HEREJÍAS E INQUISICIÓN EN EL SIGLO XIII

HEREJÍAS E INQUISICIÓN EN EL SIGLO XIII

a) Las nuevas herejías

El joachimismo después de Joachim. Gerardo di Borgo San Donino

Después de la muerte de Joachim en 1202, a pesar de su condenación por lo que respecta a su pensamiento trinitario (concilio IV de Letrán [1215,] c.2. «Del error del abad Joachim»), sus ideas se difundieron rápidamente por toda la cristiandad, pues se encuentran ya citadas en París en 1210. A partir de 1240, se asiste a la aparición de toda una literatura pseudo-joachimita, escrita por cistercienses, o, más numerosa, por franciscanos. Aparece en ella una crítica violenta de la Iglesia jerárquica y una exaltación de la función salvífica de San Francisco de Asís y de Santo Domingo ante la venida inminente de Cristo Juez.

Las catástrofes que amenazaban entonces a la cristiandad —la invasión de los mongoles o tártaros, en 1240; el conflicto sin fin entre el papado y Federico II; el desastre de las cruzadas de San Luis, etc.— son presentadas como castigos infligidos por Dios a la Iglesia a causa de sus pecados; por lo que es necesario renovar la cristiandad bajo el impulso de las órdenes mendicantes y en particular de los hermanos menores. Estos últimos, a causa de su unión con la pobreza absoluta, eran «los hombres espirituales» de los que Joachim había anunciado que traería la tercera edad. Algunos autores irán más lejos, como el franciscano Gerardo di Borgo San Donino, quien, en su Introducción al Evangelio eterno, escrito en 1254, no duda en afirmar que la obra de Joachim era verdaderamente el Evangelio eterno, del que se habla en el Apocalipsis (Ap 14,5), y que la Orden franciscana había recibido de Dios la misión de regenerar la Iglesia. Este texto provocó que los maestros seculares de la Universidad de París excluyeran a los mendicantes de la enseñanza de la teología. El papado los protegió y obligó a la Universidad a reintegrarlos. Pero una comisión pontifica, instituida por Inocencio IV, condena en 1254 las tesis joachimitas de Gerardo di Borgo San Donino, que muere más tarde en prisión.

La efervescencia de la religiosidad popular

Las ideas que Gerardo di Borgo San Donino había expuesto continuaron circulando dentro de su Orden y entre los laicos a ella ligados. Estas ideas reforzaron en muchos de ellos la convicción de la inminencia del fin del mundo a partir de 1260, fecha en que, según Joachim, debía comenzar la tercera edad. En Italia aparecieron entonces procesiones de flagelantes cuyo fin era apagar la cólera divina infligiéndose voluntariamente sufrimientos que les permitían lograr su salvación identificándose con Cristo en la Pasión. En pocos meses, el movimiento se extendió por los países germánicos hasta Polonia, donde los penitentes fueron acusados de herejía por darse mutuamente la absolución de los pecados, después de haberse confesado los unos a los otros. Este movimiento pasó pronto, pero aparecieron otros nuevos. Nuevamente en Italia surge otro nuevo movimiento en 1260, el de los Apostólicos, fundado en Parma por Gerardo Segarelli, que acusaba a las órdenes mendicantes de haber traicionado su ideal de pobreza y de simplicidad y exaltaba el papel mesiánico de los laicos en el plano religioso.

En Francia, algunos años más tarde, el movimiento de los «Pastorcillos», aparecido después de la cruzada llamada de los niños de 1212, suscitó vivas inquietudes. Se trataba, en su origen, de bandas de jóvenes de origen rural que recorrían el país en 1251 bajo la dirección de un jefe carismático, llamado Maestro de Hungría, y afirmaban querer ir a Tierra Santa para llevar socorro al rey San Luis. Inicialmente bien acogidos, en particular por la reina madre y regente Blanca de Castilla, no tardaron en hacerse sospechosos a las autoridades por sus ataques contra los prelados, a los que reprochaban su riqueza, y por su violencia contra los clérigos, los monjes y los judíos. Este movimiento terminó por ser dispersado por las tropas reales, aunque se repitió bajo formas similares en 1320.

