EL PAPADO DE AVIÑÓN

a) Aviñón, residencia provisional del papado (1315-1334)

El nomadismo pontificio

Cuando el arzobispo de Burdeos, Bertrand de Got, fue elegido papa en 1305, decidió que su coronación tuviera lugar en Vienne en el Delfinado, tierra del Imperio, en el camino que debía llevarlo a Italia. En 1309, después de algunos años de viaje errante por Aquitania, Clemente V se fijó en Aviñón. Allí el papado permaneció setenta años; los siete papas que se sucedieron hasta 1378 residieron casi continuamente en las riberas del Ródano.

El establecimiento de los papas fuera de su sede episcopal de Roma no representa una novedad en el siglo XVI. Como se conoce a través de la documentación, de 1000 a 1204, doscientos cuatro años, los papas residieron 122 años fuera de Roma y 82 en Roma, o sea, una diferencia de 40 años a favor de la ausencia. De los antecesores de Clemente V, Bonifacio VIII prefirió su residencia de Anagni a la Ciudad Eterna; Benedicto XI residió cinco meses en Roma, y el resto de su breve pontificado lo repartió entre Viterbo, Bolonia y Perugia. Pero el hecho de la larga permanencia en Aviñón es insólito, es la permanencia más prolongada del papa fuera de Italia, y la traslación prácticamente de la Santa Sede a una ciudad particular, Aviñón, donde habitaron papas originarios de Francia.


Clemente V
La voluntad de Clemente V de ir a Italia se encontró bloqueada por la presión de Felipe el Hermoso, que amenaza con el proceso contra Bonifacio VIII y lleva al papa a preferir para su coronación la ciudad de Lyón. Subdito del rey de Francia y vasallo del rey de Inglaterra, Clemente V creyó así poder contribuir a apaciguar las diferencias franco-inglesas en Aquitania y permitir la organización de la cruzada, para el éxito de la cual el concurso de Felipe el Hermoso y de Eduardo I era indispensable. Informado, por otra parte, de las guerras que devastaban las tierras de la Iglesia romana, Clemente V regresa a la Gascuña. El nombramiento de nueve cardenales franceses sobre diez en diciembre de 1305 concede a los gascones la mayoría del Sacro Colegio y se forma una curia poco deseosa de instalarse en el polvorín de Roma.

Clemente V no había tomado una decisión definitiva. En 1306, una grave enfermedad lo inmoviliza cerca de Burdeos. Al año siguiente, el arresto de todos los templarios del reino le impide la salida. La decisión tomada en 1308 de convocar un concilio general en Vienne lo retiene en el valle del Ródano. Terminado el concilio, Clemente V se alojó, en 1312, en el priorato de Groseau. Regresó a Aviñón para pasar el invierno de 1312-1313, pero volvió a partir y circuló por toda la región hasta su muerte, en Roquemaura, junto al Ródano, el 20 de abril de 1314. Este alto, fortuito y circunstancial en Aviñón, se transformó en residencia permanente.

La elección de Aviñón revela el temperamento de Clemente V, débil de carácter pero hábil para los compromisos. Empujado por Felipe el Hermoso a instalarse en Francia, deseoso de no ceder, pero también de no disgustarlo, y, por otra parte, queriendo permanecer próximo a Vienne para preparar las graves cuestiones a debatir en el concilio, Clemente V encontró normal dirigirse hacia el condado de Venaissin, concedido al papado por Raimundo VII de Toulouse en 1229. Aviñón, en el borde del condado, ciudad universitaria junto el Ródano, parecía hospitalaria. Pertenecía al rey de Nápoles, vasallo de la Santa Sede; Clemente V se instala provisionalmente en el convento de los dominicos.


Localización de Aviñón
Después del concilio de Vienne, la venida del emperador Enrique VII a Italia puso en efervescencia los Estados Pontificios e impidió al papa el retorno a Roma. Clemente V regresa contento a Aviñón y a su condado, donde uno de sus sobrinos había comprado un castillo cerca de Carpentras. Cuando el papa muere en abril de 1314, la curia se encuentra en esta ciudad y los cardenales se reúnen allí en cónclave, pero una parte de ellos huye a Aviñón, donde se encuentran más seguros. Aquí, bajo la presión de Felipe V, eligieron un nuevo papa, el cardenal Jacques Duése, que había sido obispo de Aviñón. En aquel momento era obispo de Aviñón su sobrino Jacques de Via, a quien nombró cardenal, confiando la diócesis al obispo de Marsella y reservándose el palacio episcopal.

