LAS ÓRDENES MONÁSTICAS Y MENDICANTES DURANTE LOS SIGLOS XIV Y XV

LAS ÓRDENES MONÁSTICAS Y MENDICANTES DURANTE LOS SIGLOS XIV Y XV

a) Las dificultades del siglo XIV

Los ensayos de reforma de Benedicto XII

Benedicto XII (1334-1342) intenta reaccionar a las crisis de las órdenes monásticas. Este antiguo cisterciense austero quiso no sólo reformar las órdenes monásticas, sino también devolverles un dinamismo, abriéndolas a nuevas actividades. Se sintió empujado a ello a causa de la lucha que oponía a los franciscanos frente a la Santa Sede, que la condujo a buscar otros «instrumentos» para la acción distintos de los franciscanos. El papa publicó tres constituciones reformadoras referentes a los cistercienses, los benedictinos tradicionales y los Canónigos Regulares de San Agustín.

La Orden del Císter era, sin duda, la menos afectada por el relajamiento. Por una parte, el papa trata de poner en vigor las prescripciones fundamentales, y, por otra, integrar a los monjes en la sociedad religiosa del siglo. En julio de 1335 publica la bula Fulgens sicut stella, que ordena a los superiores vigilar estrictamente el reclutamiento y aceptar únicamente postulantes que tuvieran auténtica vocación monástica; recuerda la estricta obligación del cenobitismo (dormitorios comunes); impone sanciones a los abades que no asistan al capítulo general y asocia a los religiosos a la gestión temporal, prohibiendo al abad alienar los bienes del monasterio sin el consentimiento papal. En contra de las intenciones de los fundadores de Citeaux, pide un reforzamiento de los estudios (sobre todo de teología) y prohibe que los no monjes puedan ser educados en las abadías. El papa piensa que los religiosos, mejor educados intelectualmente y formados según una ascesis un poco menos ruda que lo que quería la tradición, podrían volver a prestar grandes servicios.

Al año siguiente, promulga la constitución Summa magistri (20 de junio de 1336), llamada comúnmente Benedictina o «bula benedictina», por la que se dirige a todas las congregaciones y abadías benedictinas. Su intención primera era reagrupar estos establecimientos en 36 provincias (diez en Italia, seis en Francia, cuatro en Alemania, tres en España, una en Inglaterra, etc.); los jefes de cada una de ellas se debían reunir cada tres años en capítulo a fin de vigilar el mantenimiento de la disciplina y ayudarse. Intentaba que las casas aisladas y las pequeñas congregaciones se integraran en un sistema organizado, y que las grandes órdenes, como Cluny, se desconcentraran en grupos que guardaran su cohesión, reunieran sus propios conventos en el cuadro de las nuevas provincias y participaran en los capítulos provinciales. Del resto, la constitución insistía en la exigencia de disciplina y sancionaba la glotonería, el no respeto a la clausura, etc. La bula obligaba a que en cada monasterio un monje enseñara gramática, lógica y filosofía y a que se tomaran medidas para mejorar la gestión económica.

En cuanto a los Canónigos Regulares de San Agustín, en 1339 publicó un programa de reforma que incidía en la necesidad de la vida en común y de la residencia, así como en la formación intelectual, que deseaba de un alto nivel, a fin de participar en la predicación y en la enseñanza.

La agravación de la situación en la segunda mitad del siglo XIV

Pronto se vio que las medidas tomadas por Benedicto XII apenas si lograron efecto. Una de las causas fue que los papas de Aviñón no tuvieron los medios para aplicarlas y que algunas de sus decisiones, como la reagrupación de los benedictinos en 36 provincias, provocaron desórdenes.

Pero una de las razones más importantes fue que ya Juan XXII, y en menor medida los sucesores de Benedicto XII, emplearon prácticas que iban en contra de lo que había querido realizar este pontífice. Juan XXII, por la constitución Ex debito de 1316, se reservó todos los beneficios mayores (abadías) y menores (prioratos). Con esta medida, los papas dispusieron directamente del nombramiento de los abades, disposición contraria a los principios benedictinos. Estos abades, llamados comendaticios, aparecieron en los años 1340-1350, y en ocasiones fueron llamados a ocuparse de diferentes asuntos de la Iglesia, lejos de la abadía. Los abades se guardaban una buena porción de las rentas de la abadía, lo que dio lugar a la reacción de los monjes, que reclamaban su parte, ya globalmente, ya individualmente; todo ello contrario a la pobreza individual.

