REALIZACIONES Y PROBLEMAS DE LAS ÓRDENES MENDICANTES EN EL SIGLO XIII

REALIZACIONES Y PROBLEMAS DE LAS ÓRDENES MENDICANTES EN EL SIGLO XIII

a) Las principales realizaciones de los mendicantes. Acción religiosa en general

La obra de las órdenes mendicantes se realiza de una forma permanente en tres campos principales: la predicación, la dirección espiritual de las masas y la piedad.

Los hermanos (fratres, frailes), durante todo el siglo XIII y con posterioridad, fueron predicadores, hablaron en todas las iglesias, se dirigieron a las multitudes en las plazas públicas, organizaron ciclos de sermones para la educación religiosa de los fieles y se emplearon, lo mejor que supieron, en combatir las herejías.

Muy pronto, conforme a los deseos de Santo Domingo y de San Francisco, los mendicantes emprendieron la evangelización de las poblaciones no cristianas. A partir de las conversiones en Tierra Santa y en el Imperio bizantino, los mendicantes intentaron conducir a la ortodoxia a los cismáticos de Líbano (maronitas), de Nubia, de Armenia y de Georgia, después de extender el cristianismo en los países islámicos de Oriente y el Magreb. Con posterioridad enviaron misiones a otras poblaciones paganas de Europa oriental (en Prusia, entre los Cárpatos y el Volga, donde vivían los cumanos), llegando más allá en tierras asiáticas hasta los mongoles, a quienes los menores enviaron, en nombre de la Santa Sede o del rey de Francia, embajadas con preocupaciones más políticas que religiosas: los franciscanos Juan di Piano di Carpini y Lorenzo de Portugal en 1245-1246, el dominico Andrés de Longjumeau en 1249, el franciscano Guillermo de Rubrouck en 1252. Aunque los resultados fueron pequeños, estas intervenciones relanzaron la acción evangélica de la Iglesia, lo que constituye histórica y religiosamente un hecho considerable.

En cuanto a la dirección espiritual de los individuos, los mendicantes renovaron el sentido de la confesión, que deja de ser solamente un medio de obtener la absolución de los pecados y se convierte en un método de perfeccionamiento espiritual gracias a los consejos. Los mendicantes alcanzan una gran presencia en los conventos femeninos, de los que son servidores, predicadores y confesores, particularmente cerca de las dominicas y las clarisas, que tienden cada vez más a la contemplación. Entre las masas sus predicaciones contribuyen a que tomen conciencia de las obligaciones cristianas de la vida comunitaria: la riqueza, la caridad, etc. Su influencia se ejerce, especialmente, gracias a las órdenes terceras, como la de los dominicos, constituida en 1286, que difunde en todos los medios una espiritualidad nueva y que recibe el apoyo hasta del rey Luis IX. Los mendicantes estimulan y asisten a las cofradías profesionales y religiosas, que se multiplican. De este modo, ayudan al progreso espiritual y a la unión social e impiden, por su fidelidad a la Iglesia, las secesiones, aun cuando no busquen promover el laicado, pues los mendicantes adoptan frecuentemente una actitud deliberadamente clerical.


Santo Domingo recibiendo el Santo Rosario
En cuanto a la piedad, los mendicantes desarrollan las devociones más sensibles y los cultos más próximos al hombre, la obra de los franciscanos es la más importante: se inspiran en la infancia de Cristo y en su Pasión, desarrollan la veneración de la Eucaristía o Santísimo Sacramento, conceden un lugar eminente a la Virgen María —los predicadores difunden el Rosario y la oración de la Salve Regina—, entretienen a los fieles cantando cánticos para una mejor participación en todas las celebraciones, pero al mismo tiempo aconsejan practicar una piedad más personal y entregarse individualmente a la oración y a la meditación. Todo esto conduce a una profunda renovación, cuyos excesos aparecerán en este siglo y, más aún, en el siguiente: mística anárquica, flagelantes, cofradías y grupos de penitentes excesivamente apasionados, exasperaciones del individualismo.