De 72 años de edad, Jacques Duése había sido elegido como papa de transición por unos cardenales deseosos de terminar el cónclave. Pero, contrariamente a Clemente V, gozaba de una excelente salud y sus dieciocho años de pontificado contribuyeron a desarrollar la ciudad de Aviñón. Estableció, sobre la roca donde se asentaba la catedral, el palacio episcopal. Aviñón era, geográficamente, un lugar más céntrico que Roma. La elección de Lyón para la celebración de los concilios de 1245 y 1274, de Vienne para el de 1311, no se había hecho al azar. El valle del Ródano, entre Lyón y Arles, era, geográficamente, el verdadero centro de la cristiandad.

Las ventajas de Aviñón se acentuaban tanto más cuanto más se agravaba la inseguridad en Italia y en los Estados Pontificios. La guerra proseguía entre los Colonna y los Caetani, y los Estados vecinos amenazaban Ferrara y Bolonia. La expedición del cardenal legado Bertrand de Poujet para restablecer la autoridad del papa en Bolonia y en las ciudades de la Romana frente a los Visconti de Milán termina con una derrota. Luis de Baviera, que disputaba el Imperio a Federico de Austria, se vengó de Juan XXII y vino en socorro de Matteo Visconti. Dispersada la armada del legado, Luis va a Roma para recibir la corona imperial, depone a Juan XXII y lo reemplaza por un franciscano, Pedro de Corvara, que toma el nombre de Nicolás V.

En tanto que en Roma la anarquía permanente anulaba toda posibilidad de retorno del papa, la situación privilegiada de Aviñón aceleraba la centralización de la Iglesia.


Juan XXII

El primer papa residente en Aviñón: Juan XXII

De 1316 a 1378, seis papas se sucedieron en el trono de Pedro. Muy diferentes entre sí por la formación y el temperamento, tuvieron todos en común ser franceses, practicar en relación con la dinastía capeta y los intereses franceses una simpatía acogedora, y desarrollar una política activa de centralización administrativa y financiera, haciendo de Aviñón la capital efectiva de la cristiandad. Esta serie de pontífices aviñoneses se abre con un papa activo y autoritario. Nacido en Cahors, de origen oscuro, Jacques Duése había sido preceptor de San Luis en Toulouse. Carlos II de Anjou, conde de Provenza y rey de Sicilia, tomó a Jacques Duése como clérigo familiar y lo designó capellán de su hijo Luis. Obispo de Fréjus en 1300, fue creado cardenal del reino de Nápoles en 1308. Roberto de Nápoles, sucesor de Carlos II de Anjou, contribuye a su elección. Había recibido una sólida formación jurídica y, «ascendiendo poco a poco, finalmente fue elegido papa», como escribe su biógrafo Bernardo Gui.

Amigo de soluciones claras, espíritu organizado, trabajó con entereza en el gobierno de la Iglesia. Personalmente piadoso, se levantaba por la noche para orar y profesaba una devoción particular a Cristo en su Pasión, a la Eucaristía y a la Virgen María. Pero su humor era cambiante. Sufría arrebatos de cólera, compensados por las atenciones más delicadas y los signos de amistad que concedía a sus fieles colaboradores.

El pontificado de Juan XXII se abre con el proceso del obispo de Cahors, Hugo Géraud. Amenazado de ser investigado por sus prácticas simoníacas, el obispo intentó embrujar y envenenar al papa, por lo que murió en la hoguera.

Su pontificado terminó con la predicación de una doctrina extraña. En un desgraciado sermón pronunciado el día de Todos los Santos de 1331, Juan XXII, apoyándose en la autoridad de San Bernardo, defendió una opinión personal afirmando que las almas de los justos no alcanzan la visión beatífica sino después de la resurrección de los cuerpos y del juicio final. Esta doctrina provocó la oposición de la mayoría de los prelados y de los maestros de teología. Sin embargo, en una declaración hecha la víspera de su muerte, el 4 de diciembre de 1334, reconoció «que las almas purificadas [de los elegidos], separadas de sus cuerpos están en el cielo, reunidas con Cristo».

