LA SUPREMACÍA PONTIFICIA

LA SUPREMACÍA PONTIFICIA (1198-1274)

a) El papado y el concepto de cristiandad

Desde el siglo XI, Occidente asimiló la idea de que la cristiandad latina constituía una única comunidad, una entidad sobrenatural que reunía todas las naciones occidentales.

Para Inocencio III, el término christianitas significa, ya la ecclesia en su acepción más simple, es decir, la asociación de todos los cristianos, frente a la ecclesia entendida como Iglesia jerárquica; ya el orbis christianus (Letrán IV, c.71) o conjunto de pueblos y de reinos cristianos. Se produce una fusión entre ecclesia y christianitas que coloca al papa a la cabeza de la pirámide eclesial y social que tenía antiguas raíces.

Bajo Gregorio VII y sus sucesores inmediatos, christianitas evolucionó hacia una identificación con el cuerpo de Cristo y con el reconocimiento explícito del papa como la cabeza de este cuerpo, responsable visible de la asamblea de los cristianos. El papa podía, pues, aspirar a una doble función, espiritual y temporal.

Como jefe espiritual de la cristiandad, poseía el poder supremo de las llaves y podía excluir o reinsertar en el «cuerpo de Cristo». Según Inocencio III, por esta razón los cristianos están sometidos a la autoridad del papa, quien es responsable no solamente de las Iglesias particulares, sino de cada uno de los fieles.

Un paso decisivo da Inocencio IV, para quien la idea de christianitas debía servir a sus pretensiones universales del papado, no sólo en la función espiritual, sino también en la temporal. A ello se siente movido por la aparición en la sociedad de tensiones políticas: aparición de nuevas formas de autonomía de parte del poder civil, especialmente en las ciudades italianas, y por el conflicto con el emperador Federico II. Estas tensiones, que llevaron a una grave pérdida de consistencia del poder imperial, condujeron a Inocencio IV a aumentar el papel unificador del papa. Para Inocencio IV, el poder civil no estaba legitimado más que por su pertenencia a la cristiandad y a condición de reconocer el poder universal del papa, el único garante de la justicia. El poder jurisdiccional del papa se convierte en el eje del orden social de toda la cristiandad. La idea de cristiandad no tiene sentido sino por referencia a la función jurisdiccional del papa, árbitro de la sociedad. Igual que para Inocencio III, el poder civil no estaba eliminado, pero la idea de cristiandad justificaba su subordinación al papado.

b) La «plenitudo potestatis»

A partir de Inocencio III, la expresión plenitudo potestatis se convierte en un término técnico que designa la soberanía pontificia. La fórmula se remonta a León I (440-461), aunque el papado no recurrió verdaderamente a ella hasta los últimos decenios del siglo XII. En 1198 entró en la cancillería pontificia y fue adoptada por los canonistas.

El pensamiento de los canonistas del siglo XII

Graciano incluyó la afirmación plenitudo potestatis en su Decreto y la difundió. Insertó en su obra otros dos textos análogos: una falsa carta del papa Gregorio IV y un texto del Pseudo-Isidoro. Su uso no estaba entonces reservado exclusivamente al papa; los decretistas del siglo XII lo utilizaron para designar los poderes plenipotenciarios de los embajadores y de los obispos. Por otra parte, se utilizaban diferentes expresiones para definir la autoridad de la Sede Apostólica: plena o plenaria potestas, plena auctoritas, plena et libera administratio.

El éxito de esta fórmula fue asegurado por el entusiasmo con que Bernardo de Claraval la adoptó y por la profundización jurídica y doctrinal de Huguccio, que proporcionó una definición destinada a convertirse en clásica: «La autoridad plena existe cuando contiene la ordenación (praeceptum), la validez general y la necesidad [...] Estos tres elementos se encuentran en el papa, puesto que el obispo no posee más que el primero y el tercero».

