Situación de la Iglesia en el siglo XVI

Situación de la Iglesia en el siglo XVI

a) Una Iglesia estática en una sociedad inestable

La sociedad europea del 1500 vive en poblaciones rurales o urbanas que mantienen la economía señorial y la vecindad aldeana. La mayoría de las familias mantiene el tono de vida rural: tiene un patrimonio con casa y tierras, sobre el que tiene una propiedad limitada y siempre gravada con impuestos, condición que hace muy dura su vida. Cuando ejerce artesanías o tratos comerciales, e incluso cuando sus miembros están enrolados en estamentos especiales como las milicias, sigue siendo la base de su vida el campo y sus productos. En los mercados locales encuentra los productos de consumo inmediato, complementarios de su propia cosecha, y excepcionalmente objetos de lujo en las ferias anuales. Anhela la autarquía económica, que libere al individuo del vaivén de los precios y de las extorsiones de los mercaderes; un ideal que rara vez consigue porque las calamidades cíclicas que caen sobre su vida le dejan desvalido ante las carestías y especulaciones y amenazado en su salud, especialmente en el caso de las frecuentes epidemias. Desde el poder le llegan otros males, como la inflación monetaria, causada por la mayor circulación de la plata, que dispara los precios. Cuando su economía consigue cubrir la demanda básica, sabe que sobre su cabeza y su bolsa caen los impuestos, que son numerosos: señoriales, eclesiásticos y reales. Conoce vagamente este conjunto de lazos que ahogan su vida porque vive su drama y escucha a los predicadores, como los frailes observantes, o tratadistas de gran vuelo como el Doctor Navarro, Martín de Azpilcueta, que denuncian la usura y la inflación de precios e incluso señalan a los culpables: los mercaderes oportunistas.

A lo largo del 1500 se produce un fuerte flujo migratorio. Crece la población hasta desbordar los espacios campesinos y municipales; se producen aglomeraciones urbanas desproporcionadas, de forma que una docena de ciudades europeas superan los cien mil habitantes; se crean masas de población flotante que desborda la capacidad de acogida de las instituciones urbanas. Surge así un mundo de marginados, en el que prevalecen enfermos y niños, campo propicio para el bandolerismo y la inseguridad pública.


Población de las principales ciudades de Europa en el siglo XVI
A estas masas no llega el beneficio económico de las nuevas explotaciones centroeuropeas (pesca, hortalizas y ganadería lanar) y mediterráneas (vino y aceite) sino su reverso: los víveres imprescindibles (pan y carne) que se encarecen. Por el contrario, el nuevo mapa comercial de la Europa Moderna, construido por grandes mercaderes y banqueros al servicio de las Monarquías, especialmente de los mayores dispendios de éstas, que eran los lujos y las guerras, aísla más al vecino tradicional de aldeas, villas y ciudades, y le pone frecuentemente ante nuevas exigencias fiscales de sus señores y de sus soberanos que quieren salvar con impuestos y servidumbres sus insuficiencias económicas en unos estados en los que la aristocracia es cada vez más económica.

La Iglesia católica que ofrecía asistencia religiosa y social a las poblaciones europeas no está en condiciones de asumir nuevas tareas. Su presencia física estaba en parroquias rurales y urbanas, con la base en los templos; con pequeños hospitales y cofradías para la asistencia de los indigentes; con escuelas que cubrían escasamente la demanda de la clerecía; con una economía fundamentalmente decimal, es decir, basada en los diezmos y primicias que satisfacían los fieles. A lo largo de los siglos medievales se había acomodado al sistema señorial como titular de patrimonios y rentas y grupo social diversificado en estamentos. De hecho la misma Iglesia reproduce en su seno las desigualdades sociales imperantes: prelados señores que se distinguen como mecenas y columnas de las monarquías modernas; cabildos y monasterios que conjuntan títulos señoriales y académicos y son semilleros de funcionarios; conventos urbanos que recomponen su mole con vistosidad barroca y albergan comunidades mayores con frecuencia de más de un centenar de comensales; clérigos y capellanes instalados en las parroquias y templos que apenas logran vivir de sus modestos beneficios. Un mosaico de grupos e instituciones, desiguales y enfrentados, que buscan la tutela de su autonomía frente a sus colegas, y muy particularmente ante los obispos, éstos reforzados por las nuevas competencias disciplinares que les confiere el Concilio de Trento.

