LOS DOS CONCILIOS (1418-1449)

LOS DOS CONCILIOS (1418-1449)

a) Hacia un nuevo concilio

Constanza había puesto el punto y final a una crisis gravísima. Pero, en realidad, se estaba produciendo otra provocada por dos factores: el decreto Frequens y el concepto de representación.

Constanza había decidido la convocación frecuente del concilio; había transformado un suceso extraordinario en una estructura ordinaria de gobierno. El concilio, al que se debía recurrir solamente para los problemas graves de carácter general, se quería transformar en un hecho permanente de la Iglesia, en un parlamento.

El concepto de representación fue muy importante en los concilios medievales. En el Haec sancta se afirmaba que el concilio era ecclesiam catholicam militantem repraesentans. La representación tiene tres sentidos. El primero es la delegación. Según Marsilio de Padua, el poder viene al papa y a los obispos sólo por delegación. Ellos son como procuradores y embajadores. Éste es el concepto que subyace en los actuales ordenamientos políticos. Ahora sabemos que no es de este modo como los obispos representan a la Iglesia. La representan, pero no son delegados de las diócesis, en cuanto «el obispo es en la Iglesia y la Iglesia está en el obispo» (San Cipriano).

El segundo es la mimesis. Es la palabra usada por Platón para significar la representación en nuestro mundo sensible de los modelos eternos. En este sentido, una asamblea es representativa si en su interior reproduce los diferentes elementos de la sociedad. Por ejemplo, los Estados Generales eran representativos de Francia.

El tercero es la personificación, que se da cuando una sociedad se encuentra simbólicamente presente en su cuerpo. Así, un jefe de Estado en visita a otra nación representa a todo su Estado. Agustín Trionfo aplicaba al papa la idea de representación con la famosa definición: Papa quod est ecclesia. El Hostiense, en cambio, lo afirmaba del colegio cardenalicio: «Los cardenales son parte del cuerpo del papa». Pero otros estaban convencidos, que sólo el concilio representaba adecuadamente a la Iglesia.

Por todo ello se preguntaba: ¿Quién representa a la Iglesia: el papa o el concilio sin el papa?

b) La convocatoria del concilio de Pavía

En aplicación del decreto Frequens y de la decisión tomada en la última sesión del concilio de Constanza, Martín V, de acuerdo con el emperador Segismundo, convocó el concilio de Pavía para abril de 1423. Algunas diócesis celebraron reuniones sinodales preparatorias. En la fecha prevista, el concilio se abrió en presencia de un pequeño número de obispos. Este absentismo episcopal se repitió en todas las asambleas siguientes, a causa del desagrado de los obispos a desplazarse frecuentemente y durante un tiempo indeterminado. El concilio de Constanza había sido muy largo. Desde entonces estas reuniones fueron dominadas por los doctores, que eran mayoría. La peste se declaró en la ciudad y el concilio se trasladó a Siena el 22 de junio de 1423. El papa no se hizo presente y surgió un conflicto entre sus legados y los Padres. Éstos escogieron Basilea para la asamblea siguiente, en febrero de 1424, y declararon disuelta la asamblea —conocemos la historia de esta asamblea estéril gracias al dominico Juan de Ragusa—. Después del concilio Juan de Ragusa vino a Roma, donde se convirtió en un ardiente propagador del concilio, reclamando la reunión del sínodo de Basilea, del que él iba a ser a la vez animador e historiador.

