LA OBRA CONCILIAR (1215-1245)

EL APOGEO DEL PAPADO. UN NUEVO ROSTRO DE LA IGLESIA (1198-1274)


Inocencio III

LA OBRA CONCILIAR (1215-1245)

a) El concilio IV de Letrán (1215)

Convocatoria y objetivos

El proyecto de un concilio general de la cristiandad preocupó a Inocencio III durante todo su pontificado, aunque no llegó a realizarlo hasta después de diecisiete años de reinado. Al parecer, la idea provenía de Oriente. El 12 de noviembre de 1199 el emperador de Bizancio, Alejo Comneno, y el patriarca de Constantinopla propusieron al papa celebrar un concilio para discutir las divergencias doctrinales que los separaban de Roma; el papa aceptó la idea de un concilio, útil a la reforma de la Iglesia, a condición de que los orientales se sometieran. No fueron, sin embargo, los problemas eclesiológicos derivados de la ruptura con las Iglesias orientales —que la conquista de Constantinopla por los latinos exacerbó en 1204—, los que movieron a Inocencio III a convocar el concilio. La idea de un concilio, reavivada en 1213, formaba parte de los proyectos del papa, que preparaba relanzar hacia el exterior una cruzada para reconquistar lo que se había perdido en 1212, y hacia el interior de la cristiandad un debate de reforma bajo la égida de la Iglesia romana.

El 10 de abril de 1213, Inocencio dirigió a todos los patriarcas, arzobispos, obispos, abades, priores y reyes la encíclica Vineam Domini Sabaoth invitándoles para encontrarse en Roma el 1 de noviembre de 1215, en cuya fecha fijaba la apertura de un concilio general. Los objetivos eran dos, los mismos de la actividad pontificia desde hacía quince años: promover la reconquista de Tierra Santa y reformar la Iglesia universal —extirpar los vicios, implantar las virtudes, corregir los abusos, reformar las costumbres, suprimir las herejías, fortificar la fe, apaciguar las discordias, impedir las opresiones, favorecer la libertad—. El concilio debía ocuparse de todos los problemas del momento, tanto políticos como espirituales y pastorales: en el Imperio, la sustitución de Federico II por Otón IV; en Inglaterra, la excomunión de los barones y el sostén de los obispos a Juan sin Tierra; en Francia, la excomunión de Raimundo VI de Tolosa; en la Península Ibérica, el primado de Toledo; en Oriente, la separación de los griegos. Para la preparación del concilio, el papa ordenó «que se realizara una encuesta por personas prudentes en cada provincia sobre los abusos que requerían vigilancia y corrección apostólica». Jamás un concilio había tenido semejante preparación.

Participantes

En la bula de convocatoria, Inocencio III insiste en una representación lo más amplia posible. Anima a los obispos a que envíen representantes de los cabildos catedrales y de otras iglesias: deanes, priores y otras personas capaces. Los superiores de las grandes órdenes religiosas que tenían una organización centralizada (Cíteaux, Prémontré) y de las órdenes militares (hospitalarios, templarios), muchos soberanos, así como las autoridades civiles de importantes ciudades italianas, fueron igualmente invitados.

Éste es el único de los concilios celebrados en Letrán que ha sido designado como genérale concilium por los canonistas. La lista oficial de miembros del concilio nombra a 402 cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos, representando 80 provincias eclesiásticas, de los que más de la mitad de origen italiano, 26 de España, así como más de 800 prelados inferiores (abades, priores y deanes).