A su vez se constató que, en varios establecimientos, los monjes no desearon aplicar las reformas de Benedicto XII, ya que les proponían un régimen de vida que no deseaban. Los monjes no se manifestaron contra el nombramiento de abades comendaticios, pues esta medida favorecía una vida relativamente fácil que deseaban llevar. Poco a poco, el monje se convirtió en una persona, frecuentemente procedente de la nobleza, que vivía bien y percibía su parte de las rentas del dominio monástico. Contra este espíritu, se produjeron reacciones, que fueron, sin embargo, muy raras en el siglo XIV.

Sin llegar a estas causas particulares, la época no fue propicia a las reformas. Las dificultades económicas, la peste despoblando los conventos, las destrucciones provocadas por las guerras arruinaron muchas abadías. Numerosas casas antes prósperas no alcanzan más de una docena de monjes. Cluny pasó de 120 a 80 monjes entre 1360 y 1420 (60 en 1426). Esta reducción de las vocaciones no fue sólo efecto de la rareza de las mismas, sino también de la política seguida por algunos abades que rehusaban acrecentar el número de religiosos a fin de no empeorar la gestión administrativa, pues a mayor número de monjes, menor la parte que correspondía a cada uno.

A las desgracias de los tiempos se suma el «gran cisma» que aceleró la descomposición, debilitando la cohesión de las órdenes, que se dividieron entre las diferentes obediencias papales. A comienzos del siglo XV, los abades comendaticios fueron escogidos entre clérigos que se hallaban fuera del monasterio y del medio monástico y encargados del monasterio únicamente a fin de recibir las rentas. Estos abades se desinteresaron de las casas que en teoría dirigían y delegaron sus poderes en los priores, y no dudaron, junto con sus priores, en repartirse las rentas de los establecimientos entre ellos mismos y los monjes (mesa abacial, prioral, etc.), lo que condujo a excluir más la vida de pobreza personal. En estas condiciones, era inevitable que benedictinos y cistercienses se mantuvieran fuera de las grandes empresas religiosas y no pudieran atender las aspiraciones espirituales.

b) Los intentos de renovación

Sin embargo, al mismo tiempo que se producía la relajación, y más firmemente en el período siguiente, se intentaron loables movimientos de restauración que consiguieron resultados apreciables.

La consolidación de la Cartuja

La Orden de San Bruno es la única que se libró de la relajación, y progresó durante esta época de decadencia. Mantiene la Regla de vida impuesta a los monjes lejos del mundo y de sus problemas. El «gran cisma» no dividió esta Congregación; ello se debió, también, al ideal que propone que, a pesar de su dureza, continúa suscitando vocaciones entre la élite espiritual, atrayendo a los cristianos más ardientes que deseaban huir del mundo y de las ocasiones de pecado, para vivir en la meditación y en la oración, mientras que otros se lanzaban a la acción.


Monjes cartujos
La Orden se engrandeció gracias a la afluencia de numerosos postulantes que posibilitó la fundación de nuevas casas —hacia 1350 eran 107—. En el último cuarto del siglo y durante el cisma, gracias a la acción de los papas de uno y otro campo que los favorecieron, prosiguieron las fundaciones en Inglaterra, en Francia, en Hungría, en Austria, en Bélgica, en Holanda, en Polonia, en Escocia, en Pavía y en Mallorca. En el siglo XV, la progresión continúa, de manera que la Orden cuenta cerca de 200 casas hacia 1500, lo que obliga a una revisión de las provincias establecidas en el siglo XIII.

Los cartujos influyeron en la espiritualidad. Aportaron una experiencia mística, elaborada en la soledad, sin excluir la reflexión intelectual. Su mejor representante es Dionisio el Cartujano († 1471). Insisten también en la devoción mariana (Domingo de Prusia). Estas prácticas e investigaciones los llevan a elaborar una «cultura espiritual» que reposa en el Nuevo Testamento, en los Padres de la Iglesia y en los escritos de los grandes fundadores monásticos, Ludolfo de Sajonia († 1377) escribió la primera vida de Jesucristo, Liber de Vita Christi. Se trata de una religiosidad que insiste en la meditación personal y en la oración individual.

