LA OBRA DE LOS PAPAS DE AVIÑÓN

a) El esplendor de la corte pontificia

En el intervalo de la guerra franco-inglesa de los Cien Años, Aviñón, comprado a la reina Juana de Ñapóles, gozó de una paz profunda y de una gran prosperidad, condiciones que favorecieron el desarrollo de una verdadera civilización aviñonesa en la que la curia pontifica alcanzó su máximo esplendor. Clemente VI proporcionó a la corte de Aviñón un esplendor que no había tenido con sus precedentes.


Palacio Papal en Aviñón
Amigo de fiestas, deseoso de ofrecer al papado una fachada grandiosa, asumió el castillo edificado por Benedicto XII y le añadió dos alas con salas para las grandes recepciones: sala de audiencia, capilla pontificia, corte de honor. El palacio de Clemente VI, decorado por artistas italianos y franceses, mostraba un gran lujo. Colgaduras y orfebrerías realzaban las audiencias del pontífice que se rodeaba de una verdadera corte. Los propios cardenales, que disfrutaban de una vida regalada, poseían, además de su casa en la ciudad, una residencia campestre en los alrededores de Aviñón.

Una sociedad delicada y cultivada se desarrollaba en torno al papa, especialmente entre los «secretarios pontificios», reclutados entre los laicos, por la cualidad de su latín, como Giovanni Moccia o Nicolás de Clamanges. Entre esta élite intelectual destacaba con vivo resplandor Francesco Petrarca (1304-1347).

b) Aviñón, capital de la cristiandad

Aviñón era, a comienzos del siglo XIV, una de las grandes ciudades del valle del Ródano, mucho más importante que las del condado vecino de Venaissin. Era sede de un pequeño obispado, poseedor de escasas rentas. En el siglo XII Aviñón había conocido un desarrollo gracias al establecimiento de molinos de harina y batanes en el curso del río Sorgue. A lo largo del siglo XIII, su desarrollo se detuvo. Sus murallas fueron destruidas en 1226 cuando Luis VIII conquistó Aviñón al marchar contra los albigenses.

Aviñón comprendía ocho parroquias además de la catedral, Notre Dame des Domes, tres monasterios y una encomienda de templarios, y se fundaron cuatro conventos de las respectivas órdenes mendicantes y un convento de clarisas.

Una cualidad más poseía Aviñón respecto a las otras ciudades del condado Venaissin y Roma: su situación geográfica; estaba situada en una ligera altitud con aire suficientemente fresco para soportar el verano. Para librarse del calor de Roma, el papa tenía que recorrer sesenta kilómetros y refugiarse en Anagni, Rieti, Viterbo o Montefiascone (nunca salieron los papas de Aviñón para ir al condado de Provenza o al delfinado de Vienne, muy cercanos). Solamente durante la peste negra en tiempos de Clemente VI, y después de la fundación de una cartuja por Inocencio VI, se animaron a pasar algunos días en la ribera derecha del Ródano, en el reino de Francia, en Villanueva, frente a Aviñón.

Roma seguía siendo el lugar de peregrinación, pero sin el papa la Ciudad Eterna perdió su papel activo de capital espiritual del Occidente cristiano. Aviñón asumió todas las funciones espirituales y morales; todos los servicios de la curia se instalaron allí. Las grandes ceremonias pontificias se desarrollan en el nuevo palacio. Todos viajaban a Aviñón: fieles, mendigos, embajadores y los que deseaban llevarse de nuevo a Roma al papa como Petrarca o Catalina de Siena, o que luchaban contra su autoridad como Cola de Rienzo, todos tuvieron que viajar a Aviñón y se quedaron. Los acontecimientos como las canonizaciones, la entrega de la «rosa de oro», las grandes ceremonias de la Semana Santa empujaban a Aviñón las masas que querían ver al papa. Capital administrativa y espiritual del Occidente cristiano, Aviñón tendía a convertirse en la cabeza jurídica e intelectual. Casi todos los juristas de formación, los canonistas, llevaron ante los tribunales de Aviñón los grandes procesos de su tiempo. Los papas de Aviñón se rodearon de hombres de leyes.