Los movimientos intelectuales y su condenación

A finales del siglo XI y todo el siglo XII, se reavivaron los debates teológicos, la autoridad eclesiástica comenzó a imponer sanciones contra algunos intelectuales a los que reprocha profesar opiniones muy osadas o disonantes con la tradición. El papa Gregorio VII, en 1079, exigió al escolar Berengario de Tours que se retractara de la interpretación simbólica que había dado de la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas, lo que ya había sido condenado por muchos sínodos regionales desde 1050.

En 1121, las doctrinas de Abelardo fueron examinadas por el concilio de Soissons, presidido por un legado pontificio. Pero especialmente sus esfuerzos por poner las bases de una teología, esto es, de un discurso racional de Dios excluyendo el recurso a los argumentos de autoridad, inquietaron a San Bernardo, que le hizo condenar en el concilio de Sens en 1140.

El mismo San Bernardo, en 1148, reprochó los errores de Gilberto de la Porree, obispo de Poitiers, a quien el abad de Claraval acusó de haber mantenido un acercamiento demasiado dialéctico y filosófico al misterio divino de la Trinidad. Pero Gilberto, después de haberse retractado en el concilio de Reims, fue reintegrado con todos los honores en su diócesis. Eran cuestiones que sólo concernían a medios restringidos y eran demasiado sutiles para tener repercusiones en el seno de la opinión pública.

Las cosas cambiaron en el siglo XIII con el desarrollo de las universidades, donde un público más amplio y advertido discutía de temas filosóficos y teológicos, así como con la difusión en Occidente, a partir de 1200, de traducciones latinas de las obras de Aristóteles, acompañadas de comentarios racionalistas del filósofo musulmán Ibn Rus, conocido como Averroes (1126-1198).

En 1210, diez clérigos fueron quemados en París por la justicia real, después de haber sido condenados y degradados por la Iglesia, mientras que otros cuatro fueron condenados a prisión perpetua. Se les llamaba los amalricianos, pues eran discípulos de Amalrico de Bene. Éste (†1206), maestro de la facultad de artes, debe ser distinguido de sus alumnos, aunque la condenación caía sobre él y comprendía la exhumación de sus restos mortales que serían echados a una hoguera. Ciertamente, Amalrico de Bene había defendido que, puesto que Dios es la forma de todas las cosas, «cada cristiano debe ser considerado como un miembro de Cristo» y que «esta creencia es tan indispensable para la salvación como la de creer en el nacimiento y la resurrección de Cristo». Esta especie de panteísmo cristocéntrico parece estar próximo al panteísmo, puramente intelectual, de su contemporáneo David de Dinant, de inspiración aristotélica. En ambos casos, el problema radicaba en la deificación del hombre, cuya posibilidad se afirmaba sin referirse a la gracia divina y sin tener en cuenta el pecado original.

Los amalricenses, por su parte, fueron más lejos que su maestro sosteniendo que se podía pasar sin los sacramentos para alcanzar la salvación y que el nombre que llegaba, por el conocimiento, a encontrar la inocencia espiritual estaba libre de toda ley moral. Numerosos autores eclesiásticos de la época hablarán de esta herejía, que tocó, igualmente, a algunas mujeres laicas, prueba de que la idea de la afirmación de la inmanencia divina en el alma humana ejercía una fascinación real sobre los espíritus, en una época en que la Iglesia insistía, al contrario, en la necesidad de la penitencia para salvarse. Sin duda ésta es la razón por la que la represión fue muy brutal. La condena del «averroísmo cristiano» y las implicaciones de Santo Tomás ya han sido expuestas en el apartado anterior.

Las supersticiones y otros ritos populares

Nuevas formas de «superstición» se difundieron durante el siglo XIII. La institución de la Iglesia en la práctica sacramental favoreció la utilización de objetos que hubiesen estado en contacto con el santo crisma, del que el sacerdote se servía para el bautismo y la confirmación, y, sobre todo, con la Eucaristía.