El desarrollo del concilio

La inauguración oficial tuvo lugar en Letrán el 11 de noviembre de 1215. Inocencio III tomó la palabra y, después de cantar el Veni Creator, comentó el texto de San Lucas: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Le 22,15). Esta Pascua es la celebración del concilio «para la reforma de la Iglesia universal y, sobre todo, para la liberación de Tierra Santa». Llaman la atención los distintos sentidos de la palabra. Inocencio retiene la doble etimología (paso y sufrimiento), y desarrolla el triple paso al que la Iglesia se encuentra invitada: corporal, de un lugar a otro «para liberar la lastimosa Jerusalén»; espiritual, de un estado a otro por la reforma; eterna, «de esta vida a la vida y a la gloria». Su discurso se inscribe en la distinción escolástica de tres sentidos de la Escritura: literal o histórico, moral o tropológico, y anagógico o místico. Después del papa, el patriarca de Jerusalén evocó los sufrimientos de Tierra Santa, y Tesidido, obispo de Agde, invitó a sus hermanos en el episcopado a reprimir la herejía.

Al día siguiente el concilio deliberó el problema de la sucesión en la sede de Constantinopla, vacante desde la muerte de Tomás Morosini (1211), y, al siguiente, la espinosa cuestión de los derechos primaciales del arzobispo de Toledo. Varias sesiones, algunas dramáticas, fueron dedicadas al conflicto que oponía a Raimundo de Saint-Gilíes y Simón de Montfort. Éste obtuvo del papa la confirmación de sus posesiones provenzales.

La segunda sesión plenaria (20 de noviembre) estuvo ocupada por un debate sobre el cisma imperial y la legitimidad de Otón IV. El arzobispo de Palermo, Berardo, exigió que fuera aprobada la atribución de la corona de Alemania al joven Federico de Hohenstaufen, que gozaba de los favores del concilio.

El 30 de noviembre, el concilio celebró la tercera y última asamblea plenaria. Inocencio III hizo recitar y aprobar la constitución De fide catholica y pronunció un sermón. En dicha constitución el concilio condenó solemnemente las tesis heréticas de Joachim de Fiore y de Amalrico de Bene (c.2), así como la herejía en general —los valdenses— (c.3). El papa defendió a Juan sin Tierra, que se había declarado vasallo de la Sede Apostólica, y excomulgó a los barones ingleses en conflicto con su soberano. Aprovechó la ocasión para aprobar públicamente la reciente decisión de los príncipes alemanes de elegir y de coronar (25 de julio de 1215) rey de romanos a Federico, el joven rey de Sicilia. Al final de esta larga sesión pública, después de rediscutir la cuestión de la cruzada, el concilio conoció las constituciones conciliares o «del papa» como las llamó un testigo ocular.

La libertad de expresión estuvo presente en el concilio. Trescientos obispos fueron favorables a Simón de Montfort, lo que pone de manifiesto que la asamblea conciliar tomó sus decisiones sobre la base de un escrutinio mayoritario de dos tercios, instrumento jurídico cuyo uso había sido impuesto obligatoriamente por Alejandro III en la elección pontificia y que Letrán III había ya utilizado.

En su conjunto, Letrán IV fue, no obstante, la obra del papa. Los decretos que se presentan como órdenes están formulados en primera persona del plural. El uso constante de la fórmula sacro approbante concilio y el tono autoritario y personal de los decretos no dejan duda sobre el hecho de que las sesiones plenarias (11 y 30 de noviembre) no influyeron sobre la formulación de los decretos. Los contemporáneos las denominaron con un término reservado a las decisiones que proceden de la autoridad pontificia: constituciones. La lectura detallada de las mismas sugiere que no fueron objeto de debates conciliares, a excepción de las declaraciones dogmáticas (constituciones 1-3) y de la cruzada (c.7).

En cuarenta casos las constituciones del Letrán IV contienen pasajes idénticos a otros escritos anteriores de Inocencio. Otras fuentes de inspiración fueron los grandes concilios de la Antigüedad cristiana (Nicea I, Constantinopla I, Calcedonia, Nicea II, los concilios de Letrán I al III), los instrumentos canónicos formulados a lo largo del siglo XII, el Decreto de Graciano y las tres primeras compilationes antiquae, así como el trabajo de elaboración doctrinal de las grandes escuelas parisinas. La autoridad eminente del papa sobre el concilio era generalmente admitida. Ya lo afirmó Pedro el Cantor. Más tarde, Santo Tomás no tendrá ninguna duda en considerar la legislación conciliar como obra del papa.

