EL CISMA CISMA DE OCCIDENTE Y EL CONCILIO DE CONSTANZA

EL CISMA DE OCCIDENTE Y EL CONCILIO DE CONSTANZA

a) La doble elección

La tarde del 7 de abril de 1378, once días después de la muerte de Gregorio XI, dieciséis cardenales entraron en cónclave en el Vaticano sin esperar al cardenal Juan de La Grange, que negociaba con Florencia, ni a los seis cardenales que permanecían en Aviñón. El cónclave podría alargarse, puesto que no serían fáciles de reunir los once votos necesarios para alcanzar la mayoría de los dos tercios. Los dieciséis cardenales reunidos en Roma se dividían en tres facciones: cuatro cardenales eran italianos, otros siete formaban el «clan de los lemosinos» y eran primos o sobrinos de los papas de Aviñón, y los cinco restantes representaban el partido «francés», entre los que se contaba el cardenal de Aragón, Pedro de Luna. Desde la elección de 1305, los diferentes cónclaves habían elegido a un cardenal, a excepción de Urbano V, en 1362.

Contrariamente a lo previsto, la elección del nuevo papa fue rápida. La población se amotinó ante la idea de que el nuevo papa pudiera abandonar Roma por Aviñón y cumplir los deseos del rey de Francia. La presencia del papa garantizaba a Roma las rentas de la corte pontificia, peregrinos y visitantes, mientras que su desplazamiento permanente significaba pérdida de riqueza, la disminución de prestigio y la ausencia intolerable de su obispo. Por todo ello, las manifestaciones hostiles se multiplicaron frente a los cardenales franceses y un gran tumulto acompañó el comienzo del cónclave. La multitud pidió la elección de un romano, al menos de un italiano.

A la mañana siguiente, los cardenales, llenos de miedo y después de intentar diferentes soluciones, se ponen de acuerdo —salvo el cardenal Orsini, que rehusa votar bajo la presión popular— en el nombre del arzobispo de Bari, el napolitano Bartolomé Prignano, propuesto como una posible solución de compromiso. Prignano, cuya vida era intachable, satisfizo al pueblo romano, puesto que era napolitano. Administrador en la curia desde hacía catorce años, había hecho carrera en Aviñón y parecía bien acogido por el colegio de los cardenales. Pero se extendió el rumor de que el nuevo papa era lemosín. La muchedumbre invadió el cónclave, la mayor parte de los cardenales huyó y algunos presentaron al viejo cardenal romano Tebaldeschi como el nuevo elegido mientras se esperaba la respuesta de Prignano.


Papa Urbano VI
El arzobispo de Barí acepta su elección y toma el nombre de Urbano VI. La mitad de los electores, entre ellos el cardenal Orsini, felicita al papa el 9 de abril. Pedro de Luna precisa: «Hemos elegido un verdadero papa». El día después de la coronación de Urbano VI, el 18 de abril, día de Pascua, los cardenales escribieron a sus seis colegas de Aviñón que habían elegido a Prignano «libre y unánimemente ».

La elección se había desarrollado en condiciones anormales, pero ésta no era la primera vez que ocurría, y no se habría dudado de la elección de Prignano si el nuevo papa no hubiera actuado de manera desconcertante. Desde finales del mes de abril, Urbano VI se atrajo la hostilidad de los cardenales al reprocharles en público y con violencia su lujo y su absentismo, tratándoles de ladrones y queriendo reducir bruscamente su tren de vida. Se comportó del mismo modo frente al emperador Carlos IV y la reina de Nápoles, Juana I. Manifestación de una voluntad de reforma de la Iglesia, fruto de los rencores acumulados en silencio en la curia o resultado de un mal de estómago insoportable, sus invectivas y sus torpezas revelan un carácter violento que empeoraría a lo largo de su pontificado.

Durante el mes de mayo, los cardenales se alejaron de Roma, uno a uno, bajo diferentes pretextos. El cardenal de Amiens, Juan de La Grange, ausente del cónclave, juzga severamente la elección de Prignano. A finales de junio, Urbano VI comienza a inquietarse porque no quedan junto a él más que los cardenales italianos. Con la excepción de Tebaldeschi, que había muerto a comienzos de septiembre, los mismos cardenales italianos se reúnen con los trece cardenales disidentes (siete lemosinos, cinco franceses y Juan de La Grange). Los cardenales italianos proponen un concilio general. Los otros rehusan, pues no puede ser convocado más que por el papa y ellos sostienen que la elección de Prignano es nula, que ha sido el miedo y la precipitación y no el Espíritu Santo quien ha podido inspirarles la elección de tal hombre.