Dos grandes problemas dominaron su reinado: la vuelta a la lucha entre el papado y el Imperio y la vuelta al enfrentamiento entre el papado y la familia franciscana.

Pero mucho más que por estos incidentes, el pontificado de Juan XXII se caracterizó por el espectacular paso hacia adelante en la obra de centralización de la Iglesia. La colación directa de los obispados por la Santa Sede había de ser la característica dominante del siglo XIV y del pontificado de Aviñón; Juan XXII fue el gran artífice, desarrollando a fondo los métodos empleados por la curia romana desde mediados del siglo XIII. El deseo de poner orden en el gobierno de la Iglesia, la voluntad de resistir al desarrollo de los Estados nacionales y la necesidad de luchar contra las discordias nacidas de las elecciones canónicas conducían a reivindicar la libre disposición de todos los beneficios eclesiásticos y su distribución.

Juan XXII confirió 1.332 beneficios mayores: obispados y abadías en toda la cristiandad, mientras que las elecciones no tuvieron lugar más que en 191 casos. Intentó, también, el papa someter los beneficios menores interviniendo 30.223 veces en la distribución de prioratos, cabildos, dignidades catedralicias y colegiales, diezmos, etc. Con esta política beneficial, el papa designó hombres de experiencia y gentes instruidas, especialmente juristas, decisión que tuvo resultados felices. Juan XXII se consagró a enderezar el desorden moral controlando la vida de los beneficiados y restableciendo el orden y la disciplina en las abadías. Con frecuencia, los cabildos catedrales se destruían a causa de sus frecuentes disensiones; el papa ejerció su mediación atendiendo sus demandas.

Pero multiplicando sus intervenciones en el reino de Francia y reduciendo los electores al silencio, el papado sembró la semilla del galicanismo. Además, las elecciones realizadas por el papa estuvieron siempre marcadas por sus preferencias. Los beneficios aprovecharon frecuentemente a los cardenales, sobre todo a los cardenales franceses; por otra parte, Juan XXII, para agradar a sus protectores, concedió fácilmente dispensas que les permitieron acumular beneficios, incluso unidos al cuidado de las almas, algo que el mismo papa había prohibido. Estos abusos se tradujeron en ausencia de residencia. Los beneficios no eran poseídos por los beneficiados reales, sino por clérigos sin oficio verdadero.

A pesar de estas luchas, Juan XXII se ocupó activamente de la administración de la Iglesia. No se desinteresó de Roma y mandó reconstruir la basílica de Letrán, que había sido destruida por un incendio en 1308. Su gestión financiera fue excelente, tanto que le valió acusaciones de avaricia. A su muerte, el tesoro pontificio alcanzaba cerca de un millón de florines de oro.

b) Aviñón, residencia normal del papado

Un papa reformador: Benedicto XII (1334-1342)

Jacques Fournier nació en el seno de una familia modesta, muy joven profesó en el monasterio cisterciense de Boulbonne (Alto-Garona), posteriormente pasó a estudiar teología en París, donde obtuvo el grado de doctor. Su tío el cardenal Arnaud Nouvelle lo colocó como abad de Fontfroide, después fue nombrado obispo de Pamiers. En su diócesis, Jacques Fournier persiguió metódicamente a los herejes que habían convertido a Pamiers en su refugio. Experto en el arte de obtener declaraciones, pero indulgente en la aplicación de las penas, vio recompensado su celo con el capelo cardenalicio.

Después de siete días de cónclave reunido en Aviñón, los cardenales designaron papa al austero cisterciense Jacques Fournier, que tomó el nombre de Benedicto XII (20 de diciembre de 1334). Teólogo seguro, los italianos, que no lo amaban, lo presentaron como ignorante, aunque doctrinalmente fue el más competente y administrativamente el más justo de los papas de Aviñón. Con muchas más cualidades que sus predecesores y sus sucesores, supo asumir el aspecto religioso de su función papal. Sobre el trono de Pedro permaneció un monje que, cuando era cardenal, había conservado el hábito blanco cisterciense. Inmediatamente después de elegido, se preocupó por reformar la Iglesia y especialmente las órdenes religiosas.

