está prohibido trabajar manualmente para producir; la propiedad de edificios, objetos de necesidad, libros, etc., debe pertenecer a otros: las monjas, por ejemplo, de las que son huéspedes; es necesario que la Orden viva de la limosna y de las donaciones, que sea mendicante:

La organización es simple. A la cabeza de la Orden se encuentra el Capítulo general, que se reúne todos los años y está compuesto de los religiosos elegidos por los frailes. El Capítulo ostenta todo el poder para legislar y corregir. A su lado se halla el Maestro General, designado también por los frailes, encargado de representar a la Congregación y aplicar las decisiones de la asamblea capitular. Es elegido vitaliciamente, aunque el Capítulo general lo puede deponer. Al frente de cada convento se encuentra un prior elegido, asistido de frailes que reciben funciones particulares. En 1221, los conventos se reparten en ocho provincias. Roma, Lombardía, Provenza, Francia, Alemania, Inglaterra, España y Hungría. El Capítulo de 1228 añade otras cuatro: Tierra Santa, Grecia, Polonia y Dacia (Escandinavia).

El 6 de agosto de 1221, Domingo muere en Bolonia. La Orden cuenta con cerca de 500 frailes y un centenar de religiosas; aunque los conventos son, sin embargo, poco numerosos, están muy extendidos.

El espíritu dominicano

Es difícil definir claramente la espiritualidad dominica, porque nace similar a los premonstratenses, pero, al ser mendicantes, se asimila a los frailes menores. Tiene, sin embargo, un espíritu propio, cuya originalidad se encuentra en cuatro características principales.

El camino espiritual propuesto por Santo Domingo comienza con la penitencia. Sin ella no hay vida religiosa. La penitencia consiste en renunciar al mundo y entregarse a la mortificación, renunciar a los placeres y a los bienes de este mundo por medio de la castidad y de la pobreza. A Domingo no le satisface la propiedad comunitaria vivida por los cistercienses y los premonstratenses. Quiere una pobreza real, que libera el alma de preocupaciones materiales. La mendicidad conventual es un medio de santificación para merecer la felicidad eterna. Esta pobreza exige un régimen cenobítico, común a todos los frailes y cumplida en un convento; no se posee jurídicamente nada y solamente son usados los bienes necesarios para el sostenimiento y la predicación; obliga la asistencia mutua y facilita la oración comunitaria.

El dominico se entrega a la ascesis en la vida comunitaria para estar mejor preparado a la acción y el servicio. Es en la acción —la oración, la predicación, la dirección espiritual y la enseñanza— donde realiza su vocación y encuentra a Dios. Al mismo tiempo, el dominico descubre el sentido y la necesidad de la Iglesia, a la que pertenece por ser sacerdote.

Todo esto se debe cumplir en una plena confianza en Dios, éste es el final del itinerario y puede ser el elemento esencial de su espiritualidad, el rasgo más singular de su vida en comparación con las otras órdenes. El hermano predicador confía en el más allá; como Domingo confiaba, lanzándose sin miedo a grandes empresas sin tener aparentemente los medios, acercándose mucho a los hermanos menores franciscanos.

b) Los hermanos menores


San Francisco de Asís

San Francisco de Asís

Es una de las personalidades más atrayentes del cristianismo y uno de los personajes más llamativos de la historia de la Iglesia, tanto por la experiencia personal que tiene de los problemas religiosos de su tiempo como por la admiración que despierta.

Juan Benardote, llamado Francisco por su padre, nace en Asís en 1181 o 1182 en el seno de una rica familia de comerciantes de telas. Recibe una educación mundana que lo inicia en la cultura clásica; se interesa por las cosas del espíritu y se apasiona por la poesía. A los 20 años es un joven burgués de Asís entregado a los placeres juveniles. No quiere ser comerciante; su imaginación, su deseo de aventura, lo empujan a las empresas guerreras.

