Los papas del siglo XVI

Los papas del siglo XVI

En la sociedad del Renacimiento existen protagonismos crecientes en pugna por prevalecer. Son las instituciones públicas que continúan intactas, aunque en proceso de absorción, y las personas de papas, reyes y señores que apetecen personalizar el poder y la autoridad y proclaman el absolutismo como dogma de gobierno. La Iglesia católica está dentro de esta tendencia y presenta el cuadro de sus instituciones y personas, afectadas por esta tensión. En ella se mueven todos los miembros de la Cristiandad porque todavía estiman que es el primer foro de encuentro y decisión.

a) Los primeros papas del siglo XVI: señores y mecenas romanos

El primer cuadro es el del pontificado romano. En él concurren: la ciudad de Roma, como ciudad capital del Estado Pontificio y sede cortesana; la Curia Romana, con su organización renacentista; los papas, con su persona y su equipo; los cardenales y curiales romanos, con las limitadas parcelas de su intervención.

La Roma de la fama y la Roma de la calle.

La ciudad de Roma, lentamente recuperada de su postración bajomedieval que la había dejado en selva y ruinas monumentales, se recomponía con paso firme en la primera mitad del siglo XVI, como urbe de grandes templos, mansiones señoriales y albergues capaces que acogían diariamente a la pequeña tropa de peregrinos y visitantes. Suma un vecindario de gran ciudad europea que supera los cien mil habitantes. Carente de artesanías y escasa en víveres, veía circular por sus vías una población flotante, que se nutría de robos y saqueos. De hecho el bandolerismo será mal endémico en la Ciudad del Tíber. Alentaba en la ciudad un fuerte afán municipalista, opuesto al señorío pontificio y casi siempre instigado por facciones contrarias al papa reinante. La conspiración, la crítica abierta y el pasquín acusador bullían en todos los barrios y tenían el argumento prevalente en las decisiones municipales de los papas y más todavía en la conducta pública del titular y su familia.


Ciudad de Roma, siglos XVI-XVII
La capitalidad doble, del Estado Pontificio y de la Cristiandad, clamaba en pleno Renacimiento por la monumentalidad y la munificencia. Así lo entendían los papas que aspiraban a que su sede deslumhrase a la Cristiandad con nuevos templos y palacios en cuyos atrios surgirían estatuas y bustos con fisonomías clásicas. El Foro Romano volvía a lucir sus ruinas. Las basílicas clásicas buscaban adornarse de lienzos arquitectónicos que diesen vistosidad a sus exteriores. La nobleza tradicional romana, con gran variedad de asentamientos en la Urbe y en las poblaciones del Lacio, programa también sus futuros palazzi. Los dignatarios eclesiásticos lucían en su porte y morada sus caudales, procedentes de rentas eclesiásticas succionadas en todas las redes beneficíales de las iglesias. Estaban adscritos, en condición de letrados y humanistas, a los oficios mayores y menores de la Curia Romana: notarios y escribanos a la Chancillería Apostólica y a la Secretaría de Estado; colectores y contadores a la Cámara; juristas a la Rota Romana; frailes y escribas a la Penitenciaría Apostólica. Su manutención depende de su cartera beneficial, confeccionada con la acostumbrada práctica pontificia de las reservas beneficíales, o sea la asignación directa de los beneficios más ricos de la cristiandad. Muy pronto estos oficios quedarán obsoletos y será preciso crear un organigrama con las nuevas congregaciones o dicasterios pontificios. En Roma corre el dinero. Llega del exterior, procedente de los impuestos fiscales fijos y de los servicios convenidos periódicamente, a los que se añaden las limosnas de las indulgencias, generalmente gestionadas por los frailes mendicantes, con las que se subvencionan preferentemente las grandes obras arquitectónicas como la nueva Basílica de San Pedro, en el Vaticano, o las campañas contra los turcos, previamente concertadas con los estados. Esta Urbe en creciente prosperidad tiene enemigos: los turcos que amenazan de lejos; los poderes nobiliarios o territoriales enemistados con cada papa, que son ora los pequeños estados italianos, ora las grandes monarquías de Francia y España.

La Roma de los papas.

Roma es en el Renacimiento la metrópoli de la Cristiandad, en la que se dan cita preferente los monarcas europeos; los mercaderes y banqueros que tienen en la corte romana a su mejor cliente; los humanistas que conocen la cotización de que gozan en la Roma de papas, cardenales y magnates; los cristianos testimoniales que se afanan renovando el clero, fundando cofradías y hospitales para indigentes, en particular para los incurables, y consiguen atraer a sus empresas caritativas a los papas y cardenales más discutidos como los de la familia Medici.

En la estima del cristiano del siglo XVI, Roma es santuario, foro de decisión y cátedra de doctrina. La nueva estampa que no cesa de crecer en el siglo XVI, cuando el Pontificado encabeza la lucha por la ortodoxia contra los protestantes; legitima con sus decretos las iniciativas de reforma dentro de la Iglesia; decide las controversias doctrinales dentro del ámbito católico y juzga las conductas discutidas mediante el nuevo tribunal del Santo Oficio y la colaboración de las inquisiciones nacionales y regionales. Es el fortín de la ortodoxia en que cristalizan las corrientes reformistas y se convierte en sistema político de los poderes católicos, con el pontificado y las monarquías a la cabeza.

Roma es la ciudad de los papas. Son los soberanos que encabezan la cristiandad y presiden la Iglesia católica, adornados de todos los títulos universales de la teología y de la cultura. Son titulares de un poder universal ilimitado, a la vez religioso y político, que nunca es negado sino rehuido con subterfugios jurídicos, apelando del «papa desinformado al papa informado». Elegidos en cónclave secreto, con todas las incertidumbres de lo oculto y urdido detrás de las cortinas, son entronizados y coronados y reciben posteriormente la «obediencia» o acatamiento de los soberanos, mediante embajadas de gran vistosidad y cargadas de encomiendas. Gobiernan con aparente colegialidad, asistidos por los cardenales y prelados que componen los consistorios; realmente apoyados en el grupo que sustentó su candidatura y que ahora se convierte en equipo y familia del nuevo Pontífice. Pero no será este coro institucional el que le arrope sino su casa, familia y parentela, de cuyas filas saldrán los dignatarios del nuevo reinado. Éstas son por lo general las clásicas estirpes romanas que han dado buena parte de los papas a la Iglesia. Sólo excepcionalmente la presión externa de los soberanos o circunstancias extremas rompen estas previsiones de sucesión. En todo caso las soluciones de emergencia no duran y pronto el trono pontificio recupera su «normalidad». Se trata de una situación de forzosa adaptación al cuadro real de la vida romana y al esquema de la vida renacentista que vician pero no impiden la función eclesial del pontificado.