Jacques Fournier cumple las expectativas de sus electores. En 1336, por la constitución BenedictUs Deus, define que las almas de los justos gozan de la visión beatífica inmediatamente después de la muerte corporal, discusión desgraciadamente abierta por su antecesor. Reacciona contra el nepotismo. Según Gilíes de Viterbo, Jacques Fournier había declarado: «El papa debe parecerse a Melquisedec que no tenía ni padre ni genealogía». Envió a los obispos y beneficiados que pasaban su vida en la corte papal a sus lugares de residencia para que cumplieran sus obligaciones.

El antiguo cisterciense emprendió la reforma de las órdenes religiosas, comenzando por la del Císter, la más querida para él, y continuando con los benedictinos y los canónigos regulares de San Agustín. Pero sus reformas de las instituciones monásticas permanecieron sin mañana, puesto que su sucesor concedió muchas dispensas.

En el plano político no ocurrieron grandes hechos. A pesar de sus esfuerzos, no pudo impedir el enfrentamiento de Francia e Inglaterra, ni consiguió arreglar los asuntos de Alemania; bajo su pontificado, el Imperio dio un nuevo paso hacia la secularización institucional. En 1338, los príncipes electores, a instancias de Luis de Baviera, proclamaron que «en el Imperio, dependiendo sólo de Dios, el elegido por los electores podía tomar el título de rey sin la confirmación pontificia». En Italia, el rey de Nápoles mantenía el orden en Roma casi desierta, pero el retorno del papa a la Ciudad Eterna resultaba casi imposible a causa de la inseguridad existente.

El papa decidió construir en Aviñón un conjunto de edificaciones que permitieran acoger permanentemente al pontífice y su corte. En 1335 mandó construir el nuevo palacio. Austero, inspirado en la desnudez cisterciense, el palacio pontificio, casi ciego al exterior, se desarrolló en torno a un claustro. Este palacio, más funcional que monumental, permitía acoger la mayor parte de los servicios pontificios y, en caso excepcional, resistir a un ataque; en 1339, el papa hizo trasladar allí los archivos pontificios. Benedicto XII murió el 22 de abril de 1342 a causa de una gangrena.

Clemente VI y la política de la grandeza (1342-1352)

A la muerte de Benedicto XII, el cónclave dio por sucesor un prelado de una personalidad muy diferente a la suya, el cardenal Pedro Roger, que tomó el nombre de Clemente VI. Pedro Roger era lemosín (originario de la region de Lemosín, en el centro de francia). En 1301 ingresó en el monasterio benedictino de La Chaise- Dieu. Enviado a la Universidad de París, alcanzó el doctorado en teología y derecho canónico. En 1326 fue nombrado abad de Fécamp, después obispo de Arras, arzobispo de Sens y, en 1330, arzobispo de Rouen. Felipe VI de Valois lo nombró canciller del reino. Pedro Roger, hombre inteligente y buen orador, fue considerado el prelado más importante de Francia. Los cardenales eligieron papa a un gran señor, hábil diplomático. Clemente VI llevó a Aviñón el estilo fastuoso de la corte de Francia. Multiplicó los cargos y atrajo a los clérigos en busca de beneficios. Las fiestas, los bailes, los torneos hicieron de la corte pontificia la más brillante de Europa. Construyó un segundo palacio contiguo al de Benedicto XII que, si bien conserva el aspecto exterior de una fortaleza, el interior está constituido por dos nuevas alas, construidas y decoradas conforme a los gustos delicados de Clemente VI.

El papa compró la ciudad de Aviñón en 1348. Juana I de Nápoles se había refugiado junto al papa, su soberano. Los húngaros la acusaban de complicidad en el asesinato de su esposo, Andrés de Hungría, y habían invadido el reino de Nápoles para protestar contra su nuevo matrimonio con Luis de Tarento. Juana encontró en Clemente VI al defensor de su inocencia que obligó a sus barones a forzar la retirada de Luis I de Anjou-Hungría. Los gastos ocasionados para devolver a Juana a sus estados la obligaron a ofrecer Aviñón y su territorio al papado. Clemente VI se convirtió en adelante en soberano de Aviñón por la suma de 80.000 florines de oro. La rigurosa fiscalidad pontificia desarrollada por los papas de Aviñón atrajo el dinero de todo Occidente, pero fue insuficiente. La política de grandeza de Clemente VI costó muy cara; las construcciones, el lujo de la corte, la compra de Aviñón gravaron pesadamente el presupuesto.