Como cuerpo social, la Iglesia católica sufre un marasmo social e institucional, que comienzan a denunciar los grupos inquietos. Sobreabundan los clamores y denuncias, pero no llegan las iniciativas de cambio. Éstas tuvieron nombre y programa: la Reforma de la Iglesia. Fue la Reforma con sus programas maximalistas y su dialéctica de conversión la que alumbró nuevos horizontes. Bajo esta bandera militaban todos los inquietos del período: ascetas alejados del mundo; humanistas que soñaban con horizontes de felicidad como Erasmo y Tomás Moro; militantes de grupos devotos que lo ponían todo bajo la enseña de la caridad; reformadores que exigían austeridad y autenticidad, como el cardenal Cisneros.

b) La Iglesia católica en 1500

Presencia europea.

Cuando se inaugura cronológicamente la Modernidad, en los años de 1500, la Iglesia católica estaba presente en Europa y desde Europa iniciaba en forma misional una nueva instalación en las costas africanas y en las islas atlánticas. La Iglesia se configuraba en provincias eclesiásticas y diócesis, y, dentro de éstas, en distritos menores que eran las parroquias, por lo general agrupadas en arciprestazgos y en arcedianatos. La Iglesia estaba también presente en las ciudades, teniendo por centros de las comunidades la iglesia catedral y las colegiatas, por referencia a un grupo de templos y ermitas, la mayor parte de ellos a punto de convertirse en distritos parroquiales localmente poco definidos. Además en la mayor parte de las ciudades y villas existían conventos mendicantes que siguieron multiplicándose y eran centros de más intensa promoción cristiana por su mayor dedicación a la predicación popular y a la penitencia.

Esta presencia territorial tan limitada de la Iglesia, cercada por las presiones tradicionales del islam en el Mediterráneo y por el rechazo de la Ortodoxia oriental en los países eslavos, no le permitió mantener su acción misionera en Asia ni en algunos parajes del Norte de África, tierras en las que las órdenes mendicantes habían iniciado una original labor misionera en el siglo XIII. Desde 1500 se pone en marcha una nueva iniciativa misional que encuentra acogida en las nuevas tierras costeras e isleñas en las que se está realizando la colonización portuguesa y española.

Estamentos e instituciones

La estructura institucional de la Iglesia católica es la tradicional de la Edad Media. Al frente de la Iglesia está el Pontificado con su organización fuertemente centralizada y sus órganos de gobierno que configuran la Curia Romana. Cada Provincia Eclesiástica tiene a su cabeza un arzobispo que preside jurídicamente las instituciones colectivas como los concilios provinciales y los tribunales de apelación. Al frente de cada diócesis está un obispo, con jurisdicción eclesiástica y señorío temporal. Cada parroquia está regida por un cura y varios clérigos beneficiados, por lo general capellanes. En las feligresías rurales y urbanas, y en mayor número en los conventos mendicantes hay cofradías y asociaciones de fieles que fomentan devociones particulares, realizan la beneficencia con limosnas y frecuentemente con hospitales. El clero se halla inmerso en el sistema beneficial y fiscal establecido por el pontificado bajomedieval y tiene en la mayoría de los casos una cultura exclusivamente gramatical, sin adiestramiento teológico y jurídico. En conjunto esta clerecía fuertemente jerarquizada y equipada culturalmente, en una sociedad prevalentemente analfabeta y de cultura oral, impone en todos los campos el tono de la vida y sus posturas y criterios son claves para entender la vida de la sociedad cristiana en la Edad Moderna.

Los feligreses y sus corporaciones.

Un mundo peculiar dentro de la Iglesia lo conforman las corporaciones: cabildos catedralicios y colegiales; monasterios; conventos. Los cabildos están constituidos por una corporación numerosa y escalonada en estamentos (dignidades, canónigos, clérigos de coro, capellanes varios); son capitulares de un importante señorío colectivo y con frecuencia los titulares mayores o dignidades tienen también su distrito territorial. Los monasterios que pertenecen mayoritariamente a las antiguas familias religiosas de benedictinos, cistercienses y premonstratenses se reparten en monasterios claustrales, afectados por el sistema reservacionista, beneficial y fiscal y carentes de comunidades uniformes; y monasterios observantes, por lo general formando parte de alguna congregación de Observancia que los rige con criterios jurisdiccionales y centralistas. Los conventos son casas religiosas urbanas de las órdenes mendicantes, asociadas en distritos territoriales o provincias y vertebrados en una familia religiosa u orden, presidida por un superior general con jurisdicción y magisterio sobre el conjunto de provincias, conventos y frailes. Estas familias religiosas de frailes o hermanos son los Frailes Predicadores o dominicos; los frailes menores o franciscanos; los frailes ermitaños de San Agustín o agustinos; los frailes servitas; los frailes carmelitas; las órdenes redentoras de mercedarios y trinitarios, que siguen un régimen semejante a las órdenes mendicantes y tienen peculiaridades notables, propias de su ministerio caritativo con los cautivos. En cada familia mendicante existen en este momento dos ramas: la conventual o tradicional, caracterizada por su instalación física y jurídica en un estatuto privilegiado; la observante o reformada, que se ha forjado un nuevo estatuto regular de mayor disciplina y simplicidad y se configura en congregaciones o vicariatos de Observancia.