Los decretos conciliares

Se ha discutido sobre el número de constituciones: 70 o 72. De hecho, la cifra de 70 es constante en la tradición manuscrita. El 71 que concierne a la cruzada y figura en todas las ediciones modernas de los decretos conciliares ha sido glosado por los principales comentaristas (Juan el Teutónico y Vicente Hispano), pero olvidado por otros (Dámaso el Húngaro).

Las constituciones del IV de Letrán gozan de un aspecto doctrinal, menos presente en los precedentes concilios lateranos. A diferencia de ellos, el IV se abre con una constitución dogmática, verdadera profesión de fe de los Padres, al mismo tiempo que definición de la fe católica. Más larga que la de Nicea I (325) y Constantinopla I (381), afirma la Trinidad e incluye tres partes orgánicamente entrelazadas entre sí: la Trinidad, Dios en su esencia, la obra creadora y salvífica; la Encarnación del Hijo, Jesucristo, obra común de la Trinidad; la Iglesia universal, donde Cristo es al mismo tiempo sacerdote y víctima. Esta confesión de fe se explícita en el c.2, que incluye los errores joaquimitas y amalricenses, y el c.3, de los herejes en general o, mejor, de los valdenses.

Hecho no menos importante es que la teología sacramental introduce la nueva palabra: el pan y el vino transubstanciados en el Cuerpo y Sangre de Cristo por la potencia divina. Al mismo tiempo, reafirma que el poder de ofrecer el sacrificio de la misa por parte del sacerdote radica en estar ordenado conforme a las normas de la Iglesia o según el poder de las llaves de la Iglesia. Sin duda, la palabra transubstanciación, utilizada por los teólogos Pedro de Poitiers, Alain de Lille, Esteban Langton y los canonistas Esteban de Tournai, Huguccio, también lo fue por Lotario Segni en su De missarum sollemnis, donde define el modo y el momento de la transubstanciación. Letrán IV presenta el bautismo «para la remisión de los pecados». Precisa que todo pecador puede alcanzar, después del bautismo, la remisión de los pecados por una verdadera penitencia. Finalmente, que el matrimonio, paralelamente a la continencia, es un camino de salvación. Este grupo de doctrina se completa con la condenación de la actitud hostil del clero oriental hacia los ritos latinos (c.4).

Un conjunto de constituciones se refieren a: las relaciones entre el obispo y el cabildo (c.7), el procedimiento canónico en el juicio contra los eclesiásticos (c.8), el respeto de la diversidad de ritos en las diócesis de población mixta (c.9), la formación del clero destinado a la predicación (c.10), la institución de escuelas de gramática y de teología (c.ll), la obligación de los monasterios a reunirse en provincias y tener un capítulo general cada tres años (c. 12), la prohibición de nuevas órdenes religiosas (el3). Todas ellas están destinadas a poner las bases de una mejor y más eficaz organización de la vida eclesial.

Las constituciones 14 a 22, en su mayor parte comunes a la legislación sinodal precedente, estaban destinadas a renovar las prescripciones tradicionales en materia de disciplina de las costumbres del clero. Alguna de ellas, como la 21, instituye la obligación de la confesión al menos una vez al año a su propio cura, cumplir la penitencia impuesta y recibir con respeto, al menos en Pascua, el sacramento de la Eucaristía. La constitución 21 ha sido innovadora, extendiendo a todo Occidente prácticas pastorales y religiosas ya utilizadas en los últimos decenios del siglo XII. Letrán IV juega un papel absolutamente determinante en la vida religiosa del Occidente cristiano de la Edad Media.

