LA SECULARIZACIÓN DEL IMPERIO.
LA RUPTURA DE LA CRISTIANDAD

LA SECULARIZACIÓN DEL IMPERIO.
LA RUPTURA DE LA CRISTIANDAD

a) Vuelta a la lucha entre el sacerdocio y el Imperio (1314-1378)

Los hechos

Papa Juan XXII
El hecho dominante del pontificado de Juan XXII (1316-1334) es el conflicto con el imperio germánico. A la muerte de Enrique VII de Luxemburgo, el 24 de agosto de 1313, la mayoría de los electores eligieron al duque Luis de Baviera con el nombre de Luis IV (1314-1317), mientras que el partido de Habsburgo eligió al duque Federico II de Austria, sobrino de Rodolfo I de Habsburgo (1314). El papa, a quien se dirigieron los dos pretendientes, permaneció neutral. Su idea era que si se producía una elección dudosa, la Santa Sede dirimiría el caso. Juan XXII mantuvo que la elección había sido dudosa aún después de la victoria de Luis en Muhldorf en 1322.

Se llegó a un conflicto abierto con Luis IV por la cuestión de Italia. Según la teoría curial, Juan XXII reclamaba para el papado, como vicario imperial, el derecho de gobernar Italia durante el período de vacancia de la corona imperial. Declaró, pues, la vacatio imperii y confirmó a Roberto de Anjou, rey de Nápoles, como vicarius imperii. Luis reaccionó y mandó a Italia a Roberto de Neiffen como su vicario. En octubre de 1322, el papa, que actuaba bajo influjo francés, exigió a Luis que dejara el gobierno del reino germánico, en el plazo de tres meses, en espera de que la Santa Sede tomara una decisión.


Luis IV de Baviera
Luis IV protestó solemnemente en Nuremberg, en diciembre de 1323; más aún, acusó al papa de ser autor de herejía y apeló a un concilio ecuménico. El papa, el 23 de marzo de 1324, lo excomulgó y desató a sus subditos del vínculo de obediencia. En mayo de 1324, Luis repitió que el papa era un hereje formal a causa de la definición dada sobre la pobreza de Cristo contra los franciscanos espirituales, por lo que no era un papa legítimo; además, se había manifestado como un enemigo del imperio y un adversario del orden eclesiástico.

Inmediatamente la batalla se transformó en literaria. Se escribieron muchos libros polémicos. En primer plano se colocaron los franciscanos espirituales. El ministro general de la Orden, Miguel de Cesena, y Guillermo de Occam, que se encontraban en Aviñón, huyeron en 1328 junto a Luis de Baviera. Occam escribió el Dialogus de imperatum et pontificum potestate (1347). Posiciones aún más extremas fueron las de Marsilio de Padua y Juan de Jandún con su Defensor Pacis.

Luis de Baviera viajó a Italia en 1327, y el 17 de enero de 1328, se hizo coronar en Roma en nombre del pueblo romano por el prefecto de Roma, Sciarra Colorína, un laico. Después hizo declarar a Juan XXII depuesto del pontificado como hereje e hizo elegir como antipapa a un franciscano italiano, representante de los espirituales, Pedro de Corvara, que tomó el nombre de Nicolás V (1328-1330). Luis le entregó los bienes temporales de la Santa Sede y lo introdujo en San Pedro. La obediencia al antipapa se extendió al Imperio y a los frailes menores, que se hicieron los propagandistas de Nicolás, a causa de la severidad de Juan XXII en relación con los espirituales o fraticellos. Progresivamente abandonado, Pedro de Corvara abandonó asimismo la tiara y vino a pedir la reconciliación al papa legítimo.

Por toda respuesta, el papa de Aviñón proclamó la cruzada. Luis debió retornar a Alemania, donde su posición era muy fuerte. La reconciliación era posible, pero no era éste el pensamiento del anciano pontífice.

Bajo su sucesor, Benedicto XII (1334-1342), también era posible la reconciliación, pero fue obstaculizada tanto por parte de Felipe VI de Francia (1328-1359) como por Roberto de Nápoles (1309-1343). En Germania este hecho tuvo como resultado una fuerte reacción nacional. Los príncipes electores juraron una liga perpetua para la defensa de los derechos y del honor del imperio. Proclamaron, de manera unánime, que el elegido emperador no tenía necesidad de confirmación papal alguna para tomar el título de rey y para gobernar los territorios del imperio germánico (16 de julio en Rhens). En la Dieta de Francfort se afirmó solemnemente que la dignidad y el poder imperial derivaban inmediatamente de Dios y que el neoelecto rey de Germania debía ser considerado verdadero rey y emperador de los romanos en razón de la sola elección. Al papa tocaba solamente el derecho de coronar al electo. Se declararon nulas, bajo la amenaza de penas severas, las censuras papales.