La ocasión para tomar las armas se presenta a raíz de la revuelta de los habitantes de Asís frente a los representantes del emperador que dominaban la fortaleza de la ciudad alta, para lo que fue necesario resistir en Perugia. Fue una expedición desagradable, pues los suyos fueron vencidos y Francisco fue hecho prisionero y pasó varios meses cautivo (1203). De regreso a Asís, cae gravemente enfermo y pierde este dinamismo. Restablecido, retoma su proyecto y va a juntarse en Apulia con Gualterio de Brienne, que dirige a favor del papado la guerra contra los Hohenstaufen. Pero, llegado a Espoleto, cae de nuevo enfermo (1204). Regresa a Asís, donde no cambia su existencia, pero se muestra menos entusiasta.

Después de Espoleto, durante muchos meses medita sobre sí mismo y descubre las obligaciones reales de la religión a las que no había gravemente fallado, deja morir su vocación excepcional y se produce lo que él llama «su conversión».


San Francisco de Asís se despoja de sus vestidos.
En 1205, toma conciencia de que debe cambiar de actitud, viviendo en la soledad, para meditar y orar. Pasa muchas horas en una gruta, se ocupa de los leprosos y trata de reconstruir un pequeño oratorio vecino de San Damián. En 1206 peregrina a Roma, como el más miserable de los pobres, y mendiga su pan cotidiano. Piensa vivir como un eremita (otros lo hacen en este momento en Italia), permaneciendo laico, pero manteniendo relaciones deferentes con el clero. Su padre y sus conciudadanos lo consideran un loco e intentan llevarlo a la casa paterna. Su padre lo conduce ante el tribunal de los cónsules, que lo reenvían al obispo. Entonces Francisco, queriendo manifestar públicamente su renuncia al mundo, se despoja de sus vestidos en público en la catedral y los entrega a su padre (1208).

En esta fecha su meditación ha progresado y descubre que la huida del mundo no resuelve nada, pues aún es difícil obtener la salvación eterna si se permanece rico, lo que le hará reflexionar sobre tres versículos del Evangelio: «Si quieres ser un hombre logrado, vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres, que Dios será tu riqueza; y anda, sígueme a mí» (Mt 19,21); «No cojas nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni llevéis cada uno dos túnicas» (Lc 9,3); «El que quiera venirse conmigo, que reniegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me sigue» (Mt 16,24).

El 24 de febrero de 1209 da el paso decisivo. Ayudando a misa en la pequeña capilla de Santa María de los Ángeles, junto a Asís, lee en el evangelio de San Mateo 10,9-11: «No os procuréis oro, plata, ni calderilla para llevarlo en la faja; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón, que el bracero merece su sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí que se lo merezca y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa saludad. Si la casa se lo merece, la paz que le deseáis se pose sobre ella». Se quita entonces su túnica, sus sandalias, su bastón, su cinto y se viste de un paño de saco que se lo ciñe con una cuerda. Francisco se convierte verdaderamente en pobre, el pequeño pobre de Asís.

En este momento trata de convencer a sus conciudadanos. Un rico comerciante, Bernardo de Quintavilla, le sigue y se va a vivir con él después de haber repartido sus bienes y sus rentas a los pobres. Un jurista, Pedro de Catania, y un joven campesino, Egido, hacen lo mismo. Con ellos Francisco recorre toda la región. A su regreso llegan más compañeros. Se establece al lado de la iglesia de Santa María de los Ángeles en una pequeña cabaña, la Porciúncula, y continúa con su cofradía de penitentes, es decir, cofradía de laicos que aceptan libremente vivir en la penitencia y en la pobreza. No tiene ninguna intención de fundar una Orden religiosa. A sus pequeños hermanos, «hermanos menores», los envía a trabajar para obtener, si se los dan, algunos alimentos, jamás dinero, que está prohibido poseerlo, y no se aceptan los vestidos más que por decencia; aconseja atender a los leprosos y dar gracias a Dios por su bondad y, por encima de todo, mostrar el ejemplo.

