LA RELIGIOSIDAD DEL PUEBLO FIEL

LA RELIGIOSIDAD DEL PUEBLO FIEL

a) La iglesia parroquial y la administración de los sacramentos

El bautismo y la confirmación

En los concilios y sínodos se encuentran completamente determinados —materia, forma, ministro, sujeto del bautismo— y resueltos todos los otros casos especiales del bautismo (en caso de muerte, intrauterino y dudoso). El bautismo se administraba a los niños a los ocho días del nacimiento o dentro del menor tiempo posible. En España se legisló sobre el bautismo de moros y judíos. Don Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, en su sínodo de 1443, mandó la confección de un registro de bautizados, disposición recogida por el sínodo de Cisneros de 1498. La celebración del bautismo, al igual que los demás sacramentos, revestía mayor o menor solemnidad conforme a la posición social y económica de los padres del bautizado.

El ministro del sacramento de la confirmación era el obispo, quien no debía ser muy solícito en el cumplimiento de esta devoción a causa de su no residencia.

La misa dominical


La misa dominical
La iglesia parroquial era el lugar de encuentro semanal de los cristianos con su Dios durante la liturgia dominical. La misa, acto en el que se celebra la Eucaristía, es un sacramento dignísimo. La misa escuchada en la iglesia de frailes mendicantes no dispensaba del oficio parroquial. Los fieles escuchaban la misa, siempre difícil de comprender por el desarrollo de sus ritos en una lengua incomprensible para la mayor parte de ellos. La elevación se había convertido en el gran momento del sacrificio; introducida antes del concilio IV de Letrán, respondía a la voluntad de los hombres del siglo XV de ver una representación concreta de Dios. Para satisfacer la devoción de los fieles, los sacerdotes permanecían largo rato con los brazos extendidos para elevar la hostia. El resto de la misa era considerado por los fieles secundario.

Pero desde antiguo se estableció un método para entender la misa. En primer lugar, el pueblo, desconocedor del latín y de las ceremonias de la misa, interpreta ésta por lo que ve y por lo que oye, con una gran imaginación, dando lugar, desde que Ámalario de Metz publicara en 823 su famoso De ecclesiasticis officiis, a las célebres alegorías de la misa. Estas alegorías proponen a los fieles representaciones espectaculares de toda la vida de Cristo, de su Pasión, escenas del Viejo o Nuevo Testamento, fundadas en el tono de voz, en los movimientos del celebrante, en las ceremonias externas, en los objetos, en las vestiduras clericales, en su color, etc. En segundo lugar, al desconocer el contenido de las oraciones y de las lecturas, la misa se llena de gestos, signos y jaculatorias para mantener la atención del pueblo. Una parte importante de la misa, especialmente del día festivo, era el largo sermón, por lo que algunos feligreses no querían asistir.

La confesión y la comunión. La comunión pascual

El bautismo es considerado como el primero y fundamental medio de salvación. El otro gran medio de obtenerla, puesto por Dios a favor del hombre pecador, es la confesión de los pecados.

La comunión es considerada a finales del siglo XV como un acto importantísimo y solemnísimo, por lo que se pide al comulgante una preparación larga y cuidada, que necesariamente condiciona el poder comulgar con frecuencia. Para comulgar había que estar en ayuno de todo alimento, aun de agua, salvo si por inadvertencia, lavándose la boca, se tragaba alguna gota; tampoco rompía el ayuno la migaja que quedaba inadvertidamente en la boca desde la noche anterior; lo más provechoso era ayunar el día anterior —«por que el espíritu esté más libre y desembargado para conocer y gustar el dulzor de aquel santísimo sacramento», afirma fray Hernando de Talavera—, dormir y reposar razonablemente la noche anterior. Sólo el enfermo podía comulgar después de comer. La comunión se recibe del cura propio. El día de la comunión oirá maitines, si puede, en alguna iglesia o en casa, y asistirá a misa con mucha devoción, estando de rodillas haciendo algo en ella; después de comulgar rezará, si tiene tiempo, los siete salmos penitenciales con su letanía y oraciones, u otros rezos. Se recomienda la confesión dos veces al año, o una al menos, y la comunión en las tres Pascuas. No hemos hallado documento alguno que hable de la comunión frecuente.