Los textos del Pseudo-Gregorio IV y del Pseudo-Isidoro, acogidos por Graciano, oponen el poder pontificio al de los obispos; en el primero está la plenitudo potestatis, mientras que en el segundo la pars sollicitudinis. Esta antítesis terminó por servir al principio según el cual el poder de los obispos deriva del poder de jurisdicción del papa, puesto que ellos son llamados por él in partem sollicitudinis. En el curso del siglo XII, el término plenitudo potestatis fue cada vez más usado por sí mismo, separadamente de sollicitudo, y sirvió para definir exclusivamente el poder pontificio ejerciendo la autoridad suprema legislativa y jurídica. En adelante, el término plenitudo potestatis será reservado a los poderes del papa, en tanto que plena potestas definirá los poderes de los obispos.

Inocencio III

Las formulaciones propuestas por Inocencio III en sus sermones y cartas se hicieron clásicas y fueron consideradas como definitivas. Su talante se muestra desde el comienzo de su pontificado en una carta al arzobispo de Monreale: «Aunque nuestro Señor Jesucristo, instituyendo su Iglesia, haya concedido sobre los creyentes un mismo poder de ligar y desligar a todos sus discípulos, quiso que, en esta Iglesia, uno de entre ellos, el bienaventurado apóstol Pedro, tenga la preeminencia; pues, en efecto, afirmó: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi Iglesia"». Inocencio da entender a todos los fieles que, lo mismo que entre Dios y los hombres no hay más que un solo mediador, Jesucristo hecho hombre, quien restablece entre el cielo y la tierra la paz y la unidad, del mismo modo no hay en su Iglesia más que una cabeza común a todos, quienes tienen de él su poder y lo ejercen por él.

A lo largo de su pontificado, las afirmaciones sobre la plenitudo potestatis se hicieron más precisas:

«[...] los otros Apóstoles han sido llamados a participar en el poder, pero Pedro es el único que ha sido llamado a gozar de la plenitud. Yo he recibido de él la mitra por mi sacerdocio y la corona por mi realeza; él me ha establecido Vicario de Aquel sobre cuya vestidura está escrito: "Rey de reyes y señor de los señores, sacerdote para la eternidad según el orden de Melquisedec" [...] El papa es el Vicario de Cristo, cuyo reino no tiene límites [...] El papa es el plenipotenciario de Aquel que reina sobre los reyes, gobierna los príncipes y da los reinos a quien le parece bien [...] Como en el cuerpo humano sólo la cabeza posee la plenitud del sentido, de suerte que los otros miembros participan de su plenitud, así en el cuerpo eclesiástico los otros obispos son llamados la pars solicitudinis, mientras que el soberano pontífice asume la plenitud del poder».


Inocencio IV

Con Inocencio IV y las decretales del siglo XIII, el concepto de plenitudo potestatis conoció una extensión máxima. El papa Fieschi pretendió que, gracias a la plenitudo potestatis, el papa podía ejercer su poder temporal no solamente sobre todos los cristianos, sino también sobre los infieles. El gran influyente decretalista Hostiensis declara que todo el poder del papa se funda sobre la plenitudo potestatis, y aporta una clarificación importante, distinguiendo entre dos especies de poder: la potestas ordinaria u ordinata, que el papa ejerce en virtud de la plenitudo officii, de acuerdo con las leyes existentes, y la potestas absoluta, establecida sobre la base de la plenitudo potestatis, gracias a la cual puede trascender la misma ley existente. En el ejercicio de la plenitudo potestatis, el papa no estaba solo. Los cardenales formaban con el papa un colegio, que ejercía la autoridad confiada por la autoridad divina a la Iglesia romana.

La doctrina de la plenitudo potestatis influye en la política del papado en materia de elecciones y traslados de obispos.

c) El «Vicarius Christi»

Inocencio III desarrolla una verdadera «teología del primado de Pedro», que profundiza y amplifica el pensamiento de los teólogos de los siglos XI y XII sobre la naturaleza y la autoridad del papa, sus relaciones con los obispos, su universalidad, etc.