Como el peso de la monarquía francesa aumentaba sobre la Universidad de París, Bonifacio VIII fundó la Universidad de Aviñón —que no tenía más que una Facultad de Artes y otra de Derecho Canónico— a petición de Carlos II de Sicilia en 1303.

Los papas reunieron una importante biblioteca. Bajo el pontificado de Urbano V, lo que restaba de la biblioteca pontificia, que había conocido difíciles vicisitudes, fue transportado a Aviñón. Pero sus predecesores habían reconstruido ya una biblioteca. Clemente V, en su tesoro, dejó una treintena de libros litúrgicos y un Evangeliario. Juan XXII realizó las primeras adquisiciones, comprando las obras de Tomás de Aquino, de Gilíes de Roma, de Ricardo de San Víctor, de San Anselmo, así como un importante fondo patrístico griego y latino, las reglas monásticas y algunos autores profanos: Séneca, Valerio Máximo, Vegecio. Creó un scriptorium. El inventario de 1353 cita 1.389 volúmenes; el de 1369, más de dos mil. Durante el mismo tiempo los papas constituyen un depósito de archivos: 450 volúmenes de bulas, 46 volúmenes de súplicas y un importante dossier fInanciero. En estos documentos se encuentran inscritos los progresos que la administración pontificia alcanzó durante los 67 años de su permanencia provenzal.

c) La corte pontificia

La corte pontificia estaba constituida por el conjunto de personas que ayudaban al papa al gobierno y administración de la Iglesia, especialmente el Sacro Colegio de Cardenales, las personas que le rodeaban para protegerlo y honrarlo y las responsables del cuidado y mantenimiento de todos. Su número creció constantemente desde que los papas asumieron cada vez más, de forma efectiva, la dirección suprema de toda la cristiandad.

Ya desde finales del siglo XIII, en tiempo de Nicolás III, la corte pontificia agrupaba 210 personas. El fasto y el nepotismo de Bonifacio VIII elevó este número a 300. Pero el seminomadismo, forma habitual de existencia hasta 1316, frenó su crecimiento.

Desde que la corte pontificia se fijara en el palacio de Aviñón, la curia se desarrolló regularmente. Finalizó el sistema primitivo de la retribución de los curialistas en natura o en especie; a partir de 1310, Clemente V instituyó el pago en dinero a sus funcionarios, que marcó el establecimiento de una administración estricta y moderna de la corte pontificia.

El Sacro Colegio de Cardenales. El consistorio

Los cardenales, cuya importancia en el gobierno de la Iglesia creció durante los siglos XII y XIII, la incrementaron aún más en la corte de Aviñón. Durante este período los papas crearon 134 cardenales en veintitrés promociones, de los cuales once franceses y 95 languedocianos (centro y sur de Francia), y sólo catorce italianos; la Iglesia fue gobernada por clérigos del sur de Francia.

Los cardenales dirigieron la cancillería y la penitenciaría de la Iglesia; y por ello estuvieron estrechamente asociados a la persecución de la herejía. El papa se sirvió de ellos para las misiones exteriores. Los cardenales legados, portadores de la bula que precisaba sus atribuciones, recorrieron Europa. Se les encontraba recibiendo a reyes y gobernadores en los Estados Pontificios; en nombre del papa, el cardenal legado, Pedro Bertrando de Colombier, coronó a Carlos IV emperador en 1365 en Roma.

El consistorio era la reunión del papa con los cardenales, sus consejeros ordinarios, celebrado muy frecuentemente. Los cardenales expresaban libremente su opinión, y el papa encontraba en el consistorio, más de una vez, fuertes resistencias. Esta situación inclinó al papa a rodearse de un pequeño número de cardenales influyentes en quienes tenía toda su confianza, y a quienes consultaba, antes de llevar los asuntos ante el consistorio. Algunos cardenales, parientes próximos o compatriotas del pontífice reinante, lograron de este modo ejercer un papel predominante.