La legislación sobre la confesión y la comunión pascual se establece en el c.21: Omnis utriusque sexus del concilio IV de Letrán (1215), siendo repetida en todos los concilios provinciales y sínodos diocesanos. Eugenio IV limitó cronológicamente el tiempo del cumplimiento de la comunión pascual: comienza el domingo de Ramos hasta la dominica in albis o primer domingo después de Pascua de Resurrección. La comunión pascual, preparada por el ayuno de Cuaresma, debía cumplirse en la iglesia parroquial y con el cura propio. ¿Cuántos cristianos confesaban y comulgaban por Pascua? El concilio provincial de Palencia de 1335 ordenó a los párrocos la confección de un padrón de todos sus parroquianos, en el que anotaría si confesaban o comulgaban. El número de comulgantes pascuales debió de ser casi completo por parroquias a finales del siglo XV.

La práctica de la confesión se desarrolla en correspondencia con la interiorización más grande de la vida espiritual. Las conciencias más delicadas se examinan más frecuentemente y los penitentes se acercan regularmente al sacramento de la penitencia que ahora toma su forma moderna. El Lumen confessorum de Andrea Didaco, primer penitenciario de Roma encargado de la absolución de los casos reservados, describe la recepción del sacramento. El sacerdote bendice al fiel, que debe recitar el Confíteor en latín o en lengua vulgar; después, el Pater y el Credo. Dice inmediatamente sus pecados. El sacerdote le interroga, le aconseja, le indica una penitencia y le da la absolución. Didaco prescribe, como la mayor parte de los teólogos de su tiempo, dar la absolución aun si no había contrición. Esta doctrina procede de una voluntad de indulgencia hacia el pecador, incluso con los pecadores profesionales como las cortesanas, y la seguridad de que la absolución, acto de Cristo, era siempre eficaz cualesquiera que fueran las disposiciones del pecador. No obstante, los mejores autores opinan que se debe incitar a los penitentes al «arrepentimiento». La absolución imperativa se daba al fin del rito según fórmulas diversas, entre las cuales se impuso definitivamente: Deinde ego te absolvo a peccatis tuis. Los manuales de los confesores, como la Summa de San Antonino de Florencia, constituyen para los sacerdotes guías matizadas y puestas al día. Los fieles disponían de opúsculos para preparar el examen de conciencia; se conocen en español, alemán, francés.


Fray Hernando de Talavera
A finales del siglo XV, el Jerónimo fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada (1493-1507), en su Breve forma de confesarse, pide que por lo menos se comulgue en Pascua de Resurrección, «salvo si de consejo el sacerdote lo dejare no comulgar». Y cuatro líneas más adelante afirma: «ítem, peca, pero no mortalmente, el que teniendo devoción y oportunidad de se aparejar, no lo recibe en algunas fiestas del año, señaladamente en las Tres Pascuas y el día de Corpus Christi». Su obra En qué manera se debe haver la persona que ha de comulgar recomienda la comunión en once días señalados: Epifanía, Anunciación, Jueves de la Cena, Corpus Christi, San Juan Bautista, Santiago, Asunción, Natividad de María, Todos los Santos y Navidad.

¿Estaban los curas preparados para confesar? En el sínodo de Salamanca de 1410, el obispo mandó hacer «una ordenanza para ellos [los curas], para que sepan dar los sacramentos a sus subditos, gobernar sus pueblos e así en la manera que deben de derecho», a causa de que algunos «por negligencia e los otros por lo non saber» dejaban al pueblo «de enseñar la doctrina cristiana o de administrar los sacramentos». A lo largo del siglo XV aparecieron otras obras en el mismo sentido.