El mosaico parroquial

.Los fieles cristianos, situados en sus feligresías, donde reciben los sacramentos y contribuyen con diezmos, primicias y otras cargas a la Iglesia y vinculados en las ciudades y villas a monasterios y conventos, prosiguen con la misma espontaneidad de los tiempos medievales sus numerosas corporaciones menores que tienen forma de cofradías y de hermandades con estatutos propios, con frecuencia al margen de las normas canónicas destinadas a la devoción y beneficencia, a las honras y sufragios por los socios difuntos y en ocasiones a organizar eventos comunitarios como las fiestas patronales. La gran variedad de asociaciones bajomedievales tiende a reducirse en los tiempos modernos y a ser mayoritariamente eucarísticas, marianas y patronales, éstas reforzadas con los frecuentes votos a los santos con ocasión de pestes y calamidades públicas. Su sensibilidad cristiana se manifiesta especialmente en la devoción y en la caridad.

Muchos reinos y señoríos y una Cristiandad.

Iglesia y Cristiandad son el binomio que explica el contexto. Es decir, la Iglesia como institución religiosa bien trabada en sus funciones de gobierno, magisterio y servicio pastoral con las que conduce a sus fieles; y la Cristiandad, como conjunto de pueblos que tienen en común el credo y la práctica cristiana, forman la cabeza y los miembros del Cuerpo Místico. Esta presencia cristiana se da en un contexto social y cultural con muchos elementos antiguos y modernos que condicionan la vida real de la Iglesia y de los cristianos modernos.

Europa está parcelada en naciones muy desiguales en su entidad y en su prevalencia. Son monarquías nacionales en proceso de centralización y personalización del poder público a costa de prelados, nobles, municipios que eran en la Edad Media islas autónomas con lazos flojos respecto a las monarquías, a las que se acopla ahora la Iglesia, tanto en su clerecía como en sus fieles, con peligro permanente de ser arrastrada a las confrontaciones que provoca el nacionalismo en formación. Son también señoríos mayores y ciudades-estado que desarrollan por su cuenta una autonomía jurisdiccional y una absorción de la función pública a costa de dificultar y limitar el gobierno local que la Iglesia ejercía tradicionalmente en la cosa pública. Esta tensión de poderes y competencias acontece también en el mapa de las instituciones eclesiásticas, autónomas y titulares de señoríos, que se contraponen por lo general a la jurisdicción episcopal.

El Renacimiento: nuevas ofertas y nuevos interrogantes a la Iglesia

Muy singular es el horizonte cultural de la Modernidad en que ha de expresarse la Iglesia católica. La visión unitaria de la vida que presenta el monoteísmo cristiano y que quiere traducir en normas el renacido Derecho Romano de Bolonia no podrá sostenerse en este período de inquietudes crecientes. La Escolástica, como cuerpo orgánico de saberes ordenados a la docencia, con su típico latín escolar y sus sucedáneos culturales, entre los que destacan la literatura devota, la predicación y la hagiografía, se ve fuertemente cuestionada por el espíritu naturalista que se apoya en las ciencias positivas, el racionalismo que pretende absorber toda la verdad y las formas literarias y artísticas del Renacimiento que pretende recrear los valores culturales del mundo helenístico-romano. En contraposición ofrecen al Cristianismo nuevos panoramas rejuvenecedores, los progresos de la Filología que hace posible el acceso a los textos bíblicos y clásicos en sus versiones originales; las literaturas romances que ya están adquiriendo la madurez literaria y sobre todo la nueva arte mecánica de la Imprenta que multiplica los libros, haciendo posible la lectura personal y reflexiva y superando así progresivamente la cultura oral.

Riesgos y desafíos

En este conjunto de islas que pugnan por prevalecer, la Iglesia católica arrastra carencias que van a traer consecuencias graves. La primera es la escasa definición de la propia Iglesia católica, que no ha logrado concordar el Primado Pontificio en sus expresiones más absolutas, surgidas del largo proceso de la Reforma Gregoriana, con las exigencias prácticas de una comunión solidaria de la jerarquía y del pueblo cristiano. Las numerosas crisis en que se ve envuelta la administración pontificia acarrean confusiones en la Iglesia. Al producirse el llamado «destierro de Aviñón» y su desenlace en el cisma pontificio, se desencadenan las dudas y la anarquía. Este desajuste, ya evidenciado en los concilios de la Baja Edad Media, se agravó durante el llamado Cisma de Occidente y propició tesis extremosas sobre el funcionamiento de la Iglesia, como las del conciliarismo de los concilios de Constanza y Basilea. Frente al acoso del nacionalismo incipiente y al extremismo de los intelectuales radicales, el Pontificado sobrevivió con graves dificultades, gracias a la conciencia general de su papel primordial y legitimador en la Iglesia.