Clemente VI retomó, por su cuenta, los grandes objetivos de sus antecesores. Quería organizar una nueva cruzada, él mismo expidió veinte galeras para defender el reino de la Pequeña-Armenia y Chipre y lanzó una llamada solemne a la cristiandad. Se preocupó por restablecer la paz entre Francia e Inglaterra y obtuvo las suspensión de las luchas entre Felipe VI de Valois y Eduardo III.

El fasto de la corte pontificia, la feliz prosperidad de Aviñón y la centralización de la monarquía de la Iglesia no lograron, sin embargo, eliminar las dificultades excepcionales de los hombres de su tiempo. El año 1348, cuando el papado adquirió Aviñón, fue también la fecha del despoblamiento de Europa a causa de la peste negra; la tercera o la cuarta parte de su población desapareció. La mitad de la población de Aviñón fue víctima de la peste. Clemente VI permaneció en la ciudad, manifestó su solicitud pagando médicos para curar a los enfermos, carreteros y sepultureros para sepultar a los muertos. Cuando los judíos fueron acusados de haber envenenado las fuentes, lo que habría provocado la peste, Clemente VI los protegió, pero el furor popular continuó encarnizado contra ellos. Sin embargo, la peste no fue la única calamidad. El hambre se hizo endémica. Las guerras interminables causaron, por otra parte, un estado de penuria permanente: conflictos innecesarios en Italia, luchas en los reinos de Aragón y Nápoles y guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra. A mediados del siglo XIV, la guerra dejó de ser un juego caballeresco para convertirse en una brutal realidad. Las batallas de Crécy, Poitiers y de Azincourt demuestran la ineficacia de los decretos de los concilios de Letrán que prohibían el empleo del arco y la ballesta. La guerra se hizo total.

La guerra, el pillaje y la negligencia acumularon las ruinas. Muchas iglesias fueron destruidas a pesar de las excomuniones pontificias o se convirtieron en caballerizas y permanecieron privadas de culto. La misma decadencia sufrieron los monasterios. Los conventos, establecidos en la periferia de las ciudades, sirvieron de centros de concentración para el ataque al enemigo, siendo destruidos algunos de ellos. Las comunidades tuvieron graves dificultades para subsistir, hasta el punto que los religiosos sufrieron una gran mortandad. El número de monjes disminuyó un 50 por 100 entre los cluniacenses. A partir de 1343, en Roma, el partido popular encontró un jefe en la persona de Cola de Rienzo, un iluminado que usurpó la autoridad del papa. Fue finalmente expulsado de Roma en 1348 por una violenta reacción de los barones romanos.

En el momento mismo en que Clemente VI se instala en Aviñón de manera definitiva, proclama el Jubileo de 1350, que había de atraer en masa a los cristianos a la ciudad de Roma. La peste negra de 1348-1350 aseguró el éxito del Jubileo lanzando en acción de gracias un gran número de los cristianos que habían vencido la epidemia. Algunos se detuvieron en Aviñón, pero el destino era Roma. Este Jubileo de 1350, que coincidió con el apogeo del Aviñón pontificio, planteó netamente el problema. El papa residía en Aviñón, perfectamente instalado, cumpliendo con plena eficacia su oficio de jefe de la Iglesia. Pero Roma, donde habían muerto Pedro y Pablo, de donde el sucesor de Pedro es su obispo, permanecía siendo el centro espiritual de la cristiandad. Este es un falso dilema: Roma o Aviñón, pues una situación de hecho obligaba al papa a permanecer fuera de las provincias italianas del Estado pontificio, y los dos intentos de asesinato del legado pontificio Annibaldo de Ceccano, representante del papa en Roma durante el Jubileo, en el momento en que visitaba las cuatro basílicas, demostraban trágicamente que Clemente VI tenía razón en no regresar a Roma.

Pero si el papa logra restablecer su autoridad en los Estados italianos de la Santa Sede, le será difícil resistir a la llamada de Roma. Brígida de Suecia, que ha venido a la Ciudad Eterna para ganar el Jubileo de 1350, permanece allí esperando el regreso del pontífice; ella simboliza la esperanza mística de las almas ansiosas del retorno del pastor del rebaño de Pedro. Clemente VI murió el 6 de diciembre de 1352.

