EL CONCILIO II DE LYÓN (1274)

EL CONCILIO II DE LYÓN (1274)

a) La crisis de la sede romana

Desde noviembre de 1268, en que murió el papa Clemente IV, hasta 1292, fecha de la defunción de Nicolás IV, ocho papas se sucedieron en 24 años; más exactamente, ocuparon la sede de Roma durante diecinueve años, porque los interregnos cubren una duración de cinco años.

A la muerte de Clemente IV las dificultades eran muchas. Los veinte cardenales concentrados en Viterbo, reunidos en dos grupos, se oponían firmemente: los partidarios de Carlos de Anjou, hermano de San Luis, rey de Nápoles, y con este título vasallo de la Santa Sede, y los partidarios del emperador. En enero de 1269, las autoridades civiles de Viterbo desmantelan el techo del palacio donde se prolongaba una discordia estéril. Después se cortan los víveres a los cardenales. Éstos recurren a la vía de compromiso. Una comisión formada por tres cardenales de cada tendencia termina por proponer a un clérigo, que no era aún sacerdote; ausente de Italia, se encontraba en Acre. Teobaldo Visconti, nacido en Piacenza en 1210, era conocido por haber sido canónigo de Lyón, arcediano de Lieja y porque San Luis quiso su compañía en Túnez en 1270. El 1 de septiembre de 1271 es elegido en Viterbo al término de un cónclave de 27 meses. Hasta febrero de 1272 no llega a Viterbo. Se puede apreciar una razón positiva: no estaba mezclado en las intrigas italianas. ¿Quien propuso su nombre? ¿San Buenaventura?

b) La decisión de Gregorio X

¿Por qué un concilio en 1274? ¿Por qué en Lyón? La respuesta resulta de las circunstancias concretas y se esclarece con el recuerdo de los concilios anteriores: Lyón I en 1245, y, sobre todo, Letrán IV en 1215, sin olvidar sus tres precedentes del siglo XII (1123, 1139, 1179). La reforma eclesiástica, la unión de las iglesias latina y griega, la cruzada continuaban siendo un programa constantemente a relanzar.

Gregorio X
Los componentes históricos cambiaron en el tercer cuarto del siglo XIII : la caída del imperio latino de Oriente y la restauración de Miguel Paleólogo; el debilitamiento latente de los principados francos de Palestina y de Siria; el desastre y la muerte de San Luis frente a Túnez; las veleidades del príncipe Eduardo de Inglaterra; las esperanzas de apertura de un «segundo frente» en la parte posterior del Islam con la ayuda de los mongoles. Todo esto precisaba en Occidente una adaptación.

Las órdenes mendicantes habían movido diferentes corrientes y devociones difícilmente controlables, aunque ortodoxas, como la del Corpus Christi. Más urgente era la necesidad de una reforma interior de la Iglesia. La aplicación de los decretos del concilio IV de Letrán sobre el plan sacramental y pastoral no se había completado, especialmente en cuanto a la pena disciplinar, a propósito del acaparamiento de beneficios. El problema más grave atañía a la cabeza misma de la Iglesia. Gregorio X lo sabía mejor que nadie, dadas las dificultades de su elección.

Las condiciones de esta elección enseñaron al elegido que el soberano pontificado debía mantenerse a distancia de las intrigas políticas e imponerse al Sacro Colegio. De natural fuerte, el nuevo papa coloca la reforma de la Iglesia en el primer plano de su programa de acción; después los problemas de Oriente, que dejaba para más adelante.

Teobaldo Visconti se toma su tiempo en su intento. Después de haber sido ordenado sacerdote, fue coronado con el nombre de Gregorio X el 27 de marzo de 1272 y, cuatro días después, desvela su proyecto de reunir un concilio. Un año más tarde, en una carta al arzobispo de Sens (13 de abril de 1273), revela su decisión de reunirlo en Lyón, preferida a Muntpellier, ciudad en la que también había pensado.

La elección de Lyón no era insólita, puesto que esta ciudad había acogido el concilio precedente. El haber sido canónigo lionés pudo jugar en favor de esta ciudad, de la que escribe en abril de 1273: «ofrece la más grande comodidad». Desde todos los puntos cardinales se llegaba al encuentro del Saona y el Ródano, que bajan de las cumbres alpinas, y de las rutas de Alemania y de España. Tradicionalmente, Lyón era un centro de concentración de cruzados, lo que debía contar para Gregorio X. En una cristiandad replegada sobre Occidente a causa de las circunstancias políticas, el valle del Ródano se convierte en una zona de reencuentro y de posibilidades de gobierno, en Lyón en 1245 y 1274, en Vienne en 1311, en Aviñón durante 75 años. En Roma, sobre la tumba de los Apóstoles, estaba el corazón de la cristiandad, pero Lyón tenía el papel de centro neurálgico. A estas comodidades, Lyón añadía la seguridad y la libertad. Era, en derecho, una ciudad del Imperio, pero excéntrica y próxima a ceder a la atracción capeta. En 1274, Lyón no estaba sometida, mantenía el orden público. En Lyón, el papa podía sentirse libre.