Cada uno de los cardenales representaba una imagen reducida del papa, rodeados de su familia: capellán, secretarios, domésticos, hombres de armas, en auténticas casas principescas; eran el centro de una corte. Todos contribuían así a multiplicar el esplendor de su soberano.

La reorganización de los servicios

Las circunstancias políticas pesaron fuertemente sobre las iniciativas de los papas de Aviñón. Para hacer frente a situaciones nuevas, era necesario tomar decisiones enérgicas. El crecimiento del particularismo nacional y del poder monárquico en los países de Europa obligó a los pontífices a reforzar su autoridad sobre los obispos, so pena de volver progresivamente a la impotencia anterior a la reforma gregoriana. La anarquía reinante en los Estados Pontificios reducía prácticamente a nada sus rentas; era necesario, pues, que la fiscalidad pontificia encontrase otras fuentes de ingresos. También. El carácter de los pontífices jugó un papel en el interés que ellos pusieron en la administración.

Prácticamente todos los papas tuvieron una formación jurídica y atendían, de acuerdo con el derecho y con la práctica cotidiana, asuntos de vivo interés.

Pero en tres direcciones su obra se manifestará decisiva: la reorganización de los servicios, la política financiera y la centralización del gobierno. La parte fundamental de la obra se debe a Juan XXII, que dio pruebas de cualidades de administración fuera de serie.

La Cancillería.— Los papas de Aviñón heredaron una administración viva, que fue reorganizada y racionalizada durante su estancia. La Cancillería apostólica constituía el centro motor del gobierno, el servicio más antiguo por origen, aunque no el más importante. Estaba presidida por un vice-canciller, que desde el tiempo de Clemente V fue siempre un cardenal.

Prácticamente debía «escribir las cartas». En realidad, consistía en decidir sobre las cuestiones de política eclesiástica, preocuparse de las relaciones con los príncipes, los legados, los nuncios, vigilar los Estados de la Iglesia y responder a las peticiones de favores y beneficios.

Comprendía siete oficios: de las súplicas, de los exámenes, de la minutas, de la grossa (la redacción definitiva de los documentos en littera grossata), del corrector, del sello y del registro.

Su actividad mayor era la de responder a las súplicas. Éstas, menos en los casos de respuesta negativa, debían ser redactadas en el mismo estilo de la curia. Eran presentadas al papa que, si accedía, hacía escribir: Fiat ut petitur. Para esta actividad había un centenar de escribanos divididos en varias clases: los protonotarios, los abreviadores, los scriptores papae, llamados después secretarii (para los documentos más delicados). Existía también un rescribendarius o distributor generalis que tenía como oficio distribuir las cartas a los escribanos para su redacción en bellas copias (grossatores). A fin de que el texto definitivo correspondiera a la minuta y, por tanto, evitar errores, había un correptor y un auscultator que verificaban los documentos. Después se determinaba la tasa y el documento era «bulado » por medio de dos bulatores encargados de escoger las letras —siempre elegidos entre los conversos cistercienses iletrados (fratres de bulla) a fin de que no divulgaran el contenido de las cartas que ellos autentificaban—. Finalmente se registraba, lo que llevaba consigo una tasa posterior, pero también una garantía adicional.

Las decisiones eran escritas en registros de papel. Los registros, llamados de Aviñón, ascienden a un total de 203. Frecuentemente eran trascritos después en registros de pergamino, llamados del Vaticano, que comprenden 253 volúmenes, que fueron trasladados a Roma en tiempos de Eugenio IV.