En 1341 la cuestión tomó un nuevo rumbo. Luis pretendió unir en matrimonio a su propio hijo Luis, marqués de Brandeburgo, con su sobrina Margarita Maultasch, condesa del Tirol, después de haber disuelto por su propia autoridad, bajo el consejo de Marsilio y de Occam, el anterior matrimonio de Margarita y el príncipe Juan Enrique de Bohemia.

Clemente VI (1342-1351) excomulgó a Luis en 1346 e invitó a proceder a una nueva elección. Los electores eligieron a Carlos IV de Luxemburgo (1347-1378), hijo del rey Juan de Bohemia y nieto de Enrique VII (1308-1313). Poco después la muerte por asesinato de Luis (1347) eliminó toda competición al nuevo «rey de los clérigos», así llamado. Carlos maniobró con gran habilidad. Supo mostrarse conciliador con la Iglesia y renunció a las aventuras italianas. Después de su coronación en Roma en 1355, retomó el camino a Alemania sin intentar renovar las luchas políticas de la península. Habiendo, de este modo, tranquilizado al papado, rompe de un golpe los últimos lazos que unían al Imperio con el soberano Pontífice, y termina el movimiento de secularización anunciado desde hacia dos siglos. Por la Bula de Oro de Metz, en la Navidad de 1356, organiza la elección imperial. En adelante, los siete electores designarán soberano al nuevo rey de Alemania. No se habla de la confirmación pontificia ni de las funciones de vicario imperial. De este modo quedaba abolida la tutela que el papado había intentado establecer sobre el Imperio desde Gregorio VII. Paradójicamente, la Iglesia romana, para librarse de la influencia del príncipe e imponerle su control moral, intentando su defensa, provocó la progresiva e ineludible secularización del trono imperial.

Los planteamientos teóricos

Marsilio de Padua y su «Defensor Pacis»

Obra común de Marsilio de Padua y de Juan de Jandún, el Defensor Pacis reduce a nada el agustinismo político y la teoría de las dos espadas. Es un fiel reflejo de la evolución registrada en una fracción de la opinión universitaria a comienzos del siglo XIV. Marsilio, autor de la parte más importante de la obra, era un intelectual italiano. Mal preparado en derecho canónico, pero filósofo, teólogo y exegeta, había recibido la influencia de los legistas franceses, de los gibelinos italianos, de los valdenses y del aristotelismo y del averroísmo floreciente en las universidades de Padua y París, de la que llegó a ser rector. Juan de Jandún, maestro en artes en el Colegio de Navarra, se había convertido en el defensor de las tesis de Averroes a pesar de las censuras eclesiásticas. Los dos estaban acogidos en la corte de Luis de Baviera, que supo aprovechar sus conocimientos.

Contrariamente a lo afirmado, Marsilio no era un espíritu irreligioso que se habría esforzado en destruir las bases de la potencia de la Iglesia para preparar el triunfo del Estado laico. El problema que él se plantea es el del funcionamiento armonioso de la sociedad y de la elaboración de una política cristiana. A sus ojos, el orden del mundo había sido perturbado por las pretensiones de ciertos papas de ejercer una jurisdicción temporal y someter a su autoridad al emperador, en el que Marsilio ve, con el Dante, al guía claro del Imperio. Tan anacrónico en este punto como los teócratas, sueña con un Imperio cuya misión sea a la vez temporal y espiritual y que conduzca a la humanidad a la salvación. Su modernidad consiste en su concepción antisacerdotal de la religión y en su sentido del Estado, el sólo detentador de la potencia pública y responsable del bien común.

