Juan XXII

Papa CXCVI

7 agosto 1316 - 4 diciembre 1334


Papa Juan XXII

Persona y obra.

Noel Valois («Jacques Duése, Pape sous le nom de Jean XX», Hist. Lit. de la France, 34, 1915) sigue siendo nuestra guía fundamental para el conocimiento de este controvertido papa, sin duda el más importante de cuantos residieron en Avignon. Para José Orlandis (El pontificado romano en la historia, Madrid, 1996), dos fueron las decisiones importantes: haber escogido una residencia permanente que, en medio del condado Venaisin, le garantizase su libertad; y haber establecido un sistema recaudatorio que libró al pontificado de las variables rentas tradicionales, decisivamente afectadas por la recesión del siglo XIV. Como reverso de la medalla aparecen las acusaciones contra su concupiscencia, que aprovecharon los enemigos del pontificado, y el desarrollo de un fuerte espíritu laico en las monarquías.

Los cardenales se reunieron en Carpentras, donde muriera Clemente V. Formaban tres partidos: diez gascones, siete italianos y seis franco-provenzales; era imprescindible un pacto con los gascones para asegurar la mayoría absoluta. Mientras se producían debates aparecieron tropas armadas que expulsaron a los italianos y entonces los demás se dispersaron (julio de 1314). Pasaron dos años de tercas negociaciones en que desempeñó un papel importante Felipe de Poitiers, hermano y sucesor de Luis X de Francia (1314-1316), antes de que pudieran reunirse nuevamente los cardenales, esta vez en Lyon. Fue entonces cuando Napoleone Orsini, Jacobo Stefaneschi y Francesco Gaetani negociaron con los otros grupos la candidatura del cardenal obispo de Porto, antiguo prelado de Avignon, Jacques Duése, de 72 años y mala salud, pensando en un pontificado de tránsito. En la práctica viviría hasta cumplir 90 años.

Nacido en Cahors, de familia burguesa, discípulo de los dominicos y, después, de la Facultad de Derecho de Montpellier, hablaba mal el francés y por eso prefería expresarse en latín o en provenzal. Canciller de Carlos II y después de Roberto de Nápoles, debía a los angevinos mucha parte de su carrera política. Demostró una gran energía y buena experiencia. Afirmó que su intención era volver a Roma, pero supeditado este propósito al logro de una Italia güelfa pacificada, en la que el papa pudiera residir con libertad, y este objetivo sólo podían lograrlo los angevinos. Por eso confirmó a Roberto como vicario, entregándole plenos poderes. Mientras llegaba el momento, se instaló en el palacio episcopal de Avignon, que en otro tiempo ocupara, ocupándose de que se realizaran obras que le permitiesen instalar la curia. Creó 28 cardenales de los que 23 fueron franceses y muchos parientes suyos. Comenzaba, pues, un nepotismo a gran escala.

Las rentas.

Autoritario por naturaleza, los 65.000 documentos conservados en los registros aviñonenses nos revelan su enorme capacidad de trabajo. Encontró la Cámara agotada (sólo había 70.000 florines, de los que la mitad correspondían a los cardenales, del millón largo que Clemente V hubiera debido ahorrar) y de ahí la decisión de ejecutar una reforma a fondo. La caída en vertical de las rentas había provocado una tendencia a la acumulación de beneficios como medio de conservar los ingresos; Juan XXII, por la bula Execrabais (19 de noviembre de 1317), prohibió que una misma persona tuviera más de dos, al tiempo que reivindicaba para la Santa Sede todos los nombramientos de obispos que de este modo tenían que pagar anatas con gran beneficio para la Cámara apostólica. Muchas diócesis excesivamente grandes fueron divididas, mientras que otras veían modificados sus límites a fin de equilibrar los rendimientos. En 1319 se decretó también una reserva completa de todos los beneficios menores por un plazo de tres años. Las annatas fueron unificadas en todos los casos, respondiendo a los ingresos calculados de un año, y se compiló un sistema de nuevas tasas para las concesiones de la curia. Al lado de esta reordenación hemos de colocar la recopilación definitiva de los acuerdos del Concilio de Vienne, la transformación de la orden de la Merced en puramente religiosa, siendo en su origen de caballería (1318) y las medidas disciplinarias acerca de las beguinas. En 1323 canonizaría a santo Tomás, poniendo de este modo término a los ataques que se dirigían a su doctrina.