El intervalo fijado por el decreto Frequens entre el primero y el segundo concilio periódico era de siete años, por lo que la asamblea se debería haber celebrado en 1430. Martín V se encontraba poco deseoso de convocar un concilio. Segismundo intervino cerca de él para adelantar el concilio, en tanto que Juan de Ragusa hacía fijar en Roma una pancarta reclamando la convocatoria del concilio y acusando al papa de mala voluntad. Martín V designa entonces al cardenal Cesarini para presidir el concilio en su nombre. Martín murió casi inmediatamente después, el 20 de febrero 1431. Papa del concilio, su reinado había estado íntimamente ligado a esta institución. Martín no fue infiel a la legislación del decreto Frequens, en cuya proclamación había participado como cardenal en 1417. Se puede decir que Martín fue un «conciliarista mitigado». En los comienzos de su pontificado, Martín V reservó el concilio para casos excepcionales —como el «gran cisma»—; el gobierno normal de la Iglesia debía seguir ejerciéndose bajo la autoridad absoluta del papa, sin recurrir al concilio, organismo de excepción.

c) Eugenio IV (1431-1447), el papa de dos concilios


Papa Eugenio IV
A la muerte de Martín V, los diecinueve cardenales reunidos en cónclave, aunque dos sin voto, estaban de acuerdo en algunos puntos: que los Colonna eran demasiado potentes, que se debía convocar un concilio como remedio a los males de la Iglesia, y que se debía reformar el colegio cardenalicio.

Se llegó a una capitulación electoral, que el nuevo electo también suscribió. El 3 de marzo resultó elegido el veneciano Gabriel Condulmier, canónigo de San Jorge en Alga, que tomó el nombre de Eugenio IV. El nuevo papa, sobrino de Gregorio XII, último pontífice de obediencia romana antes del «gran cisma», era un hombre piadoso y bueno, pero poco decidido y muy influenciable; carente frecuentemente de energía, dio pruebas algunas veces de veleidades autoritarias, lo que dio lugar a enfrentamientos con el concilio. De todos modos ratificó la convocación del concilio en Basilea y confirmó a Cesarini en sus funciones.

d) El concilio de Basilea-Lausana (1431-1449)

Basilea estaba lejos de Roma, se necesitaba más de un mes para llegar a ella. Para Eugenio IV era «una ciudad perdida»; en cambio, para el cardenal Cesarini la ciudad suiza era un observatorio sobre Germania «amenazante y furiosa».

Roma y Basilea estaban distantes por los objetivos intentados: a Roma le urgía la cruzada contra los husitas; a Germania, la reforma de la Iglesia. La oposición de los Colonna le parecía al papa terrible, pero era nada comparado con el odio popular, el nacionalismo y el anticlericalismo difundido en Germania. En Roma se pensaba en resolver el cisma griego, en Basilea se temía un nuevo cisma aún más ruinoso. Para la curia romana el concilio era una pérdida inútil de tiempo, pero para Basilea era la condición de la supervivencia de la Iglesia.


Concilio de Basilea-Ferrara-Florencia
Con el concilio estaban todos los estados nacionales de Europa, comenzando por el emperador Segismundo («seré con vosotros hasta la muerte»), Francia, Castilla y su aliada Inglaterra. Entre los cardenales, quince estaban por el concilio y seis por el papa. De parte de Eugenio IV estaban los estados italianos, excepto Milán.

En lo concerniente a la organización del concilio se debe tener en cuenta, sobre todo, la composición de sus miembros. Algunos críticos han querido descalificar el concilio de Basilea como si en él hubiesen votado los cocineros y los palafreneros. Sin embargo, una diputación de doce miembros se encargaba de examinar los títulos y las referencias de los componentes del concilio antes de ser admitidos. Ciertamente hubo una preponderancia de los no obispos. En 1434 eran cien prelados frente a 400 clérigos (universitarios o no). Los incorporados debían hacer un juramento, estaban vigilados, no podían recibir breves o cartas, ni podían alejarse, debían adoptar actitudes conforme a su dignidad y frecuentar las sesiones. La libertad de palabra estaba garantizada en principio, pero después, con motivo del conflicto con el papa, no fue siempre mantenida.

En Basilea, se excluyó el voto por naciones y permaneció el plenamente conciliar. A propuesta de Juan de Ragusa, se crearon cuatro diputaciones relacionadas con la fe, la reforma, la paz y los asuntos generales.