Durante los siglos XIV y XV, los feligreses tenían la obligación principal de asistir a misa y a las Horas del Oficio Divino, y ejercitarse en actos de piedad y caridad los domingos y días festivos. Sin embargo, muchos preferían cazar, jugar a los dados u a otros juegos similares en las tabernas, o entregarse a comilonas y borracheras.

Nada nuevo podemos exponer sobre el matrimonio, a no ser la condena repetida de los matrimonios clandestinos.

El viático y la extremaunción

La legislación sobre la administración del sacramento de la Eucaristía a los enfermos o Viático procede también del concilio IV de Letrán (c.22), repitiéndola los concilios y sínodos locales. La obligación de preparar al enfermo para recibir el viático recae sobre los médicos (físicos) y clérigos. Como las familias, al menos las pudientes, avisarían antes o solamente al médico, la jerarquía eclesiástica urge a éstos que recomienden a los enfermos la salud de sus almas. La conducción del viático al enfermo se hacía con toda solemnidad, revestido el clérigo de sobrepelliz, con orario al cuello y un velo sobre el cáliz, llevando la Eucaristía sobre el pecho y acompañado de una cruz, luz y campanilla. Son previstos casos especiales: si el enfermo no puede tomar la hostia entera, que tome media o un cuarto, y, si es necesario, «déle del vino por que tome sabor que pueda consumirla». Si el enfermo devolvía la hostia, había que recogerla y depositarla en la piscina de la iglesia. ¿Recibían el viático los enfermos? ¿Eran diligentes los clérigos en el cumplimiento de esta obligación?


El viático (litografía de Jean Baptiste Debret)
La mayoría de los concilios y sínodos hispanos hablan conjuntamente del viático y de la extremaunción. El sínodo de León de 1267 manda a los curas amonesten a sus parroquianos que, encontrándose en peligro de muerte, «fagan ungirse por los clérigos». El sínodo de 1303 expone una falsa creencia difundida entre el pueblo, motivo por la cual algunos no querían recibirla; se pensaba que el enfermo al que se hubiera administrado la extremaunción, si después sanaba, no podía mantener relación carnal con mujer alguna, tampoco con la legítima.

Las honras fúnebres

Nos referimos exclusivamente a las celebraciones en torno a la muerte y sepultura. Comenzaban con el entierro y honras fúnebres que se decían al día siguiente, pudiéndose después conmemorar los días segundo, tercero, séptimo, cuadragésimo, a la sexta semana y el día del aniversario.

El cuerpo del difunto era llevado a la iglesia para los funerales, en medio de un desfile mortuorio tanto más suntuoso cuanto el muerto era más ilustre y/o rico. La celebración de la misa precedía a la absolución del difunto y el entierro era practicado ya en la misma iglesia, ya en el cementerio contiguo, según donde el muerto hubiera elegido el lugar de la sepultura. En la ciudad, las comunidades religiosas, además de las parroquias, tenían su propio cementerio; sus claustros servían también para las inhumaciones.

Para estas celebraciones litúrgicas, el difunto dejaba ordenada en su testamento una ofrenda para la iglesia de donde era parroquiano y donde iba a ser enterrado. Este hecho, así como la mayor posición socio-económica del difunto, daba lugar a entierros más menos concurridos, con mayor número de misas a celebrar, con acompañamiento de cofradías y pobres a los que se mandaba que se les vistiera y diera de comer. Una práctica habitual fue celebrar por los difuntos treintanarios o conjuntos de treinta misas seguidas. También los entierros tuvieron sus celebraciones profanas.