Extremo Oriente.

Influido por los dominicos, Juan XXII mostró una clara preocupación por los países de Oriente, en donde los predicadores habían comenzado a actuar. Creó dos obispados, uno en Sultaneih, con facultad para crear otros seis sufragáneos, a fin de reorganizar la comunidad cristiana en Persia e Iraq, y el otro en Quilon (Colombo), punto de encuentro para los mercaderes que iban de Arabia al Extremo Oriente; ambos fueron encomendados a dominicos. En 1330 regresó Ordorico de Podernone, que había permanecido tres años en Kanbalig (Pekín) y dio cuenta de la excelente acogida que le dispensaran los mongoles. Todo esto, que despertó grandes esperanzas, no duraría mucho tiempo: la reacción Ming y, luego, la conversión de Tamerlan al Islam, arrancarían las efímeras raíces. Pero quedó en pie la tensión de buscar un camino que permitiera el retorno a China y a Japón. Los reyes de Armenia y de Chipre pidieron al papa ayuda contra el Soldán de Babilonia y, en 1334, se dispuso una nueva cruzada. Francia, Navarra, Bohemia y Venecia contribuyeron a armar una flota que derrotó a los mamelucos ganando un corto respiro para las posiciones cristianas en el Oriente mediterráneo.

La cuestión de los «espirituales».

Fue especialmente grave el enfrentamiento con los espirituales franciscanos. Las predicaciones del dominico Gerardo di Borgosandonino y de Pedro Juan de Olivi, inyectaron en ellos las doctrinas milenaristas de Joaquim de Fiore que anunciaban que muy pronto la Iglesia de los clérigos y de los obispos sería sustituida por una nueva, la de los espirituales pobres. En 1316, Miguel de Cesena, recientemente elegido general de los franciscanos, ordenó a los espirituales reintegrarse a la que se dominaba a sí misma como la Comunidad. Los espirituales, fuertes especialmente en Narbona y Beziers, se resistieron. El papa ordenó a Ubertino de Casale y a Angelo Clareno, que aparecían como jefes de la resistencia, para que compareciesen ante él. El 11 de mayo de 1317 fueron 64 los espirituales que acudieron a Avignon pidiendo ser oídos. Juan XXII los trató con dureza, conminándolos a someterse a la Comunidad. Fue en este momento cuando, despectivamente, les calificó de fratricelli. Bernard Delicieux fue preso, Angelo Clareno, absuelto de excomunión, pasó a los Celestinos, y a Ubertino da Casale, que contaba con la protección del cardenal Colonna, se le conminó para que se hiciera benedictino. La bula Quorumdem exigit (7 de octubre de 1317) declaró que la virtud de la obediencia estaba por encima de la de la pobreza y conminó a los espirituales a cesar en su disidencia. Al mismo tiempo se denunciaban los errores doctrinales que estaban defendiendo.

Las circunstancias en el Imperio, tras la muerte de Enrique VII, favorecían los proyectos del papa: una doble elección, entre Luis de Baviera (1314-1347) y Federico de Austria, había conducido a Alemania al borde de la guerra civil. Juan XXII recabó para sí el derecho de pronunciar el juicio arbitral; mientras tanto, prohibió que se obedeciera a otro vicario imperial que el nombrado por él, Roberto de Anjou. Pero desconfiando de la capacidad de este último para llevar a cabo la tarea de imponer en Italia la unidad güelfa, decidió conferir a su pariente Bertrand de Pouget plenos poderes como legado en Lombardía, con instrucciones de derribar a los «tiranos», es decir, a los gobernantes gibelinos: entre éstos eran los más relevantes los Visconti. En un primer momento Federico de Austria intentó prestar ayuda a los güelfos, socorriendo a Brescia, pero muy pronto los Visconti le convencieron de que estaba favoreciendo a los enemigos de los alemanes.