En fin, la ciudad ofrecía posibilidades de acogida también a causa de su prosperidad económica. Con una población de diez o doce mil habitantes, contaba con un número notable de conventos, hospitales y albergues. A esto se añadía la hospitalidad de los particulares, el acondicionamiento de todos los asistentes al concilio estaba asegurado. Éstos, por otra parte, no estuvieron presentes simultáneamente.

c) El concilio II de Lyón (1274)

Convocatoria y asistencia

La bula de convocatoria Dudum super, fechada en Orvieto el 11 de marzo de 1273, se dirigía a unos sesenta entre prelados y jefes de órdenes religiosas. Otros invitados fueron llamados el mes siguiente, 13 de abril, por la bula In litteris, también desde Orvieto. Parece que se convocaron 500 arzobispos y obispos, quizás 700, sin contar los abades de monasterios. El total pasaría del millar, 1,024 según un testigo ocular de la inauguración del concilio. Jamás se había visto algo igual en los concilios precedentes.


Segundo Concilio de Lyon
Los obispos conciliares italianos eran los más numerosos, 60; los del Imperio, 34; no comprendidos los 12 venidos de Provenza, 32 del reino de Francia, 27 de la Península Ibérica y 21 de las Islas Británicas. Añadiendo las representaciones de las diócesis húngaras, escandinavas y polacas, los jefes de las órdenes religiosas y los delegados de los príncipes, el concilio aparecía como, fundamentalmente, latino y occidental. En efecto, del Oriente franco, en declive, vinieron solamente tres patriarcas, dos obispos y los maestres de los hospitalarios y de los templarios.

Esta masa de latinos estaba compuesta de una élite aristocrática y de una mayoría de clérigos seculares. Las universidades, como tales, estuvieron ausentes, hecho sorprendente en la segunda mitad del siglo XIII. El hecho de no ser invitadas, ¿sería reflejo de las discusiones del momento y de la reserva de las autoridades eclesiásticas en relación con ellas? Sin embargo, si las universidades no tuvieron en Lyón el lugar que conquistarían los universitarios, a título personal, al final del siglo siguiente, en la época del cisma ocuparon una presencia destacada. Tres de ellos recibieron de Gregorio X una misión excepcional para la preparación del concilio: San Buenaventura, creado cardenal; Pedro de Tarantasia (futuro Inocencio V), colocado en la sede episcopal de Lyón, y Esteban de Borbón, un especialista de la pastoral de los exempla. Santo Tomás de Aquino debía estar presente, pero murió durante el viaje a Lyón. Los mendicantes tuvieron un lugar importante, menos como universitarios, más en razón de su actividad pastoral. El concilio atendió en pleno a la lucha de los seculares y de los regulares. Además, importantes sedes episcopales como Lyón o Rouen y misiones apostólicas delicadas fueron puestas en sus manos, como las relaciones con la Iglesia griega y las misiones de Oriente.

La influencia de los franciscanos y de los dominicos contribuyó a llevar al concilio a los representantes oficiales del basileus Miguel Paleólogo y del Kan de Persia Abagha. Fray Salimbene, testigo viviente del concilio, en su Crónica hacia 1282-1283, coloca en el mismo plano la delegación de los cristianos griegos y la de los infieles mongoles, que no tendría la misma amplitud y la misma importancia religiosa.

Los reyes de Francia, Inglaterra, Aragón y Nápoles dieron en principio su asentimiento a tomar parte en la cruzada. En el consistorio de 6 de junio de 1274, por Rodolfo de Habsburgo juró su canciller los privilegios y promesas a la Iglesia romana que hicieran Otón IV y Federico II. Entre ellas entraba la renuncia al trono de Sicilia.