Anti papa Clemente VII
Reunidos en Fondi bajo la protección de la reina de Nápoles, se enteran que Urbano VI ha nombrado 29 nuevos cardenales, de los que 20 son italianos. El 20 de septiembre se reúnen en cónclave y por unanimidad, salvo los tres cardenales italianos que se abstienen de votar, eligen a Roberto de Ginebra, que toma el nombre de Clemente VII. Los miembros del Sacro Colegio que habían permanecido en Aviñón se unen unánimemente al nuevo papa.

No era la primera vez que dos papas se disputaban la sede de Pedro, pero sí la primera vez que el mismo colegio de cardenales había elegido dos papas. Es necesario admitir que esto no se hizo sin debates y sin reflexión. Hasta los tres cardenales italianos, de los que uno no había votado a Prignano, terminaron por unirse a Clemente VII. Ni el concilio de Pisa ni el de Constanza se inclinaron por la legitimidad de uno o de otro.

Con la complicidad de la corte de Francia, había comenzado el cisma —que se ha llamado el «gran cisma»—. Sus secuelas extremas durarán hasta 1422, a la muerte del irreducible Pedro de Luna. Cuarenta años de cisma durante los cuales los cristianos, desgarrados, buscaron al verdadero papa y el retorno a la unidad; cuarenta años de dramas de conciencia para los fieles; cuarenta años de debilitamiento progresivo a causa de un papado bicéfalo, pronto tricéfalo, impotente para encontrar la unidad. Esta situación extraordinaria justifica la necesidad recurrir a un concilio general cuyas características fueron esencialmente diferentes de los concilios pontificios de los siglos precedentes. El concilio de Constanza de 1414 fue un concilio totalmente original en la historia de la Iglesia, al que se recurrió después de haber agotado todos los otros medios para salir del cisma.

b) La cristiandad, desgarrada

Las dos obediencias

Dos papas, dos colegios de cardenales, doble nominación para cada puesto. El primer efecto del cisma es el de llevar a los príncipes, al clero, al pueblo a apoyar las pretensiones de uno de los dos competidores. Desde 1378, los Estados católicos se dividen, según sus intereses, en dos obediencias. El Imperio, Inglaterra en guerra con Francia, Irlanda, Flandes, Italia del Norte, Florencia y Milán, apoyan al papa romano, Urbano VI. Francia, Escocia, Castilla, Portugal, Saboya, Aragón, Navarra y el reino de Nápoles, al papa avínonos, Clemente VII. En Nápoles, la reina Juana toma una posición idéntica a la del rey de Francia, pero el pueblo permanece unido a Urbano VI. Clemente VII es acogido, en mayo de 1379, en medio de un motín. Juzga más prudente huir y la reina es obligada a cambiar de obediencia por medio de una insurrección. En Castilla, Juan I reúne a finales de noviembre de 1380 una gran asamblea en Medina del Campo. En ella se escuchan las razones de una y otra tendencia durante seis meses. El rey toma partido por Clemente VII, sin convencer a todos sus subditos. En otras partes el príncipe prefiere dejar la libertad. Éste es el caso de Felipe Hardi, duque de Borgoña, que, al tomar posesión del condado de Flandes en 1384, hizo saber que no pretendía contrariar a ninguno de sus subditos. Las ciudades permanecieron urbanistas, pero Brabante se mantuvo neutro.

Esta situación atroz, a pesar de las preocupaciones políticas nutridas en cada obediencia, debía convertirse muy pronto en intolerable para aquellos hombres profundamente y más dolorosamente cristianos de que lo habían sido sus antepasados. No se debe pensar que el dolor del conflicto haya alcanzado solamente a las clases instruidas: los clérigos, las cortes soberanas, la alta burguesía comerciante. Los cristianos más humildes vivían el drama en su corazón de manera cotidiana. Para todos, esta desgarradura en la túnica sin costura de Cristo era un escándalo permanente. Por ello, todos se preocuparon de llegar a la unidad rápidamente. Innumerables tratados se escribieron sobre los medios de reducir el cisma. La Universidad de París organizó una especie de referéndum en el que son recogidas casi diez mil respuestas.