b) El progreso de la cura de las almas

La enseñanza de la doctrina cristiana

Conocemos lo ocurrido en España, especialmente en Castilla y León, donde la evolución de la enseñanza de la doctrina cristiana, desde 1050 a 1550, pasó por tres etapas: la primera etapa comprende hasta el concilio nacional de Valladolid de 1322 (no incluido). El contenido son las tres oraciones: Pater, Ave y Credo. Una excepción es el sínodo de León de 1303, que presenta un catecismo completo dividido en cinco partes: los doce artículos de la fe como se contienen en el Credo; los diez mandamientos de la ley de Dios; los pecados «de que se deben guardar», no los siete tradicionales, sino diez; y las cinco «obras buenas que deven osar e que han de ser salvos». Se enseña por medio de la catequesis y la predicación en la misa de domingos y fiestas.

La segunda etapa va desde el concilio nacional de Valladolid de 1322 hasta el concilio provincial de Aranda de 1473. El contenido aumenta y se constituye lo que hemos llamado «el catecismo perfecto» de don Gil Álvarez de Albornoz, arzobispo de Toledo, dividido en siete partes, cada una de ellas repartida a su vez en otras siete partes: 1) los artículos de la fe —siete de la divinidad y siete de la humanidad—; 2) los diez mandamientos de la Ley de Dios —tres en relación con Dios y siete con el prójimo—; 3) los siete sacramentos; 4) las siete virtudes —tres teologales y cuatro cardinales—; 5) los siete pecados mortales; 6) las siete virtudes a ellos contrarias; 7) las obras de misericordia —siete corporales y siete espirituales—. Algunos catecismos son más extensos, aunque todos son concisos y breves. En cuanto al modo de enseñar recurren solamente a dos: la tabla o cuaderno de la doctrina cristiana pegado sobre una tabla y expuesto en lugar bien visible en las iglesias y la predicación de la doctrina cristiana en unos días señalados: las tres Pascuas, Asunción de María, Todos los Santos; los domingos de Adviento, de septuagésima y de Cuaresma.

La tercera etapa abarca desde el sínodo de Alcalá de 1480 a 1550. El contenido se amplía. Sobre las siete partes anteriores se añaden: 1) las cuatro oraciones —Pater, Ave, Credo y Salve—; el modo de signarse y santiguarse; 2) los artículos de la fe en doble versión, doce, como los dijeron los doce apóstoles, o catorce; 3) los mandamientos de la Iglesia en la versión que ha llegado hasta el Vaticano II; 4) los cinco sentidos corporales; 5) la distinción entre pecado mortal y venial y los nueve modos como ligeramente se perdona éste; 6) los tres enemigos del alma; 12) las tres potencias del alma. Las Cartillas para mostrar a leer a los mozos, muy repetidas a partir de 1528, repiten el contenido de la doctrina cristiana en verso para recordarla de memoria acompañada de gestos; añaden las letras vocales y consonantes y su composición. La exposición de la Cartilla es enumerativa y con pequeñas explicaciones sólo en los mandamientos y sacramentos. La novedad de esta época radica en los procedimientos empleados para enseñar la doctrina cristiana: la tabla o cuaderno, que perdura; la predicación en determinadas fiestas y domingos del año, que perdura, pero que se ordena que tenga lugar en la misa de los domingos, de manera que después de decir la confesión en alta voz el cura les imponga (en vez de penitencia) que un domingo digan con él el Padrenuestro y un Ave María y otro el Credo y la Salve, de manera que todo el pueblo pueda y sepa pronunciarlo bien, y grabarlo en su memoria; la mejor novedad es la resucitada catequesis semanal o dominical y la catequesis-escuela para los niños en la que juntamente con los rudimentos de gramática se enseñaba la doctrina cristiana. Finalmente, se utilizó un nuevo método el confesor debía amonestar a sus penitentes en el acto de la confesión que aprendieran la confesión general y las cuatro oraciones; más aún, debía procurar que las recitasen con él durante la misma.

La predicación

Los predicadores.