Los intentos de vuelta a la observancia benedictina

También entre los benedictinos surgieron centros de reforma en los últimos años del siglo XIV y se multiplican a lo largo del siglo XV. Todos los reformadores están animados de un deseo de restablecimiento de la disciplina monástica, insistiendo en la obediencia, la estabilidad, la clausura, la pobreza individual y la castidad, así como en la obligación de ciertas prácticas ascéticas. Los reformadores intentan mantener a los monjes separados del siglo y, en general, apartados de las grandes empresas eclesiásticas. La mayor parte de ellos insisten en la necesidad de adquirir una vasta cultura religiosa y entregarse a los trabajos intelectuales. Fruto de esta disposición, rechazan el trabajo manual y se inicia un cambio que situará a algunos grupos de benedictinos, en los siglos siguientes, entre los mejores representantes de la cultura. Difieren entre sí en la reglamentación de la vida cotidiana que es necesario observar en el interior de los monasterios. Todos reaccionan contra los nombramientos de abades impuestos desde el exterior, algunos proponen una vida austera, mientras que otros, más laxos, aceptan los cambios introducidos en la época precedente: alimentación, vida común, etc., pensando que una regla que prohibe los excesos y establece un régimen de moderación no impide el enriquecimiento espiritual. Algunas casas rehusaron la restauración y no se integraron en las comunidades nuevas, permaneciendo sumidas en la crisis. Otras se reagruparon regionalmente o procedentes de todo el Occidente cristiano.

Los olivetanos

Se conoce como olivetanos a la Congregatio S. Mariae Montis Oliveti, fundada en 1313 por Bernardo Tolomei y un grupo de jóvenes nobles sieneses. En sus orígenes, la Orden fue eremítica, colocándose, sin embargo, dentro de la Orden de San Benito. Aprobados por Clemente VI (1344), su desarrollo fue rápido. A pesar de la muerte de 80 monjes durante la peste de 1348, la Congregación abrió 43 nuevos monasterios entre 1344 y 1450. Está constituida con estructura unitaria, no fraccionaria.


Abadía de Santa María del Monte de los Olivos
En el centro está la abadía de Santa María del Monte de los Olivos con su abad anual, después trienal, ayudado de un capítulo anual que elige el prior y los visitadores. La reforma olivetana se introdujo en 1379 en Subiaco y Montecasino. Los olivetanos gozaron de la estima de grandes santos de su tiempo, Santa Catalina de Siena y Santa Francisca Romana (1384-1440).

Los benedictinos de Santa Justina de Padua y su influencia

Entre 1402 y 1404, en Venecia, dos religiosos de extracción noble se reunieron en comunidad a fin de restaurar el ideal sacerdotal. El animador era Gabriel Condulmer, el futuro Eugenio IV. Ludovico Balbo los apoyó. Se convirtieron en los Canónigos Seculares de San Jorge en Alga. Su ideal era ser presbíteros que practicaran una vida en común, sin votos, ni regla, viviendo en la pobreza y mendigando. Las normas decisivas de su vida eran el Evangelio y la caridad. Lograron una síntesis de vida devota, humilde y solidaria, unida a las solemnidades de las celebraciones litúrgicas.


Abadía de Santa Justina de Padua
Los Canónigos Seculares de San Jorge en Alga influyeron en la aparición de los benedictinos de Santa Justina de Padua, la Congregación más importante. Ludovico Balbo (1381-1443) fue nombrado abad de Santa Justina en 1407 por el papa Gregorio XII. El nuevo abad decide abolir el abadiato vitalicio y la movilidad de los monjes, pudiendo en adelante ser trasladados de un monasterio a otro según las necesidades respectivas, en contra del voto de «estabilidad», e impidiendo la autonomía de cada abadía. Balbo consigue crear una sola congregación colocada bajo el capítulo anual y «los definidores». Impone la uniformidad en la liturgia —un nuevo breviario fue aprobado en 1447—, es abolida la doble mesa abacial y conventual, pone bajo su control las rentas y la posesión de dinero, prohibe los vestidos ricos, así como las refinadas armaduras de los caballos; acentúa la clausura y excluye el apostolado entre las mujeres.