Las vías de solución.

Cuatro medios para llegar a la unidad de la Iglesia son estudiados y utilizados en repetidas ocasiones. El primero es la vía de hecho (via facti). Se trata de vencer al adversario y apoderarse de su persona. Clemente VII lo intentó, pero las operaciones militares a partir de Nápoles fracasaron. Estas empresas fueron camufladas como negociaciones. El segundo es la sustracción de la obediencia (via reductionis intrusi), pues, sin seguidores ni recursos, los papas serían obligados a dimitir. Preconizada por los maestros de la Universidad de París, esta política es aplicada por el rey de Francia; sin embargo, en el Imperio es acogida con escepticismo. Esta solución se enfrentó con las dificultades de la gestión cotidiana de las iglesias y fracasó. El tercer medio es una conversación entre los dos papas concurrentes para poner fin al cisma (via discussionis, cessionis, compromissi); tropieza con la desconfianza. El cuarto es el recurso al concilio general (via concilii). Éste necesitaba de una autoridad que lo convocara, que los cardenales y obispos asistieran y que fuera legítimo.

c) El fracaso del concilio de Pisa (1409). Un tercer papa.

Las negociaciones en Roma y en Aviñón tropezaron con la mala voluntad del uno y del otro de los papas rivales. Príncipes, doctores y fieles se sintieron irritados ante la actitud de ambos y se alejaron progresivamente del papa que habían elegido. Francia procede a una sustracción de la obediencia al papa de Aviñón para encauzar una composición.

Finalmente, se vino a pensar que la sola solución sería un concilio general. Esta corriente llevó a la reunión de un concilio en Pisa en 1409. Los cardenales que lo habían convocado, disidentes de las dos obediencias, lo hicieron sin el mandato de uno u otro papa. Esta iniciativa muestra los progresos que habían hecho las teorías conciliares que sostenían la superioridad del concilio general sobre el papa. Casi 500 padres acudieron, de los cuales un centenar eran obispos. También, un cierto número de cardenales, entre los que se encontraba Otón Colonna, el futuro Martín V. Los padres depusieron a los dos papas entonces en función, Benedicto XIII y Gregorio XII, como heréticos, cismáticos y perjuros, y eligieron uno nuevo, el franciscano Pedro Filarghi, que tomó el nombre de Alejandro V. Pero ni Gregorio XII ni Benedicto XIII se sometieron y, aunque Alejandro V reunió tras él la mayor parte de la cristiandad de Occidente, España y Francia permanecieron fieles a Benedicto XIII, el papa de Aviñón; Baviera, Nápoles, Venecia y Rimini, a Gregorio XII, el papa de Roma. Lejos de quedar resuelto el cisma, dio lugar a que existieran tres papas. Alejandro V murió en 1410 y fue reemplazado por Baltasar Cossa, un cardenal-soldado de fuerte carácter, más jefe militar que pontífice, que tomó el nombre de Juan XXIII. La primera tentativa conciliar para resolver el cisma había fracasado, pero con el papa de Pisa se hacía posible la convocatoria de un nuevo concilio, de apariencia más legítima, puesto que el papa tomaba la iniciativa.

d) El concilio de Constanza (1414-1418)

El papel determinante de Segismundo, rey de Germania

La asamblea que se reunirá en Constanza tuvo en Pisa un prolegómeno, y debe a Segismundo de Luxemburgo, elegido rey de romanos en 1410, buena parte de su crédito. Este príncipe, de política cambiante, mantuvo, sin embargo, en el asunto del cisma una perseverancia extraordinaria. Su crédito y su tenacidad solos permitieron reunir el concilio de Constanza, arrancar de Juan XXIII la bula de convocación e inclinar a Gregorio XII a su confirmación. Parece seguro que, más allá de la unidad restablecida, Segismundo se preocupó por la supervivencia de la obra del concilio tendiendo la mano a Martín V y a Eugenio IV para que las decisiones de Constanza fueran observadas, especialmente en lo que concernía a la periodicidad de la celebración de los concilios posteriores.

Que Segismundo considerara el trabajo del concilio como su obra no es extraño si se piensa en la parte preponderante que tomó en su convocatoria, en su presencia en Constanza, en su participación en las sesiones y en sus innumerables intervenciones que pesaron sobre las decisiones de los Padres. Por ello, la asamblea de Constanza, un poco a la manera de los concilios antiguos y a diferencia de los concilios medievales anteriores, fue un concilio del emperador. Pero Segismundo, lejos de ser un intruso que pretendiera intervenir en la dirección de la Iglesia y tomar una revancha imperial sobre el papado, la sirvió bien, ayudándola a salir de un paso tan difícil.