La discusión se producía en las comisiones compuestas de un mismo número de representantes de las naciones y de clérigos de cualquier grado. Si después de una madurada reflexión no se llegaba a la unanimidad, entonces, en la sesión plenaria, se debían exponer las tesis de la mayoría y de la minoría. En la asamblea general prevalecía el parecer de la mayoría de las diputaciones. En teoría, el reglamento era bueno; en la práctica llevó a tumultuosas discusiones sin fin, no, precisamente, a causa del reglamento.

Para el más largo concilio de la historia fue organizada una administración muy articulada. Los gastos eran cuantiosos; se trató de paliarlos imponiendo un régimen de vida modesto. Para asegurarse unos ingresos suficientes, el concilio pretendió percibir tasas como el quinto de cada beneficio —los deudores fueron condenados con la excomunión—. Se creó una curia conciliar que comprendía la Penitenciaría, la Cámara (el oficio de las finanzas), la Cancillería, la Sagrada Rota (tribunal de apelación contra las decisiones del papa), la Cámara de justicia.

El concilio con el papa (1431-1437)

Las dificultades de la apertura.

A pesar de la convocatoria pontificia, los obispos no se apresuraron a ir a Basilea. Cuando el 23 de julio de 1431 el cardenal Cesarini abrió solemnemente el concilio en Basilea, ningún obispo había llegado. Viendo la poca actividad de la asamblea, el cardenal Cesarini se lanzó a la predicación de una cruzada contra los husitas en Alemania, de la que tomó la dirección, delegando la presidencia del concilio en Juan de Palomar y Juan de Ragusa. El 9 de septiembre, Cesarini regresa vencido por los cheeos. Desde entonces, Cesarini se consagra a los trabajos del concilio que trata de animar. Pero los obispos continuaron esquivando la asamblea.

Ante esta situación, Eugenio IV escribe dos bulas con el mismo título, Quoniam alto. La primera a Cesarini, con fecha de 12 de noviembre de 1431, concediéndole el derecho de disolver el concilio, pero el 14 de diciembre preside la primera sesión solemne en la catedral de Basilea. En ella define el triple objetivo del concilio: la extirpación de la herejía husita, el restablecimiento de la paz entre los cristianos, y la reforma de la Iglesia.

Por la segunda, del 18 de diciembre, dirigida a todos los fieles, Eugenio IV pronuncia la disolución del concilio, «si es que existe», convocando uno para Bolonia un año y medio más tarde y anunciando otro próximo en Aviñón, dentro de diez años. Así, al menos en la letra, respeta el decreto Frequens. El mismo día informa a Segismundo de su decisión; sin embargo, el príncipe y el legado Cesarini intervinieron cerca del papa para hacerlo volver sobre una medida que juzgaban mala. En efecto, el concilio continuó y se abrió el conflicto entre el papa y el concilio.

El concilio adopta posiciones de fuerza.

Todos piden al papa que retire la bula, Cesarini rehusa desde entonces presidir el concilio. Sin su presidencia, la asamblea tiene su segunda sesión pública, que retoma el decreto Haec sancta de Constanza: el concilio está legítimamente reunido, por lo que todos, incluido el papa, deben obedecer al concilio general que tiene su autoridad de Cristo. Los obispos de Francia y el Delfínado, reunidos en Bourges el 26 de febrero de 1432, piden al rey Carlos VII que niegue al papa retirar su decisión, para permitir al concilio luchar contra la herejía husita; además, solicitan permanecer en Basilea. Segismundo continúa también sus esfuerzos en el mismo sentido.

El 29 de abril, en su tercera sesión pública, el concilio invita al papa a revocar su bula y a unirse al concilio. El 5 de junio, Cesarini envía una carta al papa para que el concilio pueda ocuparse de la herejía husita. Eugenio IV permanece sordo a todas estas llamadas. La impaciencia gana al concilio; los Padres dan al pontífice un plazo de sesenta días para retirar su bula, después de lo cual se procedería contra él. Transcurre un año prácticamente sin que la situación evolucione. Los Padres dudan en entablar un proceso canónico; el papa no quiere ceder.