La Iglesia considera como sospechosas ciertas prácticas tradicionales o nuevas formas de magia. Todos los seres intermediarios o mixtos, que poblaban el maravilloso folklore (duendes, mujeres-serpientes como Melusina, hombres salvajes, etc.) cesaron de ser considerados como inocentes ficciones a partir del momento en que la reflexión de los intelectuales puso de relieve la diferencia existente entre el hombre y el mundo animal, haciendo del primero el centro de la creación y el único ser viviente llamado por Dios a la salvación. Rechazando toda ambivalencia o ambigüedad, los teólogos escolásticos del siglo xm se opusieron a los seres híbridos del folclore, recluidos en el mundo de la brujería y que los heréticos querían asimilar a los ángeles.

Santo Tomás de Aquino se mostró sensiblemente más severo que San Agustín frente a las supersticiones, en particular en el campo de la adivinación. El de Aquino ve en la adivinación la expresión de un pacto con el diablo, que constituye un pecado grave, si la relación con el maligno es explícita. En el mismo sentido, las Decretales publicadas por Gregorio IX en 1234 condenaban la adivinación si implicaba la invocación a los demonios; en tanto que en 1258, el papa Alejandro IV pide a los inquisidores que no persigan a los magos más que cuando sus actividades tengan un sabor manifiesto de herejía.

Más inquietante para la Iglesia fue descubrir que existía cierto número de laicos, tanto en la ciudad como en el campo, que profesaban un fondo de escepticismo y de materialismo. Así, desde Languedoc hasta Italia, se encuentran laicos a diferentes niveles que, sin estar necesariamente ligados a un grupo herético definido, afirman que, aunque el cuerpo de Cristo fuese tan grande y alto como una montaña, habría sido comido ya hace mucho tiempo por los fieles, o que la vegetación no se produce con la ayuda de Dios, sino a causa de la descomposición que se opera en el suelo; lo que prueba que el poder divino no es tan grande como dicen los predicadores. Estas afirmaciones se unen a las de aquellos que profieren expresiones de un anticlericalismo virulento como que «las iglesias no son lugares más sagrados que las casas», o que «la oración por los muertos no tiene valor más que para permitir al clérigo enriquecerse a expensas de los fieles», o como el comerciante de Toulouse que afirma delante de sus jueces su creencia en el paraíso terrestre, situado en este mundo y muy próximo a la concepción que de él proponía el Islam. Es difícil hablar a este propósito de un verdadero ateísmo, se trata más bien de espíritus independientes, inconformistas, que podían llegar a dudar de la fe. Pero estos casos fueron poco numerosos.

Finalmente, la lucha contra la blasfemia comienza a tomar en esta época una importancia considerable. Los teólogos insistirán sobre su extrema gravedad y Santo Tomás de Aquino precisa que se trata de una herejía abominable, incluso, en ciertos casos, de una forma de infidelitas, en la medida en que el que la profiere parece negar la naturaleza moral de Dios, que es fundamentalmente el bien. A los ojos de los moralistas, en todo caso, la blasfemia era una falta más grave que la herejía, y se sabe que San Luis, en Francia, promulga penas severas contra los blasfemos.

b) La Inquisición

Los primeros pasos

A finales del siglo XII y comienzos del XIII, se endurece la actitud de la Iglesia y de la sociedad frente a los heréticos, los judíos y todos los otros desviados. Esta actitud se concretó en la Inquisición, instituida hacia 1231-1232 por el papa Gregorio IX.

Las primeras condenas inquisitoriales son las episcopales del siglo XI y las proclamas de San Bernardo en el siglo XII, que pedían condenar a los heréticos no por las armas, sino por los argumentos.

El papa Alejandro III fue el primero que condena a los heréticos, reiteradamente a los cátaros en los sínodos de Montpellier de 1162 y de Tours de 1169. En su correspondencia con el rey Luis VII el Joven (1137-1180), de Francia, sienta los principios de una intervención sistemática contra los herejes.