El Estado es definido en el Defensor como un organismo natural destinado a asegurar las necesidades materiales de los hombres vivientes en la sociedad. La comunidad de los hombres en su totalidad es el verdadero legislador; el príncipe ejerce su oficio en nombre del populus, su autoridad es total e independiente. «La Iglesia, el conjunto de fíeles creyentes que invocan el nombre de Cristo», constituye una asociación y no una sociedad. El carácter sacerdotal indeleble es conferido por los sacerdotes, pero el oficio, parroquia o diócesis es concedido por el príncipe. El papa no posee autoridad alguna particular, la jerarquía eclesiástica no es de institución divina. De este hecho se deduce que la Iglesia no posee soberanía alguna, los sacerdotes no pueden pronunciar la excomunión, la comunidad de los fieles era la única capaz de ello. La autoridad suprema reside en el concilio, convocado por el emperador. Las conclusiones de Marsilio afirman el primado total del Estado: «La iglesia, es decir, todos los fieles del Cristo, debe someterse a los príncipes del siglo». El papa no es más que «el presidente de una especie de república cristiana, gobernada en último análisis por el emperador» (G. Mollat). El Defensor Pacis es el anti Unam Sanctam. Tal programa fue aplicado a la letra por Luis de Baviera.

Juan XXII atacó con energía. En 1327 declaró heréticas cinco proposiciones del Defensor y excomulgó a sus autores. La Universidad de París le siguió. En su conjunto, estas teorías laicistas —de las que algunas anunciaban la Reforma, como la afirmación de que la Escritura es la sola fuente de la fe— tuvieron poco eco.


Guillermo de Occam

Guillermo de Occam (1270-1349)

La otra gran figura de la corriente antipapal, en los años 1320-1350, es el franciscano inglés Guillermo de Occam (1270-1349). La influencia de su obra es incontestable, aunque su concepción de Iglesia es más difícil de definir que la de Marsilio, puesto que se encuentra expuesta en sus escritos circunstanciales, de carácter polémico, y que no se puede elaborar de manera sistemática. Su obra más importante, De imperatorum et pontificum potestate (La potencia de los papas y los emperadores), de 1347, pone en duda el carácter de institución divina del primado pontificio.

Personalmente comprometido en las grandes controversias de su tiempo, Occam es un adversario encarnizado del papado de Aviñón, cuyas actividades denuncia con vehemencia. El sistema burocrático y centralizado de gobierno puesto en práctica en la Iglesia por Clemente V y Juan XXII constituye, a los ojos de Occam, un obstáculo para el desarrollo de la vida cristiana. La rapacidad de los soberanos pontífices y de la curia, sus injerencias constantes en los asuntos temporales, la intromisión en las elecciones episcopales y la colación de beneficios constituyen otras tantas violaciones de las reglas tradicionales del funcionamiento interno de la Iglesia y sus relaciones con el poder civil. Además, condenando las tesis perfectamente ortodoxas como la de la pobreza de Cristo y persiguiendo a los que la defienden, el poder pontificio ha excedido sus competencias y ha caído en el arbitraje y en el error. Juan XXII y sus sucesores se habían convertido en heréticos, lo que legitimaba el combate ideológico que había emprendido contra ellos.

En el dominio de las relaciones de la Iglesia y del Estado, Guillermo de Occam está más próximo a algunos planteamientos de Marsilio de Padua; como él, Occam ve a la Iglesia como un complejo político-religioso donde no es posible distinguir al creyente del ciudadano, y afirma que el poder civil tiene un origen natural, cuya mejor prueba reside en el hecho de que es poseído y ejercido por los infieles. Pero sus caminos se separan de los de Marsilio cuando este último asigna al Estado una función de reforma y de purificación de la Iglesia. Partidario ante todo de «la libertad de la ley evangélica», es profundamente hostil a toda forma de autoritarismo y no desea librar a la Iglesia del yugo del papado de Aviñón, para someterla al de los príncipes. Por tanto, se puede afirmar que Guillermo de Occam no desarrolló concepciones teológicas muy originales y sus adversarios le han reprochado cierta falta de coherencia.

b) La ruptura de la cristiandad, siglo XV

La cristiandad y las Iglesias nacionales

La idea de cristiandad, tal como se había desarrollado desde la reforma gregoriana, insistió en los aspectos comunes que acercaban a los cristianos de Occidente y calló sus diversidades. La unidad de fe en la común obediencia al romano pontífice constituyó el fundamento moral que las instituciones y las costumbres intentaban traducir en la vida cotidiana. La participación en la empresa común de la cruzada, el carácter europeo de las universidades y de las órdenes mendicantes, las peregrinaciones y las devociones participadas por pueblos diferentes, la solidaridad frente al Islam y a Bizancio, todos estos ligámenes hicieron que la cristiandad fuera una y que los cristianos, cualquiera que fuera su nacionalidad, se sintieran solidarios. Todo esto no ha desaparecido en el siglo XV. El sentimiento de participación en la comunidad cristiana occidental subsistía muy fuertemente en los espíritus; pero otras solidaridades comenzaban a surgir.