El 24 de junio, la delegación griega fue introducida en el concilio por varios hermanos mendicantes, en particular dos franciscanos: el italiano Jerónimo de Áscoli, futuro papa Nicolás IV, autor de uno de los informes preparatorios dirigidos al concilio, y Juan Parastron, nacido en Constantinopla y bilingüe; con ellos se encontraba Juan de Moerbeke, dominico de origen flamenco, buen conocedor de la ortodoxia griega. La delegación griega, a pesar de que algunos de sus miembros perecieron ahogados en un naufragio en el cabo de Malee, permaneció importante; contaba, entre otros, con el metropolita de Nicea, el ex patriarca de Constantinopla Germán II, y Jorge Akropolités, logoteta del emperador, su portavoz oficial. El emperador Miguel prometió tomar parte en la cruzada, a condición de que Occidente concluyera antes con él un razonable tratado de paz, lo que apuntaba a los planes de Carlos de Anjou y Balduino II.

El 4 de julio, en fin, llegó la delegación mongola (dieciséis personas). Parece que el papa había invitado a muchos príncipes orientales. Que el Khan Abagha respondiera positivamente, lo explican su ascendencia cristiana (nestoriana) por su madre y sus ligazones con la corte bizantina; pues había esposado una hija natural de Miguel VIII. El mensaje que el Khan dirige al papa es testimonio de una voluntad de paz con todos los cristianos y constituye un indicio de buen augurio. En esta fecha, sin embargo, los trabajos del concilio tocaban a su fin.

El 6 de septiembre, fue otorgada la confirmación papal de Rodolfo de Habsburgo. Para la coronación imperial fijó el papa, de acuerdo con los cardenales, el 23 de mayo del año siguiente, pero se aplazó la fecha para el 1 de noviembre de 1275. En duras negociaciones logró Gregorio X que Alfonso X de Castilla renunciara a la corona imperial. En octubre de 1275 se encontraron el papa y el rey Rodolfo en Lausana, donde Rodolfo reiteró personalmente la promesa que hiciera ya su canciller, por la que estaba dispuesto, si era menester, a conservar y defender el reino de Sicilia para la Iglesia, pero no a tomarlo para sí. Se acordó ahora el 2 de febrero de 1276 como fecha para la coronación imperial, y Rodolfo tomó la cruz con los príncipes presentes y quinientos caballeros. Pero tampoco pudo mantenerse la nueva fecha, pues el 10 de enero de 1276 moría Gregorio X en Arezzo.

El programa del concilio

Las intenciones de Gregorio X no eran nuevas y se resumen en tres puntos: la cruzada, la unión con los griegos y la reforma de la Iglesia. La originalidad residía en la manera como el nuevo papa prepara y conduce la tarea, con autoridad, claridad y rapidez.

La constitución anticipada de los temas no se dejó al azar. El ejemplo de dos años y medio de encuestas, estudios, reflexiones y negociaciones preparatorias del concilio IV de Letrán pesaron en el ánimo del papa. Gregorio X pide, el 11 de marzo de 1273, a cincuenta personas informes sobre los principales problemas de sus competencias. Los patriarcas, los arzobispos y los superiores generales podrían delegar en un colaborador.

De estas relaciones preliminares sólo se conoce media docena. Entre ellas, una sola de un clérigo secular, Bruno de Holstein-Schauenberg, obispo de Olmuz, en Moravia. Gregorio X le había encargado una mediación entre los reyes de Bohemia y de Hungría y consultarles sobre la oportunidad del reconocimiento de Rodolfo de Habsburgo como emperador. Gran señor, príncipe del Imperio, Bruno conocía bien la situación interna de la Iglesia en el Imperio y frente a los pueblos paganos (prusianos, lituanos, rutenos, cumanos) que batallaban en los confines orientales. Su Relatio de statu Ecclesiae in regno Alemaniae, fechada el 16 de diciembre de 1273, aporta una información tanto más preciosa cuanto parece ser la única proveniente del Imperio para Gregorio X.

Las otras relaciones conocidas son obra de los hermanos mendicantes. La Collectio de scandalis Ecclesiae, del franciscano Gilberto de Tournai, informa al papa acerca de los problemas de las órdenes mendicantes, la cuestión de la pobreza, la práctica religiosa y la necesidad de las reformas disciplinares del clero.

La nota dominante de las otras relaciones es una atención muy viva a los problemas orientales. Debe tenerse en cuenta una memoria presentada anteriormente al futuro papa por el dominico Guillermo de Trípoli, que había conocido en Oriente. Este personaje, que pensó acompañar a los Polo durante su segundo viaje, pero que había renunciado, era uno de los hombres que se esforzaban en conocer el Islam. Su De statu Sacramentorum era una obra optimista que influyó en las esperanzas misioneras. Este optimismo estaba atemperado por el pesimismo del franciscano Fidencio de Padua, autor de otra relación preparatoria. A las perspectivas misioneras de Guillermo de Trípoli, opone su testimonio de la caída de Antioquía; su Liber recuperationis Terrea Sanctae contiene un programa de reconquista militar, única solución a sus ojos, a falta de un diálogo con los infieles.