En diciembre de 1432, Eugenio IV admite algunas concesiones: el concilio no estaba disuelto, sino transferido a Bolonia; durante cuatro meses podría ocuparse de la herejía husita. En febrero de 1433, Eugenio IV, bajo la petición de Segismundo, autoriza el mantenimiento en Basilea, pero a condición de que la legitimidad del concilio comience entonces. Los Padres rechazan estas proposiciones que anularían implícitamente los trabajos del año precedente. La tensión crece entre el papa y los Padres, quienes el 27 de abril de 1433 deciden que serían condenados como suspensos los que se sustrajeran a la obligación de acudir al concilio; si se trataba del papa, su poder pasaría al concilio. El 13 de julio, los Padres retiran al papa la colación de casi todos los beneficios mayores, devolviendo a los cabildos y comunidades la libertad de acción. En medio de esta batalla, Nicolás de Cusa († 1464) escribe su obra Concordantia catholica (1431-1433).

Eugenio IV se inclina: bula «Dudum sacrum» (1434).

El papa acaba por ceder. Las presiones que pesaban sobre él eran cada vez más fuertes; Segismundo, a quien Eugenio IV había coronado emperador el 31 de mayo de 1433, quería una reconciliación del papa y del concilio. Los cardenales le habían abandonado, Santa Francisca Romana se lo pedía. El 11 de octubre de 1433 Segismundo viaja a Basilea para presidir un encuentro entre el cardenal Cesarini y los enviados del papa. Antes, el papa habia publicado el 1 de agosto la bula Dudum sacrum genérale Basilense concilium, en la que acepta el concilio y ratifica sus decisiones a condición de que todas las medidas tomadas contra él y sus partidarios sean retiradas.

Eugenio IV va aún más lejos. Francisco Sforza, que pretendía actuar en nombre del concilio, había invadido los Estados de la Iglesia. El papa no se siente seguro, teme ver su legitimidad contestada y organizarse un proceso canónico contra él. Acepta las últimas exigencias del concilio y el 15 de diciembre de 1433, retomando la bula Dudum sacrum, la modifica en el sentido pedido por los Padres: reconoce la legitimidad de la asamblea de Basilea y revoca sus decretos de disolución, sin pedir que se retiren las medidas tomadas contra él. Era una victoria total del concilio.

El 26 de abril de 1434, la XVII sesión general se abría en presencia de Segismundo, bajo la presidencia de los legados del papa. Se podría pensar que el conflicto se había terminado, pero las exigencias inaceptables de los Padres de Basilea lo hicieron rebrotar y la ventaja pasó definitivamente a Eugenio IV.

La fe. El acuerdo con los husitas: los «Compacta».

Durante todo este tiempo, el concilio no se detuvo en una estéril oposición al papa, sino que prosiguió y prácticamente terminó el reglamento del controvertido asunto para el cual había sido especialmente convocado, la solución del conflicto con los husitas.

Después de laboriosas reuniones con los husitas, el concilio logró firmar un acuerdo el 30 de noviembre de 1433. Basados en cuatro puntos o Compacta de Praga: es concedida la comunión bajo las dos especies (aunque no se impone) a quien la pida (con exclusión de los niños), siempre que crea en la presencia de Cristo bajo cada una de las especies; los pecados públicos serán castigados por la legítima autoridad jurisdiccional; la predicación de la Palabra de Dios es libre, pero reservada a la autoridad de los sacerdotes, bajo la potestad de los obispos; la Iglesia tiene derecho a poseer bienes materiales, pero éstos deben ser correctamente administrados; cada clérigo puede aspirar a un mínimo vital.

En el verano de 1434, las negociaciones fueron ratificadas en presencia de Segismundo, y la promulgación solemne de los Compacta tuvo lugar el 5 de julio de 1436 en la plaza pública de Jihlava (en Moravia meridional) en presencia de Segismundo, de los delegados de Basilea y de los diputados de los checos. Aun cuando una parte de los husitas, los taboritas, rehusó someterse, esta solución al conflicto doctrinal y político, que ya duraba veinte años, fue un triunfo real del concilio.