La idea de cruzada persistía. Nicolás V (1447-1455), Calixto III (1455-1458) y Pío II (1458-1464) lanzaron llamadas a la cruzada y pusieron en pie expediciones contra los turcos vencedores de Bizancio. Calixto III logró detenerlos ante Belgrado, pero todos los otros intentos se doblegaron ante los intereses inmediatos de los príncipes cristianos absorbidos por sus problemas internos o por las guerras políticas con sus vecinos.

Algunos príncipes continuaron preocupándose por las posibilidades de una cruzada, como Felipe el Bueno, duque de Borgoña (†1467), que envía a Tierra Santa a Gilberto de Lannoy para estudiar un proyecto de expedición, pero las circunstancias políticas no se prestaban ya al desarrollo de un clima de unanimidad, el único que podía permitir una empresa eficaz. El ideal de la cruzada caballeresca, como un servicio feudal, sufre una lenta degradación, así como el conjunto de la ideología y del sistema feudal.

Sin embargo, las peregrinaciones a Tierra Santa continuaron, al mismo tiempo que en los círculos teológicos de Occidente se extendía un mejor conocimiento del Islam. Nicolás de Cusa, discípulo de Raimundo Lulio, escribe un Examen crítico del Corán, en el que lanza la idea de que Mahoma, por su predicación, introduce a los árabes en un proceso religioso en el que el Islam podía ser una etapa hacia el cristianismo. En cierta medida, las empresas misioneras de los portugueses suplieron la ausencia de cruzada hacia Tierra Santa. Eugenio IV anima las expediciones portuguesas a Marruecos (Ceuta y Tánger) y considera los intentos africanos del infante Enrique el Navegante (1394-1460), llamado el «último cruzado», como medios de penetración cristiana en el continente. En el mismo espíritu, autoriza la ocupación de las islas Canarias. Pero los intereses divergentes de las dinastías de Europa, que se enfrentaban con objeto de acrecentar su potencia propia, frenaron los progresos de la misión. En adelante, las empresas comunes de los cristianos de Europa se hicieron difíciles, si no imposibles.

La Pragmática Sanción de Bourges. El nacimiento de la Iglesia galicana

Cuando se produjo la ruptura entre Eugenio IV y el concilio de Basilea en 1438, el rey de Francia, Carlos VII (1422-1461), decidió consultar al clero y convocó una asamblea en Bourges, en la que se reunieron treinta eclesiásticos entre arzobispos y obispos, abades y delegados de los cabildos catedrales y universidades. Ante los decretos de Basilea, la asamblea aceptó, el 7 de julio de 1438, una ordenanza: la Pragmática Sanción de Bourges.

La Pragmática Sanción adopta las tesis conciliaristas, pero establece una Iglesia nacional. Como el concilio de Basilea, sanciona a los clérigos concubinarios, reprueba los abusos en las excomuniones, prohibe los espectáculos en las iglesias y, sobre todo, restablece las elecciones de los obispos y de los abades donde fuera uso común.

Suprime las reservas generales de nombramientos desarrolladas especialmente por Clemente IV, Clemente V y Juan XXII. Sólo mantiene algunas excepciones a favor de los beneficios vacantes en la corte de Roma. Restablece el antiguo uso de las elecciones, pero pide que el elegido haya recibido las órdenes sagradas, que tenga la edad requerida (30 años para el episcopado y 25 para el abad) y que la elección sea aprobada por el arzobispo en el caso de los obispos, y por el obispo en el caso de los abades.

La Pragmática Sanción restaura también el derecho de los obispos en la colación de los beneficios menores. Este derecho se debe ejercer sin retraso, pues, en caso contrario, vuelve a su superior inmediato, a los arzobispos en el caso de los obispos.