En sus cartas, sermones y escritos, Inocencio III utiliza frecuentemente el término Vicarius Christi para definir la función pontificia. Esta expresión, que había sido aplicada antes a los obispos, a todo el clero y a ciertos príncipes laicos, había adquirido una gran importancia con Bernardo de Claraval, verdadera fuente de inspiración de Inocencio III. Inocencio no sólo es el primer papa que usa frecuentemente este título, sino también quien le da un desarrollo doctrinal teológicamente innovador, reservándolo exclusivamente a la función pontificia. Sucesor de Pedro y de los Apóstoles, el papa no sólo es el vicario de Pedro, sino el sucesor de Jesucristo mismo.

Esta idea de que el poder del papa deriva de Cristo no era nueva, pero Inocencio III la innova en la medida en que él se atribuye ciertas prerrogativas en el ejercicio del poder (también temporal) que miran solamente a la autoridad de Cristo y de su vicario; la autoridad de este último era de origen divino. El término Vicarius Christi intentaba completar y sobrepasar la antigua definición del papa como sucesor de Pedro.

La realeza de Cristo es propuesta por Inocencio III como el fundamento de la concordia entre la Iglesia y el Imperio. De una manera más general, para los papas del siglo XIII, la realeza de Cristo, imagen influenciada profundamente por las concepciones feudales, sirve para legitimar el poder temporal del papa en los límites de los Estados Pontificios. A partir de estas ideas, la realeza de Cristo no fue «una fórmula vacía». Inocencio IV recurrió a ella de manera más constante para fundar el modo como Dios ha entregado sus poderes para gobernar a los hombres. «Hasta Noé, Dios gobierna por sí mismo, Noé no era sacerdote, aunque ejerce sus funciones, lo mismo ocurre con los que le sucedieron a la cabeza de los judíos. Esto se mantiene así hasta Cristo, quien por derecho de nacimiento fue Rey y Sacerdote. Cristo gobierna por su vicario, el papa».

d) La infalibilidad del papa en el siglo XIII

En una carta dirigida al patriarca de Constantinopla (1 de noviembre de 1199) Inocencio III comenta el texto de Lucas 22,32: «El Señor revela que ha orado por Pedro: "Yo he pedido por ti para que no pierdas la fe. Y tú, cuando te arrepientas, afianza a tus hermanos". Lo que significa claramente que sus sucesores no se han desviado jamás de la fe». Esta afirmación marca una evolución importante hacia la consideración de una doctrina explícita de la infalibilidad del papa.

Inocencio III interpreta mucho más literalmente que en el pasado este texto de Lucas. Pasando de la idea de que Cristo, por su oración, había garantizado «la indefectibilidad» de la fe de la Iglesia universal, al hecho de que Pedro y sus sucesores jamás se habían desviado y no se desviarían jamás de la fe católica, el papa da un paso decisivo en dirección de la doctrina de la infalibilidad pontificia, que será formulada en torno a 1280 por Pedro Juan Olivi: «Es imposible que Dios conceda a alguna persona la plena autoridad de decidir las dudas concernientes a la fe y a la ley divina, y que le permita caer en el error. Aquel que no puede caer en el error debe ser seguido como una regla que no se engaña nunca».

Antes de Inocencio III los canonistas del siglo XII no habían utilizado el pasaje de Lucas 22,32 para conferir la infalibilidad a Pedro o a sus sucesores. La opinio communis de los canonistas sostenía que Cristo había orado para que la fe de Pedro no desfalleciera; no había prometido a Pedro la infalibilidad en el gobierno de la Iglesia —¿no se había engañado Pedro en su comportamiento hacia los judíos, como se lo había recordado Pablo? (cf. Gal 2,11)—, sino la gracia de la perseverancia final en la fe. Según Huguccio, los decretistas del siglo XII habían dado una interpretación más amplia de estas palabras. Identificando la persona de Pedro con la de Iglesia universal, los decretistas consideraban que la fe de la Iglesia (no la de Pedro o de sus sucesores) estaba destinada a no fallar: «Que tu fe no desfallezca significa finalmente y de manera irreversible que, aunque San Pedro haya fallado durante un tiempo, se ha vuelto aún más creyente. En la persona de Pedro, es necesario comprender la Iglesia; en la fe de Pedro, la fe de la Iglesia universal que no fallará jamás en su totalidad hasta el día del Juicio». Según las definiciones defendidas por los teólogos y los canonistas del siglo XII, el mantenimiento de la integridad de la fe pertenece a la Iglesia en su totalidad y no a un solo hombre, el papa, a quien revierte el derecho y la función de juicio y de arbitro supremo. En el siglo XII aún se afirma «que era peligroso confiar nuestra fe a un solo hombre». Los canonistas y los teólogos distinguen entonces entre una Iglesia universal indefectible —no podía jamás caer en el error— y el papa, que se puede engañar aunque tenga el juicio supremo en materia de fe. La estabilidad de la fe estaba confiada a la Iglesia en su totalidad.