La enseñanza y la cultura cristiana

Para poder predicar, exponer las obligaciones de la fe cristiana, difundir la doctrina entre los cismáticos y los paganos y refutar las herejías, era necesario estar sólidamente informado del dogma, lo que exigía que los frailes realizaran estudios serios. Santo Domingo lo comprendió muy de prisa y supo prever en las constituciones de su Orden la existencia de enseñanza religiosa en cada convento. Al mismo tiempo, envía a sus discípulos a las ciudades donde funcionaban las más célebres universidades de la época, Bolonia y París. Los menores muy pronto hicieron algo semejante. La mayor parte de los conventos mendicantes tuvieron studia reputados y los hermanos aparecerán no sólo en Bolonia y en París, sino en Oxford, Montpellier, Cambridge, Salamanca, Coimbra, etc.


Universidad de Cambridge
Protegidos por el papado, que veía en ello un medio de ligar firmemente a su control a las universidades y de dar una mejor formación a los religiosos —cuya principal tarea, por ahora, era la de luchar contra la herejía—, los mendicantes obtuvieron muy pronto cátedras universitarias. En 1236, tienen tres cátedras de teología en París de doce. Poco después se crea la Universidad de Toulouse (1229); la Santa Sede les reserva todas las cátedras de teología. Algunos años más tarde, los franciscanos son encargados de la mayor parte de los cursos dogmáticos de Oxford.


Universidad de Toulouse
Era normal que, con este dinamismo, aparecieran entre los mendicantes grandes profesores, sabios doctores, importantes letrados. La extensa nómina comprendería: predicadores, Antonio de Padua, menor muerto en 1231; hombres de acción atentos a las cuestiones intelectuales, el franciscano Cesáreo de Spira, el dominico Jordán de Sajonia, muerto en 1237; y los enciclopedistas de una cultura excepcional, el dominico Vicente de Beuavais, muerto en 1264, y otros muchos.

La Inquisición


Los dominicos se hicieron presentes en los tribunales de la Inquisición
Muy pronto los mendicantes, especialmente los dominicos, se hicieron presentes en los tribunales de la Inquisición. Desde 1231- 1232 los hermanos Predicadores son nombrados inquisidores en Italia del Norte, en el condado de Borgoña y en el reino de Aragón. En 1233, contando con la colaboración del rey Luis IX, el papa establece tribunales excepcionales en Francia bajo su dirección. En la misma época intervienen en Alemania. En el Languedoc, cooperando estrechamente con los obispos, los dominicos, utilizando también medios violentos, reducen la herejía hasta el punto que, durante treinta años, no vuelve a manifestarse. En el norte de Francia, el dominico Roberto el Bougre, antiguo cátaro, actúa con una extraordinaria brutalidad. No se termina de entender que los discípulos de un maestro que predicaba la confianza en Dios y en el hombre y trataba, sobre todo, de persuadir y convertir, utilizasen tales métodos. Sin embargo, los dominicos se vieron empujados a intervenir en procesos que no habían previsto. Muchos dominicos ocuparon el primer puesto entre los intolerantes y los violentos, aunque pronunciaron penas ligeras con más frecuencia de lo que se cree.

Los hermanos menores recibieron también cargos de inquisidores y fueron, a partir de 1235, adjuntos a los Predicadores. Pero su designación fue más rara, aun cuando a mediados de siglo se les encuentra en muchas diócesis de Italia a la cabeza de los tribunales de la Inquisición. No obstante, los franciscanos colaboraron menos en esta empresa.

b) Las dificultades

Luchas universitarias


Santo Tomás de Aquino
El desarrollo y la implantación de los mendicantes no se podía realizar sin oposición, puesto que pretendían estar en medio de la sociedad y actuar en ella. Un primer conflicto los puso frente a los profesores seculares, miembros del clero secular, de la Universidad de París. La lucha comenzó hacia 1250. Guillermo de Saint-Amour ataca a los mendicantes en su tratado de Los peligros de los últimos tiempos. Santo Tomás de Aquino, entre los dominicos, responde con su Contra los que impugnan el culto de Dios y la religión (Contra impugnantes Dei cultum et religionem), San Buenaventura, entre los franciscanos, mantiene una disputa sobre la perfección evangélica y escribe su Defensa de los pobres (Apología pauperum).

Luchas con los obispos y el clero secular

A lo largo de la segunda mitad del siglo XIII, se asiste a un deterioro sensible de las relaciones entre los mendicantes frente a los obispos y el clero secular, que conduce a enfrentamientos violentos en Francia y Alemania.