La convocación del concilio de Constanza


Anti papa Juan XXIII
El 30 de octubre de 1413, Segismundo anuncia, con el acuerdo de Juan XXIII, que un concilio general se reuniría el 1 de noviembre de 1414 en la ciudad imperial de Constanza, al que él mismo asistiría. Segismundo invitó a Gregorio XII y a Benedicto XIII, al rey de Francia y a los otros soberanos católicos de Occidente, y al emperador Manuel de Constantinopla. Según esta primera carta, Segismundo deseaba dar una ecumenicidad real a esta asamblea y quería evitar una reedición del fracaso de Pisa.

Juan XXIII, en cambio, no publicó la bula de convocación del concilio hasta el 9 de diciembre de 1413, pues creía que la nueva asamblea era una continuación de la reunida en Pisa. Juan XXIII había creado, en 1412, catorce nuevos cardenales, una acción que le fue desfavorable, lo cogió desprovisto y lo dejó desamparado.

Confiando en su éxito, el 28 de octubre de 1414 Juan XXIII hizo su entrada solemne en Constanza, rodeado de una muchedumbre de prelados, príncipes, comerciantes y domésticos tal, que multiplicó por cuatro el número de sus habitantes. Constanza era una ciudad de cerca de 5.500 habitantes que durante el concilio llegó a alcanzar los 100.000. En el concilio participaron 29 cardenales, tres patriarcas, 30 arzobispos, 155 obispos, más de cien abades, 50 deanes de cabildos catedrales, 300 doctores. Se estima que estos clérigos con sus seguidores alcanzaban la cifra de 18.000 a 20.000 personas. Si se añade el emperador, los príncipes cristianos o sus embajadores, sus seguidores y sus tropas alojadas en Constanza o en sus alrededores, podemos aceptar que una masa de población de cien mil personas fue atraída por el concilio y se situó en un radio de algunas leguas en torno a la ciudad. Durante cuatro años, Constanza fue la capital de una cristiandad en busca de la unidad perdida.

«Causa unionis»

La huida de Juan XXIII (20 de marzo de 1415).

Juan XXIII había llegado con un gran séquito, con mucho dinero y con tres preocupaciones: ser reconocido como único papa, confirmar el concilio de Pisa y presidir el nuevo concilio. El grupo de los italianos era dominante, Juan XXIII había creado muchos nuevos obispos y esperaba poder maniobrar en el concilio a su gusto. Por ello era favorable a que se pasara inmediatamente a las cuestiones de la fe.

El emperador Segismundo había tomado en serio su propio papel de defensor Ecclesiae. Lo demostró cuando llegaron los legados de Gregorio XII. Juan XXIII no quería que Angelo Carrer (Gregorio XII) fuera reconocido como cardenal, pues se anularía lo establecido en Pisa. Además, el concilio puso unas condiciones inaceptables para el papa pisano: que en la sesión en que se leyera la dimisión de Gregorio, Baltasar Cossa no estuviera presente, y que también los otros dos papas firmaran la dimisión.

En efecto, en el concilio se estaba difundiendo la convicción común de la oportunidad de la triple renuncia. D'Ailly afirmó que si el concilio era «general», esto se debía no a la bula de Juan XXIII, sino a la decisión de Segismundo qui censetur ecclesiae advocatus, lo que no significaba aún la superioridad del concilio sobre el papa, sino la superioridad del concilio sobre los tres papas dudosos.

Juan XXIII estaba desconcertado, pues también él era sacrificado a pesar de estar convencido de que tenía todos los títulos para pretender el reconocimiento como único papa legítimo. La revuelta se produjo cuando los germanos pidieron dos cosas: la supresión de las tropas reservadas al pontífice y un aumento de beneficios que se conferirían a los universitarios; y conferir el derecho al voto también a los no obispos: abades, doctores de la universidad, representantes de los príncipes. La propuesta era coherente con las teorías occamistas, pero también con las más moderadas de Zarabella. Si el concilio es el máximo órgano de la Iglesia, es razonable que tengan poder deliberativo los prelados por razón de su cargo, los doctores a causa de su ciencia, y los príncipes debido a la autoridad que Dios les había concedido.