Todas estas disposiciones quieren romper la centralización romana que los papas de Aviñón contribuyeron a establecer. Los papas se emplearán en obtener la revocación de este documento, que no obtiene, por otra parte, la unanimidad del reino. Los obispos del mediodía de Francia denuncian la Pragmática Sanción en la que ven un peligro de cisma. A sus ojos, la Pragmática retiene el espíritu de los universitarios parisinos.

La aplicación de la Pragmática Sanción da lugar a interminables procesos cuando los canónigos están divididos entre muchos candidatos. Este documento sirvió a los intereses del rey. Más que un retorno a los antiguos usos, la Pragmática Sanción es una reacción contra el centralismo de la Iglesia romana. Después de la sustracción de obediencia en 1398, la Pragmática Sanción marca el nacimiento del galicanismo, expresa perfectamente el contenido de las libertades galicanas fundamentales.

Bretaña y Borgoña

Bretaña y Borgoña, ducados independientes pero rodeados de potentes vecinos, para reforzar su autonomía, realizaron una política de acuerdo con Roma, a diferencia de Francia. Por el concordato de Redon de 1441, Eugenio IV concede al duque de Bretaña, Juan V, llevar una décima de su clero, la promesa de entregar los obispados bretones sólo a prelados fieles al príncipe y que él hubiera recomendado, y la alternancia para los beneficios colativos. En 1460, la fundación de la Universidad de Nantes cumple un deseo antiguo y concede al duque la posibilidad de la formación superior de sus propios clérigos.

Felipe el Bueno, duque de Borgoña desde 1419, aumenta considerablemente su potencia territorial, añadiendo a la herencia flamenca Namur, Brabante-Limburgo, Hainaut, Holanda, Zelanda, Luxemburgo, Alsacia. Practica una política religiosa que refuerza su autoridad, no admitiendo en las sedes episcopales de sus estados más que a obispos que le sean devotos. En la medida en que Felipe el Bueno desaprueba los decretos de Basilea y los principios de la Pragmática Sanción, Eugenio IV multiplica sus favores y le concede en 1441, para los dominios borgoñones situados fuera de Francia, un concordato por el que renunciaba a las expectativas, aceptaba las elecciones y concedía la alternancia para los beneficios colativos. En 1442 le concede el derecho de nombrar abades de los principales monasterios benedictinos y cistercienses. El duque anima el desarrollo de la Universidad de Lovaina, cuya fundación había sido autorizada por Martín V en 1425. En Flandes, por otra parte, se manifiesta en estos años un celo religioso y una vitalidad espiritual que debieron de agradar al soberano pontífice.

Los orígenes del anglicanismo

La hostilidad radical de Inglaterra al papado de Aviñón, aliado de Francia, se apoya en unas razones políticas evidentes, sobre las que no es necesario insistir. Los soberanos se aprovecharon para reforzar su dominio sobre la Iglesia. En 1351 el Parlamento adoptó el estatuto de los Provisors, y en 1353, el primer estatuto de Praemunire lanzado para suprimir las provisiones apostólicas, pero también las elecciones, poniendo así los nombramientos en manos del rey.

Durante el cisma, Inglaterra tomó parte por la obediencia romana, y Ricardo II, en 1398, obtuvo un concordato por el que el papa y el rey se repartieron las prerrogativas sobre la Iglesia inglesa: el rey designaba el obispo que el papa investía; para los otros beneficios se adoptó la política de la alternancia. Pero los reyes de la casa de Lancaster, Enrique IV y Enrique V, denunciaron el concordato y retomaron una política sistemáticamente anti-romana.

La delegación inglesa en Constanza obtuvo de Martín V un concordato de seis artículos. Su brevedad y sus silencios manifiestan la ausencia de acuerdo sobre bastantes puntos. En la práctica, alguno de los derechos del pontífice no es afirmado en este texto y los problemas esenciales de los nombramientos no aparecen.

La predicación de Wyclif, realizada con la complicidad de la corte, se enraiza en este nominalismo religioso y lo refuerza. La Iglesia inglesa, cada vez más dependiente del rey, tiende a mantener relaciones con Roma sólo por su mediación. Desde entonces, el rey era el jefe de la Iglesia de Inglaterra y de su unión con Roma. La voluntad del rey se había hecho todopoderosa para fijar la suerte de la Iglesia anglicana.