Al comienzo, la mayoría de los obispos acogieron con bondad a los nuevos venidos y algunos les ayudaron a implantarse en las ciudades de sus diócesis. Pero estas buenas disposiciones del alto y, también, del bajo clero hacia los mendicantes desaparecieron cuando éstos, en lugar de contentarse con cooperar en el ministerio parroquial con humildad, se pusieron a reclamar derechos y privilegios.

El conflicto surgió en París y se situó en la Universidad. De forma más general, el clero secular se inquietó ante los privilegios y las pretensiones de los frailes que intentaban predicar con toda libertad bajo la sola vigilancia de sus superiores, cuando la norma canónica exigía la autorización del ordinario, confesar cuando y donde querían y conferir los sacramentos, lo que estaba jurídicamente reservado al cura párroco.

El papado estaba decidido a sostener a los mendicantes, puesto que supondrían para él un medio de restaurar la vida religiosa de los fíeles y controlar mejor la difusión de la doctrina ortodoxa, al mismo tiempo que acrecentar la autoridad papal sobre la Iglesia, pasando, gracias a estas milicias que gozaban de la exención, por encima de los obispos. Sin embargo, tampoco deseaban los papas cambiar la organización episcopal.

Las órdenes mendicantes no fueron prudentes. Estimaron que la única solución razonable consistía en concederles privilegios, confiándoles el derecho de predicar y de confesar sin autorización. Sus adversarios les oponían un decreto del concilio IV de Letrán (1215) (c.21), ordenando a los fieles confesarse una vez al año al cura de su parroquia, de donde deducían que sólo el cura párroco tenía poder en este dominio y que ningún otro confesor podía actuar sin su permiso. Gregorio IX consintió. Ante el gran descontento de los obispos, Inocencio IV, mediante la bula Etsi animarum de 1254, restringió las libertades de los mendicantes y les impidió predicar o confesar en las iglesias parroquiales sin haber sido invitados por el cura. Alejandro IV anula esta constitución. Pero durante su pontificado la discusión se centra en el plano dogmático.

El franciscano joaquimita Gerardo di Borgo San Donino afirma en su Introducción en el Evangelio eterno que los mendicantes estaban llamados a reemplazar al clero secular indigno en la Iglesia espiritual del futuro. Guillermo de Saint-Amour, maestro de la Universidad de París, con el pretexto de las afirmaciones de Gerardo, ataca a las órdenes nuevas en su De periculis novissimorum temporum, compuesto en 1255. Les reprocha sostener ideas heréticas, ser hipócritas, ávidos de captar los testamentos en su provecho bajo capa de pobreza y usurpar las funciones del clero. A instancias del papa, Luis IX sancionó a Guillermo, que fue expulsado del reino, pero muchos de sus colegas se declararon solidarios con él. En 1256, el dominico Tomás de Aquino y el franciscano Buenaventura le dieron la réplica escribiendo la apología del género de vida de los mendicantes y declarándolo superior al de los clérigos. La controversia se retoma de forma más agria en 1268-1270, cuando Gerardo de Abbeville, Nicolás de Lisieux y Enrique de Gante sostuvieron que el poder de los curas, a los que se oponían los mendicantes, era de origen divino, derivado de los 72 discípulos de Cristo, del mismo modo que el de los obispos procedía de los doce Apóstoles. Tomás de Aquino volvió a tomar la pluma para combatir esta tesis y sostener que de su unión con la pobreza y de sus votos de castidad y obediencia, los mendicantes se situaban en un grado de perfección superior al que se podía deducir de no importa qué función u oficio en la Iglesia.

Después de 1270, las luchas universitarias llegaron a un público más amplio, y el episcopado, al menos en Francia, en Alemania y en Inglaterra, hizo causa común contra los mendicantes. Sin embargo, Martín IV, en 1281, acrecentó aún sus privilegios por la bula Ad fructus uberes, en virtud de la cual los frailes estaban autorizados a ejercer sus actividades pastorales: predicar y confesar en sus parroquias, enterrar a los muertos en sus propias iglesias conventuales, lo que era una fuente de recursos importante, sin tener que pedir ninguna autorización. En noviembre de 1282, el obispo de París, rodeado de quince maestros en teología, se pronuncia a favor del derecho del ordinario y del cura. En 1285, Jean de Pechaim, antiguo maestro franciscano convertido en obispo de Canterbury, consciente de sus obligaciones episcopales, actúa de manera semejante. En la misma época, muchos prelados franceses hicieron peticiones a Honorio IV para retirar la bula de Martín IV. Esta decisión fue seguida de un enfrentamiento del clero francés, bajo la dirección del arzobispo de Reims y del obispo de Amiens. En el nivel alto se produjo una batalla jurídica; en la base, una lucha apretada entre los frailes y los curas, que dio lugar a numerosos incidentes, algunos de ellos violentos.