Inocencio VI (1352-1362). Una permanencia comprometida

La elección de Inocencio VI supone una reacción contra los fastos de Clemente VI. Los cardenales, inquietos por las tendencias al gobierno personal, reforzadas por un papa cuya inteligencia, elocuencia y generosidad lo hacían tan popular como activo, se esforzaron por establecer un compromiso, que fue firmado por casi todos en el momento de la apertura del cónclave: la supremacía del Sacro Colegio sobre el pontífice. Por ello, eligieron papa a un hombre de edad, enfermo y amable, el penitenciario mayor Esteban Aubert, que les parecía no proseguiría por los caminos de la grandeza de su antecesor. Tomó el nombre de Inocencio VI.

Esteban Aubert era también francés, lemosín como Clemente VI, un jurista que había enseñado derecho en la Universidad de Toulouse y un amigo del rey de Francia que había sido su senescal (mayordomo de la casa real) en Toulouse. Después pasó cuatro años como obispo de Noyon y Clermont hasta recibir el capelo cardenalicio en 1342.

Inocencio VI tuvo la sabiduría de anular como anticanónico el compromiso impuesto por el Sacro Colegio al futuro elegido, que él mismo no había firmado, y que en realidad era una restricción. El nuevo papa hereda el contencioso con el Imperio, cuyos efectos religiosos sobre Alemania eran detestables, al que puso fin proclamando, en 1346, la deposición de Luis de Baviera. Ante su invitación, los príncipes electores eligieron a Carlos IV de Luxemburgo (1347-1378).

La derrota y captura de Juan el Bueno en Poitiers (1356) hicieron desaparecer toda perspectiva de cruzada, pues ésta era imposible sin la reunión de las fuerzas de los dos reinos de Francia e Inglaterra.

Inocencio VI consagra sus esfuerzos a la restauración de su autoridad en sus dominios de Italia. Para lograrlo nombra al cardenal Gil Álvarez de Albornoz, antiguo arzobispo de Toledo y colaborador del rey Alfonso XI (1338-1350) en el gobierno del reino y en la reconquista, que tuvo que dejar Castilla en 1350, cuando Pedro I, con quien no se entendía, sucedió a su padre Alfonso XI, legado en toda Italia y vicario general en todos las posesiones de la Iglesia. A partir de Roma, donde el Jubileo de 1350 reaviva la fidelidad a la Santa Sede, Albornoz reconquista Espoleto, la Marca de Ancona y la Romana por medio de la fuerza y de la conciliación. Es sostenido en su empresa por el nuevo emperador Carlos IV. A partir de 1357, la inseguridad de Aviñón y la pacificación de los Estados Pontificios preparan el retorno a Roma de los sucesores de Inocencio VI.

c) Aviñón, residencia en repliegue de los papas

Urbano V (1362-1370). El retorno frustrado

La división del cónclave entre los cardenales lemosinos y los no lemosinos se resolvió en provecho de un prelado extraño al Colegio Cardenalicio, Guillermo de Grimoard, abad de San Víctor de Marsella, que tomó el nombre de Urbano V el 31 de octubre de 1362.

Guillermo de Grimoard había nacido en 1310 de una familia noble. Profesó en el priorato benedictino de Chirac. Estudió en las universidades de Montpellier, Toulouse, Aviñón y París, donde también enseñó derecho canónico. Gobernó las abadías benedictinas de San Germán de Auxerre de 1352 a 1361 y después la de San Víctor de Marsella.

Elegido papa, continuó viviendo como un monje fiel a la Regla benedictina, gozó de una reputación de santidad y será beatificado. Su bondad y su deseo de difundir la ciencia se manifestaron por sus generosidades en relación de buen número de iglesias, comunidades monásticas y universidades. Urbano fundó, junto a las universidades, colegios que acogieran a los estudiantes pobres; el más importante fue el de San Benito y San Germán, sus dos santos protectores y modelos en Montpellier. Urbano V invitó a todos los clérigos a practicar la residencia y desde 1365 anunció su intención de regresar a Roma. Italia se había pacificado, la paz se había restablecido entre Francia e Inglaterra y esta nueva tregua hacía de Aviñón una ciudad poco segura. Bajo el pretexto de protegerla contra las compañías de mercenarios, Bertrand Duguesclin exigió al papa verdaderos rescates. Más aún, los griegos, amenazados por los turcos, se acercaban a los latinos. Todas estás razones estaban a favor de la vuelta a Roma.