La legislación inquisitorial recibe su primera forma legal después de la paz de Venecia de 1177 y especialmente con su ratificación en Verona en 1184, donde se reunieron el papa Lucio III (1181-1185) y el emperador Federico I Barbarroja a fin de tomar medidas conjuntas respecto a la herejía. El 4 de noviembre publica el papa la decretal Ad abolendam. Es la primera codificación de la acción conjunta de los dos poderes contra la heterodoxia. Primero se nombra una serie de herejes condenados por el papa y el emperador: cátaros, patarinos, humillados, pobres de Lyon, valdenses, arnaldianos y todos los que se dan a la predicación libre y creen y enseñan contrariamente a la Iglesia católica sobre la Eucaristía, el bautismo, la remisión de los pecados y el matrimonio. La misma censura cae sobre sus protectores y defensores. Los clérigos y monjes convictos de herejía serán privados de sus privilegios y beneficios y abandonados al brazo secular. Los laicos que no puedan justificarse delante del obispo serán entregados a la justicia civil, de la que recibirán la pena merecida. El control de la ortodoxia queda bajo la vigilancia del ordinario (el obispo) del lugar. Este procederá, cada dos años, a inspeccionar su diócesis y hará que durante su visita les sean denunciados los sospechosos. El obispo es, por tanto, el juez ordinario para descubrir, juzgar y perseguir a los heréticos. Sin esperar una acusación formal, el obispo debe investigar espontáneamente a los que, según los rumores, sean sospechosos. Ésta es la llamada Inquisición episcopal.

De la cruzada contra los albigenses al concilio de Toulouse (1229)

Desde 1208, Inocencio III, valorando la debilidad de los resultados obtenidos por la predicación pacífica, invita al rey de Francia Felipe Augusto (1180-1223) y a otros barones a reprimir la herejía por las armas en el condado de Toulouse. El asesinato de su legado, Pedro de Castelnau, en enero de 1208, dispara la acción militar. Inocencio III hace predicar la cruzada contra los albigenses y contra Raimundo VI de Toulouse que los protegía. En virtud del «poder de las llaves» determina la propiedad de las tierras conquistadas a los heréticos «en nombre de Cristo». Compuestas por señores del norte de Francia, las tropas de los cruzados fueron colocadas bajo el mandato de Simón de Montfort y la responsabilidad del legado del papa, Amoldo, abad de Citeaux, que, hasta entonces, había participado con Santo Domingo en la dirección de la misión de Lauragais. La guerra fue áspera y cruel, marcada con episodios sangrantes como la masacre de Béziers, donde los cruzados exterminaron a treinta mil personas en 1209. Simón de Montfort y sus compañeros desarrollaron la guerra en su provecho personal e Inocencio III acusó al jefe de los cruzados «de derramar la sangre del justo [...] para servir a sus intereses propios y no a la causa de la religión». La violencia de la lucha empujó contra los franceses del norte a hombres que, sin estar comprometidos en el menor grado con la herejía, se sintieron solidarios de su dinastía y de sus compatriotas, éste fue el caso de la burguesía tolosana.

El concilio IV de Letrán de 1215 toma una serie de medidas que prescriben el destierro de los herejes, la confiscación de sus bienes y su exclusión de la vida civil.

Las disposiciones conciliares peligraban permanecer letra muerta si el brazo secular no se empeñaba en apoyar la acción de la Iglesia, como se aprecia después de la muerte, en 1218, de Simón de Montfort, el jefe de los cruzados que había establecido su poder en una buena parte del Languedoc y cuya muerte fue seguida por el retorno del catarismo. Sólo la intervención del rey de Francia, Luis VIII, en 1226, permitió a la ortodoxia imponerse definitivamente.

Esta situación fue aún más difícil en Italia, donde las comunas se opusieron con obstinación a toda intromisión de la Iglesia en sus asuntos y en su legislación. En 1220 Honorio III intenta contener el obstáculo haciendo promulgar por el joven Federico II, entonces protegido por el papa que le había coronado, los cánones de Letrán IV contra los heréticos como constituciones imperiales. Constituciones que fueron agravadas por el emperador en textos promulgados en 1224 y 1232, que precisaban la gravedad jurídica del delito de herejía, asimilado al crimen de lesa majestad y condenable por este título con la muerte en la hoguera. Paralelamente, el cardenal Hugolino, futuro Gregorio IX, emprendió con Santo Domingo una gran legación en Lombardía para predicar allí la cruzada y obtener la inserción de las constituciones federicanas en los estatutos comunales.