La Cámara apostólica.— Acrecentó su importancia en Aviñón, terminando por convertirse en la pieza maestra del gobierno de la Iglesia, un verdadero ministerio de finanzas. Era dirigida por el camarero o camarlengo (camerarius), siempre un obispo destinado a alcanzar el cardenalato. Del camarero dependían el tesorero y otros oficiales; en cierto sentido era el brazo derecho del papa. Frecuentemente estaba encargado de escribir las cartas más delicadas y enviarlas en nombre del pontífice. Desde el siglo XIV la Cámara atendía la jurisdicción civil y criminal de los Estados de la Iglesia.

El tesorero confeccionaba los presupuestos y era ayudado por los clerici camerae, que eran de dos a siete, y por los exactores. Otros elementos de la Cámara apostólica eran la ceca, donde se labraba la moneda, y el servicio de correos (cursores) con diferentes oficios: llevar las cartas, controlar los sellos, etc. Los cursores, cuando llevaban consigo las litterae cursoriae, tenían derecho a alojarse en casa de los eclesiásticos.

Para la composición de las causas, si había en juego dinero, las comprobaciones eran muchas; existía un tribunal especial. En primera instancia era competencia del auditor de la Cámara y el vice-auditor. La discusión tenía lugar entre el procurador fiscal y los abogados fiscales. La última instancia era competencia del camarero, cuya sentencia era definitiva, y quedaba juzgada. Y como un tribunal sin sanción no se sostiene, la Cámara disponía de una prisión.

Las rentas de la Cámara comprendían: las entradas de los Estados de la Iglesia, los censos de los reinos vasallos (Nápoles debía 40.000 florines, Sicilia 15.000, Aragón 8.000 —que pagaba por Córcega y Cerdeña—, Inglaterra 8.000), y sobre todo el disfrute de los beneficios eclesiásticos:

Décimas o impuestos extraordinarios que suponían la décima parte de las rentas netas de un beneficio y en ocasión de particulares y urgentes necesidades.

Servicios comunes (servitia communia): la tasa pagada en el acto de la elección de un obispo o abad, y correspondía a un tercio de las rentas de las mesas episcopales que superaran los cien florines. La mitad de esta cantidad pasaba a la Cámara y la mitad a los cardenales presentes en curia.

Servicios «minuti»: tasa que debían dar los nuevos elegidos al personal de corte y a los cardenales.

Sacra: con ocasión de la consagración de un obispo o de la bendición de un abad se debía pagar una tasa que se dividía entre el personal de la curia (una vigésima parte de los servicios comunes).

Derecho de chancillería: las tasas a pagar por el envío de una bula o de otro documento.

Annata: cuando un beneficiado tomaba posesión de un beneficio debía pagar una tasa correspondiente a los frutos del mismo durante un año.

Sedes vacantes: rentas de los beneficios vacantes, que debían pagar a la Santa Sede durante todo el tiempo que faltaba el titular.

Derechos de expolio: cuando moría un obispo o un abad los colectores de la Cámara apostólica tenían el derecho de apropiarse uno de los bienes del difunto, dejando a los herederos lo que restaba.

Servicios caritativos: eran en realidad un pretexto para imponer una nueva tasa; en efecto, en ocasión de particulares dificultades el papa exigía a los obispos y a los abades el pago de un «don».

Procuraciones: tasa que debía pagar un obispo cuando no hacía la visita pastoral que estaba obligado a hacer. Si comparamos el pontificado de Clemente VI con los reinados de Eduardo III y de Felipe V, observamos un dato significativo: que los ingresos papales eran netamente inferiores a las de los dos soberanos en cuestión. No obstante, los ingresos variaron según los diferentes pontificados.

El tribunal de la Rota.— Para resolver los numerosos litigios no eran suficientes los capellani papae, llamados también auditores causarum. Sólo podían instruir las causas, pues al papa correspondía dar sentencias, pero, con el aumento de la causas y de los recursos, fue necesario crear un instrumento de justicia. En primer lugar estaba el Consistorio Apostólico, corte de justicia en la que los jueces eran el papa y los cardenales (Udienza cardinalizia) u otros jueces con poderes delegados (Udienze delle Cause del Palazzo Apostólico). Clemente V, en 1309, encargó a un colegio de auditores que se preocuparan de las discusiones de las causas. En 1337 aparece el nombre de «Rota», que puede venir o de la mesa redonda donde se sentaban o de que los auditores juzgaban por turno.

