Obispos y clérigos en el siglo XVI

Obispos y clérigos en el siglo XVI

a) La nueva cara de la Curia Romana: las congregaciones y sus peritos


El cardenal Francisco Jiménez de Cisneros reformó la Iglesia española.
El nuevo perfil reformado y pastoral del pontificado no se explicaría sin un nuevo modelo de Curia Romana. En efecto, en la Curia se hacían con la experiencia administrativa y con la promoción personal los dignatarios que decidían en la administración pontificia y con frecuencia ceñían la tiara pontificia. En su currículo contaba la estirpe, la habilidad y las oportunidades de crecimiento que podían desembocar en un cónclave favorable a su candidatura. Eran los titulares de los oficios mayores del Pontificado y de las magistraturas de la Curia Romana, éstas saturadas de legistas y de humanistas que despachaban los negocios que en su día rematarían en las oficinas documentales: la Cancillería; la Rota Romana; la Cámara; la Penitenciaría y muy especialmente la Secretaría. Labraban una fortuna personal, procedente de sus oficios y de los obispados, dignidades y abadías que detentaban a título de administración y de encomienda. En los grandes problemas públicos de la Iglesia tenían posturas cercanas a las facciones que prevalecían: las de sus familias, como los Borgia, Sforza, Rovere o Médici; las del papa reinante; las de la nación que les encomendaba sus negocios y les intitulaba sus protectores. Al lado del grupo mayoritario y alineado, hubo siempre cardenales independientes que apadrinaron con preferencia la espiritualidad. Lo fueron en la etapa pretridentina el cardenal portugués Jorge Dacosta; el cardenal español Bernardino López de Carvajal; los italianos Oliverio Carafa (†1511), formulador de los criterios de reforma en el pontificado de Alejandro VI, Lorenzo Campegio, brazo derecho de Adriano VI, Juan Giberti, obispo de Verona (1524-1543), y más que nadie Carlos Borromeo, arzobispo de Milán y modelo de los prelados postridentinos; el francés Claude de Seyssel, arzobispo de Marsella y Turín (1517-1520); los cardenales religiosos Tomás de Vio Cayetano, OP (1506-1517), Egidio de Viterbo, OSA (1506-1518), Francisco de Quiñones, OFM (1526-1540); a los que hay que añadir los cardenales instalados en las grandes iglesias de la Cristiandad que fueron a veces promotores de la renovación de su país, como aconteció con el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros en España.

En la etapa postridentina, el colegio cardenalicio y la curia caminan en dirección fija, siguiendo el curso y los plazos de las reformas puntuales que establecen el Concilio de Trento y la normativa sobre las congregaciones, sin que puedan ya desligarse de este itinerario, incluso manteniéndose en la venalidad y el cumulativismo beneficial heredados y sintiéndose vinculados a sus estirpes y partidos. El Colegio cardenalicio se fija en setenta miembros: 6 cardenales obispos; 50 cardenales presbíteros; 14 cardenales diáconos. Es trascendente el nuevo organigrama de los dicasterios pontificios, definitivamente establecido por Sixto V: 15 congregaciones, o sedes de un oficio mayor, presidido por un cardenal. Perdía peso el consistorio y la cancillería y crecía espectacularmente la secretaría que decidía y ejecutaba la política de los papas y se ramificaba en los estados mediante las nunciaturas. Estas se consolidan con la Reforma Tridentina en su carácter de delegación pontificia con potestades amplias para negociar las relaciones entre la Monarquía y el Pontificado. Los titulares dejan el antiguo título de nuncio y colector, que correspondía a los agentes de la Cámara Pontificia, y pasan a intitularse nuncio y orador. Desde el pontificado de Gregorio XIII eran prelados de gran preparación y capacidad de iniciativa. A ellos se debe en buena parte el encaminamiento de las reformas regulares en curso y las campañas de contención del protestantismo, organizadas en los países católicos.