En este momento los universitarios, pocos en número pero influyentes, en lugar de conceder el voto per capita, propusieron el sistema practicado en la universidad, donde las cuestiones importantes eran decididas por naciones. Esto reducía el poder de los italianos, que eran mayoría. Al comienzo se formaron cuatro naciones: Francia, Inglaterra (con Gales e Irlanda), Germania (con Suiza, los Países Bajos, Dalmacia, Croacia, Hungría, Bohemia, Polonia y Escandinavia) e Italia (con Chipre y Creta). Posteriormente se añadió España (Castilla, Aragón, Navarra, Portugal). A los cardenales se les concede el papel de casi nación, en cuanto que podían examinar los decretos separadamente. El trabajo se realizaba en el interior de cada nación. Las conclusiones eran llevadas a la congregación general en la que cada nación tenía un voto.

El 7 de marzo de 1415, Juan XXIII, por la bula Pacis bonum, consintió en hacer pública y solemne promesa de abdicación si sus dos rivales abdicaban también. Pero no sintiéndose seguro en Constanza, habiendo comprendido que el concilio no se había reunido ni para su deposición ni para su confirmación, huyó, en la noche del 20 de marzo, a Schaufausen, en las tierras del duque Federico de Austria que lo protegía. Desde allí, intima a los cardenales la orden de que se reúnan con él. Ocho le obedecieron, entre ellos Otón Colonna, el futuro Martín V, así como numerosos clérigos.

La legitimación del concilio. El decreto «Haec sancta».

La huida de Juan XXIII, que había convocado el concilio, provoca en la ciudad un verdadero pánico y una fluctuación grave entre los Padres ¿Qué fundamento tenía en adelante un concilio cuyo promotor había huido y se preparaba según toda probabilidad para hacerlo fracasar? Dietric von Niem recurre al precedente de Otón I, que en 963 había depuesto a Juan XII (955-963/64) escribiendo que éste fuit unicus et indubitatus sed [...] venator, fornicator et incorregibilis, et quia per haec et alia eius facinora maculabat et scandalizabat Romanam Ecclesiam.

El 23 de marzo, Gerson hizo un famoso discurso, con el título Ambulate dum lucem habetis: «La Iglesia, o el concilio general que lo representa, es la regla que Cristo, según las directrices del Espíritu Santo, nos ha dejado, de manera que cualquier hombre, de cualquier condición que sea, aun el papa, está obligado a escucharlo y obedecerlo. Quien no lo hace, debe ser considerado como un gentil y un publicano». Tres días después el concilio emanó en la III sesión un decreto en el que se declaraba que el concilio era legítimo; no podía ser disuelto antes de haber cumplido la triple obra para la cual había sido convocado; no podía ser transferido a otra sede sin acuerdo del propio concilio; nadie, sin justa causa, podía alejarse. El Viernes Santo siguiente, el 29 de marzo, tres naciones —francesa, germana e inglesa— aprobaron cuatro puntos en los que se amenazaba con sanciones a los que no se sometieran al concilio; se juzgaba la fuga del papa un escándalo manifiesto; la fuga lo hacía sospechoso de cisma y de herejía; se sostenía que el papa había gozado de plena libertad.

Los cardenales reaccionaron. El emperador, ante la posibilidad de un abandono generalizado, favoreció un texto más blando, aprobado en la IV sesión el 30 de marzo, que afirmaba:

«Los poderes del concilio vienen directamente de Cristo, todos están obligados a obedecerlo por lo que mira a la fe y a la extirpación de las herejías. Las censuras eventualmente fulminadas serán consideradas nulas. Toda transferencia de prelados o la privación de beneficios en perjuicio del concilio serán consideradas nulas. Por el bien de la unión no se creen nuevos cardenales».
En la V sesión general del 6 de abril de 1415, el concilio adoptó el célebre decreto Haec sancta, que retornaba al texto más duro y afirmaba la legalidad del concilio y su superioridad sobre el papa, la plena libertad de que el papa había gozado hasta entonces, anulaba todas las condenas de Juan XXIII después de su huida y amenazaba con censuras eclesiásticas a todos aquellos que desobedecieran al concilio.