Recuperado el papado del Cisma de Occidente y de las amenazas conciliaristas, no consiguió dar vida a una nueva eclesiología comunitaria y se configuró definitivamente como poder monárquico personal y centralizado que hubo de pactar constantemente con las monarquías modernas. En estas condiciones, agravadas por el cortesanismo romano del Renacimiento, los sucesivos protagonistas del Pontificado representaron papeles muy diversos: habilidad diplomática en los tratos políticos; condescendencia forzada hacia intereses particulares coloreados de religiosidad; legitimación de todo tipo de iniciativas religiosas, como las reformas en curso, sostenidas por la opinión popular y propiciadas por los soberanos. Sólo desde la segunda mitad del siglo XVI pudo el Pontificado moderno regir con cierta autoridad moral los destinos de la Iglesia, sobre todo tratándose de urgir las normas del Concilio de Trento.

Dos metas imposibles: reforma religiosa y paz civil

La Modernidad quiso apellidarse Reforma, la gran palabra usada para legitimar y condenar y el término preferido por muchos historiadores centroeuropeos que intitulan con los epígrafes Reforma y Contrarreforma a la historia cristiana de los siglos XVI y XVII. Sin enredarse en la justeza de esta terminología historiográfica, resulta claro que durante el Renacimiento y el Barroco la gran demanda cristiana fue la Reforma de la Iglesia. Se demandaba desde el siglo XV para el pontificado, postrado en un cisma; se urgía para monasterios y conventos, con miras a recuperar las comunidades religiosas, fosilizadas o disueltas; se proponía para la Teología que debía renovarse con el acceso directo a los textos bíblicos y patrísticos; se predicaba para el pueblo cristiano con la esperanza de que su vida religiosa fuera motivada y personalizada, superando el ritualismo y la pertenencia institucional heredados. Se apostó por las reformas en todos los modos posibles: por decreto e imposición; por la formación de nuevos grupos reformados; por concilios que sancionasen los cambios con autoridad indiscutible. Hubo reformas en cadena, pero no concordia ni paz que fomentase la comunión. No fue posible conjurar los extremos de radicalismo religioso y politización nacionalista que son los que en definitiva hicieron que las divergencias se hiciesen rupturas, cismas y guerras de religión. Nacieron otras formas de cristianismo más o menos distantes de la Iglesia católica. Ésta prosiguió su camino en la Modernidad, en proceso bajomedieval de Reforma. No es razonable llamar Contrarreforma a este proceso de renovación que se muestra bastante constante y homogéneo y no es la hipotética respuesta de la Iglesia católica a los pulsos de las nuevas familias cristianas del Protestantismo que se apellidaron unilateralmente Reforma.


Después del descubrimiento de América hecho por Cristobal Colón, la evangelización de América llegó principalmente por las colonizaciones españolas y portuguesas.
La quiebra más grave del cristianismo en la modernidad es la de la paz cristiana. Cada grupo cristiano se encastilló en su postura particular, formulando su opción en nuevos credos y catecismos e imponiendo desde el poder político una ortodoxia de tesis y praxis. La fe no pudo ser ya una opción libre sino un acatamiento obligado que la ley estableció y los tribunales juzgaron. Fue el cisma y la guerra hasta el agotamiento, y luego la cristalización de cuerpos de doctrinas y estatutos comunitarios que se convirtieron durante siglos en trincheras. La fractura religiosa agudizó los antagonismos políticos e hizo permanente la polémica doctrinal. La Europa de bloques antagónicos, políticos y religiosos, duró toda la modernidad. En esta situación el Pontificado Romano, árbitro natural de las contiendas en Europa y magisterio de la cristiandad, vio reducido su papel a sólo el grupo católico.Esta mengua y debilidad de la Iglesia católica en Europa se vio compensada con la obra misional en todos los continentes, muy especialmente en las nuevas tierras ibéricas dependientes de las coronas de España y Portugal. En esta nueva campaña de cristianización encontraron las familias religiosas renovadas por la reforma los mejores campos de acción. Por su parte el pontificado postridentino fue sensible a esta cita misional y promovió desde un nuevo dicasterio romano, la Congregación de Propaganda Fide, las campañas misioneras en países de grandes tradiciones culturales como los asiáticos de China, Japón y la India. Al final del período se harán presentes también las nuevas iglesias de la Reforma Protestante a la sombra de los poderes coloniales.

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