Los papas del siglo XVI están enmarcados en estas coordenadas sociales y políticas. Proceden de un grupo social cortesano del Renacimiento, en el cual se cotiza el éxito muy por encima de la conducta moral que permanece regularmente al margen o en la sombra y sólo se hace aflorar cuando se hacen los elogios ditirámbicos o los reproches políticos; una condición que daña gravemente el sentido cristiano de la vida. Reciben una herencia institucional que se cifra en la promoción de la cultura humanística en su sede, que mira a convertir a Roma en la capital cultural del mundo; un compromiso intercristiano, que es la defensa de la Cristiandad frente al Turco; una estrategia política, consistente en alianzas puntuales con que contrarrestar poderes contrarios a los intereses romanos; unos equilibrios diplomáticos y políticos entre las grandes monarquías europeas, de las que dan la pauta España, Francia y el Imperio. Cada papa sube al trono como resultado de un cuadro de intereses y personas que se entrecruzan. Desde la Cátedra de San Pedro tiene capacidad amplia para iniciativas religiosas y escasa para estrategias políticas. Para su radio de acción cuentan el tiempo y circunstancias. La permanencia en el trono pontificio, que rara vez cumple el decenio, da escaso juego a las posibles decisiones de trascendencia, como la convocatoria tan demandada de concilios de reforma o la pacificación de los escenarios de guerras y revoluciones. De aquí la escasa eficacia del Pontificado y también el hecho de que las decisiones de trascendencia se realizan en otros ambientes como el de las monarquías nacionales.

b) Alejandro VI (1492-1503), un papa encausado


Alejandro VI
Rodrigo de Borja, papa con el nombre de Alejandro VI, sirve convencionalmente de marco y símbolo para caracterizar la Modernidad en el pontificado. En su biografía se cumplen los rasgos aludidos:

Nacido en Játiva (Valencia-España) hacia 1431, hijo de Don Jofre y Doña Isabel de Borja, hermana del papa Calixto III (Alfonso de Borja), hace carrera romana desde su juventud al amparo de su tío, como estudiante de Derecho en Bolonia y cardenal y vicecanciller desde 1455, cuando su tío sube al pontificado con el nombre de Calixto III. Bien equipado económicamente con una rica nómina de beneficios eclesiásticos, entre los que figuran los obispados españoles de Cartagena (1482-1492) y Mallorca (1489-1492), y diestro gestor de los negocios curiales, se consolida como cardenal vicecanciller durante los pontificados siguientes y buen negociador a quien los papas encomiendan frecuentemente legaciones difíciles, como fue la de aviar política y canónicamente la sucesión de Fernando en algunos casos de Aragón e Isabel de Castilla en el trono de Castilla en los años 1472-1473. Cortesano rico, de gustos fastuosos, lució sus grandes dotes de galán alegre y siempre complacido por las cortesanas con el resultado de una prole numerosa que él mismo se encargará de promocionar, con envidia de sus contrincantes y frecuente desaprobación de sus amigos. De sus hijos conocidos César, Juan, Jofre y Lucrecia se hicieron caricaturas malévolas, que sólo el primero merecía por sus aventuras de condottiero sin entrañas. Esta conducta personal y familiar, frecuente entre los dignatarios y cortesanos romanos de sus días, fue convertida en arma de condena y acusación contra Rodrigo de Borja y su familia, durante su pontificado y en el período inmediato.

— Los enredos de un papa

Elegido papa, en un cónclave agitado que terminó atribuyéndole la mayoría de votos gracias a las persuasiones del cardenal milanés Ascanio Sforza, fue aceptado sin objeciones por el colegio cardenalicio y por los estados de la cristiandad, cuyos embajadores y legados loaron como de costumbre las cualidades del nuevo papa. Encamina sin dificultad el gobierno de Roma y de los Estados Pontificios, tradicionalmente infectados de bandolerismo; establece un régimen doméstico de sencillez y eficacia y se adentra en la política italiana mediante la llamada Liga de San Marcos que coaligaba a Milán y Venecia con el respaldo tácito de Francia contra el rey Ferrante de Ñapóles y su aliado romano Virginio Orsini. Con este gesto concitó sobre Italia una grave tormenta en la que quebraron todas las lealtades políticas tradicionales y se hizo posible la expedición de Carlos VIII de Francia, en 1494, que señoreó sin mayor resistencia las parcelas más cotizadas de Italia, como Roma y Ñapóles, y evidenció al nuevo papa la imposibilidad de componer por sí solo el tablero italiano a favor de la libertad del pontificado. Mejor calculada la situación, remediaba su yerro militar y político promoviendo la Santa Liga con El Imperio y España y los estados de Venecia y Milán (31 de marzo de 1495), un viraje que conllevaba la prevalencia de España en Italia y su definitivo afincamiento en Nápoles, tras las campañas fulminantes del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba. En todos los momentos de su gobierno está ante riesgos graves: los adversarios internos en el mismo colegio de los cardenales, de los que es prototipo por sus constantes campañas de intoxicación el cardenal Julián della Rovere, futuro Julio II; los señores del Lacio, encastillados en sus moradas y condados; los estados italianos, siempre movedizos en sus juegos políticos. Frente a todos ellos Alejandro VI promueve la capitanía política y militar del Estado Pontificio con la conciencia de que es la cabeza de Italia como nación geográfica y cultural.