Pero más allá de estas peripecias, se debe considerar la situación real. Si el problema se destapa después de 1250 es porque en esta época el nivel medio del clero secular, al menos en las ciudades, se había elevado en relación con el comienzo del siglo. Hacia 1270 los curas de París, de Colonia o de Londres no se consideran inferiores a los mendicantes; algunos de los curas seculares habían realizado estudios universitarios y veían con cierta amargura a los laicos frecuentar más asiduamente las iglesias de los frailes que sus parroquias y conceder largamente donaciones a los mendicantes. Pero a estas razones coyunturales se añadieron otras, más fundamentales, de orden eclesiológico. A los ojos de los seculares, en efecto, existía un orden eclesiástico de origen divino y, por ello, fijado definitivamente, fundado sobre una jerarquía a dos niveles: los obispos y los curas. La Iglesia estaba estructurada sobre la base de comunidades cada vez más extensas: parroquia, diócesis, provincia, Iglesia universal. Cada una de ellas era presidida por un ministro de derecho divino, que poseía una jurisdicción ordinaria que le era entregada con su oficio. Nadie se la podía retirar, ni siquiera el papa, al que nadie negaba su autoridad, a no ser que se mostraran indignos. Pero ello no les daba derecho para modificar la constitución de la Iglesia introduciendo intrusos, aunque fueran excelentes religiosos.

A estos argumentos, los mendicantes opusieron la misión apostólica que habían recibido del papa, cuyo poder era universal. Si Tomás de Aquino reconoce que los obispos eran los maestros en su diócesis, Buenaventura y algunos agustinos avanzaron la idea de que la Iglesia constituía una especie de diócesis única de la que el papa era el único prelado y los obispos no eran más que sus «lugartenientes» o sus «vicarios» en sus diócesis particulares. Esta eclesiología, que amplía las prerrogativas de la Iglesia romana reduciendo las de las iglesias locales, toma un carácter sistemático a comienzos del siglo XIV, pero sus fundamentos se pusieron en los últimos decenios del siglo XIII.

La agudeza del conflicto entre los dos cleros apareció claramente en el concilio II de Lyon (1274). Los obispos manifestaron en él un vivo descontento ante la multiplicación de las órdenes mendicantes y las usurpaciones de estas últimas sobre sus prerrogativas e intentaron obtener su supresión. Su ofensiva chocó frente a la firme resistencia de Buenaventura (ministro general de los hermanos menores y cardenal) y Juan de Verceil (maestro general de los Predicadores), pero sobre todo ante el rechazo del papa Gregorio X. Pero para tranquilizar la cólera del episcopado y con el acuerdo de las grandes órdenes mendicantes, que veían con mal ojo la concurrencia de las pequeñas, el concilio decidió, por la constitución Religionum diversitatem, suprimir un cierto número de estas últimas, cuya elección quedó al arbitrio de la Santa Sede. El decreto promulgado exceptúa a los Predicadores y a los menores y terminó por exceptuar a los eremitas de San Agustín y a los carmelitas. Pero disolvió a los «hermanos del saco» y a los hermanos Píos, que se sometieron, así como a los Apostólicos, que pasaron a la disidencia.

Fue una medida parcial y el conflicto tuvo nuevos rebrotes hasta que Bonifacio VIII, muy reservado en relación con los franciscanos y poco inclinado a ayudar a los mendicantes, restableció la paz. En 1300, por el decreto Super cathedram, impuso a los frailes solicitar y obtener la autorización del cura antes de predicar y de confesar en una iglesia parroquial; por otra parte, en cambio, el obispo debía obligatoriamente conceder el derecho de predicación a un número fijo de frailes que le fuera presentado; además, a los religiosos se les permitía una gran libertad para que predicaran en las plazas públicas.