El concilio de Tolouse de 1229 y el decreto de Inocencio IV de 1252

En 1229, el concilio de Toulouse establece definitivamente la manera de proceder en la búsqueda y castigo de los disidentes: los descubiertos y convictos de herejía debían ser entregados al brazo secular para que les infligiera la animadversatio debita por el crimen, se ordenaba la destrucción de los bienes muebles, se dejaba un tercio de la fortuna a los denunciantes y se desterraba de la ciudad a los partidarios del condenado, habiéndoseles incautado primero de un tercio de sus fortunas. A los heréticos arrepentidos se les concedería gracia de la vida, pero les serían infligidas pesadas penas de prisión. Los que se retractaran únicamente por miedo de la tortura debían ser encarcelados a perpetuidad (pena llamada del «muro»); sin embargo, los relapsos, según el uso en vigor, no podían esperar escapar de la pena del fuego. En cuanto a los simples creyentes o simpatizantes, peligraban caer en penas infamantes, en particular llevar a perpetuidad cruces cosidas sobre sus vestidos, que permitían identificarles fácilmente en sus desplazamientos.

En 1252, el papa Inocencio IV autoriza, finalmente, en la represión de la herejía, el empleo de la tortura, tomada del derecho romano, aunque uno de sus predecesores, Nicolás I, la había condenado en 866 como una violación de la ley divina y humana.

Los teólogos más eminentes de la época justificaron estos cambios: Tomás de Aquino, siguiendo a San Bernardo, recuerda la libertad del acto de fe y condena el empleo de la represión frente a los judíos y los paganos, pero señala que el caso de los heréticos es diferente: contra ellos la violencia es legítima, puesto que se trata de bautizados que han escogido renegar de su religión. Por lo tanto, si se considera la fe como el bien supremo, el que la rechaza comete el peor de los crímenes y merece la muerte.

La aparición de la Inquisición

La institución de la Inquisición.— Para la aplicación de este conjunto de medidas punitivas, el papado inicialmente contó con los obispos y los reyes. Por el tratado de París de 1229, fin de la cruzada contra los albigenses, el conde de Toulouse, Raimundo VII, se compromete a colaborar con la Iglesia en la persecución y punición de los heréticos, y, en el Imperio, Federico II promulga contra ellos textos particularmente severos. Pero los prelados estaban frecuentemente demasiado ligados a las grandes familias de su diócesis para poder servir eficazmente, y el emperador, en conflicto abierto con el papado a partir de 1230, se guarda de ir demasiado lejos en la represión de movimientos religiosos disidentes que, al menos en Italia, se convierten en sus aliados.

Para vencer todas estas resistencias, el papa Gregorio IX instituye, entre 1231 y 1232, la Inquisición, un tribunal especialmente encargado de combatir la herejía, cuya responsabilidad fue confiada a miembros de la Orden de los dominicos, y más tarde, en algunas regiones como la Umbría o Provenza, a los franciscanos.

La ofensiva de los religiosos se desarrolla en un doble nivel: de una parte, aprovecharon su popularidad creciente en las ciudades para introducir las constituciones imperiales reprimiendo la herejía en la legislación municipal de cada ciudad; de otra, para asegurarse el apoyo del brazo secular, crearon asociaciones o cofradías de católicos devotos, que les asistieron en su lucha contra los herejes y tomaron por la fuerza el control de la calle y de las instituciones comunales para cazar a los defensores de los heréticos.

Fue un trabajo largo, como lo ilustra el dominico Pedro de Verana, asesinado en 1252 por sus adversarios entre Como y Milán, pero que terminó por obtener sus frutos, sobre todo después de la muerte de Federico II (†1250), cuando, derrotados definitivamente los gibelinos (1266-1268), llegan al poder, en la mayor parte de las ciudades italianas, los güelfos, favorables a la Iglesia y al nuevo rey de Sicilia, Carlos de Anjou.