A la ventana abierta sobre el Islam responde la ventana griega con la relación de Jerónimo de Áscoli, elegido ministro general franciscano durante el concilio, el 19 de mayo de 1274. Era partidario de la unión inmediata con los griegos, de quienes conocía muy bien la lengua para actuar de intérprete; aunque no explica adecuadamente las concepciones griegas sobre los sacramentos y el purgatorio.

De otro valor es el Opus tripartitum, del que el maestro general de los dominicos, Juan de Verceil, confía su redacción a uno de sus hermanos, Humberto de Romans, cuya carrera era conocida por su participación en Lyón I y por un posible viaje a Oriente. Su formación intelectual lo acercaba a Gregorio X. En sus tres puntos de interés: cruzada, unión y reforma, la obra constituye una síntesis de los problemas planteados al concilio. A diferencia de Guillermo de Trípoli, Humberto funda la legitimidad y la necesidad de la cruzada en la perversidad de la ley musulmana y en el comportamiento de los sarracenos. Más matizado que Jerónimo de Áscoli, argumenta a favor de la unión y quiere que los defectos sean resueltos entre hermanos: «Más que indignarnos, recurramos a la oración», afirma Humberto. Demuestra Humberto que su propósito es a la vez la necesidad natural de una Iglesia jerárquica, bajo el primado romano, y la urgencia de una reforma de las costumbres de la curia, de los abusos del clero y de las desviaciones de los fieles. Se trata de una orientación práctica. Las bases teológicas las encuentra Gregorio X en Buenaventura y en Tomás de Aquino. El Contra errores Graecorum de este último, escrito una decena de años antes del concilio, y su Contra Gentiles, seguramente debieron de ser escuchados por el concilio.


San Buenaventura
San Buenaventura juega un papel fundamental hasta su muerte repentina, en Lyón, en la noche del 14 al 15 de julio. Sin contribuir a la redacción de las relaciones preparatorias, tuvo la tarea más pesada, la de participar y presidir la comisión encargada de resumir para la asamblea estas relaciones, con Eudes Rigaud, arzobispo de Rouen, y Pablo de Segni, obispo de Trípoli. Esta comisión vigiló la elaboración de las constituciones presentadas a los Padres y sometidas a la decisión pontificia. El peso de esta tarea puede explicar la muerte súbita de San Buenaventura, sin olvidar la hipótesis de una muerte criminal.

Los trabajos del concilio

Inauguración y sesiones

La celebración inaugural se desarrolló con toda solemnidad litúrgica, después de tres días de ayuno, en la iglesia primada de San Juan el 7 de mayo de 1274. Con la presencia del rey Jaime I de Aragón, de los embajadores de los reyes de Francia, de Sicilia, de Inglaterra y de las representaciones de los príncipes del Imperio, fue la imagen de una cristiandad reunida en torno de un soberano pontífice casi tan triunfante como Inocencio III inaugurando el concilio IV de Letrán. Gregorio X abre el concilio con un discurso donde expone el objeto de la asamblea. En 70 días, tuvieron lugar seis sesiones (7 y 18 de mayo, 4 de junio, 6, 16 y 17 de julio) en el intervalo de las cuales se celebraron diferentes ceremonias, reuniones y discursos, especialmente de San Buenaventura.

La actividad del concilio es conocida por la Ordinatio generalis concilii Lugdunensis y una Brevis nota, y por algunas crónicas. Un ceremonial jerárquico fue previsto para atemperar las susceptibilidades de los latinos y de los griegos. En la segunda sesión, el papa aprobó la constitución Zelus fidei relativa a la cruzada. La interrupción del 18 de mayo al 4 de junio permitió la elaboración de doce constituciones, aprobadas en la tercera sesión (4 de junio). Antes de la cuarta sesión (6 de julio), se produce un gran suceso, la llegada de la delegación griega la vigilia de San Juan; después, el día de San Pedro, para celebrar la unión, prelados griegos y latinos cantaron el Credo, repitiendo tres veces la fórmula expresando que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo; en fin, el 4 de julio, llegaron los tártaros. La quinta sesión (6 de julio) escuchó una alocución pontificia seguida de la profesión de fe del emperador bizantino pronunciada en su nombre por su logoteta. Contrastando con esta afirmación de unión en nombre del basileus, los Padres latinos manifestaron, al día siguiente, mal humor contra el proyecto de reforma de la elección pontificia; Gregorio X le puso fin. Consideraba terminada la tarea del concilio. La desaparición de San Buenaventura privó al papa de un sostén precioso. Una quinta sesión (16 de julio) fue consagrada a la aprobación de trece constituciones y el bautismo de tres tártaros. En el curso de una última sesión, el día 17, Gregorio X hizo aprobar dos constituciones y con un discurso final cerró el concilio.