En la misma corte pontificia crece y brilla la Roma de los eruditos eclesiásticos, apiñados en la Biblioteca Vaticana; de los devotos organizados en las grandes archicofradías romanas; de los diplomáticos entretenidos en las gestiones de las nunciaturas. En ella los cardenales ostentan con gusto su pertenencia a alguno de los oratorios que alimentan la espiritualidad clerical o pilotan grandes campañas de ciencia y erudición como los Anuales Ecclesiastici del cardenal César Baronio.

b) El clero: señores y proletarios

— Obispos, señores

No presenta la misma homogeneidad el episcopado. A la altura de 1500 está configurado como monárquico y señorial, fuertemente instalado en las estructuras nacionales, con una jurisdicción doble, temporal sobre los vasallos, eclesiástica sobre la clerecía. Su extracción y promoción es en el momento el resultado de propuestas reales, aceptadas o rechazadas por la Curia Romana. Esta complejidad crece a lo largo del siglo XVI a causa del patronato real sobre los obispados y beneficios consistoriales que consiguen algunos de los soberanos. En virtud de este privilegio, los soberanos se atribuyen una serie de competencias: presentación al papa de los candidatos; pregón y orden de acatamiento a los vasallos del nuevo obispo; arreglos económicos por los que el prelado debe aceptar pensiones y subsidios con que compensar a deudos de la Corona. Apenas entronizado, el obispo ve gravitar sobre su cabeza sumas cuantiosas que debe satisfacer: los impuestos bajomedievales que ha de satisfacer a la Cámara Apostólica. A la hora de su testamento se verá situado ante los llamados derechos de expolio, o sea las exigencias de la Cámara Pontificia sobre sus bienes, muy polémicas, que terminan fijándose tras arduas negociaciones con los nuncios.

Su gobierno se realiza mediante un círculo de oficiales seculares y eclesiásticos. Todo está centrado en su curia episcopal: vicaría general y vicarías regionales que recae en personas cualificadas de su entorno; audiencia episcopal y juzgados metropolitanos, diocesanos y locales con sus letrados y escribanos; cámara episcopal u oficio de bienes y rentas con sus contadurías; provisorato u oficio de las provisiones beneficíales y pastorales; sagradas órdenes con sus registros.

Su atención directa al pueblo es escasa, casi ceñida a la normativa sinodal. Las funciones episcopales se realizan generalmente mediante obispos titulares o de anillo; visitadores episcopales y juicios de residencia. Por ello la referencia de los fieles es lejana y pasiva: el Señor obispo con llaves del cielo y poderes de señor y juez.

El episcopado se hace de hecho una carrera de honores. La mayoría de los prelados permanece menos de un decenio en su sede y busca su ascenso a otras de mayor rango. En estos ascensos cuenta, más que la solvencia personal, la privanza en la corte y el patrocinio de señores y prelados, especialmente cuando estos valedores pueden acceder directamente a la curia romana. Sobre esta tónica episcopal descuellan los titulares de las grandes sedes de cada país, por lo general arzobispos que ocupan las sedes primadas u otras de rango tradicional mayor. Éstos tienen un peso real sobre la Monarquía que necesita de sus apoyos y los gratifica con los cargos más solemnes, como las presidencias de los organismos supremos de la monarquía (audiencias, consejos, virreinatos y gobernadurías). En la órbita de sus provincias eclesiásticas se afanan, generalmente sin éxito, por asegurar una supremacía eclesiástica que quiere expresarse en los escasos concilios provinciales que se van reuniendo. A lo largo del siglo XVI, especialmente en la etapa postridentina, estas magnas asambleas se convocan sólo con la anuencia de los reyes y para poner en marcha grandes programas de reformas y cambios, como los decretos tridentinos.