Ludovico Balbo introduce el movimiento monástico en la línea de la devotio moderna. Difunde la Imitación de Cristo y escribe una obra muy importante, Forma orationis et meditationis. En ella fija para cada día de la semana un tema: el domingo, la meditación sobre la creación; el lunes, sobre el pecado original; después, sobre los misterios de la vida de Cristo, culminando en los misterios de la pasión, muerte y resurrección. El esquema común de las meditaciones es tripartito: composición mental del misterio contemplado, aplicación a la vida común y afectos. Santa Justina de Padua restablece la disciplina benedictina y reforma otras muchas casas en Verona, Pavía, Milán, Bassano, Florencia, San Pablo de Roma, etc.

La reforma de Santa Justina se extendió en la mayoría de los monasterios italianos; reunió los establecimientos olivetanos junto a La Cava y Farfa, Subiaco y Montecasino, que a partir de 1504 contará entre sus miembros abadías extranjeras como Lérins, y tomará el nombre de congregación Casiniense.

En las regiones germánicas del Sur, en Austria y en Baviera, un monje de Subiaco, Nicolás Seyringes, lleva a cabo la reforma a partir de 1418. Nicolás se instala en Melk, de donde fue elegido abad; extiende su empresa a los establecimientos vecinos: Salzburgo, Augsburgo, Tegernsee, Mariazell, Ratisbona, etc., e impone las costumbres establecidas en Subiaco cuando esta abadía entró en relación con los olivetanos, quienes exigían una ascesis muy austera. En 1470, diecisiete abadías, de las que cada una elegía libremente a su abad, compusieron esta Unión de Melk, finalmente denominada Congregación.


Monasterio de Bursfeld
El monasterio de Bursfeld, fundado en 1093, tuvo un relanzamiento en el siglo XIV. La iniciativa vino de un monje de Rheinhausen, Juan Déderoth, quien en un viaje a Basilea y a Italia conoce los movimientos de reforma. La reforma de este monasterio se caracteriza por el mantenimiento del abad vitalicio, autonomía en la elección del abad y composición del capítulo exclusivamente por las autoridades monásticas y no por todos los monjes.


Abadía de San Benito de Valladolid
Un movimiento de reforma nace en España en 1390 bajo la dirección de la abadía de San Benito de Valladolid, que interpreta la Regla de Montecasino en un sentido rigorista: clausura, rudeza del régimen cotidiano, silencio, flagelaciones, etc., concediendo un lugar importante a la oración personal. A lo largo del siglo XV, la reglamentación se extendió a otros establecimientos en los que Valladolid intentó imponer su autoridad como antes lo había hecho Cluny, pero aceptando la libertad de cada casa para elegir libremente su abad.

Los cistercienses

Los cistercienses conocieron el fenómeno de la reforma en España a comienzos de 1425 por obra de Martín de Vargas, un Jerónimo autorizado para reformar los hijos de San Bernardo. Influenciado por Balbo, fundó el monasterio de Monte Sión, al que se unieron algunos otros hasta crear una congregación en 1434, reconocida como Orden en 1493, que rompió con el capítulo general y contó con 39 monasterios. Tres años después surgió la Congregación de San Bernardo en Italia, estructurada bajo el modelo de Santa Justina, que incorporó 43 monasterios italianos.

Los problemas de los mendicantes en los siglos XIV y XV

Los mendicantes conocieron, a lo largo de los dos últimos siglos de la Edad Media, bajo el efecto de las mismas causas, dificultades tan grandes como las que encontraron las órdenes monásticas más antiguas. Pero ellos, también, desde los últimos años del siglo XIV, procedieron a su renovación. De manera general, se intenta restablecer la disciplina primitiva y definir una nueva observancia. Pero al lado de esta renovación se produce un movimiento espiritual que da lugar al nacimiento de comunidades religiosas originales.

Los franciscanos

Los desórdenes franciscanos del siglo XIV
A pesar de las divisiones internas, la Orden de los hermanos menores mantiene durante el siglo XIV una sólida reputación y ejerce una profunda influencia. Las nuevas vocaciones no dejan de crecer. En 1378, la Orden cuenta con un gran número de hermanos y de conventos, repartidos en 34 provincias. Es la primera Orden de la cristiandad.

Las discusiones sobre la pobreza no cesan, por lo que la controversia se lleva al concilio de Vienne. El 5 de mayo de 1312, el concilio se decide, de manera general, a favor de la tendencia rigorista. Según la bula Exibi de paradiso, los preceptos de la regla obligan bajo pecado grave. La bula señala, en particular, prescripciones que deben equipararse a tales preceptos. Precisa que hay que permanecer en el usus pauper, definido por San Buenaventura, y retomar la bula Exiit qui seminat de Nicolás III, de 1279. Reconoce la ortodoxia de Angelo Clareno, Ubertino de Cásale y sus discípulos; con ello se restablecen la calma y la unidad de la Orden, pero continúan las discusiones sobre la pobreza.