Los problemas de procedimiento de elección y atribución de beneficios eclesiásticos ocupan una parte importante (c.23-32). Con normas de derecho precisas y rigurosas, Inocencio III innova y se opone a los abusos manifiestos. Las constituciones 35 a 49 fijan las reglas en materia de procedimiento canónico, uno de los dominios del derecho de la Iglesia que más se había desarrollado después de Letrán III a causa de la creciente centralización de la Iglesia romana. La restricción de los impedimentos del matrimonio al cuarto grado de consanguinidad y afinidad (c.50), las sanciones contra el matrimonio clandestino (c.51), las obligaciones en materia de diezmos (c.53 a 61) y la legislación concerniente a los judíos (c.67 a 70, obligados en adelante a distinguirse de los cristianos por un hábito diferente (c.68), constituyen otras tantas intervenciones en el dominio de las relaciones económicas (c.67) —de la usura practicada por los judíos— y sociales.

La cruzada

Todo el pontificado de Inocencio III está dominado por la idea de cruzada. Inmediatamente después de su advenimiento, el papa la quiso y la organizó; Venecia la desvió de su objetivo; y los caballeros occidentales, cediendo ante el espejismo de Constantinopla, la abandonaron. La empresa de Venecia de 1202 se dirigía a atacar el delta del Nilo, pero, obedeciendo a los intereses venecianos, cambió su rumbo, desembocando primero en la conquista de Zara y después (1203-1204) en la de Constantinopla. Inocencio III nunca renunció a reparar este fracaso.


Saqueo de Constantinopla
En 1213, después del arreglo de la cuestión alemana, de la liquidación del caso albigense y de la victoria conseguida sobre el Islam en las Navas de Tolosa, fue fijada la partida general para Tierra Santa para el 1 de junio de 1217. En esta fecha los cruzados marítimos deberían encontrarse en Sicilia, adonde el papa acudiría para bendecir y organizar el ejército. Un legado a latere se reuniría al mismo tiempo con los que llegaran a Oriente por tierra, cuyo lugar de concentración no se precisó. De esta manera la expedición quedó colocada bajo la dirección de la Santa Sede.

Durante los dieciocho meses que habían de transcurrir antes de la partida, los obispos debían dedicarse a su predicación, advirtiendo a los que habían tomado la cruz la obligación de cumplir su voto; y negociar con los reyes, príncipes, señores feudales y ciudades para la creación de un gran ejército. En su discurso de apertura del concilio, Inocencio III se declara dispuesto a dar ejemplo a fin de que la cristiandad no tenga la vergüenza de dejar Jerusalén en manos de los musulmanes. El sermón del papa no es solamente un elevado pensamiento, sino que parte de una convicción profunda, próxima a la concepción de San Bernardo: asume el santo y violento deseo personal del martirio y de la cruz. Y como si presintiera que el tiempo le ha sido medido, se identifica con el Apóstol que quiere permanecer en la carne antes de terminar la obra comenzada (Flp 1,24). La cruzada nunca se llevó a efecto, pues el papa murió el 16 de julio de 1216.

La recepción de las constituciones conciliares

Jamás antes de esta ocasión la Iglesia obtuvo un efecto legislativo de tan gran amplitud. Los decretos de Letrán IV son los únicos de los cuatro primeros concilios de Letrán que entraron en las grandes colecciones canónicas oficiales. Su importancia para la evolución general de la sociedad medieval fue considerable. A excepción de las constituciones conciliares 4 y 71, las demás fueron insertadas en la Compilatio IV y en las Decretales de Gregorio IX y se convirtieron, por tanto, en parte integrante del Corpus Iuris Canonici. Letrán IV ejerció sin duda una influencia muy diferente de una región a otra. Sobre la supresión de las ordalías, Letrán IV influyó en las cortes seculares. Desde el siglo XIII las decisiones conciliares penetraron también en las ordenaciones jurídicas de que se dotaran, desde el siglo XIII, los principales reinos del Occidente latino.

b) El concilio I de Lyon (1245)

Circunstancias previas y convocatoria

Cuando en febrero de 1239, en un edicto contra «los rebeldes al imperio», como Federico II los denomina, el emperador llamó a la guerra general contra los lombardos, a la que estaban obligados todos los súbditos del Imperio, Gregorio IX se decidió a lanzar de nuevo la excomunión contra Federico (20 o 24 de marzo). En la bula de excomunión, el papa deja entrever que sólo un concilio podía resolver el conflicto con el emperador, considerado como «la gran causa entre las grandes causas».