Obligado a abrirse paso entre los mil y un enredos de la política italiana, se apunta al oportunismo más pragmático dejando que cada momento le indique las soluciones a adoptar. Es el momento de las alianzas políticas, en las que juega conjuntamente el interés del Estado Pontificio y las oportunidades de promoción de su familia Borja. A la vista de Alejandro VI está el futuro de su hijo César Borja, cardenal sin vocación y militar de genio, desde el 17 de agosto de 1498, fecha en que abandonó el capelo rojo para encuadrarse políticamente en la clientela del rey Luis XII de Francia, y luego como caudillo militar en la Romana. En su apoyo se vuelca el papa desde 1498, promoviendo la intervención francesa sobre Italia y definitivamente el reparto de presencias y poderes de los soberanos españoles y franceses sobre Nápoles y Calabria. En esta carrera a contra reloj el papa Alejandro hace la política posible en cada momento: una empresa de intrigas, sin horizontes humanos, provisional y contradictoria. La misma de sus inmediatos predecesores y sucesores, acaso más censurada a causa de algunos elementos circunstanciales que vinieron a enredar más el panorama político del momento.

— Con mano de papa

Esta selva de contradicciones no estorbó el papel tradicional del papa en el gobierno de la Iglesia. En este campo el pontificado del segundo Papa Borja presenta las mismas características que el de sus colegas anteriores y posteriores. Demuestra sensibilidad hacia el proceso de las reformas religiosas, que quiso comenzar por la Curia Vaticana, en el verano de 1497, sacudido por las desgracias familiares del momento, y favoreció especialmente en España donde se pusieron en marcha con su autorización; promueve sin éxito expediciones contra la amenaza turca en los Balcanes y en el Mediterráneo oriental, llegando a concordar en 1500 una nueva campaña que sería financiada con los recursos acostumbrados de las indulgencias y tributos; legitima iniciativas religiosas, como la creación de la Orden de los Mínimos de San Francisco de Paula, y devocionales típicas del tiempo, entre las que destaca la del Rosario que se está difundiendo por Europa. Sanciona con acento religioso la expansión colonial de los países ibéricos, Castilla y Portugal, en las costas africanas y en el Atlántico, estableciendo la célebre demarcación de 1493 y encomendando a España y Portugal la cristianización de los nuevos países que por esta razón quedaban sometidos a las coronas de estos dos países.

Hombre de alta visión política del escenario europeo y del mosaico italiano, careció en cambio de sensibilidad moral y religiosa que le impidió calibrar la trascendencia de su nepotismo en los casos de su hija, Lucrecia Borja, instrumento inocente de manejos políticos, y de su hijo César, aventurero y mercenario de gran coraje que intentó reconquistar para el Pontificado el ducado de Romana. Fue grave la insensibilidad con que se enfrentó a los arrebatos proféticos del predicador y reformador dominico de Florencia, fray Jerónimo Savonarola (1452-1498), intentando acallarlo con censuras de rebelde y hereje y condenándolo al suplicio, en medio de una gran conmoción religiosa popular que alternaba en el aplauso y en la condenación del héroe. Una experiencia que se hacía premonición de futuras hogueras populares, surgidas o alimentadas por el arrebato de reformadores de gran calado social y religioso.

c) Julio II (1503-1513), «II Terribile»

— Un andar con fortuna


Julio II
Julián della Rovere, papa con el nombre de Julio II, tras el meteórico pontificado de Pío II (Francisco Piccolomini, 22 de septiembre de 1503), es el hombre de talento y pasión que gobierna el pontificado durante el decenio crucial de 1503-1513. Hombre de extracción humilde (Savona, 15 de diciembre de 1443), promocionado por su tío el cardenal franciscano Francisco della Rovere, futuro Sixto IV, en los estudios y en la carrera eclesiástica, entra de lleno en la vida romana desde 1471, con una exuberante dotación económica, dignidades cardenalicias pingües y misiones diplomáticas en Italia y en diversos países de Europa (Francia, en 1476; Alemania, en 1480-1482).

En la Curia Romana es durante su larga trayectoria cardenalicia el hombre hábil y fuerte que mueve la máquina de todas las decisiones pontificias: con Sixto IV y con Inocencio VIII, que obran a su dictado. Cuando no se le da la primacía, se convierte en conspirador y adversario, actitud típica durante el pontificado de Alejandro VI. Es cortesano en sus costumbres privadas y públicas; apasionado por su linaje de hijos y sobrinos que busca colocar sin gran éxito; voluntarioso y desafiante en sus tratos. Potencia estos rasgos su fisonomía esbelta y expresiva de hombre de mando y sanción que han delineado con vigor los grandes pintores del Renacimiento italiano.

— Un papa para desafíos

Elegido papa en un cónclave bien preparado con tanteos y transacciones, asume las tareas italianas y europeas con la decisión del guerrero llamado al desafío permanente. Pero con brazo de cíclope. Debe mandar, someter y ganar siempre. Quiere pasar por fuerte y la gente lo apellida Il Terribile. El premio será la gloria en artes, monumentos y conquistas. Para ello necesita a su lado artistas como Miguel Ángel y capitanes como César Borja.

Su gobierno tiene pautas obligadas; aventuras improvisadas; desafíos dramáticos. En la primera categoría está el sueño de la imposición del señorío pontificio en el centro de Italia, consolidando la obra de César Borja, al que urge anular. En su mente están los golpes de gracia que someterán a nobles inquietos y señorías añorantes, en el centro de las cuales está Bolonia; una campaña que habría de celebrar sus victorias y proclamarle el Libertador. Maniatando a Venecia (1508) y combinando la intervención de Francia y España (Liga de Cambray de 1509), se conquistaría por los mismos «bárbaros» transalpinos la soberanía peninsular que sería entregada al Papa. Son éstos los sueños de Julio II en los años de 1504-1509. Acaso su ostentosa entrada en la Bolonia reconquistada en 1510-1511 pudo persuadirle del acierto de sus cálculos políticos. En realidad nada se había asentado en la removida tierra italiana. Por estas iniciativas se llama a veces Restaurador del Estado Pontificio, más en la intención que en la realidad.
br> Como sus colegas sabe que tiene la retaguardia política y moral al descubierto. En un contexto en que se suman y mezclan los proyectos políticos con las demandas religiosas, Julio II se ve citado ante uno de los mayores dramas del pontificado: Francia, capitaneando a los adversarios políticos y eclesiásticos del Papa, realiza en 1510 una nueva campaña de invasión en Italia, a la que el Papa intenta resistir primero con una débil coalición de estados italianos y luego con el apoyo de España. Vuelve el tétrico escenario de la guerra generalizada en Italia que nunca resultó un premio para el Pontificado. Julio II es más el señor de la guerra que el adversario de la diatriba. Por ello no parece estar apercibido del nuevo desafío que representa la convocatoria de un concilio en Pisa para septiembre de 1511. En la ofensiva están el rey de Francia, Luis XII, que ha preparado el golpe mediante asambleas de su reino en 1510-1511 y tiene a su lado una facción de prelados, dispuestos a legitimar la aventura (Asamblea del clero de Lyón, de 11 de abril de 1511), y la comisión cardenalicia que dirige la trama del nuevo conciliábulo (Bernardino de Carvajal, Guillermo Briconet, Renato de Prie, Amanien de Albret). De nuevo es el Concilio de reforma que quiere iniciar su tarea con la condenación del Papa y la proclamación de la soberanía de la asamblea.