La paz.

La guerra había devastado Bohemia, pero también Francia. En 1431 Juana de Arco era quemada en la hoguera, y continuaba la guerra entre Inglaterra y Borgoña, de una parte, y Francia, de la otra. Promovidos tanto por el papa como por el concilio, hubo intentos de paz y en 1435 llegó, al menos entre Borgoña y Francia.

La reforma.

Se presentaron diferentes propuestas de reforma. Sobre el concilio general: si el papa muere durante el concilio, el sucesor será elegido por el concilio; el concilio debe ser único; el lugar de la celebración del concil Sobre el papa y los cardenales: el papa debe jurar la observancia del Haec sancta y del Frequens; el número de cardenales se reduce a 24, todos mayores de 30 años; ninguno puede ser sobrino de papa o de un cardenal viviente; se establecen muchas limitaciones al poder papal —se anulan las annatas y la reserva de puestos viviendo aún su poseedor—; las tasas, comprendidas las del palio y de la bula, son juzgadas como simonía.

Sobre los clérigos: los otros cargos eclesiásticos se proveerán por elección; se abolirán las reservas papales; se realizará con todo cuidado la celebración del Oficio Divino, de la Misa y la administración de los sacramentos; se recomienda la puntualidad en las celebraciones; se invita a recitar en la Misa todo el Credo, el Pater noster y el prefacio; se prohibe el canto de canciones profanas y la celebración de la Misa sin acólito; los clérigos concubinarios son suspendidos durante tres meses de los frutos del beneficio; en caso de reincidir, serán privados del beneficio; se limita el uso frecuente de la excomunión y del entredicho.

Sobre las iglesias: se condenan ciertas fiestas populares en las que los laicos se vestían de obispos, reyes o duques; los bailes entre hombres y mujeres; los banquetes; las fiestas de locos, de los inocentes o de los niños. La iglesia debe ser casa de oración y ni en el cementerio deben tener lugar estas u otras fiestas, mercados o ferias.

Sobre los judíos: se organiza la misión para llevarles el anuncio del Evangelio. Los judíos eran obligados a escuchar el Evangelio «bajo la amenaza de prohibirles el comercio con los fieles o con otras penas oportunas». Se prohibe a los judíos tener cristianos como siervos; comprar libros eclesiásticos, cálices o cruces; a los cristianos se les prohibe participar en las fiestas y matrimonios de los judíos, frecuentar sus baños y admitirlos a los grados académicos; los judíos están obligados a llevar un vestido que los distinga de los cristianos y habitar en las ciudades en lugares separados y alejados de las iglesias; los domingos u otras solemnidades no deberían trabajar públicamente o tener abiertos sus negocios.

Eugenio IV transfiere el concilio a Ferrara.

Los Padres entraron aún más violentamente en conflicto con Eugenio IV, que negociaba con los griegos y había optado por celebrar un concilio en Constantinopla, mientras los Padres lo fijaron en Aviñón. El papa se enfrenta al concilio y lo explica en una memoria, Líber Apologeticus, dirigida a todos los príncipes cristianos en junio de 1436. En este documento, Eugenio IV expone la conducta inaceptable de los Padres en relación con el papa, la esterilidad y la confusión del concilio; los simples sacerdotes tenían derecho de voto y los obispos no eran más que una simple minoría. Al concilio le sorprendió esta manifestación enérgica del papa. Por otra parte, la situación política de Eugenio IV había mejorado. Eugenio había ganado para su causa a Francisco Sforza, que había retomado Roma, de donde el papa había sido expulsado por un motín.