Jamás se predicó tanto como en el siglo XV. Muchos obispos mendicantes fueron grandes predicadores; no obstante, aunque los obispos tenían obligación de predicar diez veces al año, algunos fueron incapaces de hacerlo. Es indudable, en cambio, que muchos de los curas párrocos fueron incapaces de realizar una predicación cualificada. La mayor parte de los predicadores pertenecieron a las órdenes mendicantes, predominando los franciscanos y dominicos sobre carmelitas y agustinos, que también predicaron. Para ayudar a los predicadores se multiplicaron las artes praedicandi. Todo sermón debía tener siete cualidades: brevedad, fervor, simplicidad, devoción, contenido moral, prudencia (evitando argumentos curiosos) y orden en el desarrollo del pensamiento. En la mayoría de los sermones se utilizaban los exempla o sermones ya escritos. Todo predicador debía poseer la Biblia, los evangelios de los domingos, glosas, apostillas, comentarios, y las colecciones de ejemplos.

Lugares y tiempos de la predicación.

Además de la iglesia, donde el pulpito pasó a estar en el centro de las mismas, se predicó fuera de ella, en los claustros o plazas inmediatas. El predicador subía al pulpito, que podía ser monumental. Los oyentes se sentaban en los bancos, en el suelo o permanecían de pie, a veces sobre los tejados de casas cercanas. La duración era muy variada, podía durar minutos, una hora, dos como los de Gersón, o cinco como alguno de San Vicente Ferrer. Se predicaba en los tiempos litúrgicos y otras fiestas que comienzan a destacar la religiosidad del pueblo: Navidad, Epifanía, Purificación, Miércoles de Ceniza, Domingo de Pasión, Domingo de Ramos, Jueves y Viernes Santo, Pascua de Resurrección, Santa Cruz (3 de mayo), Corpus Christi, Pentecostés, Adviento, Visitación, San Martín y San Juan Bautista.

Tipos de predicación.

Podemos distinguir:

a) Sermón catedralicio, se predicaba por los canónigos o los mendicantes los días indicados.

b) Sermón de Santos, predicados con motivo de las fiestas de los santos, santos de devoción, patronos de cofradías, voto concejo de los pueblos a sus patronos o protectores.

c) Sermón de la Pasión y del Viernes Santo, celebrados el Viernes Santo por la mañana o por la tarde en la plaza pública; como el que predicó San Vicente Ferrer ante 10 mil oyentes en Toulouse el Viernes Santo de 1416, que duró cinco horas; o los que predicaba el obispo en la catedral de León en 1450, que envolvía la ceremonia del Descendimiento.

d) Sermón moderno. También llamado el sermón temático, usado por los maestros universitarios y como público los estudiantes; tenía la misma estructura y tono que la lección universitaria.

e) La predicación popular. Las misiones. No era sustancialmente distinta de los modelos precedentes; sin embargo, se pronunciaba en lengua vulgar y el predicador recurría a las técnicas capaces de ser comprendidas por el pueblo (gestos, tonos de voz) y se recurría más frecuentemente a los exempla. Esta predicación podía ser itinerante, característica típica de los predicadores de la Observancia. De ella salieron las misiones populares.

Existieron dos grandes predicadores. El español y dominico San Vicente Ferrer (1350-1419), que en 1399 deja Aviñón y hasta 1403 pasa largos meses seguidos predicando entre los valdenses, en la Provenza, Saboya, el Delfinado y el Piamonte. Posteriormente pasa a Lombardía. Con anterioridad al Compromiso de Caspe de 1412, en que estuvo presente, predica en Castilla, realizando un viaje de predicación, entre 1411 y 1412, desde Murcia a Ayllón (Segovia), donde se encontraba la corte, continuando por Valladolid, Simancas, Tordesillas, Medina del Campo, Zamora, Salamanca y Segovia. ¿Fue San Vicente Ferrer un predicador exclusivamente del juicio final?