Los espirituales, que han aceptado la bula y por ello la unión, sufren al verse minoritarios, cuando tienen la impresión de contar con los mejores religiosos. Los más extremistas de entre ellos, exaltados por la lucha e inspirados, según parece, por los escritos de Joachim de Fiore, deciden formar un grupo aparte, el de los fraticellos (del italiano fraticelli: «los pequeños hermanos»), que viven en la pobreza total. El ministro general Juan de Cesena, elegido en 1316, trata de reducir a la obediencia, con ayuda de Juan XXII, a los espirituales independientes y rebeldes de la Toscana y Provenza.

Ante la resistencia de algunos, el pontífice decide perseguirlos y, con ellos, a todos los espirituales. Sus instrucciones son estrictamente aplicadas en el mediodía de Francia, donde, en 1317, Bernardo Delicieux y cinco de sus compañeros son hechos prisioneros. Ubertino de Cásale fue transferido a la Orden benedictina y obligado a residir en Gembloux. Por la constitución Quorumdam exigit, del 7 de octubre de 1317, Juan XXII prohibe a los espirituales todo acto de independencia. Declara que la obediencia es más importante que la pobreza y a los superiores de la Orden toca decidir sobre el hábito y la cuantía de las provisiones. El papa cita a setenta y tres religiosos de los fraticellos, de los que veinticinco rehusan someterse, y son entregados a la Inquisición y declarados heréticos; cuatro son quemados vivos públicamente en Marsella el 7 de mayo de 1318. Bernardo Delicieux debió de morir en prisión en 1320. Estas medidas parecen brutales a la mayoría y provocan en muchas provincias un acercamiento entre las dos tendencias. Los fraticellos permanecen fuera de Italia, pero mantienen su acción a pesar de la persecución. El papa, por sus torpezas, desencadena entre la Orden y la Santa Sede una grave crisis.

Con el apoyo del papa, la Inquisición de Narbona declara herética la proposición de los fraticellos, según la cual Cristo y los apostoles habrían vivido en la indigencia absoluta. Los franciscanos vieron en esta proposición la opinión de los extremistas y algunos no la aceptaron, como tampoco la aceptaba el pontífice, y afirman que Jesús y sus discípulos habían poseído bienes en la tierra, lo que entraba en contradicción con su ideal («vivir pobre como Cristo pobre»). El capítulo general reunido en Perugia en 1322 y presidido por el ministro general Miguel de Cesena, un conventual, reafirma la posición contraria y condenatoria de los fraticellos y envía a uno de los hermanos más opuestos a los espirituales, Buonagracia de Bérgamo, a Aviñón para exponer el pensamiento de la Orden. Pero el papa no lo escucha, al ver en la exposición de los menores una crítica a la riqueza de la Santa Sede y el inicio de una política que exigiría de él mismo una profunda reforma. El papa hace prisionero a Buonagracia, así como a Guillermo de Occam, citado a comparecer por haber desarrollado la doctrina de la pobreza de Cristo. Al mismo tiempo, el papa obliga a la Orden a ser propietaria de derecho y en la bula Cum ínter nonnullos, del 12 de noviembre de 1323, repetida en 1324, declara herética la proposición de que Cristo y los apóstoles no habían poseído nada en común ni privadamente. La Orden entera se solivianta. Muchos de sus miembros declaran al papa hereje. Sin embargo, la mayoría de los franciscanos vuelve a la lealtad, y el capítulo general de Pentecostés de 1325, tenido en Lyón bajo Miguel de Cesena, exige el acatamiento de los edictos papales. No obstante, el papa, que no se siente seguro de la actitud del ministro general, lo cita a Aviñón en 1327 y, al no mostrarse dócil a su voluntad, lo detiene. Miguel de Cesena contemporiza algún tiempo. Entonces, por escrito y delante de notario, protesta y declara que Juan XXII es herético y falso papa, por lo que es definitivamente arrestado. El papa le permite tomar parte en el capítulo de Pentecostés tenido en Bolonia en 1328, donde no pudo imponer otro general de la Orden.