Esta organización simplista provoca algunas dificultades, pues los hermanos intentan predicar —lo que estaba prohibido todavía a los laicos— sin la autorización del obispo. Por esta razón el obispo de Asís, favorable a la experiencia de Francisco, lo encamina a Roma para solicitar una autorización excepcional. Después de algunas dudas y con el consejo del cardenal Juan de San Pablo, Inocencio III da su aprobación oral al reglamento elaborado por el pequeño pobre y le ruega que predique la conversión a Dios, a condición de que jamás abordará cuestiones dogmáticas. Para evitar todo malentendido, fue necesario tonsurar a los menores, convirtiéndolos en religiosos, aunque laicos, pues no reciben órdenes sagradas, pero transformando la cofradía en una congregación.

De nuevo afluyen los discípulos, la predicación toma forma. Francisco recorre la Umbría, Toscana, Romana y la Marca de Ancona. Pide a los fieles penitencia y pobreza y, también, abandonarse al amor de Dios. En 1212, Francisco decide marchar a Tierra Santa para evangelizar a los musulmanes; pero una tempestad empuja el navío a las costas de Dalmacia. Regresa a Ancona. Dos años más tarde quiere ir Marruecos; la enfermedad lo detiene en España, renuncia y regresa a Asís.


Inocencio III confirma la regla a San Francisco
La organización de la Orden preocupa a la Santa Sede. Mientras Francisco considera que la regla debe consistir únicamente en algunos principios espirituales, el papado quiere que se doten de unas instituciones. El cardenal Hugolino Conti, amigo y admirador del Poverello, es oficialmente elegido para esta tarea, sin perder nunca de vista el interés supremo de la Iglesia. Con ocasión del concilio IV de Letrán de 1215, Francisco viene a Roma, donde se encuentra con Domingo. El concilio establece que no se aprobará regla nueva alguna y que todos los institutos deben observar o la Regla agustiniana o la benedictina, menos los frailes menores, cuyo reglamento es confirmado.

Ante el crecimiento del número de hermanos y la multiplicación de tareas, Francisco y el cardenal Hugolino acuerdan reunir regularmente a todos los menores en un capítulo general a fin de tomar las decisiones más importantes. En 1217, en la Porciúncula se reúnen cerca de cinco mil frailes en el primer capítulo, que compromete a la Orden a extenderse fuera de Italia y a organizarse por provincias. En 1219, el segundo capítulo invita a los religiosos a ir a convertir infieles. Francisco parte para Egipto, donde se une al ejército de la quinta cruzada; de allí pasa a Siria, donde, constatando que la predicación es imposible, se abandona a la contemplación de los lugares donde Cristo vivió. En 1220, alertado por algunos hermanos, regresa a Italia.


San Francisco predica al Sultán de Egipto
Desde 1214 crecen las dificultades y contestaciones. De una parte, el reclutamiento es cada vez más mayor, pero, al efectuarse sin control o prueba alguna, permite ingresar en la congregación gentes incapaces y mediocres, al mismo tiempo que ingresan clérigos con un sólido bagaje intelectual, contrariamente a lo que preveía la comunidad primitiva, compuesta esencialmente de laicos. De otra, las exigencias de la predicación y la falta de entrega de algunos hermanos mueve a olvidar el ideal fundamental de pobreza. Es necesario reformar y organizar, para lo que el humilde Francisco no tiene cualidades.

Francisco toma, no obstante, algunas medidas enérgicas. Expulsa al ministro provincial de Bolonia que había instalado a los menores en una magnífica residencia y, empujado a estudiar, obliga en adelante a los postulantes a un año de noviciado y prohíbe viajar a los hermanos sin autorización de sus superiores. Estas decisiones fueron confirmadas por el papa. Pero, poco después, Francisco confía la dirección de la Orden a Pedro de Catania, posteriormente a Elías de Cortona, y se retira a la ermita de las careen para escribir un reglamento más preciso. Al año siguiente, en 1221, Francisco presenta al Capítulo general un texto que insiste sobre las exigencias evangélicas sin acordarse de las necesidades prácticas. Hugolino lo hizo aceptar sin discusión, pero ruega a Francisco una nueva redacción más corta, que fue adoptada en el capítulo de 1223 y aprobada por el papa. Es un reglamento espiritual. A pesar de todos sus esfuerzos, Francisco no puede marchar hacia adelante. Ante esta situación, decide vivir en la soledad y en la contemplación y fija su residencia en la región de Rieti, en el promontorio salvaje y aislado de la Auvernia.