El gran predicador de Italia fue San Bernardino de Siena (1380-1444). Desde 1417 recorre toda Italia septentrional y central. Siguiendo el espíritu de San Francisco, abre toda su predicación a la mística del Nombre de Jesús, que resume en sí la salvación y el plano de Dios. Por esto, en las ceremonias de su predicación, Bernardino mostraba tablas sobre las cuales el Nombre estaba escrito en el interior de un sol, del que cada rayo tenía su significado. Practicaba procesiones en su honor y pedía a los fieles que lo tuvieran en casa y lo mandaba poner en las fachadas de las casas municipales. Por esta devoción fue acusado de inspirarse en Ubertino de Cásale, el reformador cuyas enseñanzas habían sido consideradas heréticas. Pero tanto el papa Martín V como Eugenio IV le dieron la razón, permitiendo la predicación de la devoción del Nombre de Jesús en toda la Cristiandad.

Antes de abandonar el lugar, ambos predicadores se preocupaban de que el municipio tomara disposiciones contra los vicios que habían señalado: los trucos de los vendedores, la calumnia, la murmuración, la blasfemia, la usura, las dotaciones excesivas para el matrimonio, la obligación de confesar a los enfermos y la obligación de dar trabajo.

San Bernardino de Siena tuvo diferentes seguidores y continuadores: San Juan de Capistrano, Mateo de la Marca, Mateo de Agrigento, el francés hermano Richard y el carmelita Tomás Connette y en Alemania el franciscano observante Brugman.

Las nuevas y principales devociones

Nada añadiremos sobre las peregrinaciones, los jubileos y las indulgencias, que cobrarán un extraordinario auge, y las devociones a los santos, que continúan especializándose por regiones y por enfermedades.

1) La muerte ocupa desde el siglo XIII al XV un lugar cada vez mayor en el pensamiento y en la religiosidad de las gentes. De una simple cita en los testamentos del siglo XIII, se pasa a una descripción completa y dramática de la muerte y del juicio particular inmediato a la muerte. La muerte es natural y universal, temida, cierta para todos, pero incierto el día y la hora. En el momento de la muerte, el alma del cristiano es presentada ante un tribunal que preside y juzga Jesucristo. Existe un gran acusador con mucho poder: el diablo. El cristiano elige sus abogados, hay dos comunes a casi todos: María y San Miguel; otros sólo de algunos: San Pedro y San Pablo, Santiago, Santa Catalina, etc. Quizás, el dato más curioso es que la suerte del cristiano parece que no se decide por sus obras buenas o malas, sino en medio de aquel dramático juicio, que dura un tiempo indeterminado, durante el cual el alma está sin destino, por lo que se pide a los abogados «que la quieran llevar a lugar de salvación», «que sean guiadores de la mi alma».

También nos acerca al tema de la muerte, las famosas «Danzas de la Muerte». Surgen en Francia en el siglo XIV, teniendo una gran difusión en las representaciones teatrales, en la literatura, en el arte. La muerte va llamando a todos los estados y clases sociales del mundo, a los que invita a participar en su danza macabra. En las «Danzas » aparecen dos rasgos fundamentales: uno, la llamada universal y democrática de la muerte a todos los hombres, nadie está excluido, la vida crea desigualdades y la muerte es igualadora; en segundo lugar, el cambio de actitud del hombre ante la muerte a partir del siglo XV. Mientras que para el cristiano del siglo XIII la muerte es la liberación de la cárcel de esta vida, el salto hacia el mundo definitivo de la eternidad, promesa de tantos bienes, puede ser recibida serenamente. En el siglo XV, la muerte se ha convertido en angustiosa obsesión, porque el hombre va descubriendo cada día nuevos motivos de goce en el vivir y va sustituyendo su vieja concepción ascética por la interpretación pagana que le traen los primeros albores del Renacimiento. «La Danza de la muerte recoge ahora ese mundo de pesadilla, de visiones macabras, de obsesivo terror que se caracteriza en su característico humanismo convulsivo violento».