En la noche del 26 al 27 de mayo de 1328, Miguel de Cesena logra huir con Buonagracia y Guillermo de Occam. Los tres hermanos encontraron refugio en Lyón cerca del emperador Luis de Baviera (enfrentado a Juan XXII), que hizo elegir entre los espirituales un antipapa, Nicolás V. Miguel de Cesena predica contra Juan XXII y desde Pisa lanza eruditos manifiestos contra el papa, quien lo depone el 6 de junio de 1328, y el 20 de abril de 1329 lo excomulga junto con sus compañeros. En la bula Quia vir reprobus, del 16 de noviembre de 1328, toma definitivamente posición contra Miguel de Cesena. El papa recalca que Cristo tuvo dominio sobre los bienes terrenos. La propiedad fue concedida por Dios a los primeros padres ya en el paraíso y no es institución humana que comenzara después del pecado. Un capítulo general de París declara legítima la deposición de Miguel de Cesena y elige un nuevo general en la persona de Geraldo Odón.

A causa de la debilidad de Luis de Baviera, Juan XXII retoma ciertas ventajas y obtiene la sumisión de una parte de los conventuales. Pero la otra parte se mantiene firme. Ésta, en 1334, propone reunir un concilio para juzgar al pontífice, que había proclamado otras tesis impugnables en materia dogmática (visión beatífica), cuando el papa muere. El cisma se terminó, pero Benedicto XII mantuvo una actitud firme, rehusando aceptar la discusión. En 1336, condena de nuevo a los fraticellos, así como a los hermanos sospechosos de herejía, e impone ciertas reglas a la Orden. Las impugnaciones duraron aún algunos años y no se apagaron verdaderamente hasta 1350.

Esta larga crisis tuvo importantes consecuencias. De una parte, elimina de la Orden a los extremistas que jamás quisieron considerar un compromiso. De la otra, numerosos conventuales comenzaron a colaborar con los espirituales moderados y se dieron cuenta que estos últimos tenían un ideal más conforme a los principios de San Francisco, con lo que se llega a un reagrupamiento que permitirá la reforma.

La Observancia franciscana

Aunque inspirándose en los espirituales (San Bernardino cita a Angelo Clareno), los primeros observantes en Italia evitaron toda forma de extremismo. Después de algunos intentos infructuosos, hacia 1368, en Foligno, Pauluccio de Vagnozzo Trinci († 1391), con el permiso del ministro general de su Orden, pide reabrir el eremo de Brogliano. No adoptó un hábito diferente ni se sustrajo a la obediencia. Las características de la Observancia franciscana en una primera fase fueron: constituirse en pequeñas fraternidades, vida semieremítica y renuncia a los bienes inmuebles, rentas y dispensas. La Observancia toma realmente forma en el siglo siguiente con el ingreso de las «cuatro columnas»: Bernardino de Siena (1380-1444), Juan de Capistrano (1385-1456), Alberto de Sarteano y Giacomo della Marca. Las características de esta segunda fase fueron: la alternancia entre la vida retirada y el apostolado y la apertura al estudio. Bernardino de Siena aportó a la Observancia su apertura intelectual, una aversión a la conflictividad —él se considero siempre dentro de la Orden— y una gran sensibilidad hacia los temas del humanismo.

En la misma época, la Observancia se difunde en Francia, donde nace sin ligazón con el hecho italiano a partir de la primera fundación en Mirabeau-en-Poitu, en la provincia de Tours, hacia 1388. Se centró en el trabajo manual y en la predicación, sin insistir en el eremitismo.

En España, la Observancia comienza en 1390 con modalidades más cercanas a las italianas, aunque los orígenes fueran diferentes. Gran impulso dio a la reforma Pedro de Villacreces († 1422), que modeló la reforma sobre los siguientes puntos: doce horas de oración al día, pobreza extrema en la comida, casa, hábito e iglesia, silencio y obediencia rigurosa, exclusión de los estudios.

La reforma se difunde en Hungría, Bosnia —donde los observantes se llamaron bernardinos—, Polonia, Austria, Bohemia, Lituania, Holanda, Irlanda e Inglaterra.