Real y Pontificia Universidad de México, primera universidad de América.
Los obispos preconizados por el Concilio de Trento están obligados a realizar personalmente la animación pastoral de su iglesia. Han de ser doctos en ciencias eclesiásticas con grados académicos o titularidad equivalente. Han de predicar y examinar la suficiencia a su clerecía mediante el Catecismo de los párrocos y los exámenes quinquenales. Han de visitar canónicamente al clero catedralicio y controlar el culto de sus iglesias mayores, comenzando por la propia catedral, en las que existen ahora nuevos oficiales especialmente dedicados a la predicación, a la liturgia y a la penitencia. Con especial énfasis les encarece el Concilio la obligación de realizar personalmente las visitas pastorales en su diócesis, cometido que apenas conseguirán llenar una vez en la vida; la celebración regular de sínodos; la promoción escolar de sus subditos; la remodelación hospitalaria que pueda colmar la creciente demanda de asistencia social; el impulso directo por sus personas y por las de su clero de la piedad popular que crece fuertemente en la era barroca. En su agenda está un desafío mayor: la creación de los colegios-seminarios o comunidades colegiales de jóvenes que puedan colmar una ratio studiorum que les capacite para el ministerio. En un período en que Europa se llena de colegios y universidades, con tal fuerza que llegan a implantarse también en las capitales virreinales de América, como las de México y Perú, y las órdenes religiosas establecen colegios de Humanidades en la mayor parte de sus residencias, desentona gravemente la desidia episcopal que trata de cargar esta tarea sobre los hombros de los cabildos o se contenta con pequeñas escuelas de Gramática, esperando que la clerecía acceda a los numerosos colegios de Artes y Moral de los frailes y de los jesuítas en los que puede capacitarse e incluso conquistar los grados académicos.

— Cabildos, corporativos

Los cabildos no son ya un senado eclesiástico con capacidad para realizar las propuestas e incluso las elecciones episcopales. Perdieron irremisiblemente estos atributos en la Baja Edad Media a causa de las reservas pontificias y de las presentaciones reales. Al comienzo del siglo XVI conservan apenas las competencias provisionales de cubrir los oficios en sede vacante; unas magras atribuciones que los soberanos les impiden ejercer en el caso de las iglesias más poderosas, temerosos de que sufra el orden público con las interinidades. De hecho los prelados prescinden normalmente de los cabildos para su gobierno episcopal y vindican el derecho de visitarlos y dictarles constituciones; una competencia de ascendencia medieval que refuerza el Concilio de Trento y rechazan los capitulares que propugnan su autonomía tradicional, en virtud de la cual los prelados sólo podrían visitar por su persona a los cabildos y por comisarios episcopales acompañados de la correspondiente comisión capitular.

El Concilio Tridentino propicia una renovación en los cabildos: perfila algunas de sus funciones, como las del Maestrescuela, las dignidades y los oficios; hace cotizar la preparación académica y regula la vida religiosa de las catedrales. En todo caso, los cabildos cumplen mejor que los prelados una de las exigencias conciliares que es la residencia y contribuyen normalmente a potenciar la labor escolar y catequética, ya que estas corporaciones aportan personal docente y dirección a gran parte de las universidades creadas en el siglo XVI.