En aquel invierno y primavera de 1511-1512 resonaron en diversas ciudades italianas las cantinelas de los concilios del siglo XV. Señalan los males: quiebra de la fe, falta de reforma, vida desarreglada de la clerecía; indignidad del pontífice. Y como emblema el juicio y la deposición de Julio II en abril de 1512. Se improvisaron ocho sesiones de reforma de la Iglesia y censura del Pontífice celebradas sucesivamente en los meses de enero a junio de 1512 en diversas poblaciones de Italia y Francia (Florencia, Milán y Lyón).

Renació así el antiguo Cisma conciliar, la polémica eclesiológica en este momento encabezada por el maestro general dominicano Tomás Vio de Gaeta, o Cayetano, por parte del pontificado, y el doctor parisino Jacobo Almain, en nombre de los conciliaristas. Y se hizo inaplazable la respuesta igualmente radical: un nuevo Concilio ecuménico, convocado con plena legalidad por el papa, que pasará a la historia con el epígrafe de Concilio Lateranense V. Con la decisión el Papa demostraba aparatosamente su predominio en la Cristiandad. Todo se improvisó, menos en España, donde sí hubo voluntad de que el Concilio cambiase la faz de la Iglesia y se elaboró para este fin un amplio programa de reformas (asamblea de Burgos de 1511): el temario era el corriente de la superación del Cisma, la ortodoxia, la paz y la unidad en la Iglesia, la Cruzada; el concurso, que fue irregular y escasamente representativo (prelados y abades italianos en su inmensa mayoría y embajadores de las naciones); las asambleas, ajustadas a los esplendores de las solemnidades romanas; los discursos, que fueron los acostumbrados de los teólogos y oradores pontificios, en este caso en las voces de los dos pensadores religiosos, Tomás de Vio Cayetano, maestro general de los dominicos, y Egidio de Viterbo, prior general de los agustinos. Discurrieron con este ritmo de solemnidad deslumbrante las cinco sesiones conciliares (10 y 17 de mayo, 3 y 10 de diciembre de 1512; 16 de febrero de 1513) que pudo presenciar Julio II; las suficientes para anular el Conciliábulo de Pisa y a sus protagonistas el rey de Francia y los cardenales y prelados rebeldes. Era su respuesta como papa.

Julio II, caudillo y rey, deseó como recompensa la paz. La buscó en el Arte, llamando a su lado a los genios del Renacimiento: el arquitecto Donato Bramante que diseñó la futura basílica de San Pedro como si hubiera de encabezar una Roma nueva que olvidara la antigua y derrumbada romanidad; los escultores y pintores Andrés Sansovino y Miguel Ángel Buonarroti que habrían de labrar una gigantesca capilla sepulcral y dejaron su genio pictórico en la capilla sixtina; el genio del pincel Rafael Sanzio que pintó las cámaras o stanze del palacio pontificio.

Con menos sensibilidad correspondió a las grandes demandas de la Cristiandad sancionando nuevas fundaciones religiosas; amparando los planes eclesiásticos nacionales de los soberanos de Europa, entre los que destacaban Manuel I de Portugal, que recibió el privilegio del Patronato Real sobre las iglesias de sus reinos, y Fernando el Católico de España, que recibió la concesión del patronato real sobre las nuevas tierras granadinas, africanas y atlánticas; en ambos casos con gran repercusión en la vida concreta de las iglesias ibéricas; legitimando las reformas religiosas en curso en los diversos reinos de Europa que ya venían realizándose en la órbita nacional.

Murió con cierta agitación, fruto de sus dolencias y del drama del cisma en curso, haciendo profesión de misericordia, en la noche del 20-21 de febrero de 1513. En su biografía y en su fisonomía de papa del Renacimiento vuelven a confirmarse los rasgos comunes, personalizados en este caso por una fuerte personalidad. Ni su conducta moral ni sus gestos extremosos fueron para los observadores algo original y diferente; sólo el soporte de un gobernante eclesiástico y político del Renacimiento. Lo exaltan los cronistas y lo denigran los panfletistas romanos; los primeros con su prisma épico; los segundos con sus pasquines y epigramas satíricos.

d) León X (1513-1521), el papa de las gracias


León X
El cardenal Juan de Médici, papa León X, hijo de Lorenzo de Médici, y cardenal desde los trece años, pasó por la Corte Romana sin perder su nativo porte florentino de dignatario rico, alegre y despreocupado; una imagen idílica que le aseguró los favores más rediticios como las legacías en Alemania, Flandes y Francia y las magistraturas italianas. Despreocupado de cuanto supiera a ascesis y epicúreo en sus degustaciones de los momentos de la juventud, era el compañero de viaje de humanistas y artistas que a estas alturas preferían ser cortesanos honrados que trabajadores contratados. Con ellos hará caudal el papa Médici y será tenido por realizador de los grandes sueños artísticos del impetuoso Julio II.

Como gobernante romano, León X se debe a su familia, a la que asignará el Ducado de Urbino, que le cuesta una guerra sin resultados e infinito dinero. A sus deudos buscará igualmente recompensa, a veces con violencia manifiesta y suscitando conjuraciones y amenazas. Sabe que Francia es la espada amenazadora que pende sobre los papas del Renacimiento y quiere eliminarla de una vez. En la imposibilidad de expulsarle de Italia, decide contentar de una vez a su rey, Francisco I. En Bolonia, en una vistosa jornada de fiestas y cortesías (11-13 de diciembre de 1515), encuentra la solución: la gracia de la presentación y patronato real sobre todos los beneficios eclesiásticos de Francia que conlleva la renuncia a la Pragmática Sanción de Bourges (7 de agosto de 1438). Era la paz de los banquetes, que no valía fuera de las puertas de la mansión.