El concilio volvió al tumulto: fueron votados dos decretos contradictorios sobre el lugar del concilio de unión con los griegos. La mayoría de los basilenses mantenía la elección de Basilea o de Aviñón, la minoría aceptaba Florencia o una de las ciudades sobre las que el papa y los griegos estaban de acuerdo. El 29 de mayo de 1437, Eugenio IV, por la bula Salvatoris et Dei nostri, confirma el decreto de la minoría y fija su elección en Ferrara. El 31 de julio, el concilio replica citándole a comparecer en sesenta días. El papa, por la bula Doctoris gentium, después de constatar la esterilidad del concilio que duraba seis años, lo transfiere a Ferrara; pero la mayoría fue contraria a este traslado y permaneció en Basilea. Una minoría, entre los cuales se encontraban el legado Cesarini y Nicolás de Cusa, obedeció al papa. Cesarini abandona Basilea en diciembre de 1437 y el 8 de enero de 1438 se abre el concilio en Ferrara, donde fueron llegando todos los moderados de Basilea.

El cisma de Basilea: Félix V, antipapa (1439)

Lejos de someterse, los Padres de Basilea rompieron con el papa el 1 de octubre de 1437 y anularon la bula de traslado. El 24 de enero de 1438 suspendieron a Eugenio IV y el 25 de junio de 1439 lo depusieron. El 20 de noviembre de 1439, un colegio electoral designado por el concilio eligió como nuevo papa al duque Amadeo VIII de Saboya, que tomó el nombre de Félix V. El concilio tuvo como resultado un cisma y un antipapa.

El concilio de Basilea se organizó en institución de gobierno, estableció funcionarios, creó ingresos y proveyó las vacantes. Se constituyó una especie de curia conciliar. El origen de este cisma se explica por la misma composición de la asamblea, en la que había muy pocos hombres de gobierno, pero muchos doctores. Los obispos no representaron jamás la décima parte del episcopado. La deposición del papa fue votada por veinte prelados, de los que solamente siete eran obispos y tres sacerdotes y doctores —pues todos los participantes en el concilio recibieron el derecho de voto, lo que contribuyó a descartar a los obispos—. De los 33 electores de Félix V, había un solo miembro del Sagrado Colegio, el cardenal Allemand, arzobispo de Arles.

Dos años después de su convocatoria por Eugenio IV, la legitimidad estaba en Ferrara, como lo comprendieron los Padres que se reunieron en esta ciudad. La primera medida que tomó el concilio, bajo la presidencia del cardenal legado Nicolás Albergati, fue proclamar que el traslado de la asamblea de Basilea a Ferrara había sido hecho legalmente y que los Padres de Basilea no tenían otra cosa que hacer que reunirse en Ferrara o dispersarse (20 de enero de 1438). Cuatro días más tarde, Eugenio IV llegó al concilio; en adelante, el papa y la asamblea trabajaron de común acuerdo. El 15 de febrero, Eugenio IV excomulga a los miembros del anticoncilio de Basilea y les ordena abandonar la ciudad en el término de treinta días; transcurrido este plazo, Basilea sería puesta en entredicho. Desde entonces, la asamblea basiliense continuó su vida propia, cada vez menos numerosa, cada vez más desacreditada, ocupada de las realidades religiosas de su tiempo.

e) El concilio de Ferrara-Florencia-Roma (1438-1445)

Comienzan las conversaciones con los griegos

Transferido el concilio, se consagra a la tarea especial que le había sido encomendada: alcanzar la unión con los griegos. En 1434, los bizantinos entablaron negociaciones simultáneas con el papa y con el concilio. El basileus envió un embajador a Basilea que llegó en agosto de 1434. Por su parte, Eugenio IV recibió a los representantes bizantinos y decidió que el concilio de unión tendría lugar eventualmente en Constantinopla. Existía un conflicto entre el papa y el concilio en relación con la elección del lugar de celebración. Los griegos, ante los acontecimientos, trataron definitivamente con el papa, rehusando las proposiciones de Basilea y aceptando el envío de una flota armada pagada por el pontífice.