Así quedaba claramente formulada por los Padres la superioridad del concilio sobre el papa. Ésta era la primera vez que tal afirmación recibía semejante autoridad. No nos pertenece determinar la legitimidad canónica de la decisión, pero si, por este decreto, el concilio no encontraba su propia legitimidad, la cristiandad recaería en el caos. Otorgando una legitimidad de sustitución y afirmando su autoridad superior, el concilio paliaba la carencia pontificia y preparaba la reducción del cisma. Cada vez que se quiera juzgar sobre este punto a los Padres del concilio, será necesario recordar que ellos tomaron una medida de urgencia impuesta por las circunstancias.

La deposición de Juan XXIII.

El concilio continuaba. Juan XXIII aceptó resignar su dignidad, si Benedicto XIII y Gregorio XII le imitaban, a condición de que se atendiera decentemente a su porvenir y que el duque de Austria, que le había acogido, no fuera inquietado. El concilio interpreta estas concesiones como pruebas de lasitud y prosigue su política de intimidación.

Juan XXIII fue citado a comparecer por herejía, complaciente con el cisma y otros motivos de inculpación. Desde entonces, la situación de Juan XXIII se hizo insostenible. Muchos cardenales, entre ellos Otón Colonna, lo abandonaron y volvieron a Constanza. El 5 de mayo de 1415, el duque de Austria vino a humillarse delante de Segismundo y el concilio y sus bienes fueron confiscados. El concilio suspendió a Juan XXIII. Se debe tener en cuenta que el concilio actuó en todo este asunto como si Juan XXIII fuera el papa legítimo.

El 17 de mayo, los enviados del concilio se apoderaron de la persona del papa y lo internaron cerca de Constanza. Su proceso fue instruido con rapidez. Juan XXIII escuchó la decisión del concilio que lo deponía y prohibía su reelección, como la de sus otros pretendientes, ante el próximo cónclave. Juan XXIII acepta la sentencia y se convierte en el cardenal Cossa; fue puesto bajo la guardia de Segismundo, que lo internó en prisión. Al final del concilio, el nuevo papa, su antiguo compañero Otón Colonna, elegido bajo el nombre de Martín V, le dio la sede de Tusculum. Murió en 1419.

La abdicación de Gregorio XII y la deposición de Benedicto XIII

Gregorio XII, el papa de Roma, el que la Iglesia considera hoy día como el papa legítimo, tuvo una conducta más digna. Abandonado por casi todos los que lo habían sostenido, envió a Constanza al príncipe de Malatesta y al cardenal Juan Dominici de Ragusa a presentar su dimisión al concilio que él había legitimado antes, convocándolo de nuevo. El concilio decidió la fusión de las dos antiguas obediencias de Gregorio XII y de Juan XXIII, ratificó todas las medidas tomadas por Gregorio XII en su obediencia, y, en conformidad con los cánones, lo reintegraron a él y a sus cardenales en el Sacro Colegio. Reconvertido en cardenal Angelo Carrer, el antiguo papa fue nombrado obispo de Porto, legado perpetuo en Ancona, donde murió en 1417.

Benedicto XIII se acantonó, al contrario, obstinado en un refugio. Segismundo, que sentía la dificultad, se encargó personalmente de la negociación. Fue a Narbona en agosto de 1415 para arreglar con los españoles la abdicación de Benedicto XIII. En septiembre se encontró con Alfonso de Aragón en Perpiñán. El 13 de diciembre de 1415, se concluyó la capitulación de Narbona entre Segismundo, de una parte, y los tenentes de la obediencia de Benedicto XIII, de la otra (los reyes de Navarra, Castilla y Aragón, los condes de Foix y de Armañac, los diputados de Escocia). Las dos partes contratantes se dirigieron una invitación mutua a un concilio general que decidiera la deposición de Benedicto XIII, la elección de su sucesor y la reforma de la Iglesia. Este acuerdo ratificaba el reconocimiento del concilio por la antigua obediencia de Aviñón y sellaba la suerte de Benedicto XIII.

Benedicto XIII rehusó inclinarse y se refugió en la impenetrable fortaleza de Peñíscola, en una isla próxima a la costa catalana, donde murió en solitario en 1422. El concilio había citado a Benedicto XIII a comparecer, después lo depuso el 26 de julio de 1417. De este modo, en el verano de 1417, después de tres años de esfuerzos, el concilio había resuelto el cisma. A partir de entonces, los Padres se encontraron ante la alternativa: reformar la Iglesia y proceder después a la elección de un papa, o bien escoger el nuevo pontífice y con él hacer la reforma. Segismundo se inclinaba por la primera solución; los cardenales, por la segunda. El concilio dudó durante dos meses.