Reacio a las campañas y enemigo de los esfuerzos, el papa Médici fue en su casa y fuera de ella el cortesano ideal. Fue la cita de artistas y literatos de todo signo que se sintieron citados en la Roma rica y esplendorosa que remozaba sus rincones. Era la hora de las academias y de las tertulias. El Papa se sentía como el pez en el agua entre estas cortes de humanistas y artistas. Olvidaba como sus colegas que en puntos muy sensibles de la Cristiandad ardía la protesta. Denuncias económicas de tantos impuestos; rechazo de tanto tráfico de indulgencias, por más que se dijera que con las limosnas se levantaba el nuevo San Pedro del Vaticano; avalancha de mercaderes de oficios que se introducían en las mismas cámaras vaticanas.

A su vista estaban dos volcanes peligrosos: el Concilio Lateranense V que codificaba reformas y cambios que demandaban un papa severo que las cumpliese; los grupos reformados, ahora equipados de teología bíblica y fogosos en sus denuncias, que comenzaban a tener audiencia y sobre todo apoyo político.

El Concilio quería ahora dar respuesta a las demandas de cambio y actualización de la Iglesia que se venían elevando desde un siglo atrás: paz entre los estados cristianos y defensa de la Cristiandad; reforma de la curia romana y de la disciplina clerical; enseñanza religiosa y predicación; abolición de los privilegios contrarios al derecho común; subvención a los pobres e indigentes utilizando los sistemas cristianos de beneficencia, como los Montes de Piedad; resolución del Cisma y perdón a los cardenales implicados. Los grandes hombres de la Cristiandad, como el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, soñaban por momentos con nuevos horizontes a partir de estas doce sesiones conciliares y de sus numerosos decretos.

Las posturas religiosas extremosas comenzaban a calar en la sociedad, como se comprobaba en 1517, cuando los franciscanos con la presión de los reinos impusieron la reforma y declararon caducado el conventualismo. Fuera de los conventos se movían los predicadores arrebatados, que no dudaban en denunciar, condenar y satanizar a los prelados y señores. De nuevo el desafío estaba a la vista: la denuncia de los «pecados públicos» de la curia romana con el Papa al frente; la demanda reiterada de un «Concilio Libre» que reforme de verdad la Iglesia. Un día gris cualquiera, el 31 de octubre de 1517, se oía en la minúscula ciudad de Wittenberg, de Alemania, la protesta de un fraile observante y teólogo que se llamaba fray Martín Lutero. ¿Se repetía la andanza de fray Jerónimo Savonarola en 1494? Probablemente se pensó que no. Pero muy pronto se verá que la realidad era otra. La Reforma se había hecho terremoto en Europa y cabía esperar explosiones en cadena. De este nuevo drama no fue consciente el papa Médici que creyó apagar la hoguera con el remedio acostumbrado: una bula de excomunión.

Florentino y Médici con todas las consecuencias, León X era también hombre sensible a los grandes dramas humanos. Bajo su gobierno arraigaron en Roma la Compañía de San Jerónimo de la Caridad, para los «pobres vergonzosos» y los encarcelados, y la Fraternidad del Divino Amor, dando vida al Hospital de Santiago de los Incurables y al monasterio de las «arrepentidas de Santa María Magdalena » (Via del Corso). Es la faceta cristiana y caritativa de un papa siempre enzarzado en los quehaceres dinásticos.

e) Adriano VI (1522-1523) y Clemente VII (1523-1534).


Adriano VI

El Pontificado ante la revolución religiosa

El estilo «florentino» de gracias políticas y fiestas palaciegas parecía haber asentado con fuerza en Roma en el decenio de 1520. Era la antítesis de la Reforma que ya estaba dejando de ser religiosa para convertirse en estrategia política nacionalista. Los monarcas de la Cristiandad estaban dispuestos a hacer «su reforma». Luego la legalizarían con la correspondiente bula pontificia o la impondrían mediante sus comisarios eclesiásticos. Nadie lo veía equivocado. ¿No eran los reyes y sus altos consejeros los que habían patrocinado la Reforma? Los conductores del movimiento se habían acostumbrado a ver en los soberanos a los patrocinadores de sus ideales.

— Adriano VI, humanista y maestro

La explosión político-religiosa se veía cercana, en los años 1522-1523, cuando por una extraña combinación resultó elegido papa el cardenal Adriano de Utrecht, antiguo maestro del rey de España, Carlos V, y su regente en España. Humanista devoto y hombre de fibra religiosa, este extraño pontífice flamenco, accedió sin dificultad al credo político-eclesiástico de Carlos V. Amparando al soberano español y titular del Imperio Germánico cabía esperar que la hoguera religiosa de Alemania pudiera contenerse. Ponía sordina a la marejada italiana y se sumaba a los esfuerzos de Carlos V por imponer la ortodoxia religiosa. Con una actitud reconciliadora que partía del reconocimiento de los deméritos de la Curia Romana, que su legado Francesco Chieregati proclama en la nueva dieta alemana de Nürenberg, inyectaba acento religioso a la polémica doctrinal en curso y reclamaba que se le aplicase la ley, que era el célebre Edicto de Worms (1521). Fue apenas una bocanada de aire fresco que se diluía a los pocos días con la muerte inesperada de Adriano, el 14 de septiembre de 1523.


Clemente VII
El nuevo papa, Julio de Médici, con nombre de Clemente VII (1523-1534) para borrar la memoria del pseudopapa Roberto de Ginebra, reeditaba la era deslumbrante de León X. De nuevo se trataba de un procer florentino de la familia Médici, en el momento golpeada por sus adversarios y apenas retornada de sus forzosos exilios písanos. Testigo y actor de la diplomacia tortuosa de Julio II y León X en sus forcejeos con los estados y señores italianos, saturado de dignidades y rentas y exaltado patrocinador de los genios de las artes, el nuevo papa Médici entendía que debía buscar los mismos equilibrios políticos: favores a los franceses, siempre que no pasasen el Piamonte, y halagos a los españoles con tal que en su desafío a Francia no pretendiesen señorear Italia. Mientras tanto Alemania se incendiaba sin que el Papa calibrase la magnitud del infortunio.