Diversidad de situaciones religiosas en el Imperio y en sus confines


Sacro Imperio Romano Germánico
Durante el siglo XV, en el Imperio la confusión religiosa era similar al desorden político. Persiste la hostilidad hacia Roma, permanente desde los comienzos de la reforma gregoriana, y la larga lucha de Juan XXII con Luis de Baviera no resolvió la situación.

El papel excepcional de Segismundo (1410-1437) en la celebración del concilio de Constanza y la restauración de la unidad de la Iglesia pudieron hacer pensar en una victoria tardía de los gibelinos. Pero no fue así. La secularización del Imperio por la Bula de Oro de 1356 era irreversible y la debilidad de los poderes del papado no benefició al soberano como en los otros países de Europa. Cuando los alemanes reclamaron las libertades de la Iglesia, fue para mantener los derechos de elección de los cabildos y los privilegios eclesiásticos de innumerables principados; fue el triunfo de los pequeños estados.

Desgarrada por la herejía husita, la agitación social se volvía contra la Iglesia, y Alemania fue entonces objeto permanente de inquietud para el papado. El concordato, concluido en Constanza con la nación alemana restableciendo las elecciones y el sistema de alternancia para los beneficios colativos, no resolvió el desorden.

En 1447, Eugenio IV concluyó un acuerdo con los obispos reunidos en Francfort, llamado Concordato de los Príncipes, que reconciliaba a los obispos revueltos contra Roma y anulaba todas las sanciones tomadas contra los alemanes a lo largo del cisma de Basilea, durante el cual Alemania se proclamó neutra.

En 1448, Eugenio IV firma el concordato de Viena con el emperador Federico III de Habsburgo. Se vuelve al acuerdo de 1418, pero el papa recupera la mayor parte de sus derechos antiguos, obteniendo una situación mucho mejor que en Francia y en Inglaterra. Se manifestaron algunas resistencias, muchos prelados rehusaron adherirse al texto obtenido por los príncipes territoriales. La desorganización persistió.

En los confines del Imperio la situación era muy diversa. En Polonia, la unión con el rey y la sumisión al papa fueron juntas. Nicolás V accedió al nombramiento de los canónigos por el soberano y al de los beneficiados menores por los obispos de Poznan, Cracovia, Gnienzo. Un conflicto se entabló entre los nobles, sostenidos por el rey, y los graduados de la Universidad, defendidos por el papa para la obtención de las canonjías.

En Hungría, a partir de 1418, obispos y abades fueron nombrados por el rey, sin que el papado intentara algo en esta cuestión. La amenaza turca fue cada vez mayor. El imperio búlgaro había desaparecido, Serbia había sido reducida considerablemente, mientras que incursiones permanentes devastaban Grecia, Bosnia, Valaquia y Albania.

En Escandinavia, la alianza de los soberanos con los obispos fue permanente durante el siglo xv. No hubo conflicto violento con Roma y los obispados fueron ocupados por nobles protegidos del rey o por religiosos impuestos por la curia. A finales del siglo los clérigos iban a estudiar a París o a Praga. Dos universidades fueron creadas, una en Copenhague (1479) y otra en Upsala, contribuyendo a acentuar la originalidad de estas iglesias cuyas costumbres ya lo eran.

España: Una cristiandad nacional y romana

La Iglesia española conoció en el siglo XV los mismos problemas que las otras Iglesias nacionales: nombramientos para los beneficios, tasas pontificias, etc., pero jamás estas dificultades interiores de la Iglesia española o las desgracias de la Iglesia universal crearon entre la Iglesia española y el papado serias dificultades. La presencia de los musulmanes sobre su suelo y de numerosos judíos, la tradición de la cruzada mantenida por la Reconquista, el dinamismo de la fe, hizo de la Península una reserva de vitalidad religiosa. Los cuatro reinos —Castilla, Navarra, Portugal y Aragón— desarrollaban su política propia, los dos primeros vueltos hacia Francia y el papa de Aviñón durante el cisma, mientras que Portugal, ligado a Inglaterra, entraba con reservas en la obediencia de Urbano VI. La casa de Aragón, después de haber intentado extirpar el cisma, se puso del lado de Benedicto XIII. Los subditos catalanes de Alfonso V (1415-1458) combatían a los musulmanes del Mediterráneo y aseguraban la defensa de Rodas frente a los sarracenos.