Juan VIII Paleólogo partió el 28 de febrero de 1438 y llegó a Ferrara el 7 de marzo con una importante escolta. Tres días más tarde, el patriarca José de Constantinopla hizo su entrada en la ciudad, acompañado de numerosos clérigos: Bessarión, arzobispo de Nicea; Marcos de Éfeso; Antonio de Heraclea; Teodoro de Kiev —que representaba al patriarca de Antioquía—, los enviados de los patriarcas de Alejandría y de Jerusalén, etc. Todo el Oriente cristiano, desde hacía tanto tiempo alejado de la catolicidad latina, estaba en Ferrara. Los problemas de protocolo fueron espinosos. Eugenio IV hizo todo lo posible por facilitar las cosas: el trono del emperador, frente al suyo, estuvo siempre tan alto como el del pontífice romano. La apertura solemne del concilio de la unión tuvo lugar el 9 de abril de 1438, en una atmósfera de simpatía propicia a un examen favorable de los problemas en suspenso. El obstáculo mayor para la conclusión de los trabajos continuaban siendo los prejuicios nutridos de una y otra parte. Pero las ideas habían evolucionado. Para muchos de los Padres, Grecia y su heredero, el Imperio bizantino, no eran tan desconocidos como en los siglos precedentes.

En Italia, el cuatrocientos era ya un siglo del Renacimiento. Todo fue mejor cuando el concilio fue transferido a Florencia, ciudad de hermosas construcciones y de espíritus finos y cultivados, contagiados de helenismo. El diálogo podía retomarse.

El estudio de la unión. El traslado a Florencia (1439)

El estudio del contencioso fue confiado a una comisión bipartita restringida, cuyos portavoces por parte de los griegos fueron Bessarión y Marcos de Éfeso y por los latinos: Cesarini y Torquemada. Subsistían cuatro puntos litigiosos: la naturaleza de la procesión del Espíritu Santo y el añadido por los latinos al Credo de la fórmula Filioque procedit, el uso del pan ácimo o fermentado para la comunión, la naturaleza del purgatorio y el primado romano de jurisdicción.

El emperador Juan VIII Paleólogo deseaba llegar a la unión. La quería sinceramente y, además, tenía necesidad del apoyo del Occidente católico para detener a los turcos que libraban el último asalto. La unión de las iglesias habría integrado Bizancio y Occidente y sólo esta unión habría podido salvar a Bizancio. Esta esperanza se deshizo cuando el Occidente cristiano permaneció insensible a la llamada de Bizancio, aún después de la unión, y tiene en la desaparición de Bizancio la más grande responsabilidad. El emperador temía que las discusiones exacerbaran las divergencias doctrinales y recomendó a los griegos eludir debates muy precisos. Los portavoces mantuvieron esta posición hasta octubre de 1438, cuyo último trimestre transcurrió en la discusión de si se podía o no hacer un añadido al Símbolo de la fe.

Antes de que se llegara a un resultado, Eugenio IV se vio obligado a transferir el concilio a Florencia en enero de 1439 a causa de una amenaza de epidemia; además, la molestia del mantenimiento de una delegación griega de setecientas personas le hizo aceptar el ofrecimiento de los florentinos, que le proponían la entrega de importantes cantidades financieras. Los griegos se mostraron descontentos con el traslado, pero la voluntad de Juan Paleólogo acalló las protestas y se trasladaron a Florencia en febrero 1439; un mes después llegó Eugenio IV en medio de un despliegue extraordinario de pompa.

La solución a la discusión del «Filioque»

En Florencia se reemprendieron las negociaciones sobre el Filioque en abril-mayo de 1438. Los griegos defendían con pasión su punto de vista. Los latinos habían recopilado un importante informe patrístico, donde se incluían numerosos pasajes de los Padres griegos que afirmaban el Filioque. La solución salió de este informe.