«Causa fidei». El Tiranicidio

El 17 de agosto de 1415, el concilio condenó la siguiente proposición: «Cualquier tirano puede y debe lícitamente y meritoriamente ser asesinado por cualquiera de sus vasallos o subditos, también por medio de insidias o adulaciones, no obstante cualquier juramento prestado o acuerdo con él hecho, y sin esperar la sentencia o el mandato de cualquier juez». El contexto de esta condena es la muerte, el 23 de noviembre de 1407, del duque de Orleáns, hermano de Carlos VI, deseada por el duque de Borgoña, Juan sin Miedo. El 8 de marzo de 1408, el franciscano Jean Petit (1360-1411) había sostenido en un discurso que si un vasallo trama contra el rey, la muerte de este conspirador por medio de cualquier subdito no es sólo una acción lícita, sino meritoria. Ya Juan de Salisbury se había manifestado en términos semejantes, tanto para el tirano que había usurpado el poder como para aquel que había abusado del mismo. Gersón atacó fuertemente esta doctrina, reconduciéndola a las proposiciones condenadas de Wyclif.

«Causa reformationis». La reforma de la Iglesia:
el decreto «Frequens»

El obispo Enrique de Winchester encontró el compromiso que tranquilizó a Segismundo y a los alemanes partidarios de la reforma antes de toda elección pontificia. A finales de septiembre de 1417, se concluyó un acuerdo en tres puntos entre el emperador y el concilio: se procedería a la elección del nuevo papa, pero inmediatamente después se emprendería la reforma de la Iglesia; en cambio, los decretos de reforma sobre los cuales se estaba ya de acuerdo serían promulgados inmediatamente; finalmente, el modo de elección pontificia sería reglado por comisarios.

Los trabajos sobre la reforma no estaban muy avanzados. Desde la XIII sesión general (15 de junio de 1415), el concilio había decretado el mantenimiento del ayuno eucarístico y la comunión bajo una única especie de pan para los fieles, contra el uso que se había introducido en Bohemia, después de la desaparición de Jan Hus, de comulgar bajo las dos especies (utraquismo). Dos comisiones de reforma se reunieron sucesivamente, pero fracasaron por contradicciones internas. Sólo el problema de las relaciones del papa con el concilio había sido analizado a causa de las circunstancias.

El 9 de octubre de 1417, en su XXXVII sesión general, el concilio proclamó cinco decretos de reforma, dos de ellos muy importantes. El primero, el decreto Frequens, llevaba a la práctica los principios del decreto Haec sancta de la V sesión de 1415. En adelante, los concilios ecuménicos debían ser periódicos: el próximo debía tener lugar cinco años después del de Constanza; el siguiente, siete años después, y los posteriores, cada diez años. Ninguna prolongación sería posible, salvo en caso de guerra o de peste. El segundo decreto proveía que, en caso de un nuevo cisma, el concilio se reuniría de pleno derecho y que entonces todos los titulares del papado quedarían automáticamente suspendidos.

Con estas decisiones de importancia capital se cambiaba la estructura misma de la Iglesia; el poder supremo pasaba de un papado, que hasta entonces decidía sin apelación, al concilio convertido en un órgano regular de gobierno y de control. Si el decreto Frequens hubiera sido aplicado de forma duradera, el gobierno y la estructura misma de la Iglesia habría sido profundamente modificada. Los excesos del concilio de Basilea (1431-1449) harán imposible conseguir este intento.

e) La elección de Martín V y las últimas medidas conciliares

La elección de Martín V

Para la elección de un nuevo papa decidieron los Padres alargar el colegio electoral tradicional. Añadieron a los veintitrés cardenales seis representantes por cada nación, o sea, treinta electores suplementarios. La elección tendría lugar diez días después. Antes de la disolución del concilio el nuevo elegido debía proceder a la reforma de la Iglesia en dieciocho puntos especialmente citados: la organización de la curia, los impuestos pontificios, la colación de los grados académicos, las indulgencias, etc.