— Clérigos, gramáticos

Mucho más lenta y tortuosa es la marcha del clero menor. Aparentemente amorfo en sus rasgos y cualificación, no lo era en realidad. Existe una multitud de clérigos coronados, que han recibido la tonsura, a veces las órdenes menores, que se acogen al fuero eclesiástico y realizan su vida de cada día en total confusión jurisdiccional, anomalía que resulta llamativa cuando son culpados, ya que entonces los oficiales de la Corona intentan sancionarlos por su cuenta y los oficiales eclesiásticos los tutelan pretendiendo avocar sus causas; una situación clamorosa en todos los reinos mediterráneos que buscaron reiteradamente concesiones pontificias con que actuar en exclusiva contra los clérigos delincuentes. Una pléyade de capellanes o clérigos sin cura de almas atiende a un sinnúmero de papeles: capellanías públicas o privadas; secretarías de señores eclesiásticos y seglares; funciones litúrgicas secundarias; docencia privada, con frecuencia contratada, de Gramática. En cada feligresía existe un clérigo cura que por sí mismo o por su vicario o excusador administra los sacramentos a los fíeles y realiza las funciones litúrgicas ordinarias, entre las que destaca la misa dominical. Desde la Edad Media este clero pasa por ser el proletariado de la comunidad clerical, del cual se conocen tan sólo la ignorancia, la indisciplina, los vicios típicamente rurales como la bebida, los juegos y la barraganía. A redimir a este estamento clerical se dirigen los colegios del siglo XVI; la espiritualidad sacerdotal que acentúa el valor eclesial de su función; la catequesis con sus puntos de referencia en el Catecismo de los párrocos de Pío V (1566) y los textos catequéticos que se van multiplicando y se hacen también instrumento de guerra religiosa. La imprenta pone en sus manos muchos textos para su instrucción y guía, dentro de las limitaciones graves de su cultura que apenas supera el tradicional nivel gramatical. Los obispos aficionados al Renacimiento cristiano llegan a idear una pequeña Biblioteca Parroquial que sirva de guía al clérigo en su nueva tarea de animador de las comunidades. Cara a la modernidad la posibilidad de elevar el nivel cultural y moral de este grupo clerical es escasa, porque su dotación sigue siendo en gran parte patrimonial y la estrategia de motivación muy pobre, por lo general en sermones de predicadores y en libros de espiritualidad.

c) Las iglesias: ¿particulares o nacionales?

La vida real de los cristianos acontece en las iglesias particulares o locales. Son en principio las diócesis con su geografía articulada en distritos; las comunidades humanas de cristianos formando feligresías; los ámbitos sociales y culturales en que conviven los cristianos.

En el 1500 estas comunidades tienen otras referencias más directas en las que se van encuadrando: las monarquías nacionales que acentúan su presencia jurisdiccional; los municipios que pretenden ser autónomos y dar formas corporativas a su vecindario. La dependencia social y jurisdiccional que prolonga el sistema señorial de la Edad Media hace que las comunidades cristianas se sientan más directamente dependientes de los señores seglares o eclesiásticos y de los reyes que de los papas y obispos. A la inversa, será verdad que la actividad eclesial en este momento tiene por promotores directos a los reyes y a los señores y por legitimadores a los papas que apenas pasan de sancionar con sus documentos iniciativas realizadas en los ámbitos nacionales.

¿Cómo organizan las monarquías cristianas la vida eclesiástica? Mediante una serie de presupuestos y actuaciones tendentes a dirigir las iglesias de su país. En concreto:

— acentuando la superioridad de la jurisdicción real (la «preeminencia real»), todavía indefinida y en proceso de estructuración, haciendo que prevalezca en situaciones de competencia o conflicto;

— eliminando drásticamente la intervención de la jurisdicción eclesiástica en temas civiles o mixtos en los que tradicionalmente venía interviniendo por afiliación o recurso al fuero eclesiástico de tonsurados, clérigos menores o seglares que se acogían al asilo o tutela de los lugares eclesiásticos, especialmente al ser perseguidos por la justicia;

— codificando la normativa dispersa emanada de la corona, inconexa y confusa en comparación con las leyes emanadas del derecho canónico, yuxtaponiendo las normas civiles y eclesiásticas y estableciendo su obligatoriedad desde la autoridad de la Corona: la Iglesia y sus instituciones; el soberano y sus funciones legislativas, judiciales y ejecutivas; las instituciones públicas; la práctica cristiana como norma obligatoria civil;

— con afirmación y auge galopante del Patronato Real sobre templos, monasterios y conventos, hospitales, universidades y otras instituciones públicas que permanecían en la esfera eclesiástica;

— mediante foros mixtos de decisión en los que se impone el poder real: cortes, concilios y asambleas nacionales eclesiásticas, inquisición; juntas y comisiones reales permanentes u ocasionales para realizar determinados proyectos de las monarquías como las reformas institucionales;