Dos hombres que practicaron una acción violenta y arbitraria suscitaron recriminaciones en el mismo seno de la Iglesia: en Francia septentrional, el dominico Roberto el Bougre, un antiguo cátaro convertido, hizo quemar, entre 1232 y 1239, a centenares de heréticos después de un juicio sumario, lo que le valió la desaprobación de sus superiores por haber manifestado tanta crueldad; en Alemania, el clérigo secular Conrado de Marburgo enciende numerosas hogueras, en virtud de una comisión pontificia, sobre todo entre 1231 y el 30 de julio de 1232, fecha en la que fue asesinado. Como en la misma época, el dominico Jean de Vicenca hizo ejecutar a numerosos heréticos en las ciudades de las Marcas de Treviso, se puede hablar de una fase histérica de la represión.

El funcionamiento de la Inquisición.— Una vez pasada esta crisis inicial —testigo de ella la célebre bula de Gregorio IX Vox in Rama del 11 de junio de 1233—, la Inquisición toma caminos menos duros, sin perder su eficacia, que reposa sobre múltiples factores.

El primero era el carácter universal de las órdenes mendicantes, así como su subordinación inmediata a la Santa Sede. La mayor parte de los inquisidores eran nombrados directamente por el papa y su apoyo les permitía pasar por encima de los obispos. Sus tribunales se instalaron en las regiones más tocadas por los herejes (Toulouse y Carcasonne por ejemplo, en Languedoc) y se esforzaron por extenderse a partir de ellas por medio de los comisarios y, más tarde, de sucursales. Como el tribunal, situado por lo general en un convento dominico, poseía buenos archivos, esto le permitía, a lo largo de varios años o decenios, establecer ligámenes entre los asuntos o personas cuyas relaciones con la herejía se habían dado como evidentes, a partir de una precedente encuesta, pero que podían ser desenmascaradas mucho tiempo después (véase los castigos a título póstumo, sus restos eran entonces exhumados y quemados públicamente).

Pero la causa principal de la eficacia de la Inquisición reside sin duda en el procedimiento que ha dado lugar a su nombre, que se puede definir como una persecución de oficio, realizada a iniciativa del inquisidor contra los sospechosos, quienes carecían de las garantías habituales concedidas a los acusados para su defensa. La norma de todas las etapas del procedimiento era el secreto y los acusados ignoraban quien los denunciaba, de qué estaban inculpados y de qué pruebas disponían sus acusadores contra ellos.

Quienes eran citados a comparecer delante del tribunal del inquisidor y no tenían la conciencia tranquila preferían huir. Pero con este procedimiento se convertían ipsofacto en «huidos» sobre los que pesaba una presunción de culpabilidad y, si regresaban a sus regiones de origen y eran prendidos, tenían pocas esperanzas de escapar de una condena.

En caso de proceso, la sanción dependía a la vez del género del compromiso del acusado con la herejía. Los prefectos cátaros eran en principio más severamente castigados que los simples creyentes, pero también el proceso dependía de su comportamiento: si aceptaban colaborar y denunciaban a los miembros de la secta con los que habían tenido relación, podían esperar salvar su cabeza o al menos beneficiarse de una cierta indulgencia. Porque todo el sistema reposaba sobre la denuncia y una de las primeras cosas que el inquisidor recordaba al acusado era la obligación que tenía de revelar a sus cómplices.

Los diversos manuales compuestos a partir de 1240 para uso de los inquisidores y los procesos verbales de la Inquisición, posteriores a 1250, nos permiten conocer los interrogatorios. Estas fuentes esclarecen el doble objeto del procedimiento inquisitorial: combatir el peligro social que representaba la herejía, poniendo en evidencia la existencia de redes más o menos clandestinas, y asegurar la salvación personal del hereje, obteniendo su retractación y su conversión.

La Inquisición, en el siglo XIII, salvo en los «años terribles», 1231-1239, pronunció relativamente pocas sentencias capitales, mientras que impuso numerosas penas de prisión y muchas sanciones menores, como peregrinaciones expiatorias y penas infamantes como llevar la cruz cosida a los hábitos. La mejor prueba del éxito de esta política reside posiblemente en el gran número de inquisidores que comenzaron por ser ellos mismos heréticos. La sociedad herética, reducida por medio de la delación, desmoralizada por el retorno de algunos de sus jefes y traicionada por los renegados que se infiltraban entre sus redes por cuenta de la Inquisición, terminó por desaparecer.

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