Ante estas diferentes búsquedas, la jerarquía duda. El concilio de Constanza (1414-1418) empuja a la secesión, al permitir a los observantes de Francia tener vicarios provinciales propios. Pero en Italia, Bernardino de Siena se opone. Quizás bajo su influencia, en junio de 1340 el papa Martín V preside en Asís un capítulo general para intentar restablecer la unidad franciscana, aunque sin ningún resultado. Eugenio IV, en cambio, se compromete en el camino abierto en Constanza. En 1443, los observantes se dividen en dos grupos (cismontanos y tramontanos), de los que cada uno tiene sus vicarios propios, manteniendo la unidad sólo respecto al ministro general. Poco después, Calixto III vuelve a una política unifícadora y promulga en febrero de 1456 una bula de unión, que permanece letra muerta. Pío II, en octubre de 1458, concede a los observantes su autonomía, lo que les permite organizarse separados de los conventuales.

De este modo, a finales del siglo XV, la tendencia general es a la vez a la reforma y a la dispersión. Los observantes son cada vez más numerosos, pero de una provincia a otra no armonizan sus reglamentos. En 1517 León X separó a los menores en dos Ordenes.

En la misma época, las clarisas, que se habían alejado en el siglo XIV del ideal de pobreza y habían aceptado acomodaciones a su regla primitiva, son reformadas por Santa Coleta Boylet de Corbie (1381-1447), quien tuvo una primera fase de su vida verdaderamente inestable. Pasó por muchas comunidades, fue beguina, benedictina, clarisa y reclusa. De la reclusión pasó al nomadismo, porque se sentía investida de la vocación de reformar a los franciscanos. Fundó 17 conventos femeninos (las «coletinas») y reformó siete conventos masculinos («los coletinos»), a los que no quiso unir a la Observancia, pues le parecía demasiado blanda. Por todas partes impone el retorno a la pobreza y el respeto a la clausura.

Los hermanos predicadores o dominicos

La historia de la Orden de los Predicadores, durante los siglos XIV y XV, fue aparentemente tranquila; sin embargo, está marcada primero por dificultades que provocan un grave relajamiento; después, por reformas de casi todas las casas de la Orden.

Hacia 1300, los dominicos son activos y dinámicos. Proporcionan al clero importantes predicadores, gozan de un prestigio considerable en la universidad y están presentes en todas las grandes empresas. En 1334, el papa Benedicto XII, en un discurso solemne, exalta la pureza de su fe y afirma que la Orden está a la cabeza de las demás.

Sin embargo, en esta época, el horizonte se oscurece. Por una parte, los dominicos son criticados por el modo como se hacen pagar sus trabajos y de lo específico de sus tareas: la Inquisición. Por otra, aunque desde sus orígenes adoptaron una posición de equilibrio en cuanto a la pobreza —admiten poseer algunos bienes útiles, pero viven de la limosna, sin percibir «rentas», lo que se llama pobreza común—, llegan a situaciones comprometidas. En algunas ocasiones, a causa de las dificultades generales económicas —las colectas son poco abundantes—, se llega al empobrecimiento de algunas casas. En otras, al contrario, los hermanos reciben limosnas personales y, despreocupándose de la administración de sus casas, viven rica y lujosamente. Se cumple en ellos un dicho: «la pobreza permanece común y la riqueza es personal».

Para remediar esta situación, Benedicto XII decide en 1337 suprimir la pobreza común, es decir, autorizar a la Orden que realmente posea. Pero los frailes se resisten. Rehúsan esta medida, que hace de ellos una simple sociedad de sacerdotes predicadores y docentes, sin espiritualidad ni vocación original. Esto provoca un conflicto con el papa, que ordena meter en prisión a algunos religiosos y no concede la autorización para elegir al maestro general. Las diferencias se mitigan en el pontificado siguiente, pero los debates habidos favorecen la contestación y la indisciplina.

A causa de estos hechos, en la segunda mitad del siglo XIV se produce un relajamiento agravado por las dificultades generales de la época y por el «gran cisma», que divide tanto a los dominicos como a los papas, que quieren servirse de ellos en beneficio de sus intereses. Decaen las vocaciones. Se producen abusos escandalosos: religiosos sin tonsura y sin hábito, frailes combatiéndose entre ellos con armas o aun perseguidos por ladrones, visitados por mujeres en sus dormitorios, etc. En general, los dominicos abandonan la vida común, cada uno vive en una casa o en un apartamento y se quedan con su dinero, lo que contradice los principios de Santo Domingo sobre el cenobitismo y la pobreza.