Papas y Anti-Papas del Cisma de Occidente
El cónclave comenzó el 8 de noviembre de 1417 en medio de la atención general. Aunque los franceses esperaban llevar a la soberanía pontificia al prestigioso cardenal Pedro d'Ailly, el cónclave eligió a un italiano de una vieja familia de la nobleza romana, el cardenal Otón Colonna, elegido el 11 de noviembre de 1417. En la fiesta de San Martín, el elegido tomó el nombre del apóstol de los galos, y se convirtió en Martín V. Por primera vez desde 1378, los católicos tenían un solo papa, indudablemente legítimo, que podían venerar sin inquietud.

Martin V, frente al concilio


Papa Martín V
La personalidad de Martín V condicionó en gran parte el desarrollo de los trabajos finales del concilio. Otón Colonna era un clérigo que había recibido solamente las órdenes menores en el momento de su elección; antes de su coronación, el 21 de noviembre, recibió el diaconado, el presbiterado y la consagración episcopal. Era hombre que poseía grandeza y finura. Había maniobrado hábilmente para no enfrentarse al concilio de Pisa en 1409 y había seguido la obediencia primero de Alejandro V y después de Juan XXIII. Había sido, pues, favorable a resolver el cisma via concilii. Aunque había seguido a Juan XXIII en su huida, lo abandonó cuando los acontecimientos le mostraron que el concilio no transigiría. Practicaba un conciliarismo medio. Cuando se proclamó el decreto Frequens en 1417, estaba presente y se acordaba, y los electores del cónclave también, puesto que los no cardenales eran mayoritarios. Es necesario aceptar que si Otón Colonna hubiera pasado por un adversario del concilio y del conciliarismo, jamás habría sido elegido papa.

Pero convertido en pontífice asume toda la tradición monárquica del papado. Siendo papa del concilio, no podía, sin embargo, ser favorable a la teoría conciliarista que, en efecto, lo subordinaba al concilio. Muy revelador de su estado de espíritu es el reglamento que publicó al día siguiente de su elección. Las normas por él prescritas recogen, y aún van más allá, todos los derechos de sus predecesores en materia de nombramientos, tasas e indulgencias, todas las disposiciones que el concilio había suprimido. La prudencia le guía desde entonces en sus relaciones con el concilio: aprueba lo que no podía rechazar, y en lo concerniente a sus principios se mantiene en una posición de no compromiso. Gracias a la división entre los Padres, logró llegar al final del concilio sin mayor conflicto.

í) El final del concilio de Constanza

Los Padres estaban de acuerdo sobre un punto: reducir y limitar los poderes del papado, sobre todo los que más le diferenciaban. En la XLIII sesión general, del 21 de marzo de 1418, se promulgaron siete decretos de reforma: la reducción del número de cardenales a 24; la abolición de las exenciones y de la unión de beneficios habidas durante el cisma; las rentas de los beneficios vacantes no podían ser requeridas por la curia romana; nuevas penas contra la simonía, también en los casos de obispos o de cardenales; los titulares de los beneficios son obligados a recibir órdenes sagradas debido a que los beneficios están en función de la carga pastoral beneficia propter officia conceduntur; se limitan las décimas papales; los eclesiásticos están obligados a llevar el hábito secular y la tonsura y se les prohibe usar hábitos seculares. Pero ninguno de los problemas fundamentales de la reorganización de la Iglesia fue abordado a fondo.

Algunos acuerdos fueron discutidos y concluidos entre las «naciones » presentes en el concilio y el papa. Estos textos, llamados concordatos de Constanza, estaban limitados a cinco años —salvo para la nación inglesa, que tuvieron un carácter definitivo— y se referían al nombramiento de beneficiados, al pago de las annatas, etc. En su conjunto, restringían sensiblemente los derechos pontificios. Prácticamente, permanecerán letra muerta. La prolongación del concilio no tenía ya ninguna razón de ser.

Por la bula Inter cunctas, Martín V renovó la condenación solemne del husismo, prescribió la persecución de los heréticos y publicó un cuestionario al que serían sometidos los sospechosos. El 10 de marzo de 1418, en una alocución consistorial, el papa declaró inaceptable apelar al concilio sobre cuestiones referidas a la fe del papa. Las XLIV y XLV sesiones generales, de los días 19 y 22 de abril, clausuraron el concilio bajo la presidencia del papa y en presencia del emperador Segismundo, de quien se recuerda su papel. El concilio fue disuelto después que Martín fijara el próximo en Pavía, cinco años más tarde. Antes de un mes, el 16 de mayo de 1418, dejaba Constanza por Italia.

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