Las luchas franciscanas: el debate sobre la pobreza

Ya antes de la muerte de San Francisco, aparecieron en el seno de los menores dos tendencias. Los primeros tenían la intención de entregarse a la pobreza más extrema, pero entendían que esto no podía ir en contra de las posibilidades de una acción pastoral; muchos de ellos deseaban que el instituto fuera propietario de los medios para actuar pastoralmente. Los segundos, sin rehusar la acción, la cumplieron de manera ejemplar, por medio de una vida santa y en extrema pobreza. Entre los dos grupos la fosa era muy amplia, pues el mensaje de San Francisco permanecía ambiguo, según que se fundara sobre la Regla de 1223 o sobre el Testamento. Porque, si entre estos dos documentos no existían contradicciones, en el segundo, sin embargo, el Poverello recuerda lo que había sido su propio itinerario espiritual e insiste especialmente en la pobreza total. Más aún, prohíbe a los hermanos obtener privilegios de la jerarquía y exige una obediencia literal a la Regla, a la que nada podía ser añadido. Los primeros rehusaban considerar el Testamento como un texto institucional, en tanto que sus adversarios declararon que ciertos pasajes de la Regla de 1223 habían sido impuestos a Francisco.

La oposición entre los dos grupos se manifiesta claramente después de la muerte de San Francisco. Algunos años antes, en el momento de retirarse a la Alvernia, el santo había designado para dirigir en su lugar en calidad de vicario al hermano Elías de Cortona, un religioso activo y hábil con grandes cualidades organizativas. Algunos historiadores piensan que Francisco, al aproximarse su muerte, habría escrito el Testamento para reaccionar contra ciertas tendencias aparecidas durante la gestión de Elías, esperando con ello mantener la Congregación en el camino por él marcado.

Esta actitud explica, en efecto, la decisión que toma el Capítulo general de 1227 de no confirmar a Elías en sus funciones y elegir como ministro general a un hermano conocido por su unión a la pobreza total y al mensaje del Testamento, Juan de Parenti. En esta ocasión, sin embargo, se produjeron algunas discusiones, que provocaron la intervención del papado. En 1230, por la bula Quo elongati, Gregorio IX declara que el Testamento no tiene valor de regla, y permite a los hermanos recibir limosnas, aunque no directamente, sí por medio de un agente (nuntius), y tener dinero en reserva en casa de los amigos. A estas concesiones la bula responde exaltando el ideal de pobreza total, que cada uno podría así practicar mejor, puesto que no tendría que mendigar. En 1231, la bula Nimis iniqua confirma estas propuestas, y el mal se agrava. Al año siguiente, el Capítulo general hizo que Juan de Parenti abdicara y designó en su lugar al hermano Elías.

Esta victoria de los deseosos de una congregación activa y formalmente organizada, apoyados fuertemente por religiosos sacerdotes y por aquellos que deseaban hacer estudios, permite a Elías realizar su programa. Da a la Orden instituciones centralizadas, completa la Regla de 1223, precisa el modo de designación de los custodios y de los provinciales y crea los definidores, que formaron una especie de consejo legislativo permanente. Solicita y obtiene numerosos privilegios de la Iglesia romana, contrariamente a las prescripciones del Testamento. En Asís edifica una basílica para contener la tumba de San Francisco, cuyo esplendor era absolutamente contrario a lo que había sido el ideal del Poverello. Estas empresas suscitaron virulentas críticas y dieron lugar a la constitución en el seno de la Orden de tres grupos: los que como Elías estaban prontos a abandonar el espíritu franciscano; en el lado opuesto, los que no querían sacrificarlo y que se llaman en Italia los zelanti, más tarde serían los espirituales; los que, con el apoyo de la Santa Sede, creyeron posible una comprensión y que deseaban ante todo la unión de la comunidad franciscana, denominados por esta razón comunitarios o conventuales.