— controlando las provisiones eclesiásticas hasta el punto de que la Corona consiga imponer sus criterios y sus candidatos, mediante transacciones con los papas, tarea encomendada especialmente a los diplomáticos que ahora son fijos: nuncios pontificios en los reinos; embajadores permanentes de las naciones en la Corte Romana;

— con nuevos impuestos y subsidios al clero y participando en la mayoría de las percepciones eclesiásticas: diezmos, indulgencias, cruzada, etc.;

— consiguiendo para las conquistas y tierras incorporadas un régimen eclesiástico de patronato regio que ponía en manos de la monarquía el régimen eclesiástico a implantar en los nuevos territorios; la fundación y dotación de las instituciones erigidas (obispados, templos, cabildos, monasterios y conventos); las provisiones de los oficios en su práctica totalidad.

En cada nación moderna era diferente el tejido político-eclesiástico.

d) El Imperio


Emperador Carlos V
Era la designación desvirtuada que seguía en uso para designar el área de habla alemana. Se trataba de un mosaico de señoríos mayores y menores y de ciudades libres —unos trescientos en total— que tenían en común la geografía y la autoridad simbólica del Emperador. El sistema imperial constaba de un titular del Imperio, en este período un miembro de la dinastía austríaca de los Habsburgo, elegido en su día por los siete príncipes electores; una dieta o corte legislativa en la que figuraban los representantes de los estados y ciudades distribuidos en tres brazos o cámaras de nobles, ciudades e iglesias. Carente de unidad, vanamente buscada por algunos reformadores modernos ora a favor de la dieta, conforme a la idea del arzobispo de Maguncia Bertoldo de Hennenberg, ora en gracia al Emperador, como pretendió el emperador Maximiliano, abuelo de Carlos V; privado de ejército, físcalidad y órganos de gobierno; sin otro objetivo común que la defensa de los turcos que se asomaban por las tierras danubianas; los emperadores sólo podían moverse formando su propio partido de nobles y ciudades y las dietas decidían conforme a los intereses de la mayoría de los participantes. Carlos V, que heredó de sus antepasados este mosaico relativamente vinculado por los sucesivos parentescos dinásticos, resultó ser la demostración de todas las combinaciones posibles que llevasen a conseguir respuestas de urgencia: campañas contra los turcos; sanciones contra los luteranos y demás agitadores religiosos.

— Iglesias, señores, ciudades

La configuración de la Iglesia católica en este mapa centro-europeo tenia rasgos comunes y diferenciales. Comunes eran las estructuras eclesiásticas: provincias eclesiásticas, diócesis, distritos mayores y menores; corporaciones eclesiásticas catedralicias y colegiales con sus comunidades y señoríos; monasterios con grandes dominios territoriales; conventos urbanos masculinos y femeninos; instituciones docentes y asistenciales.

Diferentes eran el sistema de provisiones y la físcalidad eclesiástica, que mantenían las formas medievales: elecciones episcopales por los cabildos, que ahora reducía la curia romana, reservándose la mitad de los meses del año (6 meses episcopales y 6 meses pontificios), conforme el llamado Concordato de Viena de 1448; intervención más directa de la cámara pontificia en la físcalidad de impuestos y de indulgencias, temas en que comenzaban a interferir los señores y las ciudades libres; pagos de tasas a la curia romana por los dignatarios eclesiásticos recién elegidos.

En este vacío de poder serpenteaba la arbitrariedad. Los señores territoriales aprendieron muy pronto el despotismo religioso que les llevaba a organizar todo tipo de controles: visitas e inspecciones territoriales; mediatización de las rentas eclesiásticas similar a la de las encomiendas latinas; imposición de los candidatos de linaje en los cargos eclesiásticos, de forma que se podía decir de cabildos y monasterios que eran el hospital general de la nobleza alemana. Este personalismo en las relaciones con el Emperador y con la Iglesia, les llevará muy pronto a posturas egoístas incluso en el caso del principio religioso más universal del momento que es la ortodoxia.