San Buenaventura en el concilio de Lyon
Con esta resolución papal se inicia la lucha final de la curia contra el emperador y su casa. Federico II respondió a las medidas papales ocupando el patrimonio de San Pedro y cercando Roma. Gregorio IX, por su lado, decidió apelar a la cristiandad, y convocó para Pascua de 1241 un concilio en Roma, que Federico impidió haciendo prisioneros a la mayoría de los obispos extranjeros que se dirigían allí en una flota genovesa para tomar parte en él. El 22 de agosto de 1241 moría Gregorio IX.

En agosto de 1241 fue elegido Celestino IV, cuyo pontificado sólo duró 17 días. Por fin, el 28 de junio de 1243 fue unánimemente elegido Inocencio IV. En el verano de 1244 es tomada Jerusalén; en otoño, el ejército cristiano fue vencido junto a Gaza-Ascalón; las revelaciones del arzobispo de los rutenos, Pedro, a propósito de la invasión mongola de su patria pusieron de actualidad el problema de los tártaros.

Inocencio IV se decidió a dar el paso definitivo de abandonar Italia y, fuera de los dominios de Federico, aunque en territorio imperial, convocar el concilio querido por Gregorio IX e impedido por el emperador, a fin de plantear el conflicto con el emperador ante la cristiandad y darle una solución. Tres semanas antes de su llegada a Lyón, el 27 de diciembre de 1244, Inocencio IV convoca un concilio para la fiesta de San Juan del año siguiente. Una convocatoria fue dirigida al emperador. Por primera vez, los maestros generales de las órdenes mendicantes eran invitados al concilio general. Los asuntos de Roma y del patrimonio estaban confiados a cuatro cardenales que permanecieron en Italia. Tres meses antes de la apertura del concilio —el 13 de abril de 1245— el papa renovó la excomunión contra Federico II y su hijo, el rey Enrique VII.

Participantes

La participación del episcopado de países dominados por Federico fue escasa. Acudieron algunos obispos exiliados; pero del imperio sólo los de Praga y Lieja, más los de Borgoña y el reino de Arles. En cambio, España, Francia e Inglaterra estuvieron bien representadas. Se contaron en total 150 obispos, además de los abades, superiores generales de las nuevas órdenes y representantes de los grandes cabildos, ciudades y príncipes invitados. El emperador de Constantinopla Balduino II, los condes Raimundo de Tolosa y Raimundo Berengario de Provenza acudieron en persona.

El desarrollo del concilio

El concilio I de Lyon celebró cuatro sesiones (del 26 de junio al 17 de julio de 1245) y, entre las sesiones, el trabajo se prosiguió en diálogos, consistorios y juntas de comisiones. Con ocasión de la apertura solemne el 28 de junio, Inocencio IV pronunció un discurso sobre «los cinco dolores del papa» que constituyen otras tantas razones justificando la convocatoria del concilio: corrupción de costumbres, abandono de Tierra Santa a causa de la insolencia de los sarracenos, el cisma con la Iglesia griega, los problemas del imperio latino, la amenaza de los tártaros, y, naturalmente, la persecución de la Iglesia por Federico II, contra quien fueron renovadas las acusaciones tradicionales de violación de juramento, sospecha de herejía y sacrilegio. Ésta era la primera vez, después de los grandes concilios 368 Historia de la Iglesia II: Edad Media de Letrán, que los problemas esencialmente políticos y no disciplinares y pastorales (la reforma de la Iglesia, la lucha contra la herejía) ocupaban los primeros puestos de la escena conciliar.