— Intrigas, saqueos y fiestas

Con este prisma parece haber vivido Clemente VII la confrontación entre Francisco I y Carlos V de los años veinte. Mientras ofrece juego al Francés en Milán, recibe la sorpresa de la batalla de Pavía (1526) que brinda a Carlos V las llaves de Italia. No por ello cambia de rumbo, sino que se reafirma en la conquista de un imposible equilibrio de fuerzas (Liga de Cognac con Francisco I, Milán y Venecia de 22 de mayo de 1526). Con los peligrosos recursos de su posición política y militar enreda ininterrumpidamente a los imperiales de Carlos V, despertando en ellos un afán de revancha que no tarda en explotar. Pagará cara su sinuosidad. Sobre el Lacio y en la misma Roma cayeron todos los tiros de la venganza. Lo más clamoroso fue la prisión del Papa en el castillo de Sant'Angelo, la paz aplastante dictada por los vencedores y el llamado Sacco di Roma (mayo y junio de 1527), con sus muertes, expolios, destrucciones y profanaciones. Fue la «abominación de la desolación» que nadie pretendió justificar y todos condenaron, imperiales y antiimperiales.

Tan dramática experiencia tenía su aparente velada de fiesta en el invierno y primavera de 1529-1530 en que se articuló la recomposición de tanta parcela descoyuntada y se diseñaron proyectos de paz con Carlos V (acuerdo de Barcelona de 29 de junio de 1529; Paz de las Damas de agosto de 1529; Tratado de Bolonia de 23 de diciembre de 1529) y se solemnizó el armisticio conseguido con la Coronación Imperial de Carlos V en San Petronio de Bolonia, el 22 de marzo de 1530. En los años siguientes este forzado concierto se traducía en nuevas ligas entre el Papa y el Emperador, que siempre conllevaban una campaña contra los turcos y un cerco al Rey de Francia (Bolonia, 27 de febrero de 1532, y de Marsella, verano de 1533). Era de nuevo la evidencia de que los papas-reyes del Renacimiento no eran capaces de conseguir sus dos objetivos primordiales: concordia entre los reyes cristianos y equilibrios de poder en la península itálica.

— La tormenta: pactos para la guerra

En esta selva de furias desatadas había poco lugar para un gobierno sereno de la Iglesia tan gravemente amenazada por las tensiones religiosas internas. En efecto, la reyerta política estaba en auge en la Alemania de los estados territoriales y ciudades-estados que formulaban sus primeras denuncias nacionalistas teñidas de religiosidad reformista. Había dos opciones en el mapa: alinearse con el Emperador y el Papa, tan débilmente unidos, y desoír las reclamaciones religiosas; o apuntarse a las reformas radicales, sociales, religiosas y políticas, sin meta clara y con explosiones en cadena. La mayoría de los estados y señores preferían la primera salida y, presionados por el Emperador y guiados por el nuncio Campegio, firmaban ligas católicas (Ratisbona 1524; Dessau 1525) y provocaban la respuesta adversa en ligas protestantes (Liga de Gotha-Torgau de1526). Desde este año 1526, muy en concomitancia con los sucesos de Italia, la disidencia alemana adquiría forma política y eclesiológica: los príncipes se atribuían el derecho a reformar las iglesias de sus tierras y a organizar iglesias territoriales que en su día proclamarán su autonomía, su credo, su liturgia, su catequesis y teología. Vieron así la luz pública los nuevos libros que expresaban la nueva dirección religiosa: Reformationes y Confesiones en los diversos estados; Manual de las visitas de Melanchton; Catecismo Menor (1526) y Catecismo Mayor (1529) de Lutero. Y se hicieron inaplazables los pactos y concordias para los cuales apenas quedaba margen. De hecho en los años 1529 (Dieta de Espira de 1530 y Dieta de Augsburgo de 1530) se formaliza definitivamente la antítesis. En adelante las partes comparecen con sus etiquetas de adversarios: católicos, los que se mantienen en sintonía con el Emperador y con el Papa; protestantes, los disidentes. Eran los anticipos de la anarquía religiosa, que pronto se haría guerra de religión.

Un pontificado como el de los papas Médici, que se cree llamado a asir las riendas nacionalistas de Europa y estar presente en todos los escenarios de las confrontaciones, carecía de capacidad para presentar los valores religiosos íntegros y en trance de pulimento por el proceso reformista. Temía a la espada con que amenazaba la facción extremista del movimiento, que era el conciliarismo autónomo, y no estaba en condiciones de legitimar y acoger la vena de renovación que el movimiento llevaba y que se estaban apropiando los príncipes de la Cristiandad. Éstos estaban en condiciones de crear sus propias iglesias con sola su autoridad y medios. Una simple ruptura de relaciones podía ahora cerrarse con la típica Acta de Supremacía que consagraba la omnímoda autoridad del soberano sobre la Iglesia. Fue lo que aconteció en la Inglaterra de Enrique VIII como desenlace de una de las muchas controversias matrimoniales. El Acta de Supremacía de 3 de noviembre de 1534 era la muestra y la advertencia de que los cismas en cadena podían acompañar a las actas y confesiones en marcha. Un capítulo más del desconcierto religioso que se cernía sobre la bulliciosa Europa, otrora apellidada Cristiandad. En el campo disciplinar el papa Clemente VII siente la obligación de consagrar la tradición y también de acoger y favorecer a los hombres carismáticos con fuerte personalidad en las masas cristianas. Los encuentra en la misma Roma, en donde él mismo promueve con denuedo la Compañía de San Jerónimo de la Caridad, que se afana en asistir a los pobres vergonzantes y a los encarcelados. Las nuevas familias de los teatinos, de San Cayetano de Thiene y Juan Pedro Caraffa, y de los ermitaños franciscanos o capuchinos de Mateo de Bascio encontraron también las puertas abiertas; al igual que los clérigos y frailes que trabajan en los tribunales inquisitoriales y sobre todo en las Indias españolas y portuguesas. Era la parcela tranquila y afectiva que todos los papas del Renacimiento apadrinaban con gusto.

f) Los papas que prepararon el Concilio de Trento: Paulo III (1534-1549) y Julio III (1550-1555)


Paulo III
Es el momento histórico en que la Reforma y el Concilio dominan el panorama eclesial y político. Los titulares del pontificado no desmienten su honda raíz cortesana y nobiliaria a la medida italiana. Practican el nepotismo craso de quien no se fía de los curiales y prelados.Yerran gravemente, con resultados lamentables para su perfil moral. Pero se ven forzados a subirse al tren en marcha del concilio. A esta decisión dramática les llaman con urgencia el Emperador, incapaz de asegurar la paz religiosa; los reyes que permanecen católicos, que ven en el Concilio un foro para la proclamación de su nacionalismo eclesiástico; las grandes figuras religiosas de la Iglesia (fundadores, ascetas, religiosos y prelados reformistas), ahora coaligadas en poner fecha y plan para la Reforma. Los papas tienen que sumarse y procuran asir fuertemente las riendas de las decisiones para no verse anulados. El binomio Reforma y Ortodoxia es ahora la pilastra del nuevo e incierto edificio. En esta nueva campaña se diluye un tanto su biografía, su gobierno romano y su perfil político.