Francisco funda otras dos comunidades. En 1212, una joven aristócrata de Asís, Clara Ofreducio, atraída por la espiritualidad de Francisco, decide vivir en la pobreza. Después de algunas peripecias, se establece con otras monjas en San Damián y recibe de Francisco una regla parecida a la última dada a los frailes. En 1215, el papa aprueba la regla y la creación del convento de las pobres señoras de Asís, de donde salió la Orden de las Clarisas.

En estos mismos años el pequeño pobre mueve a los laicos —la mayoría casados y ejerciendo una profesión— a agruparse en comunidades piadosas a fin de repararse para la penitencia, orar unidos y socorrer a los pobres y a los enfermos. En 1221, Francisco les escribe una carta para precisar sus ideas, de la que el cardenal Hugolino saca un reglamento y se constituye la Orden Tercera, gracias a la cual, según la visión de San Francisco, la sociedad toda entera debe transformarse sin que sea necesario introducir el clericalato o comprometerse por votos de tipo monástico.

Algunas inquietudes no dejaban de asaltar a Francisco. En su retiro eremítico ora, compone el Cántico de las criaturas y canta, soporta sin problemas la intemperie y las enfermedades. En el verano de 1226, cuando había perdido casi por completo la vista, muere en la Porciúncula el 4 de octubre. Deja escrito su testamento, en el que insiste de nuevo en la obligación de la pobreza total.

La Regla franciscana

A la muerte de San Francisco, los menores estaban instalados en todos los centros de Europa occidental: Italia, Francia, Alemania, Inglaterra y España. El menor —llamado también franciscano o cordonero a causa del cordón que lleva a manera de cinto— viste una ropa oscura, observa la regla de 1223, cuyo texto, escrito por Francisco y corregido por el cardenal Hugolino, es más conciso y preciso que la constitución de 1221.

Según la regla de 1223, llamada «definitiva», la Orden comprende clérigos y laicos. Para ingresar es necesario conocer las enseñanzas fundamentales de la fe católica, particularmente la doctrina de los sacramentos —lo que indica el deseo de evitar la herejía y de estar informado para refutarla—. Es necesario también que el postulante no esté casado y que pruebe la autenticidad de su vocación renunciando a todos los bienes personales, vendiéndolos y distribuyendo entre los pobres el producto de la operación.

Admitido al noviciado, el hermano, después de un año de meditación, de ascesis y de estudio, pronuncia los votos de pobreza, castidad y obediencia. Mientras permanece en el convento, si es clérigo, recita el Oficio Divino; si es laico, dice oraciones en cada hora litúrgica. Cuando está fuera del convento para la acción predicadora o caritativa, ya sean los leprosos o los enfermos, tiene las mismas obligaciones piadosas y trabaja manualmente para ganar el alimento; si no, mendiga. Ayuna todos los viernes, como todos los días desde Todos los Santos a Navidad, durante la Cuaresma y, si quiere, durante los cuarenta días que siguen a la Epifanía. Se le recomienda confesarse y comulgar frecuentemente.

En cuanto a la organización de la Orden, es análoga a la de los Predicadores. Los hermanos viven en los conventos, a la cabeza de los cuales se encuentra un custodio elegido por la comunidad. Los conventos están repartidos en provincias, dirigidos por los ministros provinciales. El capítulo de 1217 establece once provincias: seis en Italia, una en Francia, una en Provenza, una en Alemania, una en España, una en Tierra Santa; el de 1219 separa Aquitania de Francia; el de 1224 crea la provincia de Inglaterra.