A partir de las aserciones de Inocencio III, que deben contextualizarse en la polémica eclesiológica entre Roma y Constantinopla, una interpretación más liberal del texto de Lucas conducirá a una doctrina más completa de la infalibilidad pontificia, la persona del sucesor de Pedro será en adelante considerada garante de integridad de la fe de la Iglesia universal.

e) El papado y la autoridad del concilio

Una carta de Gregorio I Magno, insertada en el Decreto de Graciano, se ha convertido en autoridad: «Las decisiones de los cuatro primeros concilios ecuménicos (Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia) poseen una validez general, puesto que se fundan en un consensus generalis». Por otra parte, Graciano afirma que el papa es el único que puede definir los artículos de la fe, que su legislación debe ser aceptada por todos, y que está por encima de las decisiones de los antiguos concilios generales. Podemos apreciar, por tanto, la existencia de dos opiniones distintas. El pensamiento sobre las relaciones entre la autoridad del papa y la de los concilios no era unánime entre los canonistas. Los decretistas estuvieron más inclinados hacia la opinión de la voluntad del concilio sobre el papa o que el papa tenía que aceptar las decisiones de los concilios sin considerarlas. Los decretalistas defendieron con más fuerza la autoridad pontificia, pero, inclusive entre los decretalistas, las divergencias eran profundas.

f) La deposición del papa por el concilio

¿Podía el papa ser juzgado por el concilio? Graciano niega categóricamente esta posibilidad. Los (cinco) papas que habían sido sometidos juicio en el pasado lo habían hecho voluntariamente. Según Graciano, nadie tiene el derecho de condenar a un papa que haya caído en el error. Ciertos decretistas (Rufino, Esteban de Tournai, etcétera), sin embargo, se inclinaban a considerar que el papa podía ser depuesto no solamente en caso de herejía, sino también por otros crímenes (fornicación, robo, sacrilegio) que llevaban consigo la deposición de un obispo. A sus ojos, el principio jurídico era claro: el papa podía ser depuesto, ya que «si el papa cae en la herejía no es el más grande, sino el más pequeño de todos los católicos». En estas condiciones, un «concilio puede juzgar al papa y condenarle».

Según el célebre decretista Huguccio, una acción contra un papa no podía ser realizada más que en tres casos: si la herejía en cuestión había ya sido condenada —el papa no podía ser condenado por una herejía nueva, puesto que es el papa quien tiene el poder de definir las cuestiones de fe—; si el papa proclama públicamente haberse adherido a la herejía condenada —evitaría así toda investigación—; finalmente, si el papa persiste con tenacidad en el error. El papa no podía, pues, ser acusado de un crimen «oculto».

g) El poder temporal del papa. La doctrina de los dos poderes

Inocencio III

En el dominio temporal, netamente frente al Imperio, Inocencio III permanece fiel a la concepción gelasiana de los dos poderes. El canon 42 de Letrán IV es muy explícito en este punto:

«Queremos que los laicos no usurpen los derechos de los clérigos; igualmente impedimos que los clérigos se arroguen los derechos de los laicos. Por esto prohibimos a todo clérigo, bajo pretexto de libertad eclesiástica, extender en el futuro su jurisdicción en perjuicio de la justicia secular. Que cada uno se estime satisfecho con las constituciones escritas y con las costumbres hasta ahora aprobadas: así, "Lo que es del César será dado al César y lo que es Dios será dado a Dios" (Mt 22,21; Me 12,17; Le 20,25), conforme a la justicia distributiva».
En su decretal Novit Ule, destinada a explicar al episcopado del reino de Francia por qué consideraba legítima su intervención en el conflicto político que enfrentaba a Felipe Augusto al rey de Inglaterra, Inocencio III, reconociendo que el dominio feudal pertenecía al rey, afirma que la intervención del papa era necesaria ratione peccati.