Paulo III (1534-1549), hasta entonces cardenal Alessandro Farnese, un cortesano con todas las implicaciones y tachas que conllevaba el favoritismo dinástico, que el Papa confirmó para su desdoro, es el hombre que valora las nuevas aportaciones religiosas, entre las que destaca la Compañía de Jesús de Ignacio de Loyola, y funda el prestigio en una corona de grandes hombres públicos (cardenales Contarini, Carafa, Sadoleto, Pole, Cervini, Morone, Piccolomini, Cayetano, Aleander, Córtese, Álvarez de Toledo). Sabe que no puede esperar más a convocar el Concilio y a tutelar la ortodoxia. Y responde vigorosamente: habrá Concilio, que, tras largos forcejeos con el Emperador, el Rey de Francia y los príncipes católicos alemanes, termina convocándose para la ciudad de Trento en 1542. Y habrá también Inquisición (1542), porque la infiltración heterodoxa facilitada por la nueva técnica de la imprenta y propiciada por los gustos religiosos individualistas del momento, comienza a ser enfermedad endémica. En ambos casos el Papa se adentraba en las tormentas. Pero ahora era comprendido, incluso cuando vacilaba y buscaba sus peculiares arreglos, como el traslado del Concilio a Bolonia en 1547-1548, renovando las tensiones con el Emperador. Él y sus sucesores inmediatos serán los papas de Trento, porque ya no podrán desasirse del Concilio.

Al fin la Reforma parecía haber encontrado un cauce, si bien arriesgado y tortuoso, pero dejaba de ser una quimera. Hubo comisiones ejecutivas encargadas de una reforma radical de la Iglesia (el Consilium de emendanda Ecclesia, de 1535-1536) y sobre todo criterios claros para las iniciativas: se exigiría la regularidad comunitaria y la dependencia jurisdiccional de los superiores generales a fin de que éstos introdujesen eficazmente la reforma; se ordenaría la residencia a los obispos; se investigaría la ortodoxia de los reformadores radicales y se vigilarían las audacias de los predicadores; se frenaría la venalidad y la usura en la Curia Pontificia y se exigiría ejemplaridad a los curiales, hasta ahora parapetados en sus privilegios. En el pabellón del arriesgado barco estaban los cardenales Cervini y Carafa que empujaban sin reticencias la campaña. Era la hora de demostrar que la Iglesia católica estaba reformada en la cabeza y se disponía a reformar a los miembros, como se venía clamando desde un siglo atrás.


Julio III
Así, resultaba claro que el cambio estaba en marcha. Paulo III dio paso a los reformadores, comenzando por el Colegio Cardenalicio terminando por los fundadores de familias religiosas. En el Concilio de Trento estaba el foro de las nuevas pautas. Ya no era posible volver a las diversiones de los papas Médici. Pero su programación y su encaminamiento demandaron esfuerzos grandiosos, a veces malabarismos de diplomáticos sutiles que adivinaban con suerte las difíciles veredas de salida de los embrollos.

Cabe señalar esta línea, con fuertes variantes y matices, en los papas que gobernaron entre 1550 y 1565, Julio III (1550-1555), hombre curial y cortesano, que logra paliar las antítesis políticas y militares entre España y Francia y prosigue el Concilio contando con la negativa francesa, nacida de otra nueva intriga política italiana, que fue la Guerra de Parma de 1551-1552, y la postura irreductible de los príncipes luteranos, que siguen blandiendo sus extremismos conciliares como arma agresiva frente a un pontificado que rechazan. En medio de rechazos y negaciones el Concilio prosigue y hace su trabajo doctrinal y disciplinar.

g) Los papas del Concilio: Marcelo II (1555), Paulo IV (1555-1559) y Pío IV (1559-1565)

La culminación de este discernimiento político religioso se espera en la primavera de 1555 del nuevo papa Marcelo II, el humanista cristiano que parece tener soluciones para todo, pero fallece a los dos meses de su elección.


Paulo IV
La actitud unilateral y desafiante de un reformador visceral, siempre posible y sumamente peligrosa en el cúmulo de tensiones en que sobrevive la Cristiandad, es la que encarna Paulo IV (1555-1559), el cardenal Juan Pedro Carafa que vuelve a la confrontación antiespañola en Italia, a las reformas por decretos y comisarios que terminan en las condenas indiscriminadas, mientras mantiene una retaguardia familiar insolvente e inmoral, vuelve el escenario cristiano a los días de Clemente VII y desata las revanchas y rechazos en toda la convulsa Europa del XVI, que ya no sabe si es Católica o Protestante. Gobierna con brazo de hierro: quiere reformar por decreto pontificio con una congregación obediente a sus órdenes; sanciona sin rebajas a los censores, casi siempre a obispos irresidentes; encarcela a sospechosos a veces de vida tan ejemplar como el cardenal Morone; promueve la formación de los índices de libros prohibidos por las diversas inquisiciones nacionales y regionales. En el balance final sólo se suman pérdidas: Inglaterra, tras un proceso galopante de recatolización bajo la reina María la Católica, vuelve a romper con Roma en 1559 por decisión de la nueva reina Isabel; Polonia amenaza con abandonar el credo católico; el Imperio se siente alejado, decide por su cuenta la sucesión de Fernando I en la silla imperial y gestiona con autonomía la crisis religiosa y la España de Felipe II vuelve a demostrar al Papa que sólo ella manda y decide en Italia (paz de Cateau-Cambrésis de 1559).