Entre la primera y la segunda sesión (5 de julio), a fin de probar la legitimidad de su acción, el papa hizo copiar todos los privilegios y otras actas favorables a la Iglesia romana, promulgadas en el pasado por los soberanos (emperadores y reyes). Noventa y un documentos fueron copiados (transumpta) desde el privilegio de Otón I hasta los de Federico II (en número de 35). Esta recogida con sellos de 40 prelados fue presentada a la tercera sesión (17 de julio); no faltaron sin embargo las reacciones. Los obispos ingleses protestaron contra la inserción en los transumpta de la manifestación de Juan de Inglaterra colocando su reino bajo la soberanía apostólica.

La decisión más importante se llevó a la sesión final. Previamente, el papa la había consultado con los prelados en particular y había sido aprobada por la mayoría sin objeción. Primeramente, anunció Inocencio que la fiesta de la Natividad de María (8 de septiembre) se celebraría en adelante con octava en toda la Iglesia. Seguidamente, hizo leer los decretos del concilio. A la reforma general de la Iglesia contribuyó el concilio aclarando problemas jurídicos, encareciendo la inspección administrativa, con miras sobre todo a un saneamiento de la economía claustral, y describiendo puntualmente las facultades de los legados pontificios. El concilio quiso conjurar el peligro mongol invitando a tomar intensas medidas de defensa. Para la defensa del imperio latino se prescribieron tributos eclesiásticos y para la cruzada se renovaron las disposiciones del concilio IV de Letrán, aunque faltaron planes concretos. Antes de que Inocencio IV pudiera hacer leer la bulla depositionis, Tadeo de Suessa apeló formalmente contra ella a un futuro papa y a un concilio verdaderamente universal. Inocencio IV defendió con serenas palabras la universalidad de la asamblea conciliar, a la que habían sido invitados cuantos en la cristiandad tenían derecho a asistir, y acusó al propio Federico II de la ausencia de partes enteras del episcopado.

El último acto del concilio fue la lectura de la bula de deposición y su confirmación por la asamblea. Por los cuatro delitos de perjurio, rotura de la paz, sacrilegio por la prisión de los prelados y sospecha de herejía, se depone a Federico II como emperador romano, rey alemán y rey de Italia-Sicilia; se le priva de todos sus honores y dignidades, se desliga a sus súbditos del juramento de fidelidad y se invita a los príncipes a proceder a una nueva elección. Sobre el reino de Sicilia quería el papa decidir por sí mismo después de aconsejarse con los cardenales. El Te Deum cerró la sesión. Él concilio I de Lyon no pronuncia una nueva excomunión del emperador, sin duda porque, según el propio Inocencio IV, su bula del 1 de abril de 1245 no tenía necesidad de confirmación conciliar. Sólo el papa estaba legitimado a deponer al emperador, por ser una criatura suya.

Después del concilio

El concilio I de Lyon representa una curva o un giro en la marcha de las relaciones del papa y el emperador. El emperador, a pesar de sus palabras, ni después del concilio abandonó los intentos de paz con el papa, pero la sentencia de Lyon ensanchó la sima entre él y el papa. La amenaza del emperador debió de ser real, puesto que el rey de Francia puso un ejército a disposición del papa. A fin de reforzar su protección personal, y la de la curia, el papa reemplazó en julio de 1245, al día siguiente del concilio, al arzobispo de Lyon Aimeric por Felipe de Saboya, un joven prelado dotado de experiencias administrativas y militares. Bajo la instigación de los parientes del papa Fieschi, la ciudad de Parma se levantó el 16 de mayo de 1247, obligando al emperador a interrumpir su viaje a Lyon. El 18 de mayo de 1248, la ciudad de Victoria, construida por el emperador para asediar Parma, fue tomada por los asaltantes. Habiendo fracasado de nuevo la mediación del rey de Francia, el papa renovó su excomunión. El 1 de noviembre de 1248, Guillermo de Holanda era proclamado rey en Aquisgrán.