En 1231, el entendimiento de los zelanti con los conventuales provoca la deposición del hermano Elías, que cometió el error de refugiarse junto al emperador Federico II, adversario de la Santa Sede. En los años siguientes, la tendencia laxista que Elías representaba desapareció, en parte a causa de las condenas pronunciadas por Gregorio IX contra la actitud política del ex ministro general y sus secuaces. La Orden fue entonces gobernada por los conventuales de 1239 a 1247, que la clericalizaron, reservando a los hermanos eclesiásticos ser elegidos para las dignidades y reforzando el cenobitismo. En cuanto a la pobreza, obtuvieron de Inocencio IV por la bula Ordinem vestrum de 1245 que los bienes: casas, libros, etc., de que se servían los hermanos, pasasen a ser propiedad de la Santa Sede, que los ponía a su disposición. Desgraciadamente, dos años más tarde, el pontífice crea en cada provincia franciscana un procurador para la gestión financiera, lo que provoca la ruptura entre los dos grupos y la elección de un espiritual, Juan de Parma, como ministro general, bajo cuya dirección fue repudiada la bula Ordinem vestrum.


San Buenaventura
Durante diez años, las discusiones se centraron en la definición de la pobreza. Las luchas comenzaron en 1257 con la deposición de Juan de Parma y la designación de un moderado, Juan de Fidanza, respetado por todos por su santidad y su ponderación. San Buenaventura dirigirá la Congregación hasta su muerte en 1274. Restablece la calma e intenta satisfacer las aspiraciones espirituales sin entorpecer los deseos de acción pastoral; escribe una Vida de San Francisco en la que da una nueva imagen del santo; un comentario a la Regla, y, en 1260, hizo adoptar por el capítulo general de Narbona unas constituciones que establecían el ideal de la Orden: el fin de la misma era la predicación y los estudios, pero estas actividades no se podían cumplir sin una ascesis fundada en el espíritu de pobreza y el desprecio de los bienes del mundo, lo que exigía de los hermanos un uso moderado (usus pauper) de los objetos de que tuvieran necesidad: edificios, instrumentos, libros, etc., que eran propiedad de la Iglesia romana.

La paz en la Orden duró hasta la muerte de Buenaventura. Sus ideas no contentaron ni a unos ni a otros; es más, se consideraba que había sido el intento de crear una nueva orden, muy próxima a los Predicadores y diferente del franciscanismo. La crisis más grave se abrió en 1274, cuando los espirituales descubrieron las ideas de Joachim de Fiore que, criticando a la Iglesia y a la Jerarquía, anunciaban la próxima venida del tiempo del Espíritu en el que triunfaría el Evangelio y comenzaría el reino de la pobreza. Algunos conventuales opusieron la obligación de obediencia a estos hermanos y declararon que el rechazo de toda propiedad no se contenía en el Evangelio; Cristo y los Apóstoles habían usado los bienes de este mundo. En 1279 el papa Nicolás III publica la bula Exiit qui seminat, que confirma la obra de San Buenaventura, pero afirma el carácter evangélico de la no posesión.

En 1283, al contrario, con Martín IV se reanudan las discusiones cuando permite a los procuradores escogidos por los hermanos administrar directamente los bienes de la Orden, lo que convierte a la propiedad de la Santa Sede en una simple ficción. Pero en los últimos años del siglo XIII y los primeros del XIV, los espirituales avivaron sus pretensiones y difundieron sus intenciones. Dirigidos por hombres de valor como Ángel Clareno (1247-1337), Ubertino de Cásale (1259-1328), Pedro Juan de Olivi (1248-1298), reclamaron que el Testamento fuera tenido por la regla fundamental, rehusaron el estudio de la filosofía, declararon ilícitos los privilegios pontificios y propusieron una práctica de la pobreza que sólo permitía el uso de objetos absolutamente necesarios: comida y vestidos. En 1294, Celestino V decide hacerlos salir de la Orden e integrarlos en la Congregación de los Celestinos por él fundada. Pero su sucesor, Bonifacio VIII, elimina esta medida y unifica la Orden. Clemente V confía el asunto a una comisión de teólogos, que redacta la bula Exibi de paradiso (1312), condenando toda falta grave de pobreza, precisando que era necesario permanecer en el usus pauper definido por San Buenaventura, y retomando la bula Exiit qui seminat. Al mismo tiempo, reconoce la ortodoxia de Ángel Clareno, Ubertino de Cásale y sus discípulos, se restablece la calma y reconstruye la unidad de la Orden. El problema no había terminado, sobre todo a causa de la sanción de algunos espirituales por sus críticas a la Iglesia y el peligro de caer en la herejía por retomar las tesis joaquimitas u otras, los mismos frailes peligraban caer en la herejía.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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