En el escalón más bajo de la nobleza se mueven ahora los caballeros, grupo en franca decadencia por su escasa economía y por su ineficacia para la guerra, en el momento en que comienza a prevalecer la artillería. Su perfil les asemeja cada vez más a los aventureros y a los facinerosos que discurren en bandos por toda Europa. Algunos de ellos lograrán cambiar de destino en la vida religiosa o en los círculos intelectuales del Renacimiento.

Las ciudades del imperio, llamadas libres, pero insertas en el Imperio y relativamente condicionadas por los señores, tienen en el área germánica un perfil más claro: su número considerable de unas 85, muy diferentes en volumen, riqueza, vecindario y régimen, que sólo excepcionalmente se unen en confederaciones o hermandades con fines concretos como la defensa o la tutela de sus mercaderes; su dinamismo comercial y artesano, debido a una generación de burgueses ricos, bien situados en sus negocios y en sus mansiones, y a una numerosa clase artesana que actuaba en toda Europa; sus núcleos urbanos típicos, como la plaza mayor, las lonjas y la calle Imperial; sus templos góticos, cuajados de capillas, altares y enterramientos, que suelen aparecer como institución municipal más que eclesiástica. La ciudad crece en conciencia municipal y desde ella ve a sus templos, monasterios y conventos como parcelas de su vida que tutelar hasta el punto de excluir de ellos más a la clerecía que a otros municipios.

Más allá del corporativismo urbano está el estilo del patriciado centroeuropeo representado por los grandes mercaderes y banqueros que ya funcionan a nivel internacional como los Függer de Augsburgo, llamados Fúcares en España. También ellos manifiestan su peculiar devoción religiosa por «el capital de Nuestro Señor Dios» que han logrado sumar y los santos patronos que les hacen triunfar en sus negocios basados en monopolios e intereses desorbitados de los préstamos, para los que encuentran a veces abogados como el teólogo Juan Eck (1515), futuro debelador de Lutero. Sólo los predicadores populares, conocedores de las prácticas usurarias, que se atribuyen siempre a los judíos, rechazarán estas tesis tan típicas de los financieros de las monarquías modernas europeas.

Con criterios más abiertos y posturas mucho más independientes se mueven otras ciudades del área imperial, que apenas sintonizan con las centroeuropeas. Son, ante todo, las de Flandes (Gante, Brujas, Amberes, Bruselas, Lieja, Utrecht, Delft, Rotterdam, Ámsterdam, etc.), configuradas alternativamente como patriciados y burguesías comerciales, asociadas en los llamados Estados Generales con un arbitraje judicial en el Gran Consejo, que crecen desmesuradamente llegando a absorber cerca de la mitad de la población de los Países Bajos; pactan su estatuto con diversos señores y monarcas y están señoreadas por oligarquías poderosas, pero abiertas y dispuestas a competir con los vecinos. Su lucha por salvaguardar la autonomía frente a los Duques de Borgoña, al reino de Francia y a la dominación española resultará desigual y por lo general prometedora para el futuro despliegue de los nuevos estados. En menor escala siguen su pauta las ciudades suizas, corazón de sus cantones, que combinan la artesanía con la guerra, haciéndose reserva inagotable de soldados para todos los estados europeos.

En estas tierras anidan desde la Edad Media los grupos religiosos y crecen las nuevas corrientes de la espiritualidad reciente. Por otra parte su buena política escolar las hace atractivas para las universidades y los círculos humanísticos. En estos ámbitos tienen eco los predicadores y reformadores del Renacimiento que conmueven a las multitudes. Al producirse las grandes crisis eclesiales de los siglos XV-XVI, las ciudades vinculadas al Imperio se arrogan la competencia de apadrinar o rechazar a los grandes conductores de los grupos disidentes, entendiendo que su ortodoxia o heterodoxia se ha de valorar en sólo el interés de cada ciudad.