2) La solidaridad entre este mundo y el más allá, principio del culto de los santos, une a los vivientes con los muertos. Desde finales del siglo XIII, en la vida cotidiana no está excluido un encuentro con los aparecidos y el diálogo se mantiene, más allá de la muerte, con aquellos que han estado ligados durante su vida. Los difuntos esperan un socorro; una creencia más fuerte en el purgatorio sostiene esta esperanza. En toda España y en Francia meridional, las cofradías se emplean en que se digan misas para adelantar la liberación de las almas y su entrada en el cielo. Los testamentos incorporan legados a esta institución, los cofrades señalan el día fijo y los sacerdotes celebran regularmente a esta intención. La devoción crece a lo largo del siglo XV y se hace muy vigorosa a comienzos del XVI.

3) La profundización de la sensibilidad asegura el éxito de la devoción de Cristo doloroso. Conocida desde comienzos del siglo XIII con San Francisco de Asís, toma en el siglo XIV un lugar que permanece para los siguientes siglos como una de las formas permanentes de la piedad. La meditación de los sufrimientos de la Pasión de Cristo se convierte en un acto de piedad privilegiada, accesible a todos. San Francisco de Asís fue el primero y más sensible a este tema y señaló su valor cristiano. Las Meditationes vitae Christi, falsamente atribuidas a San Buenaventura, animan la identificación con Cristo sufriente. Esta compasión con los dolores de Cristo es vivida de manera patética, como lo muestra la experiencia de Margarita de Cortona, de Enrique de Suso, de Brígida de Suecia y de tantos otros santos y místicos de los siglos XIV y XV.

Para promover la piedad se multiplican las reliquias de la Pasión, de la Cruz, de la Santa Espina o de la Corona de Espinas, de los sudarios, del velo de la Verónica, de los clavos. Muchas iglesias gozan de la reliquia de la Sangre de Cristo como Brujas o Mantua. En el siglo XV, en Flandes o en Córdoba apareció el Via Crucis: caminar meditando los diferentes pasos o momentos de la Pasión de Jesús.

Para ayudar a la piedad hicieron su aparición las imágenes del crucifijo, no serenas o reales, sino representando un hombre sufriente. Surgieron nuevas escenas, como la Verónica, el Cristo flagelado, el Ecce homo, el Cristo de la humildad y paciencia, desnudo, sentado, flagelado, esperando su crucifixión; grupos esculpidos monumentales representan el descendimiento y la sepultura de Cristo con discreción o vehemencia. Muchos fueron los símbolos, como los emblemas de la Pasión —los clavos, la corona de espinas, los flagelos, la espuma, la lanza, las tenazas, la escalera, los treinta sueldos, la linterna, una mano negra, un judío que escupe a Jesucristo—, o también los signos alegóricos —el Cristo de la Sangre, la cruz fuente de la vida de donde salen siete ríos.

La Semana Santa era por definición el tiempo reservado por la Iglesia para el recuerdo del Calvario. El pueblo evocaba los tormentos de Jesús de tres formas: asistiendo a los Oficios, escuchando los largos sermones y asistiendo a las sagradas representaciones del Misterio. Pero la conmemoración del Cristo doloroso duraba todo el año y no se limitaba a la Semana Santa. El viernes de cada semana era sentido como el recuerdo del Viernes Santo, todas las campanas de la cristiandad sonaban a mediodía para recordar el drama del Calvario. Surgieron otras devociones relacionadas con la Pasión: la devoción a las caídas, a las cinco llagas, la meditación de las siete palabras pronunciadas por Jesús en la cruz. Se fundaron las Cofradías de la Santa Vera Cruz y se llenaron de flagelantes. Todo ello compone una religión popular.