El concilio I de Lyon marca «el fin de una etapa dominada por las luchas entre el papa y el emperador». La unidad de la cristiandad se realiza ahora bajo la autoridad del papa, verus imperator. Pero surgen nuevas fuerzas que conducen a la creación de entidades nacionales, con poder legislativo. Para la Iglesia romana existía el peligro de una politización creciente de su actividad, especialmente en el reino de Sicilia.

Lyon I contribuye, sólo muy parcialmente, a resolver los grandes problemas que sufría la Iglesia de Occidente a causa de la centralización romana, que había conocido una evolución cierta bajo el impulso del papa Inocencio IV: la imposición fiscal instituida por el papa, la política beneficial de la curia romana, los impedimentos sobre la libertad de elección del obispo por los cabildos, la politización de la Iglesia romana.

La «donación de Constantino» había hecho su entrada en la lengua política del papado con Inocencio III, que no recurrió a ella más que una sola vez, para afirmar la dignidad real del sucesor de Pedro y para legitimar el ejercicio de sus poderes soberanos en Roma y el patrimonio. Gregorio IX no había dudado en oponer con determinación este documento al Imperio. Inocencio IV le consagrará un comentario en el Apparatus.

La permanencia de Inocencio IV en Lyon

Es en Lyon donde Inocencio IV pudo verdaderamente comenzar a ejercer su apostolatus officium. En el curso de su permanencia lionesa el papa tomó muchas decisiones importantes: dota a la curia romana de un Studium genérale, lo que permite a las numerosas escuelas, especialmente existentes de derecho civil, apud sedem apostolicam, gozar de privilegios apostólicos. Durante el concilio, concede a los cardenales un capelo de color rojo, sin duda para reforzar su ligazón simbólica con la persona del papa.

Abierto al mundo por su origen social y geográfico, Inocencio IV se interesó por el acrecentamiento de los conocimientos, especialmente de los tártaros y el Extremo Oriente, y puso en obra una amplia acción diplomática. En Lyon, en la corte de Inocencio IV, Occidente pudo reunir, por primera vez, informaciones de primera mano sobre los tártaros, gracias a cierto «arzobispo Pedro», sacerdote proveniente sin duda de Rusia, y a un capellán del cardenal Juan de Toledo, Roger de Torrecuso, autor de una de las fuentes más fiables sobre la invasión de los tártaros en Hungría, el Carmen miserabile super destructione regni Hungariae. Roger había sido hecho prisionero por los mongoles en 1241-1242. El problema de los tártaros fue incluido en el orden del día de un futuro concilio. Además, el papa nombra dos embajadas, una encargada a Lorenzo de Portugal, al que sólo conocemos por la misiva del papa, y la otra a Juan di Piano di Carpine, quien fue enviado al corazón de Asia. Partió de Lyon el 16 de abril de 1245 y retornó dos años más tarde, en 1247.

Inocencio IV confía otras misiones a los órdenes mendicantes. El ministro general franciscano Juan de Parma fue enviado (1249) a la corte de Juan III Ducas Vatatzés, emperador bizantino de Nicea, para convencerle de que retirase su sostén a Federico II y para sondear la posibilidad de abrir negociaciones de paz y de unión. En Ninphea tuvo lugar un sínodo que reunió al emperador, al patriarca de Nicea, a los prelados bizantinos y a los enviados personales del papa en 1250.

Gracias a su permanencia en Lyón, la curia romana, lejos de las dificultades romanas e italianas, se sintió más segura, más apta para dirigir la cristiandad y decidir separarse del dualismo Iglesia- emperador.

ÁLVAREZ GÓMEZ, JESÚS. (2001). HISTORIA DE LA IGLESIA. MADRID: BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS

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