En el nivel supremo se sitúa el Ministro general y sobre todo el Capítulo general, que lo elige y que se reúne cada tres años para tomar las principales disposiciones. El Ministro general designa a los predicadores, que no pueden, sin embargo, predicar sin la autorización del ordinario. Finalmente, hecho específico, al lado y por encima de estas instancias está el cardenal «gobernador, corrector y protector de la Orden», nombrado por el papa, con el cargo de vigilar la ortodoxia de los hermanos y la observancia de la Regla. Se ven en ello las preocupaciones del cardenal Hugolino, que quiere poner a los menores al servicio de la Iglesia y que va a proseguir su empresa después de la muerte de Francisco, con una autoridad tanto más grande en cuanto que se convierte en el papa Gregorio IX.

El nacimiento de las dos primeras órdenes mendicantes, que responde tanto a las necesidades de la Iglesia: para luchar contra la herejía y para atender a las necesidades de las poblaciones urbanas, como a las necesidades espirituales del tiempo, marca una ruptura profunda con la tradición.

La espiritualidad franciscana

La excepcional santidad de Francisco, la profundidad de su meditación, el ardor apasionado de sus deseos han contribuido a definir una espiritualidad original, pero más difícil de precisar de lo que a primera vista parece. El propio Francisco muestra algunas veces rasgos contradictorios: exaltado por la pobreza, incapaz de valorar la necesidad de la autoridad y, por lo tanto, en cierta medida anárquico, pero deseoso de aceptar las prohibiciones de la Iglesia, al mismo tiempo que dulce y humilde, y pensando, por otra parte, en la salvación de los hombres por la Iglesia. Una sola cualidad reduce todas sus contradicciones: la simplicidad. Francisco es un alma simple, que quiere amar a Dios y ayudar a su prójimo, que busca realizar su ideal personal guardando una actitud modesta, que no ambiciona mandar ni discutir. Sin pretenderlo, Francisco seduce, atrae, turba, apasiona, pero no quiere aportar ni la lucha ni la discordia.


La perfección cristiana, según San Francisco, comprende cuatro elementos fundamentales: primero, la humildad, no concebida como una manera de constatar la miseria del hombre, sino como la voluntad de someterse tanto a las circunstancias y a los sucesos como a todas las autoridades establecidas, sin pretender jugar un papel deliberado. El franciscano es un «pequeño hermano» un «menor» que tiene la obligación de obedecer sin discusión al clero y a la Iglesia.

Después de la humildad, pero teniendo en la vida del alma un lugar fundamental, la pobreza es el corazón de la experiencia religiosa franciscana. La pobreza no es solamente una condición económica y material, ni un método de ascesis que favorece la oración y la aproximación mística a la divinidad, ni un estado para recibir plenamente la gracia divina; es una virtud sobrenatural, cuya práctica permite dominar a la perfección, según la intención de la religión cristiana, la realidad humana y, logrado esto, alcanzar a la vez el desarrollo completo de la realidad humana y participar totalmente en el amor divino. Por la pobreza se adquieren las otras virtudes: la caridad, la humildad, la pureza y la piedad.

Con esta pobreza se alcanza la mística de amor que ha animado y exaltado sin cesar a Francisco y que tiene su mayor manifestación en los estigmas. Para alcanzar este amor, Francisco propone, junto a prácticas virtuosas, medios diferentes y, particularmente, la oración personal elaborada a partir de actos de culto que exciten la sensibilidad, haciendo hincapié en la figura humana de Jesús. Pide guardar el contacto con Cristo por la Eucaristía, sobre la que insiste mucho y en la que encuentra la Iglesia sacramental y refuerza su adhesión al cuerpo social.