En 1321 un franciscano, Berengario de Tolón, apoyándose en un decreto de Nicolás III, afirmó que era dogma de fe que Cristo y los apóstoles no habían tenido propiedad alguna. El papa, en su bula Quia nonnumquam (26 marzo 1322), aclaró que la decretal alegada era ambigua, que se trataba de una cuestión sujeta a debate y que no podía darse aún por definida. Era un asunto muy grave, pues los extremistas que invocaban esta doctrina apuntaban a un objetivo de largo alcance: que la Iglesia jerárquica tuviera que despojarse de todos sus bienes, incapacitándose para la acción. Los franciscanos habían acudido a una curiosa fórmula que les permitía el usufructo de bienes cuyos titulares eran los llamados «procuradores». Cuando el capítulo general de la orden, reunido en Perugia, declaró que la pobreza absoluta de Cristo era doctrina correcta (4 de junio de 1322), el papa se sintió herido en su dignidad y traicionado por Miguel de Cesena, que presidía el mencionado capítulo: la bula Ad conditorem canonum (8 de diciembre de 1322) retiró a los procuradores, obligando a la orden a asumir la plena propiedad de todos sus bienes.

Fray Bonagratia de Bergamo se colocó al lado de Miguel de Cesena en esta ocasión. Tomó sobre sus hombros la responsabilidad de visitar a Juan XXII, tratando de convencerle (14 de enero de 1323), y fue detenido por desobediencia. El papa tuvo de inmediato un gesto de condescendencia: permitió que la Iglesia asumiera la propiedad de los inmuebles y objetos de culto de los franciscanos. Demasiado tarde: los ánimos estaban muy soliviantados y las concesiones podían afectar al principio de autoridad. Cuando la bula ínter nonnullos (12 noviembre 1323) declaró herética la doctrina de la absoluta pobreza, surgió entre los franciscanos un movimiento de rebelión y a él se sumó Guillermo de Ockham (1290-1349), el gran filósofo fundador del nominalismo.

Excomunión de Luis de Baviera.

A esta contienda vino a sumarse Luis de Baviera, convertido en único emperador tras su victoria de Mühldorf, en que Federico de Austria quedó prisionero. Reclamó del papa el reconocimiento, pero mezclaba esta demanda a una invocación de los derechos imperiales sobre Italia. Sin esperar el resultado de esta negociación, hizo que sus tropas intervinieran decisivamente en la ruptura del cerco de Milán (1323), derrotando estrepitosamente a Bertrand de Pouget. Estas tropas estaban mandadas por Bertoldo de Neifen. Lleno de cólera, el papa prohibió el 8 de octubre de 1323 que se prestara obediencia a Luis, al que calificaba únicamente de «electo», insistiendo en que la legitimidad sólo podía darla él mismo. Los franciscanos rebeldes comenzaron a agruparse en torno suyo.

El 23 de marzo de 1324 Juan XXII pronunció la excomunión del emperador. Éste, que había recibido previamente el apoyo de la Dieta de Nurenberg (los príncipes consideraban intolerable la ingerencia del papa), convocó una importante reunión en la capilla de los caballeros de Sachsenhausen, cerca de Frankfurt. En ella se redactó un manifiesto al que se incorporaron las protestas de los franciscanos. Entre otras muchas cosas se reclamaba en él la convocatoria de un concilio que juzgase al papa como culpable de herejía al rechazar el dogma de la absoluta pobreza de Cristo. El 11 de julio, rememorando a Gregorio VII, el papa prohibió, bajo severas penas espirituales, que los súbditos alemanes prestaran obediencia a Luis. A toda prisa, el emperador liberó a Federico de Habsburgo y se reconcilió con él y con su hermano, cediéndoles la administración de extensos territorios. De este modo se dio un paso decisivo para la consolidación de la Casa de Austria.