El 13 y 14 de abril, Bessarión pronunció un gran discurso a favor de la unión, cuyos planteamientos sirvieron de base a la reconciliación de las dos partes:

«Los Padres griegos y latinos, que son la herencia común de las Iglesias orientales y occidentales —afirmó Bessarión—, han sido inspirados por el mismo Espíritu Santo. No se han podido engañar. Sobre la procesión del Espíritu Santo han empleado fórmulas diferentes, pero puesto que la inspiración divina es común, no se pueden contradecir, por lo que a pesar de las diferencias de las fórmulas, existe una identidad en la afirmación. Todas las fórmulas en uso en la teología griega y latina llegan al mismo contenido. Puesto que los latinos y los griegos creen lo mismo, es necesario poner fin a lo que no es más que una discusión de palabras».
Este razonamiento riguroso llevó a la unión sobre el Filioque. El 3 de junio de 1439, los griegos, excepto Marcos de Éfeso, se adhirieron en presencia del emperador y del patriarca José de Constantinopla a una declaración de unión. A pesar de la muerte del patriarca una semana después, el examen del contencioso fue mucho más deprisa. Se llegó a un acuerdo sobre la existencia y la naturaleza del purgatorio, sobre el uso indiferente del pan fermentado o ácimo para la comunión, sobre el primado de la iglesia de Roma. Sobre éste último se redacta el siguiente texto:

«Asimismo definimos que la santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre todo el orbe y que el mismo Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, verdadero Vicario de Cristo, y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos los cristianos, y que al mismo, en la persona del bienaventurado Pedro, le fue entregada por nuestro Señor Jesucristo plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, como se contiene hasta en las actas de los concilios ecuménicos y en los sagrados cánones» (Denzinger, 694).

El restablecimiento de la unión: la bula «Laetentur caeli»

Se llegó a un acuerdo completo. El 28 de junio, se redactó el decreto de la unión. El 5 de julio, griegos y latinos firmaron separadamente el texto redactado en las dos lenguas. Al día siguiente, la bula de unión Laetentur caeli fue solemnemente proclamada en latín por el cardenal Cesarini y en griego por Bessarión, en la catedral de Florencia.

La unión fue completada con un acuerdo con la Iglesia armenia (separada de Roma desde el concilio de Calcedonia), en 1439, y con los jacobitas del patriarcado de Jerusalén, en 1442. Indiscutiblemente, el concilio de la unión se presenta como un gran acontecimiento y fue considerado como tal por los contemporáneos. Fue prolongado aún algún tiempo por Eugenio IV para dar una respuesta contra el anticoncilio de Basilea que continuaba, a pesar de una nueva condena, el 4 de septiembre de 1439.

En 1441, Eugenio IV transfirió el concilio a Letrán, donde se llegó a un acuerdo con algunos grupos de caldeos, maronitas y jacobitas mesopotámicos. Eugenio IV murió en febrero de 1447, fecha que marca prácticamente el fin del concilio. Su sucesor, Nicolás V (1447-1455), moderado y diplomático, logró entenderse con el rey Carlos VII y con el emperador Federico III. Los magistrados de Basilea expulsan al concilio, que se refugia en Lausana, el 24 de julio de 1448.

La asamblea de Basilea no cuenta más que con un centenar de clérigos. Las negociaciones condujeron a la abdicación de Félix V el 7 de abril de 1449. En cuanto al concilio, el 20 de abril, se une a Nicolás y vota su disolución. El papa se mostró generoso. El cardenal Allemand retuvo su diócesis de Arles. Félix V fue nombrado cardenal y legado del papa en Saboya, Suiza y Alsacia, y se mantuvieron tres de sus cardenales.

El fracaso de la unión

A pesar del éxito del concilio, la unión con los griegos no duraría; la causa del fracaso no estuvo en el concilio. La delegación griega había sido representativa y el contencioso estudiado a fondo; los griegos cedieron convencidos. Todos los partidarios de la unión que habían firmado el decreto permanecieron fieles. Bessarión y Teodoro de Kiev se convirtieron en cardenales de la Iglesia romana. Las relaciones entre el papado y el basileus permanecieron excelentes. El basileus dejó Florencia el 26 de agosto de 1439, acompañado de los subsidios prometidos por el papa. Eugenio IV solicitó a todas las potencias de Occidente que ayudaran en su lucha al Imperio bizantino. Pero el 29 de mayo de 1453, Constantinopla caía en manos de los turcos.

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