En vano, el maestro general Simón de Langrés intenta, en 1360, restaurar la disciplina ordenando que todos los conventos sean visitados por definidores y que se impongan las reformas necesarias. Salvo en algunos casos, sus instrucciones no son llevadas a efecto. En 1377 el papa Gregorio XI corta todas las dispensas concedidas hasta entonces a la Orden dominica y nombra un cardenal protector para restablecer la regla. La doble elección pontificia impide que esta iniciativa progrese. Durante el cisma, sin embargo, se inicia la reforma bajo la influencia del célebre predicador español San Vicente Ferrer y bajo la acción de los frailes que vivieron en torno a Santa Catalina de Siena.

Raimundo de Capua († 1399), confesor de la santa y elegido Maestro General de la Orden en la obediencia urbanística o romana en 1380, pensó que en cada provincia debía haber un convento para aquellos que espontáneamente decidieran ingresar en la Observancia.

La primera realización en este sentido tiene lugar en Alemania, en 1389, en el monasterio de Colmar por obra de Conrado de Prusia, famoso predicador y penitenciario apostólico. Al año siguiente, la Observancia llegó a Italia, cuando es puesto al frente del convento de Santo Domingo de Venecia Juan Dominici, que introduce la reforma en Venecia, en el norte de Italia y, después, en el centro, cuando es nombrado arzobispo de Florencia. Su obra fue proseguida por San Antonino, vicario general para toda Italia y arzobispo de Florencia y, al final del siglo, por Jerónimo Savonarola (en San Marcos de Florencia). En España, Alvaro de Córdoba (1423-1434) inicia la reforma, luego sostenida por el cardenal dominico Juan de Torquemada. Gracias al apoyo de los Reyes Católicos, todos los conventos se unieron a ella. Fue la más importante. La Observancia llega más tarde a Flandes y a los Países Bajos con Juan de Uyt den Hove (1464). De allí a Francia, donde comienza tímidamente por la acción del Maestro General Bartolomé Texier, elegido en 1426, de origen francés.

Nuevas órdenes religiosas

Otros institutos religiosos se fundaron en aquellos siglos que no pueden ser clasificados como mendicantes, pero que, alejados voluntariamente de las tradiciones benedictinas o similares, están próximos a los mendicantes por su espiritualidad.

Los Jerónimos

La devoción de San Jerónimo aumenta durante los siglos XIV al XVI por ser considerado un humanista y un eremita. Pietro Gambacorta de Pisa (†1435) funda los Eremitas de San Jerónimo, que practican una vida apoyada en dos pilares: la pobreza y la vida apostólica. Cario Guidi de Montegranelli funda en 1404 en Fiésole una orden religiosa de Eremitas de San Jerónimo bajo la Regla de San Agustín. Otros movimientos de inspiración jerónima surgieron en Italia.

La rama más importante de los Jerónimos fue fundada por los españoles Pedro Fernández Pecha y Fernando Yáñez de Figueroa, quienes, después de algunos años de eremitismo, se trasladan en 1370 a la iglesia de San Bartolomé de Lupiana. La Orden fue aprobada por Gregorio XI en 1373 y por Benedicto XIII en 1414. Tenía estructura unitaria, pero flexible; bajo el prior general y su consejo, estaban los monasterios dotados de una cierta autonomía. Los monjes se dedicaron al culto divino, a la contemplación y al trabajo. Ligados a la corte, se les asignaron importantes monasterios como Guadalupe, Nuestra Señora del Prado, San Jerónimo el Real y San Lorenzo del Escorial, bajo el reinado de Felipe II (1562).

Los jesuatos

Creados hacia 1360 en Siena por Juan Colombini para el servicio de los enfermos, era una comunidad laical que vivía en la humildad y en la alegría como nuevos pobres por amor de Dios. Repetían la oración del Pater noster y del Ave María y secretamente proclamaban la invocación. «O Gesú, o Gesú!», de donde procede su nombre.

Las brígidas

Establecidas en 1346 en Walldstena por Santa Brígida de Suecia (1303-1373) y constituidas rápidamente en una Orden doble —algunos sacerdotes y clérigos, algunos hermanos laicos—, alcanzan un gran éxito en las regiones septentrionales de Europa: Escandinavia, Polonia, Flandes, Alemania.

No hay comentarios:

Publicar un comentario