El papa no se dejó detener ni por la oposición de la corte de Francia ni por el mal gusto de los cardenales que reprobaban dejar su país de origen. Unos y otros amenazaban con no seguirle, pero el papa Urbano V nombró un nuevo cardenal para demostrarles que podía pasar sin ellos.

Sin embargo, el desplazamiento de una corte considerable llevaba consigo grandes problemas técnicos. El 30 de abril de 1367, Urbano V sale de Aviñón con una parte del Sacro Colegio y de los servicios de la curia, para que no haya una interrupción en la administración y en los servicios financieros puestos en vigor en Aviñón, y se embarca en Marsella el 19 de mayo camino de Roma. El 16 de octubre de 1367, Urbano V entró solemnemente en Roma. Puesto que el palacio de Letrán estaba inhabitable, se instaló en el Vaticano, donde los papas residen desde entonces.

A pesar de las ceremonias fastuosas que se desarrollaron en Roma con motivo de la recepción de Carlos IV en 1368, los problemas se iban acumulando. El 18 de octubre, Juan V Paleólogo buscaba el socorro de los cristianos de Occidente para Bizancio amenazado por los turcos, a cambio de abjuración del cisma y de su pública sumisión al papa. Después de la muerte del cardenal Albornoz, los Estados Pontificios se agitaban de nuevo. Ante la guerra prendida de nuevo entre Francia e Inglaterra en 1369 y con la esperanza de restablecer la paz, Urbano V dejó Roma para pasar el verano en Viterbo y Montefiascone, sin haber prevenido a los romanos de sus intenciones, y desde allí se embarcó con toda la curia en Corneto hacia Marsella el 4 de septiembre de 1370. Entró en Aviñón el 27 de septiembre, murió el 19 de diciembre siguiente. Aviñón se había convertido en la residencia de la Santa Sede y en la capital única de la cristiandad, puesto que Urbano V no dejó en Roma parte alguna de la administración.

Gregorio XI (1370-1378), el retorno inacabado

El cónclave eligió papa el 5 de enero de 1371 al cardenal Pedro Roger de Beaufort, que tomó el nombre de Gregorio XI. Lemosín, sobrino de Clemente VI que lo había creado cardenal a los 19 años en 1348, el nuevo papa podía aparecer como la encarnación misma del nepotismo de los papas originarios del país del Languedoc que se sucedieron en el trono de San Pedro desde Clemente V. Pero el papa poseía sólidas cualidades morales y un gusto especial por los estudios. No había servido a rey alguno y se había formado en Italia, especialmente en Perugia. De 1367 a 1370, su antecesor le había encargado misiones delicadas en Roma. Fortalecido por la abjuración de Juan V Paleólogo en 1369, juzgó indispensable residir en Roma.

Pero las dificultades del regreso retrasaron su proyecto: una situación financiera desastrosa, los gastos de las guerras del cardenal Albornoz, un temperamento enfermizo, la hostilidad renovada de los cardenales, el peso del desastre de Urbano V en su intento de retorno, la presión de la corte de Francia y la necesidad de trabajar en la reconciliación entre Francia e Inglaterra —condición indispensable al lanzamiento de una cruzada que permanece para Gregorio como la misión más importante del papa—, todas estas razones explican que Gregorio XI no pudiera realizar sus proyectos hasta septiembre de 1376.

Los inconvenientes con que tropezó Urbano V le persuadieron de la necesidad de que la curia de Aviñón continuara funcionando. Gregorio XI deja seis cardenales al frente de la mayoría de los servicios. El resto de la curia se embarca con el papa en Marsella. Después de una travesía difícil y de la desaparición de dos navios perdidos a causa de una tempestad, Gregorio XI llega a Roma el 17 de enero de 1377. Hizo su entrada entre aclamaciones de la multitud. Pero la dureza del viaje había debilitado su frágil salud. El papa murió en el Vaticano el 27 de marzo de 1378, sin haber tenido el tiempo de enraizar de nuevo sólidamente el papado en Roma. El papa dejaba dieciséis cardenales divididos en tres facciones principales: lemosinos, franceses e italianos; esta división constituye una fuente de dificultades. La actitud del pueblo romano era otra, no quería dejar partir al nuevo papa.

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