La idea de la «libertad eclesiástica» se introduce también en España y los reyes la defienden para obtener la recuperación de su autoridad sobre los clérigos. Poco a poco, los soberanos extendieron su patronato sobre todas las iglesias. En Castilla, en Portugal y en Cataluña el placet real se hizo progresivamente obligatorio para la ejecución de las bulas pontificias. La Iglesia debía entregar al rey una parte de los diezmos y en Castilla fue suprimida la liberación de impuestos de las tierras eclesiásticas. En 1418 el concordato con la nación española asumió las ventajas del concordato francés, y fue acogido por Alfonso V de Aragón en 1421. A pesar de las dificultades, los diversos reinos concluyeron acuerdos con el papado que salvaguardaron los derechos de los soberanos pontífices. En el interior, los soberanos continuaron la guerra contra el reino de Granada en plena decadencia, eliminado en 1492. Juan de Segovia, profesor de Salamanca, preparó el terreno para una conversión de los musulmanes por medio de un mejor conocimiento recíproco (traducción del Corán, 1456). En Granada, los cristianos vivían en paz, y en los reinos cristianos los moriscos eran respetados.

Por el contrario, la tolerancia practicada hasta entonces con los judíos se cambia por una verdadera persecución, particularmente cruel en Castilla, a partir de 1380. El estatuto de 1412 agrava las medidas discriminatorias: prohibición de vestidos preciosos, llevar obligatoriamente barba y cabellos largos, exclusión de la práctica de la medicina, de la farmacia y del comercio con los cristianos. En 1436 Eugenio IV debió intervenir para moderar la persecución; el papa mandó a los cristianos proteger a los judíos, respetar las sinagogas y no obligarlos al bautismo. La mayor parte de los judíos escogieron convertirse o marcharse. Los conversos, llamados «marranos» por sospechosos —en español marrano, del árabe mahram: ilícito—, continúan siendo objeto de la desconfianza general. A lo largo del siglo XV, la hostilidad de la población contra los judíos no cesó de crecer, mientras que se levantaban algunas voces importantes como las de Alfonso de Cartagena o las del cardenal Juan de Torquemada para predicar la tolerancia. La Iglesia de España mantenía una fuerte particularidad: su fidelidad para con el romano pontífice.

c) La caída de Constantinopla

Por la unión alcanzada en el concilio de Florencia, los griegos esperaban el auxilio de los latinos. Después de la toma de Nicea en 1329, los turcos se apoderaron de Nicomedia en 1337. A la muerte de Andrónico III (1341), Asia Menor se encontraba en manos de los turcos. El envío de 1,200 hombres y del mariscal de Boucicaut por Carlos VI no logró realizar una verdadera campaña.

Eugenio IV no puede reunir más que una pequeña armada. El rey de Hungría, Vladislao, manda este conjunto de húngaros, polacos y rumanos. En la batalla de Varna (1444), donde su ejército fue aplastado, Vladislao murió, así como el legado Cesarini. La conquista de Bizancio proseguía. Mahomet II el Grande (1430-1481) emprendió el asedio de la capital después de haber construido sobre la ribera europea del Bosforo la fortaleza de Roumeli-Hissar para impedir los socorros provenientes del mar Negro.

El emperador Constantino Dragases defendió la ciudad con la ayuda de la población y de un contingente de mercenarios dirigido por Giustiniani. El asedio comenzó el 18 de abril de 1453. La artillería turca abrió brechas importantes en la vieja muralla teodosiana. El sultán consiguió hacer pasar una parte de su flota del Mar de Mármara al Cuerno de Oro bloqueado por una enorme cadena, deslizando sus barcos por detrás de las colinas de Pera. Setenta navios turcos participaron en la operación y bombardearon la ciudad desde el Cuerno de Oro. El asalto final se produjo el 29 de mayo de 1453.

Después de haber asistido a una última misa en Santa Sofía, el emperador Constantino murió en el asalto. Mahomet II triunfó y entregó la ciudad al pillaje de sus soldados durante tres días y tres noches. El imperio bizantino dejó de existir. Constantinopla se convertía en Estambul. La media luna reemplazaba a la cruz.

En 1448, Rusia rechazó la unión realizada en Florencia y se encontraba «autocéfala» de hecho. Se convirtió, por tanto, en la heredera de la ortodoxia. Iván III se casó con Sofía Paleóloga, sobrina del último emperador de Bizancio. Tomó el nombre de César (Zar). Moscú se convirtió en la tercera Roma.

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