Pío IV
En los antípodas se sitúa Pío IV (1559-1565), a quien toca recomponer la concordia con la España de Felipe II que se siente paraguas de la Catolicidad y quiere culminar a su dictado el Concilio de Trento; con una Francia, encendida en guerra religiosa, que sólo apoyaría un concilio enteramente nuevo; con los potentados católicos y protestantes que cada día se muestran más indiferentes respecto al decantado Concilio de Reforma. Pero el Concilio debía concluir y lo importante era activar su desenlace en forma aceptable. La solución vino del acostumbrado equilibrismo: un estado mayor pro-pontificio, encabezado por los cinco legados y arropado por un batallón de teólogos ortodoxos de extracción prevalente española; un criterio de viabilidad en el campo de las reformas que lo cifraba todo en una regularidad institucional sin pasar a eliminaciones traumáticas. Era el realismo de los posibilistas, cuyo gran exponente era el cardenal Morone; una postura discreta y firme que pudo resistir los fieros embates de los frentistas de siempre: los curiales empedernidos, ahora apellidados zelanti; los episcopalistas rayanos en el absolutismo; los inconformistas radicales, abanderados de las condenaciones y supresiones.

h) Los papas que aplicaron el Concilio: de Pío V a Clemente VIII

El pontificado conciliar realizó uno de los periplos más azarosos de la historia eclesiástica. Tanteando infinidad de caminos y posibilidades y con las riendas temporales y espirituales en la mano, hizo el aparente milagro de que la Jerarquía de la Iglesia asumiera la Reforma en todas sus consecuencias y ésta dejara de ser un idealismo amenazante. Los papas que aplicaron el Tridentino supieron ya qué era la Reforma Eclesiástica. La realizan con la cita y el respaldo del Concilio, sin que esto conlleve un seguimiento literal. Tres fueron los grandes protagonistas de este momento de batallas internas católicas: Pío V, fraile dominico; Gregorio XIII, negociador y mecenas; Sixto V, demiurgo de la nueva Iglesia Barroca, empeñada en la capitalidad cultural del mundo. Tienen sus perfiles bien diferenciados.


San Pío V
Pío V (1566-1572), es el dominico reformado e inquisidor, Michele Ghisleri, que representaba en los pontificados precedentes la aplicación literal de la Reforma. Temido por su severidad por los curiales, que lo imaginan haciendo de Roma un convento; deseado ardientemente por los que impulsan reformas radicales, como Felipe II de España y sus embajadores romanos; evitado por los prelados irresidentes que saben que los llamará muy pronto a sus sedes episcopales, todos esperan grandes novedades del hombre que la Reforma ha colocado en el Pontificado. De hecho empuja con decisión las reformas hasta extremos imposibles, como le acontece en España, en donde su proyectada abolición del conventualismo religioso se demuestra equivocada; apremia a los disidentes y desviados con los temidos procesos inquisitoriales; hace inspeccionar monasterios y parroquias; sostiene a los prelados renovadores, como Carlos Borromeo en Milán; concuerda los estados cristianos para nuevas campañas contra el Turco, con victoria sonada en Lepanto; pone en marcha los nuevos textos de la catequesis y de la Liturgia: Catecismo de los párrocos, Breviario Romano, Misal Romano.


Gregorio XIII
Gregorio XIII (1572- 1585), el antiguo cardenal y excelente diplomático Hugo Boncompani de Bolonia, es el papa del equilibrio y de la siembra cultural que necesita la Reforma para asentar y tener futuro. En su haber están intensas gestiones que logran reducir el reformismo extremo de la España de Felipe II y encaminar la nueva disciplina tolerante de los decretos tridentinos. En su mente lo que importaba eran los plantíos de una nueva generación eclesiástica en Roma y en las iglesias locales. Se conseguiría creando colegios de impronta jesuítica en Roma y en las grandes urbes católicas, siguiendo el modelo del Colegio Romano que terminará recordándole con el título reciente de Universidad Gregoriana y organizando nunciaturas eficaces en las cortes católicas. Por otra parte la Roma de los papas quiere ahora ser la metrópoli de la cultura. Busca y custodia los manuscritos de todas las lenguas. Crea los colegios de escritores para que los estudien y editen con criterios filológicos. Se dota de imprenta capaz de difundir estos tesoros bibliográficos de las antiguas culturas cristianas. Definitivamente los papas y la Iglesia vuelven a tomar la delantera en el escenario europeo.


Sixto V
Sixto V (1585-1590) convierte la Reforma en Imperio. Lo que importa a sus ojos es Roma, como capital del orbe y cabeza y corazón de la Iglesia. Será una ciudad de orden y paz que exigirá implacablemente el orden público y la seguridad, superando el bandolerismo tradicional. Una capital barroca y emporio de cultura, que eduque y asombre al mundo, por afuera al contemplar su mole, sus palacios y templos (palacios del Vaticano, Letrán y Quirinal y las cúpulas de las grandes basílicas; calles centrales romanas); por dentro, instaurando en ella la primera gran empresa libraría y documental —la Biblioteca Apostólica Vaticana, modelo de todas las reales bibliotecas modernas—, en la que se dan cita erudición, bibliografía y artes plásticas con la Typographia Polyglotha Vaticana capaz de transmitir estos tesoros al mundo erudito. El gobierno central de la Iglesia se especifica en un organigrama de 15 congregaciones y se vertebra con las iglesias locales mediante las nunciaturas en cada país y las visitas ad limina que presentarán a los dicasterios romanos el panorama real de su vida.

Bajo esta niebla de la transición, resultaron elegidos los papas Urbano VII (septiembre de 1590), Gregorio XIV (octubre de 1590-diciembre de 1591); Inocencio IX (octubre-diciembre de 1591), que, con su paso efímero, sirvieron apenas para que las potencias católicas afirmasen sus posiciones, ahora beligerantes en plena guerra dinástica en Francia, y dejaron hueco excesivo a las maniobras secretas como las del nepote de Inocencio IX, Paolo Emilio Sfondrato, causante de la dilapidación de una buena parte del llamado «tesoro sixtino». Definitivamente el pontificado del siglo XVI parece diluirse en la primera parte de la centuria, tentado por las pasiones de la estirpe y del poder territorial, y renace con vigor creciente, reconquistando una primacía ya no temporal sino eclesial que había deteriorado gravemente en las crisis de la Baja Edad Media.

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