«Defensor Pacís».

Comenzaron a faltar apoyos a Juan XXII. El capítulo general de la orden franciscana, reunido en Lyon en Pentecostés de 1325, reiteró su obediencia al pontífice, pero se negó a relevar a Miguel de Cesena en el generalato. Juan XXII, que retenía aún a Bonagracia, ordenó a Cesena y a Ockham que fuesen a Avignon para responder de sus doctrinas. También fueron detenidos. Luis de Baviera había descendido a Italia para recibir en Milán (31 de mayo de 1327) la corona de hierro de los lombardos de manos de un obispo, el de Arezzo, que estaba excomulgado. Desde aquí marchó sobre Roma, en estrecha alianza con Sciarra Colonna, que había conseguido expulsar a la guarnición napolitana. El 17 de enero de 1328, tras haber recibido en San Pedro la unción de manos de dos obispos que carecían de poderes, subió al Capitolio, donde en una ceremonia laica fue proclamado emperador. La vieja Roma de los Césares intentaba resucitar: un sueño que la ausencia del papa propiciaría durante algunos años.

En la noche del 26 al 27 de mayo de 1328, Miguel de Cesena, Bonagracia de Bergamo y Guillermo de Ockham, huyeron de Avignon y se incorporaron en Pisa a la corte de Luis de Baviera, que regresaba de Roma. Allí encontraron a Jean de Jandun, antiguo rector de la Universidad de París y autor, con otros colaboradores, de una obra, Defensor Pacis, destinada a una profunda repercusión. Se iniciaba una ruptura llamada a terribles consecuencias. Como G. de la Garde {La naissance de l'esprit laique au declin du Moyen Age. II: Marsile de Padouse ou la premier théoricien de l'Etat laique, París, 1934) ha señalado con precisión, se estaban sentando las bases de la modernidad: el poder temporal que, en su grado máximo, corresponde al emperador, es independiente de cualquier otro y no reconoce superior; es, en consecuencia, absoluto; la fe se encuentra en las Escrituras, sólo en ellas, y tan sólo el concilio puede interpretarlas. A esta doctrina añadía Ockham que en el papa reconocía dos condiciones, la de vicario de Pedro, que plenamente le correspondía, y la de vicario de Cristo, que constituía tan sólo una usurpación. Pues el poder de los pontífices se extiende únicamente al culto, los sacramentos y los otros medios que conducen a la salvación. Fuera de esto, todos los demás poderes corresponden al emperador, y en su nivel debido a los reyes. El Defensor Pacis declaraba falso el principio de que toda autoridad tuviese origen divino, ya que ésta es consecuencia de que los hombres forman comunidades. La Iglesia es, tan sólo, una de estas comunidades, sociedad humana que el papa preside como una especie de primiis inter pares, que coincidía con la forma en que san Pedro recibiera su mandato.

La respuesta a esta doctrina, que iniciaba el proceso hacia la fractura de la Iglesia, fue dada por un franciscano gallego, Alvaro Pelayo (N. Jung, Un franciscain théologique du pouvoir pontifical au XIV siécle: Alvaro Pelayo, évéque et pénitencier de Jean XXII, París, 1931) y por Agostino de Ancona, denominado Trionfo: en sus obras respectivas, De statu et planeta Ecclesiae y Summa potestate, defendieron la tesis tradicional en la Iglesia: es cierto que el poder entregado plenamente por Cristo al papa es de naturaleza espiritual, pero precisamente por eso el poder temporal se le encuentra sometido, ya que el espíritu desborda en todos los aspectos a la materia.

Antipapa Nicolás.