En el escenario centroeuropeo existe también un campesinado, teóricamente vasallático, que sobrevive cargado de tributos y servidumbres, y sólo muy escasamente accede a los arriendos de tierras a largo plazo. Contagiado por el aire de la ciudad y forzado por las hambres y las pestes, el campesinado centroeuropeo se desarraiga de su tierra en oleadas peligrosas que degeneran en saqueos y muertes. Cuando permanece en su espacio natural vive su pertenencia a la Iglesia en unos niveles elementales de ritos, magias y devociones que conducen a veces a grandes alarmas, como la de la brujería que lleva a la hoguera a más víctimas que las condenaciones inquisitoriales del mundo latino. Con este grupo no lograron entenderse tampoco los agitadores religiosos, que los vieron como amenaza y no como campo de cultivo. La catequesis popular no había aparecido ni siquiera en la forma de proclama pública típica del mundo latino.

Las iglesias particulares no tienen en este espacio una acción mancomunada que implique la frecuencia de concilios y sínodos. Los grupos religiosos, tanto populares como regulares, siguen su tradición bajomedieval y se diversifican ahora en claustrales y observantes, al igual que en toda la Cristiandad, acomodándose a las realidades políticas locales sin horizontes más amplios. Por su cercanía a los grupos populares figuran también en las capas de población más inquieta y agitada. A la hora de las reformas se alinean sin dificultad entre los nuevos corifeos y no dudan en blandir armas antipontificias, impropias de familias religiosas especialmente vinculadas al pontificado romano.

e) Italia


Venecia
A la inversa del imperio, Italia es una gran unidad geográfica, religiosa y cultural que no puede vivir más que en el hervidero de sus parcelas. En ella hay un único emperador: el Papa con su magisterio y con su estrategia política que marcan el camino de la vida italiana. La primera realidad será por lo tanto el Estado Pontificio con su peculiaridad eclesiástica, religiosa y social. Haciéndole juego hay infinidad de estados en pugna por sobrevivir. Los más poderosos son Nápoles, Venecia, Milán, Genova, Florencia. Mientras Venecia y Genova son dos estados mercantiles, fuertemente organizados hasta el punto de que en ellos no cabe la disidencia, Florencia y Milán son campos de constante ensayo político. Por su parte Nápoles tiene como contrincante inevitable al Estado Pontificio en los campos político —como posible punto de apoyo de las grandes monarquías europeas para dominar la Península Itálica— y cultural, como corte real rica que puede apadrinar a los genios del Renacimiento y difundir sus mensajes en toda el área mediterránea.

En la Italia del Renacimiento, las ciudades se hacen efervescentes. Son recintos planificados por la nueva ingeniería, que representa la generación de Juan Battista Alberti, y Leonardo da Vinci y Palladio, con espacios bien diferenciados para los grupos sociales que las integran, entre los cuales está la antigua nobleza campesina; organización carretera radial que favorezca la comunicación y no impida la teatralidad de lo monumental que sigue siendo primordial en las urbes italianas, camino del Barroco. Es la hora de los grandes templos, de las mansiones señoriales en barrios selectos o en parajes periféricos que recuerdan las antiguas villas romanas. Engrandecer la ciudad, sobre todo cuando ésta es capital de un estado o sede de un gran poder, como en el caso de Roma, Venecia o Nápoles, es ahora la gran apuesta de los poderes públicos.