El procedimiento era muy simple. Una vez introducida la causa, se señalaba el auditor y se llamaba, hasta tres veces, a la parte adversa. La causa se iniciaba cuando la campana de la catedral daba las tres. Los auditores eran generalmente doce y tenían una preparación jurídica muy cualificada. Muchos alcanzaron puestos de relieve, especialmente como obispos de diócesis importantes.

La Udienza delle lettere contraddette se ocupaba de las causas recusadas por el defensor al juez acusador.

La Penitenciaría.— Por la constitución In agro Dominico de 1338, Benedicto XII reorganizó el servicio de la Penitenciaría, que existía desde el siglo XIII. El gran penitenciario, con rango de cardenal, ejercía por delegación los poderes de absolución del papa, ya como confesor de los principales personajes de la curia, ya como representante del pontífice para eliminar las penitencias de las faltas cuyo perdón estaba reservado a la Santa Sede.

Estaba asistido de un suplente y de dieciséis penitenciarios menores que, reclutados normalmente entre franciscanos de nacionalidades diferentes —habían de escuchar confesiones en diferentes lenguas—, recibían la confesión de las faltas cuya absolución les estaba reservada. Algunos penitenciarios la ilustraron con sus obras, como el franciscano gallego Alvaro Pelagio, el más intransigente teórico del poder pontificio del siglo XIV. Frecuentemente el episcopado vino a coronar los méritos de los penitenciarios.

La casa del papa.— Además de estos órganos de gobierno, había un numeroso personal que se ocupaba de menesteres cotidianos, compuesto por camareros (bajo Benedicto XII eran monjes cistercienses), los barberos y uno o dos médicos (physici) que residían en la corte, aunque para casos especiales consultaban a especialistas famosos de Salerno o Montpellier.

Un puesto muy ambicionado era el de capellán del papa; los capellanes cantaban los oficios divinos y tenían diversos privilegios, un estipendio envidiable y un estatus importante. De entre ellos se elegían los limosneros, que se encargaban de las limosnas «secretas» y proveía con dinero a dotar doncellas para el matrimonio, estudiantes y otros necesitados. Muy importante era el encargo de la Pignotte (del italiano pagnotta, pan pequeño), atendido por dos cistercienses y una docena de servidores, que distribuían pan, otros alimentos y vestidos. Se calcula que la caridad del papa distribuía de 10.000 a 27.000 florines al año, que constituían una cifra que se acercaba al ingreso de la «décima». Muy importante era también el cargo de magister in theologia y de magister sacri palatii. En algunos momentos se habla también del magister linguarum.

Finalmente, los encargados de la cocina, de la panadería, de la cantina, de la escudería. Tampoco faltaban los hombres de armas y de otros servicios. Del guardarropa se encarga un personal femenino.

El monopolio de los nombramientos.— La curia pontificia, reorganizada por los papas de Aviñón, bajo la dirección práctica del camarero y constituida por un personal reducido de quinientas personas como media, era un instrumento eficaz de gobierno del que se sirvieron los papas franceses para terminar la obra de centralización, ya bien avanzada por sus predecesores. Todas las constituciones que reglamentaban los servicios, reformaban las órdenes religiosas y codificaban las reglas administrativas contribuyeron a esta centralización, mediante la cual los papas de Aviñón no cesaron de afirmar su autoridad. Sin embargo, fue en el casi monopolio de los nombramientos eclesiásticos donde se expresó más eficazmente la voluntad de los papas de Aviñón de gobernar directamente la Iglesia.