Este itinerario alcanza, finalmente, la alegría y se acerca en este punto a la espiritualidad dominicana, fundada en la confianza en Dios, aunque los franciscanos estén más atentos al juicio divino, cuya sentencia puede ser terrible. Una alegría que debe responder a la esperanza en Dios, que procura al hombre placeres, pero le impone también pruebas. La alegría es, pues, la beatitud prometida en el Sermón de la Montaña. Nace de la pobreza y de la renuncia. Pero también procede del placer que el hombre debe sentir en la contemplación de la belleza de la creación, que refleja la de Dios. Aquí, cuando el místico se encuentra con el poeta, la renuncia desemboca en la expansión total del hombre, para el que no hay posibilidad de alegría sin participar en la cruz de Cristo.

c) Otras órdenes mendicantes

En 1244, el papa Inocencio IV reunió en una sola congregación a todos los grupos eremíticos de la Toscana, que tomarán la Regla de San Agustín. En 1255-1256 otros grupos de eremitas italianos y ultramontanos se unieron a ellos y formaron desde entonces un conjunto coherente, denominado Orden de los eremitas de San Agustín, cuyo primer Capítulo general se celebró en Roma en marzo de 1256 y eligió primer general a Lanfranco de Milán. Desde 1270, los agustinos contaban con 300 conventos repartidos por toda la cristiandad. En algunos casos, en Italia, no se trata de fundaciones nuevas, sino de transformación en conventos de antiguos establecimientos eremíticos. En Francia, Inglaterra y España, se crearon de nuevo muchos establecimientos y la Orden fue influyente desde finales del XIII.

La Orden de los Hermanos de Santa María del Monte Carmelo, más conocidos como carmelitas, se incorporó a los mendicantes hacia mediados del siglo XIII. Los carmelitas eran en sus orígenes una comunidad de eremitas que se había desarrollado en el siglo XII en Tierra Santa, en el monte Carmelo, para seguir el ejemplo del profeta Elías, que había vivido en la soledad cerca de una fuente. Entre 1206 y 1214, el patriarca latino de Jerusalén, Alberto, aprobó sus constituciones, que fueron confirmadas por Honorio III en 1226. Poco después, la reconquista de Tierra Santa por los musulmanes empuja a emigrar a una parte de la Orden, por lo que los religiosos se instalen en Chipre, en Sicilia, en Francia y en Inglaterra, y, por otra parte, una transformación de sus estatutos intenta introducir una vida cenobítica entregada a la acción. En 1247, a petición del maestro general Simón Stock, el papa Inocencio IV introdujo la Orden de los Hermanos de la Virgen María del Monte Carmelo, los carmelitas, en la familia de los mendicantes.

Al lado de estas «cuatro grandes», es necesario hacer un lugar a algunas «pequeñas» órdenes que no se extendieron al conjunto de la cristiandad. Este fue el caso de la Orden de Penitencia de Jesucristo, cuyos miembros fueron comúnmente llamados los «hermanos del saco», a causa del hábito de trapo pobre y rugoso que vestían. Creados en Provenza por la predicación del franciscano joaquimita Hugo de Digne en 1248, conocieron una extensión rápida en Francia y en Inglaterra, en particular en los medios populares.

En Italia, es necesario conceder un lugar particular a los Servitas de María, Orden fundada hacia 1240 por siete comerciantes florentinos que habían decidido abandonar sus actividades profesionales para consagrarse a la vida religiosa. Guiados por los dominicos, la pequeña comunidad religiosa se hizo autónoma y no tardó en fundar en Italia central y septentrional, donde los servitas, muy unidos a la devoción mariana, se desarrollaron sólidamente. Fueron reconocidos como una Orden mendicante por el papado en 1259 y lograron sobrevivir a la amenaza de supresión que pesó sobre ellos en 1274.

Finalmente, la Orden de la Santísima Trinidad —los trinitarios—, fundada por San Juan de Mata en 1198. Observaban la Regla de San Agustín, pero con una finalidad muy concreta: liberar a los cristianos caídos en manos de los sarracenos y atender a los enfermos. La Orden trinitaria se incorporó a los mendicantes.

ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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