En las poblaciones italianas se dan cita posturas religiosas antagónicas: las iglesias locales están plenamente enmarcadas en el radio de la curia romana que tiene este tablero como preferente para el acomodo de su numeroso personal; los monasterios y conventos mantienen la fuerza tradicional de comunidades vivas con gran ascendiente en la población; los grupos seglares, asociados en cofradías y pías uniones dan el tono en la cristiandad por la originalidad de su mensaje y de su testimonio. Más que en ningún otro país de la cristiandad las instituciones eclesiásticas italianas marcan las pautas: los predicadores arrebatados conmueven las masas y son capaces de cambiar de conducta a las capas sociales y de desplazar a los oligarcas; los carismáticos atraen a las masas y llegan incluso a crear instituciones populares de apoyo a las masas populares como los Montes de Piedad; los humanistas con sentido cristiano dan el tono en las iglesias italianas y contrarrestan la aparente mundanidad y amoralidad que predomina en las tertulias de los eruditos.


Biblioteca Apostólica Vaticana
Italia produce literatura renacentista y sabe difundirla. Venecia se convierte en este momento en la gran fragua literaria y tipográfica de Europa, como lo había sido Bolonia en los siglos medievales. A su imitación surgen cortes y empresarios de la cultura en las grandes ciudades italianas. Será la hora en que el Pontificado haga sus grandes proyectos librarios y bibliotecarios que desembocan en la Biblioteca Apostólica Vaticana con su Colegio de escritores y en la Tipografía Políglota Vaticana. Es el preanuncio de la Roma de los jesuítas, saturada de colegios, bibliotecas y universidades.

En la Cristiandad del Renacimiento tienen peso decisivo las naciones modernas con sus soberanos personalistas que están poniendo en marcha la unificación territorial y la centralización administrativa. En esta conquista siguen ritmos diversos. Van en vanguardia Francia, España y Portugal. Se encamina más lentamente Inglaterra.

f) La Inglaterra de los Tudor

Se consolida como monarquía centralizada desde el último cuarto del siglo XV, con una nobleza disminuida, una burguesía orientada a los tratos mercantiles y vinculada a la realeza y una lengua unificada que va a prevalecer en las Islas Británicas. En este espacio isleño la Iglesia no presenta novedades ni apuestas significativas. El alto clero está tradicionalmente vinculado al trono. La clerecía menor es numerosa y pobre. El monacato y los conventos conservan su sentido respectivamente regional y urbano. Una pequeña élite intelectual, siempre propicia a las relaciones intensas con el continente, lleva a Oxford, a Cambridge y especialmente a la corte de los Tudor y al Parlamento auras humanísticas. Como en las tierras del Imperio, sobrevive un fuerte antirromanismo de raíz medieval con el que conectan espontáneamente los promotores de las reformas protestantes. Las rupturas que van surgiendo se alimentan de este rescoldo y más que nada del juego político de cada momento. La nueva Inglaterra de los mercaderes y de los extremismos políticos arrancará desde la segunda parte del siglo XVI, siguiendo las posturas de los bloques religiosos de la Europa en guerra religiosa.

g) La Francia de los Valois

Tiene su itinerario nacional claro: unidad geográfica consolidada con fronteras naturales fijas e incluso expansionistas que lleva a los intentos de conquistas mayores como el Ducado de Borgoña, el Milanesado y Nápoles; realeza con poder real sobre el Parlamento, la Iglesia y la nobleza; iglesia vinculada a la Monarquía y ejecutora de sus designios. Y en Francia, París, la capital intelectual de la Cristiandad que ahora pone su Universidad de la Sorbona al día con el avecinamiento de los grandes humanistas, como Lefévre d'Étaples. El protagonismo nacional de Francia en la Cristiandad del Renacimiento es paradigmático. Una herencia del reformismo conciliarista del siglo XV. En tierras francesas y bajo el amparo de sus soberanos modernos la Iglesia replanteó reiteradamente su vida; buscó el amparo real para realizar sus programas de reforma y se configuró como verdadera Iglesia de Francia con el concordato de 1516. El galicanismo con todos sus matices y colores y la política religiosa de los monarcas son fuertes condicionantes de la vida de la Iglesia en la Edad Moderna. El Pontificado necesita contar siempre con sus posturas y busca concertarse con Francia para mantener su arbitraje dentro de la Catolicidad.

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