El sistema antiguo, generalizado por la reforma gregoriana para los beneficios mayores y tolerado por ella para los beneficios menores, establecía la designación de los obispos y de los abades por medio de la elección —procedimiento ratificado por el concordato de Works— y dejaba a los curas y los capellanes a voluntad del patrón colateral. El papado no intervino en este funcionamiento, corriente durante el siglo XII, más que en caso de contestación y de las usurpaciones del soberano. Pero, a lo largo del siglo XIII, el papado comienza a intervenir directamente en los nombramientos. En 1265, Clemente IV, por la bula Licet ecclesiarum, proclamó que todos los beneficios estaban a disposición del papa, jefe de la Iglesia. Los papas de Aviñón aplicaron esta afirmación hasta en sus consecuencias más extremas, pero lo hicieron paulatinamente, por medio de medidas de detalle, a fin de esconder la amplitud de su acción.

La constitución Ex debito, de comienzos del pontificado de Juan XXII, amplió la noción de «beneficio vacante en la corte de Roma», aplicándola a todos los beneficios gozados por los clérigos que permanecían fijamente en la curia, o estando simplemente de paso, allí morían. Urbano V y Gregorio XI extendieron el derecho de reserva a todos los beneficios mayores, reservándose de este modo el nombramiento de todos los obispos y abades. Por el sistema de la gracia expectativa, el papa confería por adelantado a un clérigo el derecho al primer beneficio vacante que quedara libre, por ejemplo, en el cabildo catedral. Con estos movimientos el papado asumió prácticamente todos los nombramientos. En seis años, Juan XXII designó 450 prelados y, en el primer año de su reinado, distribuyó 3.000 beneficios y gracias expectativas. Benedicto XII llegó a 328 beneficios mayores, 1.505 funcionarios menores y concedió 2.000 expectativas.

Este aumento de nombramientos acrecentó considerablemente la autoridad del pontífice sobre las Iglesias locales y disminuyó otro tanto la influencia de los soberanos, de los señores feudales y de los cabildos catedrales. Unos y otros se opusieron a las medidas de la curia. En Inglaterra, la resistencia del rey Eduardo III y de sus sucesores se apoya en el sostén de las reuniones del Parlamento mantenidas a lo largo del siglo y sobre el descontento de la opinión popular. En Alemania, los cabildos catedrales rehusaron desprenderse de su derecho de elección y mantuvieron a Luis de Baviera en su lucha contra el papa. Pero en conjunto, poco a poco, cedieron las resistencias. La colación directa de los beneficios por la Santa Sede presenta claras ventajas: rapidez en los nombramientos y fin de las intrigas locales. Los soberanos encontraron también su ventaja designando a sus protegidos con el favor del papa, procedimiento bastante más seguro que el de intentar seducir o intimidar a todo el colegio electoral. Al final del período, bajo el pontificado de Urbano V, el nombramiento de los beneficios estaba casi en su totalidad en la curia.

El presupuesto del papa.— En total, el soberano pontífice ingresaba sumas considerables que lo situaban, en el plan de rentas, en el cuarto lugar de los soberanos, después de los reyes de Francia, Inglaterra y Nápoles. Los diversos ingresos se elevaron a 228.000 florines en tiempos de Juan XXII, 166.000 en los de Benedicto XII, 188.500 en los de Clemente VI, 253.000 en los de Inocencio VI, 260.000 en los de Urbano V y 481.000 en los de Gregorio XI, según las indicaciones de Yves Renouard. De estos ingresos, el papa destinaba el 12 o el 13 por 100 a la construcción y mejoras de su castillo, del 7 al 33 por 100 a los gastos de su personal, de 3 al 19 por 100 a las limosnas. El resto, es decir, la mitad del total, servía para financiar la guerra de reconquista de los Estados Pontificios. El papado, por tanto, disponía de medios considerables pero insuficientes; Urbano V empleó 30.000 florines en sus cardenales y Gregorio XI era deudor de 120.000 libras a Luis de Ajou.

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