Luis de Baviera intentó crear un antipapa escogiendo al franciscano Pedro Rainalducci. Era, sin duda, una persona de poca importancia, que a veces ha sido duramente calificado. Había ingresado en el convento de Aracoeli en Roma después de abandonar a su esposa, tras cinco años de matrimonio. Fue elegido por una comisión de 13 clérigos el 12 de mayo de 1333 y coronado por el propio emperador el 22 de mayo. Designó seis cardenales, organizando una minúscula curia. Ockham y Cesena se aprestaron a sostenerle. Mientras tanto, Juan XXII había conseguido que el Capítulo general de los franciscanos accediera a elegir un nuevo general, Geraldo Odón. Ahora todos, antipapa, rebeldes franciscanos, partidarios de Luis, se volvieron contra el papa y contra el superior de la orden: se estaba llegando al más absurdo de los contrasentidos, como señala J. Lotz (Der unvergleichliche Heilige, Dusseldorf, 1952), pues se estaba invocando la memoria del santo fundador, el poverello obediente de Asís, para practicar un acto de desobediencia al papa. La minoría disidente generaría un grupo cada vez más sumido en el error. La mayoría, en cambio, privada de quienes debieran haber sido sus guías rigurosos, entraría por el camino de la tibieza y las concesiones: únicamente treinta o cuarenta años más tarde la «observancia» emprendería el camino de la reconstrucción.

El antipapa llamado Nicolás V no permaneció mucho tiempo en Roma: salió detrás de Luis de Baviera cuando éste abandonó la ciudad (4 de agosto de 1328). Tras apoderarse de los tesoros de la iglesia de San Fortunato en Todi, a fin de aprovisionarse de recursos, se reunió en Pisa con el emperador. Aquí los rebeldes trataron de fortalecerle: montaron en la catedral una ceremonia de deposición de Juan XXII, utilizando un muñeco al que revistieron con ornamentos papales para despojarlo después. Luis no pudo permanecer mucho tiempo allí y se dirigió al norte de Italia. Entonces Nicolás V, perdida su causa, se refugió en Burgaro y entró en negociaciones con el papa para alcanzar su perdón. Juan XXII se mostró muy generoso: le ofreció una pensión anual de 3.000 florines, y cumplió su palabra. Hasta su muerte, Rainalducci viviría en unas habitaciones del palacio de Avignon, en libertad.

Supuesta «herejía».

Aunque se ejercieron fuertes presiones sobre el papa para lograr su reconciliación con Luis de Baviera, Juan se negó. Intervino entonces en el conflicto Juan de Bohemia (1311-1346), hijo del emperador Enrique VII, que levantó la bandera del güelfismo, buscando una alianza con el rey de Francia (Fontainebleau, enero de 1332), al que llegó a prometer la entrega del reino de Arles si lograba el triunfo de sus planes. Estos consistían en convencer a Luis de que abdicara en su hijo Enrique de Baviera, que era precisamente el yerno de Juan. Luis estuvo a punto de aceptar, pero ni Roberto de Anjou ni los güelfos, que veían en la intriga un tortuoso medio para que Juan de Bohemia se convirtiera en rey de Lombardía, se mostraron dispuestos a consentirlo. Algunos cardenales, entre ellos Napoleone Orsini, se distanciaron del papa convencidos de que se trataba de un error político. Además, en este momento, 1332, estalló el escándalo cuando Juan XXII, advirtiendo que se trataba de una opinión personal, que a nadie obligaba, sostuvo que las almas de los muertos no gozan de la plena visión de Dios hasta que no llega el Juicio Universal. Todas las escuelas de teología, comenzando por la de París, que era la de más prestigio, alzaron voces de protesta. El papa aclaró en seguida (18 de noviembre de 1333) que él no había querido decir que fuese doctrina segura, sino solamente que era una cuestión que convenía debatir. Y luego retiró su tesis. Demasiado tarde. Los espirituales franciscanos afirmaron que el papa había sostenido dos doctrinas heréticas: una en relación con la pobreza de Cristo, la otra en cuanto a la visión beatífica. El pontífice podía, en consecuencia, ser un hereje como cualquier otro hombre.


Fuente: Paredes, javier - diccionario de papas y concilios. Tomo 1

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