La promulgación de los decretos tuvo lugar el 1 de noviembre por la bula Cum nuper, dirigida a las universidades para que las decisiones del concilio figuraran en su enseñanza. Una encíclica, Infrascriptas, notifica del contenido del concilio a la cristiandad y al universo. A las 28 constituciones aprobadas por los Padres, se añadieron otras tres que no se les presentaron. A las 31 constituciones promulgadas se añade otra relativa a la cruzada, así como decisiones negociadas con los obispos para la percepción de los diezmos. Al parecer, Gregorio X alcanzó sus fines.

La unión con los griegos

En el ánimo del papa eran prioritarios los asuntos de Oriente. El diezmo de la cruzada sería percibido durante seis años sobre todos los beneficios. A estos recursos se añadirían las limosnas de los penitentes, los pagos por blasfemias, los legados y ofrendas depositadas en las huchas. Reinos y provincias eclesiásticas eran divididos en 24 circunscripciones confiadas a los colectores. Sin embargo, entre los miembros del concilio, Gregorio X encontró algunas reticencias, producidas por la decisión pontificia de despedir a los dignatarios inferiores inmediatamente después de la segunda sesión. Por otra parte, el diezmo de 1274 hizo surgir en Alemania un resentimiento perdurable.

Aunque la cruzada postula la cooperación del Imperio bizantino contra los infieles, la cuestión de la unión no fue unida a la de la guerra santa. La acogida de los griegos por el papa, la adhesión sin condiciones de Miguel VIII, bajo la influencia de Jean Beccos, a la «fe romana» sobre la Trinidad, el purgatorio, los sacramentos y el primado de la Santa Sede, son testimonio de la buena fe de las dos partes. Todo esto resulta del acuerdo sobre la constitución Fideli et devota, suscrita en la sexta edición. Pero mientras Gregorio X actuaba con el asentamiento de la Iglesia latina, Miguel VIII estaba casi solo, porque el clero y los fieles griegos rechazaban la unión como una humillación.

La reforma de la Iglesia latina

La mayor parte de los decretos del concilio miran a la reforma de la Iglesia latina y dejan una impronta perdurable en el de derecho canónico, aunque no comparable a la del concilio IV de Letrán. Se normaliza el régimen beneficial, las parroquias serán concedidas a clérigos de 25 años, ordenados de sacerdotes. Se recuerda el principio de la residencia y de la no acumulación de beneficios por los obispos, las reglas de excomunión y la condenación de la usura. Dos decretos solamente conciernen a la piedad: el silencio en las iglesias y la devoción al nombre de Jesús.

La reforma de las órdenes religiosas

En relación con las órdenes religiosas, la constitución 23 renueva la prohibición del concilio IV de Letrán a los obispos de fundar órdenes nuevas, con excepción de los carmelitas y los agustinos, pero suprimiendo las otras, como los hermanos de la Penitencia (o del Saco). Sobre la discusión de la pobreza franciscana ya hemos hablado en otro artículo.

La reglamentación de la elección del Sumo Pontífice

Otra decisión que permanece hasta nuestros días es la reglamentación de la elección pontificia por el decreto Ubi periculum. Fue el tema central del concilio. La enseñanza sacada de su propia elección lleva a Gregorio X a completar el concilio III de Letrán (1179), que exigía la mayoría de dos tercios de votos del Sacro Colegio. El concilio instituye el cónclave en el aislamiento absoluto del mundo exterior, diez días después de la muerte del papa difunto, y, para obligar a los cardenales a que procedan rápidamente, decide que, durante el desarrollo de la elección, no perciban ninguna renta; después de tres días la comida sea racionada, y, después de cinco días, reducida a pan y agua.

El papa rompió las oposiciones de los cardenales fraccionándolas. Los cardenales habían tomado la iniciativa de celebrar un consistorio sin el papa y tratan de presionar a los obispos. Gregorio X convoca también a los obispos, les da a conocer en secreto sus intenciones, bajo pena de excomunión, y obtiene de ellos, individualmente, la ratificación sellada del proyecto. Por primera vez los obispos fueron solicitados por «naciones». El papa tuvo la última palabra; la sanior pars permite la promulgación del decreto Sacro concilio approbante. El conflicto fue muy serio y se alargó en las últimas sesiones, del 9 al 10 y del 16 al 17 de julio. El tema era importante, puesto que el procedimiento del cónclave, con alguna excepción, continúa esencialmente en vigor.

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