Adaptando a las nuevas realidades políticas un concepto antiguo, Inocencio III da una justificación eclesiológica a las intervenciones del papado en el dominio temporal. La intervención del papa en los asuntos temporales está, según Inocencio III, justificada, pero permanece, no obstante, de naturaleza extraordinaria. La plenitudo potestatis que Inocencio III reclama es sobre todo una plenitudo potestatis ecclesiasticae. El ideal propuesto es una cooperación de los dos poderes en la unidad y la concordia.

En la lucha contra los heréticos, sin embargo, tal colaboración constituye un deber. El decreto Excommunicavimus de Letrán IV justifica el recurso a las armas seculares por parte del poder espiritual y exige una colaboración de los dos poderes en una situación de subordinación del poder temporal al espiritual.

Inocencio IV

Antes de ser elegido papa, Sinibaldo Fieschi había presentado en su Apparatus una visión coherente y precisa de sus teorías políticas. Según la tradición, la perspectiva es dualista, pero, de hecho, presupone la superioridad de lo espiritual sobre lo temporal. Estos dos oficios son distintos y desempeñados por el papa y el emperador sin que el uno pueda intervenir en el ejercicio ordinario del otro. En el dominio feudal, la Iglesia reconoce al dominus feudi, la entera jurisdicción, aun sobre los eclesiásticos. El emperador es el único que posee un poder eminente en el dominio temporal, al que los clérigos y los laicos deben someterse sin restricción. La Iglesia le debe ayudar a hacerse obedecer, sin dudar en recurrir a la excomunión contra los transgresores del «privilegio» (poder) imperial. La Iglesia no debe buscar anexionarse lo temporal. Cuando la Iglesia interviene, es para permitir un funcionamiento regular del organismo eclesial.

En lo que concierne al Imperio, las pretensiones políticas deseadas por Inocencio IV se refieren al derecho de escoger entre muchos, de deponer, de administrar lo temporal durante la vacación imperial e, igualmente, sustituir la jurisdicción laica por razones morales cuando, por ejemplo, el juez laico olvida hacer justicia a las viudas y cuando el «juez secular está suspecto».

La autoridad del papa es de naturaleza preeminente y la ejerce solamente de manera completa en el dominio temporal, en tanto que es vicario de Cristo. Y puesto que el papa es dominus naturalis et de jure naturali in imperatorem, toda persona que posea una autoridad temporal, ya sea emperador o príncipe, está sometida, desde la ley natural y desde toda la eternidad, al vicario de Cristo.

Si la mayor parte de los principios enunciados por Inocencio IV son tradicionales, la preeminencia de la autoridad pontificia se afirma de manera más resuelta que en el pasado. La libertas ecclesiae supone una concepción del poder basado en la posibilidad de intervención, de injerencia en la esfera de lo temporal.

Existe un panfleto durante mucho tiempo atribuido a Inocencio IV, el Eger cui lenia, que es «uno de los textos fundamentales de la teocracia pontificia», cuyo valor histórico en la materia es igual al de los grandes textos de Inocencio III. Este panfleto afirmaba que el emperador, por sus faltas y sus excesos, se había hecho «indigno del Imperio, de todo honor y de toda dignidad» y que el Señor le había privado «de la dignidad del Imperio y de los reinos». Eger cui lenia no contradice lo que Sinibaldo Fieschi había afirmado en su Apparatus, a propósito de la distinción de los dos poderes; admite, no obstante, que en caso de vacancia del emperador —como ocurrió después de la deposición de Federico II por el concilio I de Lyón—, el derecho de suplencia pertenecía al papa.


ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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