4) Las devociones al niño Jesús y a la Virgen María son más alegres. Se introduce el rezo del Ave María, el rosario y el toque del Ángelus, que recuerda la visita del ángel San Gabriel a la Virgen María y es recitado por la tarde.

5) Especial atención merece la fiesta del Corpus Christi. La fiesta tiene un antecedente en el culto creciente a la Eucaristía desde mediados del siglo XII. El origen inmediato de la fiesta del Corpus Christi arranca de la visión que tuvo Santa Juliana de Lieja, primera abadesa de las agustinas de Monte Cornillon, a la que el Señor manifestó su voluntad de que se observara una fiesta del Sacramento. Celebrada en Lieja desde 1246, el papa Urbano V la declaró universal en 1264, a raíz de que el cura de la iglesia de Santa Catalina de Bolsena (Orvieto), escéptico sobre la doctrina de la transubstanciación, se convenció de su error cuando, celebrando misa, vio que la Hostia goteaba sangre, dejando teñidos los manteles. Clemente V confirmó en 1313 la bula de Urbano, y exigió a todos los católicos la celebración de la fiesta; Santo Tomás de Aquino compuso el Oficio, fijándose su día en el jueves siguiente a la Trinidad. El papa Juan XXII confirmó las bulas de sus antecesores en 1317. Al principio, la fiesta se celebraba sin procesión; ésta aparece por primera vez en Colonia en 1279, en Francia en 1320 y en España desde 1322. Es la fiesta de las fiestas. Es la fiesta del Rey de reyes. Además de las razones teológicas, otros dos elementos influyeron en ella: los espectáculos que se desarrollaban en las fiestas civiles solemnes (coronaciones y recepciones de reyes y príncipes) y los elementos dramáticos introducidos poco a poco en esta procesión, procedentes de los autos sacramentales.

6) El final de la Edad Media conoce una explosión de aberraciones religiosas que explican muy bien la desgracia del tiempo y los desórdenes de la Iglesia jerárquica desde el «gran cisma». Lo fantástico se lleva en la decoración esculpida y triunfa en las viñetas de los manuscritos. La superstición se desarrolla. Así, la multiplicación de las imágenes de San Cristóbal se debe a la creencia popular que afirmaba que no moriría ese día quien hubiera contemplado la cara de este santo. Se atribuye el mismo poder protector a la visión de la Hostia en la elevación, por lo que las masas llenan las iglesias en este momento, marchando una vez terminado el rito «como si hubiesen visto al demonio», como afirma un predicador. Muchos corrían de una iglesia a otra para asistir a muchas elevaciones: dos seguridades valen más que una. Magia y brujería encontraron entonces el más grande crédito y los predicadores, como los inquisidores encargados de la represión, prestaban a estas prácticas una eficacia igual a aquella que los brujos mismos les atribuían.

Se creía que los brujos y sobre todo las brujas tenían un pacto con el Maligno. A su llamada, el demonio y los espíritus malvados secundarios intervenían para realizar sus encantamientos. Todo el mundo, incluidos los clérigos, creía en los sortilegios y productos brujeriles: frascos, espejos, polvos, restos de animales, líquidos inmundos, etc. La Iglesia decidió combatir la brujería por la defensa de la fe, más que por la denuncia de la superchería. Pocos espíritus contemporáneos guardaron la cabeza fría ante estas aberraciones del sentimiento religioso. La Inquisición, fundada en pie para perseguir la herejía en el siglo precedente, sirvió a la lucha contra la brujería. El dominico Jean Nider publicó un gran tratado de brujería y de demonología, el Fornicarius.

7) Otra forma de manifestación de la nueva religiosidad son las representaciones litúrgico-dramáticas. A partir del «tropo» se llegó al «drama litúrgico» que tenía lugar en Navidad, Epifanía, Pascua de Resurrección y de Pentecostés, y, posteriormente, los «dramas sacros» representados en los pórticos o en las plazas contiguas a las catedrales.

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